lunes, 9 de septiembre de 2013

Amor y Trinidad. Comunión Divina.

Precisamos los supuestos del tema. Dios no es cosmos: no es el todo que se impone a cada una de las partes, ni es el juego de las partes que entrechocan, nacen, mueren en el todo. Dios no es sexo, no es la unión originaria de los dos grandes principios de la vida que se expanden y despliegan de manera hierogámica; no es potencia masculina, ni es hondura femenina, ni la unión engendradora de ambos sexos. Dios no es eros separado: no es poder de ascenso-anhelo que nos lleva desde el mundo bajo, oscuro, hacia la luz originaria o amor pleno; no es lo de arriba como opuesto a nuestro abajo, ni tampoco el movimiento donde todo se vincula. Dios no es pura compasión, el gesto negativo del que deja los valores de este mundo mientras busca el verdadero ser en el rechazo de todos los dolores y deseos.
¿Qué es entonces? Con palabra de 1 Jn 4, 16 diremos de nuevo que es agape, el amor que se autoofrece y se regala a manos llenas para dar así la vida. Dios es la comunión originaria y transcendente que funda los caminos de los hombres y se asienta en su principio sin principio. Pues bien, por un misterio de apertura generosa que no podemos ni siquiera barruntar, el mismo Dios ha decidido expandir su comunión a nuestra historia, a través del nacimiento y de la muerte de Jesús, el Cristo. Por esodecimos que es regalo de vida y de gracia.
Dando un paso más podemos afirmar que esa comunión de Dios (misterio trinitario) ha de expresarse como metafisica del amor donde encontramos estos dos, planos. a) Por un lado el amor de Dios es fundamento de la historia: es la verdad, sentido y fuerza de la entrega de Jesús entre los hombres. b) Pero el amor es, a la vez, la hondura y la verdad eterna del encuentro primigenio que vincula al Padre con el Hijo en el Espíritu.
Nuestra fe se asienta en Jesús crucificado, Hijo de Dios, que nos ofrece su vida por la muerte. Arraigados en Jesús, hemos creído en el Padre que le envía y resucita y aceptamos la fuerza de su Espíritu. Por eso, la palabra trinitaria, como fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, resulta inseparable de la muerte de Jesús y viceversa. Una Trinidad sin el misterio de la cruz resultaría idolatría; y una cruz sin el transfondo trinitario, sin abrirse al Padre en el Espíritu, termina destruyéndose en la tierra, convertida simplemente en muerte de la vida humana.
A partir de aquí podemos llegar a una visión más honda del misterio. A lo largo de la historia hallamos varias formas de entender la Trinidad. Unos, sobre todo entre los viejos Padres griegos, toman como base el proceso de génesis de la realidad que se explicita y completa como ousía, dynamis y energueia, es decir, en tres momentos. Los autores de occidente se han fijado más en la experiencia de una mente que, al saberse y al quererse, se disocia y distingue personalmente, desde dentro. Hegel ha empleado una dialéctica de ideas... Yo he querido situarme en una línea que está cerca de Ricardo de san Víctor.
Su argumento es como sigue: Dios es amistad activa, caridad y, por lo tanto, necesita dar y recibir, hacerse encuentro. No existe amor sin comunión, sin desprenderse de sí mismo, darse al otro y encontrarse nuevamente a partir de su respuesta. Por eso, siendo amor originario, el Padre —que es principio divino sin principio— hace surgir gratuitamente al Hijo, para darle todo su misterio y realizar así el encuentro. Actuando de esa forma, el Padre aguarda: deja que a su vez el Hijo le responda. De ese modo surge la amistad en comunión: Hijo y Padre sólo tienen ser en la medida en que lo entregan y comparten.
A partir de aquí debemos dar un paso más. Sólo surge comunión definitiva si el amante y el amado concretizan su amor en un tercero, de tal forma que al mirarse y regalarse el uno al otro llevan su amor hasta la cumbre. Ese «tercero», como signo de unidad del Hijo con el Padre, ha recibido en la experiencia de la Iglesia un nombre: es el Espíritu Santo.
Evidentemente, al emplear este modelo, Ricardo de san Víctor se ha basado en la familia. Pero en este mundo, los esposos y los hijos nunca llegan a ser amor eterno, ya perfecto. En eso se refleja la riqueza y tragedia de su historia. Dios, por el contrario, concretiza el amor de un modo pleno en el encuentro del Padre con el Hijo, tal como se expresa y plenifica en el Espíritu.
Éste es el esquema de Ricardo de san Víctor. a) Dios es creatividad: vida que se expande de manera gratuita y total, sin recelos ni egoísmos. Así lo descubrimos en todo su proceso y de un modo especial en su principio, el Padre. b) Dios es amistad: la fuerza de la vida no se pierde de una forma arbitraria: al contrario, lo divino se realiza como encuentro entre personas. Sólo quien comprenda y vea unidos estos dos aspectos puede barruntar lo que supone el ser divino, como vida en comunión para expandir la vida. c) Ese misterio de unidad de Padre e Hijo ha de tomarse y entenderse como gracia o como amor hecho persona: es la santidad del mismo amor, la dualidad de aquel «nosotros» personal y personalizante del Padre con el Hijo en el Espíritu. Por eso, el Espíritu no es un simple ámbito divino, un «ello» que no tiene caracteres de persona; el Espíritu es la misma comunión del encuentro intradivino, la unidad donde, llevando a plenitud el mío y tuyo, como sujetos contrapuestos, surge el nosotros personal de la gracia compartida, el Espíritu de culminación de lo divino.
De esta forma se vinculan y de algún modo se vinculan en clave de amor los dos principios fundamentales del cristianismo: la Trinidad de Dios y la encarnación-pascua del Hijo. El mismo amor eterno de Dios (Trinidad inmanente) se despliega y revela en el amor histórico del Hijo Jesucristo, que muere en favor de los hombres, por fidelidad al reino (Trinidad económica). En esta perspectiva, desde la revelación pascual del amor del Hijo debe completarse la visión en principio un poco inmanentista de la Trinidad que tiene Ricardo de san Víctor. Desligado del mensaje y de la muerte, de la Pascua y vida de Jesús, el amor trinitario correría el riesgo de convertirse en una especie de especulación gnóstica.
Tres son, a mi juicio, las formas de entender la relación entre el Espíritu Santo y el amor como indicaremos brevemente en lo que sigue. Recordemos que la persona o personalidad del Espíritu se encuentra velada en el misterio: podemos esbozar un poco su verdad, pero nunca llegaremos a entenderla plenamente.
1. La primera perspectiva entiende la persona del Espíritu en la línea de realización del ser que culmina su proceso amándose a sí mismo. Más que persona (en el sentido moderno), el Espíritu es modo final de la personalización de un sujeto que, conociéndose, se ama, es decir, descansa en sí mismo, ratificando y fijando su propia realidad. Así puede llamarse «culminación de Dios»: su proceso personal queda completado y clausurado en el amor pleno del Espíritu. Dios no es una línea siempre abierta que jamás llega al descanso, no es un círculo que vuelve sin cesar sobre sí mismo: es línea o círculo cumplido y la meta o realización de su proceso es el Espíritu Santo. Por eso se le llama amor, porque en amor culmina el encuentro del ser (de Dios) consigo mismo. En esta perspectiva se pone de relieve el movimiento de la naturaleza divina que se sabe, dualizándose en Padre e Hijo, y se ama, trinitarizándose en el Espíritu. Los comentaristas suelen discutir sobre la forma en que Tomásde Aquino ha concebido este proceso final de espiración de amor en que surge el Espíritu Santo. Pero casi todos tienden a pensar que en esta línea el Espíritu Santo no aparece como amor dual (de Padre e Hijo) sino como amor de esencia: es la naturaleza divina que, sabiéndose (siendo Padre-Hijo) se ama a sí misma.
Padre e Hijo, separados entre sí en el conocer, no se distinguen ya al amar. Por eso aman los dos como uno sólo, con el amor de la esencia divina que vuelve hacia sí y en sí reposa. De esta forma se completa el proceso personal del Dios que es divino, persona, siendo dueño de sí mismo, conociéndose y amándose. Situados ante esta solución, los teólogos orientales ortodoxos han protestado enérgicamente. Ellos suponen que esta forma de entender la unión de Padre e Hijo en el origen del Espíritu supone un triunfo de la pura esencia: no serían ya las personas las que actúan como tales sino la misma naturaleza de Dios que al amarse suscita (espira) el amor pleno y final del Espíritu Santo.
2. La segunda perspectiva entiende la persona del Espíritu partiendo de la unión dual de Padre e Hijo como personas distintas que se aman. Hemos citado ya a Ricardo de san Víctor. Conforme a su visión, el Espíritu Santo no es amor de esencia sino amor de personas que, ratificando su propia distinción, la sellan en gesto de entrega compartida. Los amantes son por tanto dos y su amor es recíproco y sólo puede mantenerse en la medida en que los dos son diferentes. Hay, un doble acto de amor, pero el amor con que se aman es el mismo, porque uno y otro se entregan de manera total, sin reservarse nada. Por eso, en esta línea, el Espíritu Santo se puede interpretar como el amor de comunión hecho persona: no es amor de uno o de otro, es de los dos y de esa forma es «medio» que les une.
Hasta aquí la reflexión de los diversos autores parece concordante. Las dificultades comienzan cuando se pretende precisar lo que supone esa Persona de Amor que es el Espíritu. Para algunos, ella aparece como persona ambital, campo de amor en que se encuentran Dios y Cristo: es la fuerza de Dios de la que Cristo nace (y resucita); es el amor que Cristo ofrece al Padre para que nosotros podamos realizarnos.
Para otros, el Espíritu se entiende mejor como un nosotros de amor compartido. El yo y tú (del Padre y el Hijo) se encuentran originariamente unidos y sólo existen en la medida (y a medida) que se relacionan. Pero aquí debemos descubrir el tercer elemento: en el fondo del yo-tú se halla el nosotros, no como algo externo o posterior, que les adviene desde fuera, sino como la misma hondura de su encuentro; ésta es la analogía más honda del Espíritu Santo.
3. La última perspectiva ha interpretado el Espíritu como un Tercero común que surge del amor de Padre e Hijo. Esta es la línea que ha desarrollado de manera clásica Ricardo de san Víctor, al hablar del «condilectus». El Espíritu desborda el nivel de amor común (plano ambital); es más que la unidad de amor dual o «condilectio» (co-amor) que constituye el sentido del nosotros; el Espíritu es aquel a quien Padre e Hijo aman en común, es decir el Amigo de Dos o condilecto.
En otras palabras, Hijo y Padre no se limitan a mirarse uno al otro, en amor compartido o común. Ambos se unen y «miran juntos» (en mirada que es de los dos) hacia un tercero, que es como fruto del amor que ambos se tienen. Este amor de dos, convertido en nueva persona, como nuevo centro de vida y conciencia es el Espíritu Santo.
El nosotros del amor sólo culmina y encuentra su sentido pleno allí donde suscita un tercero a quien los dos aman unidos. Ya no se limitan a mirarse uno hacia el otro, en transparencia recíproca: ambos unifican su mirar y miran juntos hacia aquel que es fruto de su amor compartido. Ese tercero, a quien podemos llamar amado de los dos no es propiedad de uno o de otro: es gracia y don que surge de la vida compartida. Por eso es el tercero, está en el fin, como culmen del proceso trinitario. Pero, al mismo tiempo, debemos concebirle como centro o medio en que se implican Hijo y Padre (cf. Santo Tomás, S. Th. 1, 37, 1 ad 3): ellos (Padre e Hijo) sólo pueden vincularse y son distintos cuando están amando juntos a un tercero (Espíritu) que les sirve de centro y les vincula. Por eso, mostrándose en el fin, el Espíritu es garantía del principio: sostiene y culmina todo el proceso trinitario.
Estas observaciones pueden parecer un poco abstractas, separadas de la vida. Sin embago, bien miradas, ellas constituyen el centro y culmen de toda la filosofía personalista de los últimos decenios. En otro tiempo, en la línea de una definición que proviene de Boecio, se solía definir a la persona en clave de «sustancia» (rationalis naturae individua substantia). Es persona el ser racional que existe por sí mismo, en forma individual. Pues bien, de esa manera resultaba muy difícil entender la Trinidad: la que importa es la unión del ser consigo mismo (la autosuficiencia individual); el amor viene a entenderse como algo posterior o secundario.
Pues bien, conforme a la visión que aquí he esbozado, visión que culmina en la teología trinitaria del Espíritu Santo, no se puede hablar de ser (sustancia) para referirse sólo luego al amor, como si fuera algo ulterior o derivado. Conforme a la postura que defiendo, apoyado en la teología trinitaria más representativa de occidente, la misma realidad de las personas viene a definirse como amor, es decir, como relación de generosidad y acogida, como entrega mutua y vida que surge de la comunión dual (del Padre y el Hijo).

V. Trinidad y metafísica de amor. Sentido de Cristo
La metafísica de occidente se ha elaborado en forma pretrinitaria, a partir del análisis del ser o de los entes, conforme a una visión que ha sido precisada y criticada en los últimos decenios por M. Heidegger. Pero Heidegger parece empeñado en volver a la «fuente griega», tal como estaría reflejada en los primeros pensadores (los presocráticos). Sólo de esa forma se podría superar la división (o escisión) establecida ya tras Platón entre el ser y los entes.
Pienso que esa crítica de Heidegger resulta en el fondo muy parcial y limitada. El problema no está en el «olvidodel ser», en la cosificación de la realidad, tal como ha venido a culminar en la visión instrumentalista y técnica de la cultura de occidente. El problema está en el olvido de las personas o, mejor dicho, en el eclipse del amor cristiano.
Existe cosificación en la cultura de occidente, existe el riesgo de manipular la realidad y destruir al ser humano. Pero ese riesgo no viene del olvido del ser (entendido en forma filosófica) sino de la falta de amor o, mejor dicho, de la destrucción del valor de la persona, tal como ella viene a revelarse en Jesucristo.
Hemos definido a la persona como forma del amor. Cada persona es un momento de amor y únicamente existe en gesto de relación gratificante. El ser sólo es persona en la medida en que se da y se acoge, en la medida en que se ofrece y se comporte. Por eso, las personas trinitarias son las formas fundantes del amor. Son eso que pudiéramos llamar el amor originario, más allá del puro nirvana (budismo) y de la eternidad del bien que todo lo atrae, sin entregarse a sí mismo (platonismo)
Dios es amor o, mejor dicho, las tres formas del amor fundante: es el amor como donación, acogida y encuentro personal. Es don eterno de sí (Padre) y es eterna receptividad (Hijo) y es comunión eterna del Padre y el Hijo que suscitan juntos al Espíritu, como verdad y plenitud del amor compartido. Más allá de este encuentro de amor no existe nada: no hay «ser» ni existen entes. Este es el misterio, es el punto de partida de todo lo que pueda darse sobre el mundo.
Este «discurso del amor trinitario», esta metafísica que habla de las tres formas fundantes de la personalidad, nos sitúa en el límite de todas las palabras: allí donde el silencio es pleno es también pleno el misterio. En el principio no está el ser ni están los entes; en el principio se encuentran las personas, el Padre que genera al Hijo, el Hijo engendrado, la comunión del Espíritu.
Ésta es la fe más honda: es la experiencia fundante de los fieles. Por eso no podemos demostrarla ni probarla con razones. Esta es la verdad que la Iglesia proclama en su Credo cuando dice que «cree» en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu. Pues bien, a partir de esta experiencia fundante puede y debe darse el pensamiento, conforme a la sentencia famosa de san Anselmo: «fides quaerens intellectum»; la fe da que pensar, nos capacita para formular y conocer de forma nueva todas las realidades, especialmente la realidad del amor en las personas.
Comenzó Hegel a pensar en el amor, para convertirlo en principio de su sistema de filosofía. Pero luego prefirió dejarlo a un lado, construyendo un sistema de dialéctica lógica (racional). Juzgo que su opción resultó, en su más honda raíz, equivocada. Necesitamos un nuevo Hegel, pero un Hegel distinto, que sea capaz de pensar la realidad desde el amor, pero no como discurso lógico sino en forma de camino comprometido de entrega mutua. Porque el amor no se puede pensar en forma abstracta sino en clave de entrega compartida, de compromiso por los otros.
Pensar el amor significa vivirlo, convertirlo en principio de existencia. Esto es lo que ha hecho el Cristo. En fórmula muy bella, la teología ha concebido a Jesús como representante de Dios (mediador, revelador del Padre): representa y realiza en el mundo, en forma plena (homoousios), la hondura y verdad del amor trinitario. En otras palabras, Jesús se atreve a «representar a Dios sobre el mundo», en gesto de entrega por el reino, en actitud de amor comprometido, fuerte, intenso. Este amor por los otros (por el reino) ha puesto a Jesús en manos de los hombres; en favor de ellos se ha entregado, padeciendo la violencia de ellos ha muerto.
De este modo ha revelado (ha representado y realizado) sobre el mundo todo el misterio del amor trinitario. Por eso, la metafísica del amor, interpretada en clave trinitaria en forma de don-acogida-encuentro personal (Padre, Hijo y Espíritu) viene a expresarse de un modo concreto en el mensaje y vida, en la entrega y muerte de Jesús. Por eso, conocer a Jesús y recibirle es recibir y conocer el amor de Dios, en actitud de amor responsable.
Nadie conoce el amor desde fuera, como un espectador que mira hacia las cosas que pasan en la calle. Sólo puede conocerlo el que lo vive, identificándose a sí mismo con el proceso de acogida y entrega, de pasividad, de comunicación y comunión que es la vida trinitaria. Así lo ha mostrado Jesús, en gesto fuerte de acción (su mensaje de reino) y de pasión (se deja en manos del Padre Dios, poniéndose en manos de los hombres). Por eso dice la revelación cristiana que Jesús ha desplegado sobre el mundo el misterio pleno del amor que es el Espíritu Santo.
De esta forma debemos recordar que el amor no suplanta a Dios (como quería Feuerbach) sino que lo revela yactualiza. Allí donde el amor es pleno no se puede ya afirmar que resulta innecesaria la presencia de Dios. Al contrario, si el amor es pleno se supone que Dios está presente, como indica Mt 25, 31-46. Está presente Dios en los pobres y pequeños de este mundo; y está también en aquellos que ayudan a los pobres, haciendo así posible el surgimiento de la solidaridad gratuita y creadora sobre el mundo.
La pascua de Jesús, esto es la revelación plena del amor trinitario. Por eso, la metafísica del amor que aquí estamos esbozando carece de sentido si no lleva a la exigencia del gesto liberador, a la entrega en favor de los pobres, a la transformación de esta sociedad injusta. Los que emplean métodos de fuerza violenta y de opresión injusta para cambiar a los demás muestran así que no creen en el amor, no creen en la Trinidad de Dios ni en la pasión-pascua de Cristo. Pero aquellos que confiesan con la boca la Trinidad pero no liberan a los otros, ni se entregan gratuitamente por ellos creen de mentira. Para ellos, la Trinidad se ha convertido en una especie de especulación gnóstica que sirve para sacralizar el orden establecido; la Trinidad se diluye en una mala metafísica. Sólo aquellos que expresan la Trinidad en hermenéutica de cruz-pascua, sólo aquellos que explicitan el encuentro personal divino en categorías de reino de Jesús, de entrega liberadora por los otros, han creído de verdad en la Trinidad tal como ella viene a revelarse en Cristo.
Llegamos de esa forma al centro y culmen de toda nuestra exposición: el amor de Dios es Cristo, entregado por los hombres, en camino de liberaciónpascual. Por eso, el sentido del amor trinitario (inmanencia de Dios) sólo se comprende y vive en la fidelidad al camino de Jesús (Trinidad económica). Por otra parte, el amor de Jesús sólo alcanza su plenitud y sólo se desvela en verdad como divino (originario, fuente y cima de todo lo que existe) allí donde viene a expresarse desde el misterio trinitario como revelación plena y representación total de la Trinidad.
[ —> Budismo; Comunión; Helenismo; Persona y personificación; Ricardo de san Víctor; Trinidad.]
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Xabier Pikaza

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