lunes, 9 de septiembre de 2013

Amor y compasión. Cristianismo y Budismo.


Venimos de esta forma hacia el oriente, tal como aparece reflejado en el budismo. En esta perspectiva el mundo se desvela como abismo de dolor que nos tritura, un gran molino que destroza año tras año, reencarnación tras reencarnación, nuestra existencia. Sobre ese presupuesto se edifica la palabra y el mensaje original de Buda, resumido en las cuatro «nobles verdades».
Primera verdad: todo es dolor; dolor el nacimiento y la muerte, la unión y desunión; la vida entera sobre el mundo es un destino de separación, impotencia y sufrimiento. Segunda verdad: el origen del dolor es el deseo, la sed de la existencia que nos tiene atadosa la rueda de una vida en la que estamos cautivados. Tercera verdad: para librarse del dolor es necesario extinguir los apetitos, desarraigando la raíz de los deseos. Cuarta verdad: en este mundo de deseos destructores es posible hallar un camino salvador, la famosa vía media que conduce a la superación de los dolores, a través de una disciplina mental, una concentración intensa y una conducta ética adecuada.
Lógicamente, a partir de ese transfondo, Buda ha prescindido de los dioses. ¿Qué ventaja puede haber en Dios si Dios se encuentra también dentro de esta rueda sufriente del destino? Sobre un mundo destructor como el nuestro no se puede hablar de lo divino. Es preferible hacer silencio y sobre el hueco de todas las imágenes sagradas buscar y recorrer aquel camino de ser y libertad que nos permita llegar hasta la meta de una vida liberada, no mundana (lo nirvana).
Esto supone que los hombres son capaces de librarse del destino, desatarse de esta vida de dolor que en realidad es muerte. ¿Cómo? Por medio de un retorno al interior, por una vida desligada de apetitos, transformada, sin deseos. Este es el punto de partida y centro de toda la experiencia religiosa. A partir de aquí, el budismo ha elaborado un programa de amor impresionante, concibiendo la vida como solidaridad en el sufrimiento y compasión liberadora. Su primer rasgo se llama maitri o benevolencia. Quien ha sido iluminado y sabe cómo puede superarse la cadena del destino y de la muerte se comporta de un modo dulce y discreto. Es cordial y es afectuoso. Nada puede perturbarle, nunca debe airarse. En medio deuna tierra dura y mala, destrozada por el odio, las pasiones y deseos, el auténtico budista sabe ser y comportarse de manera amable. Todo lo comprende, pero nada llega a perturbarle.
En un segundo momento es necesario el dana: regalo o donación. Su base es clara: todo sufre, se retuerce y gime en una tierra calcinada. El budista iluminado ya conoce su final de salvación, pero igualmente sabe que el dolor es destructor y quiere, en lo posible, remediarlo o, por lo menos, no aumentarlo. Por eso actúa bien e intenta ayudar al que está necesitado.
Todo eso lleva a la karuna: compasión piadosa. En el fondo de ese gesto hallamos la intuición de que el dolor, siendo muy fuerte, puede superarse. En un primer momento, cada humano ha de asumir a solas su camino y alcanzar la libertad por medio de su propia actitud de desapego. Sin embargo, el verdadero iluminado sabe que no puede separarse de los otros, sufre su dolor, se compadece de ellos, y procura abrirles el camino de la libertad definitiva. Ese fue el gesto de Buda: una vez iluminado, descubierta su verdad e inmerso en una vida sin dolor y sin deseos, dejó a un lado su propia plenitud transfigurada y ofreció su mensaje salvador a los necesitados.

Esta experiencia del budismo representa una de las máximas conquistas de la historia humana. Quizá nunca se había llegado tan arriba. Sin embargo, debemos añadir que eso resulta a nuestro juicio insuficiente. Aquí falta el gozo de la gratuidad como amor positivo que lleva hacia los otros; falta la vivencia de la comunión, el encuentro interhumano como signo primigenio del misterio;y falta, sobre todo, un Dios activo y personal que nos ofrece amor desde su hondura efusiva, trinitaria. Llegamos en busca de eso al cristianismo.
Según el cristianismo, más allá del sufrimiento y el dolor del hombre se halla la fuerza creadora de Dios. El mundo es positivo; Dios mismo lo ha creado. Por eso, superando los dolores se puede llegar a la confianza originaria: es la actitud del que se pone en brazos de la vida descubriendo en ella los signos de presencia de Dios.
Antes que la compasión del hombre está la compasión de Dios. Hay en la Biblia una palabra audaz, aventurada, milagrosamente fuerte: Dios tiene piedad de los hombres, amándoles desde el fondo de su mismo sufrimiento. Sobre esa base, se puede trazar luego una distinción. a) El Dios de Israel se compadece de los hombres pero queda fuera: sufre su dolor, le duele su miseria..., pero siempre se halla encima, está como guardado en su propia transcendencia. b) El Dios de Cristo ha dado un paso en adelante: penetra en la miseria de la historia, la padece en su interior y de ese modo la transforma.
Verdadero compasivo en esta línea cristiana no es aquel que saca al otro de la muerte o quiere hacerle desligarse de la vida. Compasivo es el que crea —el que hace ser—, el que acompaña en el dolor, el que transforma así la vida de los otros. Para el budismo, la compasión era elemento negativo: se debe acompañar a los hermanos para que ellos mismos se puedan desligar del sufrimiento y riesgo de la historia. El cristianismo, en cambio, sabe que sólo es verdadera aquella compasión que nos convierte en creadores. Sólo es digno de crear quien introduce su existencia en lo creado, quien se arriesga con sus obras, quien padece en ellas y las lleva en el regazo de su propio sufrimiento. ¡Así ha creado Dios! Lo hace arriesgándose, queriendo que seamos escandalosamente libres, para solidarizarse después con nuestra libertad y realizar nuestro destino. Por eso, la compasión es un gesto expansional de fuerza creadora: implica un movimiento de creatividad intensa, libre. Sobre la cruz del dolor de su Hijo, Dios ha decidido que este mundo permanezca y llegue a ser, creándolo de un modo personal, comprometido.
Pues bien, esta compasión creadora sólo es posible allí donde se aume el valor de las personas. Conforme a la vivencia del budismo, lo sagrado (Dios, Nirvana) ha de entenderse en forma negativa: es la libertad plena del pleno silencio, allí donde no existe la multiplicidad ni las personas; por eso, el amor compasivo de los budistas consiste, en el fondo, en acompañar a los demás en el camino que lleva hacia la muerte o deshacimiento. Por el contrario, el cristianismo ha resaltado el valor de las personas: lógicamente, la verdadera compasión consistirá en amar a los demás como distintos, ayudándoles a ser independientes, creadores de sí mismos.
Esta actitud cristiana sólo puede interpretarse y valorarse en perspectiva trinitaria: amar consiste en hacer que el otro sea. Por eso decimos que el Padre entrega su propia realidad (sustancia) al Hijo, haciendo de esa forma que se vuelva independiente (persona). Hijo y Padre se regalan y comparten la sustancia (divinidad) en gesto de amor compartido (en el Espíritu). Los hombres de este mundo son imagen trinitaria: por eso han de ayudarse en gesto de compasión creadora, ofreciendo y compartiendo la existencia.
En ese fondo debe interpretarse ahora la maitri o benevolencia, lo mismo que la lona o donación y la karuna o compasión piadosa. El verdadero amor consiste en dar la vida al otro, haciendo así que el otro sea. Amor es igualmente el gesto de acogida: recibir lo que ofrece el otro, agradecer a Dios (y a los demás) el gran regalo de la vida. Amar es, finalmente, compartir. Por eso decimos que el amor es trinitario.
Ésta es la diferencia fundamental. El budismo no cree en la Trinidad: no ha sabido penetrar más allá del silencio de Dios, descubriendo en el principio del Nirvana el gran misterio de la personalidad divina (amor del Padre y el Hijo en el Espíritu); por eso no ha podido aceptar la encarnación, no descubre la presencia de Dios en el mundo ni valora a las personas. Ciertamente, es buena la compasión budista; quizá es la forma suprema de amor que los hombres pueden descubrir sobre la tierra. Pero más allá de esa compasión y su nirvana está el amor trinitario de Dios, encarnado en la vida y pascua de Jesús, el Cristo.
La visión del amor une en gran medida a cristianos y budistas, de manera que les hace compañeros de camino en el esfuerzo por vencer la violencia de este mundo. Pero ese mismo amor separa luego a cristianos y budistas. Más allá de la negatividad del amor, los cristianos han descubierto el misterio activo de un Dios que siendo comunión personal eterna nos lleva al encuentrointerhumano (de ayuda dirigida hacia los otros) en camino sostenido por la Cruz y Pascua de Jesús, el Cristo'.

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