El
tema de la revelación, si bien no fue tratado nunca de forma unitaria y
sistemática, estuvo siempre en el centro de la atención de Agustín, desde el
comienzo de su conversión hasta el final, aunque bajo diversos aspectos y con
diversas preocupaciones. Sin establecer claras divisiones cronológicas, podemos
decir que al principio prevalece francamente el interés apologético, en el
sentido de que frente al racionalismo maniqueo, más ostentoso que verdadero, y
frente a las críticas paganas contra el carácter divino de la religión
cristiana, en el recién convertido prevalece el afán de defender la
racionalidad de la fe y la credibilidad de la revelación cristiana.
Posteriormente su atención se desplaza a los aspectos más propiamente
teológicos y antropológicos de la revelación (cómo salvaguardar la
simplicidad y la inmutabilidad de Dios, la dimensión trinitaria, la naturaleza
y la economía de la revelación). Finalmente, junto con la maduración de la
especulación teológica y con el compromiso antidonatista y antipelagiano,
crece y se desarrolla su interés por los aspectos hermenéuticos y exegéticos
de las fuentes de la revelación, que estaba ya vivo en la polémica
antimaniquea. Así pues, será éste el esquema que seguiremos en esta
exposición del pensamiento agustiniano sobre el tema de la revelación.
1.ASPECTO
APOLOGÉTICO. La conversión de Agustín, como es sabido, coincidió con la
superación del racionalismo escéptico y de las objeciones maniqueas a la fe
católica. Él se había echado en brazos de los maniqueos, porque denunciaban
la terribilis auctoritas de la fe, exigida por la Iglesia antes de cualquier
demostración de la verdad, mientras que
ellos, los maniqueos, prometían conducir a Dios y a la verdad "con la pura
y simple razón" (De utilitate credendi I, 2). Sólo después de
nueve años se dio cuenta de que el maniqueísmo, "con la promesa temeraria
de la ciencia, se reía de la fe e imponía luego creer en una infinidad de
fábulas absolutamente absurdas e indemostrables" (Conf. VI, 5,7).
La experiencia maniquea lo obligó a encontrar en el plano racional una
justificación del acto de fe en general, y de la sumisión de la mente a la
autoridad cristiana (Cristo, la Escritura, la Iglesia) en particular. El eco de
esta preocupación en el doble frente del paganismo y del maniqueísmo puede
advertirse tanto en los escritos inmediatamente posteriores a la conversión
como en los de plena madurez.
a)
Racionalidad de la fe.
Para abrir brecha en las críticas maniqueas a la fe católica le bastaron a
Agustín las consideraciones de los innumerables hechos en que creía sin
haberlos visto y sin haber asistido nunca a su desarrollo, como los
acontecimientos históricos del pasado, las noticias sobre localidades y
ciudades nunca vistas, la multitud de cosas absolutamente necesarias para obrar
que se creen por el testimonio de los amigos, de los médicos y de tantas otras
personas; ni siquiera la identidad de los padres resultaría aceptable si no se
prestase fe a lo que se ha oído decir (Conf. VI, 5,7).
Consideraciones
del mismo tipo aparecen y se desarrollan en los dos primeros capítulos del De
fide rerum quae non videntur y antes, en el De utilitate credendi, en
donde a modo de conclusión se afirma que en la realidad de la vida concreta
casi es imposible imaginarse a un hombre que no crea en algo (Conf. XI,
25) y que "si decidiésemos no creer en nada que no pudiésemos comprender
con evidencia, no habría nada en la
sociedad humana que permaneciese estable" (XII, 26). La fuerza de
semejantes argumentaciones está en el reconocimiento del valor cognoscitivo de
la fe. Ésta ciertamente no da una comprensión racional, pero tampoco puede
equipararse a una simple creencia y mucho menos a la credulidad. Si comprender (intelligere)
es "poseer algo de modo cierto con la razón" y la opinión es una
convicción arriesgada de saber lo que se ignora, la fe es el conocimiento de
verdades que no se comprenden todavía, pero que están garantizadas por la
autoridad del testigo (De util. cred. XI, 25). En resumen, para Agustín
la fe es siempre un escalón del conocimiento (Disc. 126,1, l). Junto con
la razón, es una fuente de conocimiento; más aún, el carácter propio del
aprendizaje humano es empezar precisamente por la fe en la autoridad, para
llegar luego al conocimiento racional (Ord. II, 9,26). La autoridad exige
la fe, pero la fe prepara a la razón y la razón conduce al conocimiento
intelectual (De vera rel. XXIV, 45). Así pues, creer no es de suyo un
acto contrario a la razón; puede serlo si el contenido de la fe es
absolutamente absurdo o se cree con facilidad, sin la ponderación debida de la
autoridad. Semejantes consideraciones, concluye Agustín, tienen la finalidad de
demostrar solamente que la fe "en las realidades que no se comprenden
todavía" no puede compararse con la temeridad del que hace conjeturas. Hay
una gran diferencia entre pensar que se conoce y creer por el testimonio digno
de fe algo que todavía se ignora (De util. cred..XI, 25).
Si
lo dicho hasta ahora es verdad para la fe en el plano de las verdades humanas,
¿lo es también para la fe en la verdades divinas? La respuesta de Agustín se
sitúa en dos niveles. De la existencia y de la providencia de Dios no se puede
tener un conocimiento cierto, como para los
objetos sensibles o para los actos interiores vistos por la mente (Ep. 147,3);
pero tampoco se cree en Dios por el testimonio de alguien. La fe en Dios nace en
el corazón del que sabe escuchar el grito que se eleva de todas las cosas
creadas: "No somos nosotras tu Dios; busca por encima de nosotras" (Conf.
X, 6,9; De vera rel. XXIX, 52; XLII, 79). Para el que ya cree en
Dios, la respuesta a la pregunta sobre la racionalidad de la fe en las verdades
divinas es más compleja. Si en los asuntos ordinarios de la vida (el comercio,
el matrimonio, la educación de los hijos) nadie duda de que es mejor evitar
errores que cometerlos, este principio."debe ser considerado con mayor
validez todavía en materia religiosa, ya que es más fácil conocer las cosas
humanas que las divinas y el error en estas últimas sería mucho más grave y
peligroso" (De util. cred. XII, 27). Las dificultades que encuentra
el hombre en el conocimiento de las verdades divinas no dependen solamente de la
absoluta trascendencia de Dios, sino también de su condición pecadora (Mor.
Ecel. Cat. I, 7,11-12): "Como los hombres son demasiado débiles para
encontrar la verdad con la sola razón, tienen necesidad de una autoridad
divina" (Conf. VI, 5,8); "cuando buscamos la verdadera
religión, sólo Dios puede poner remedio a esta enorme dificultad" (De
util. cred. XIII, 29). Naturalmente, en Dios no hay ninguna necesidad. 'Ya
en el Contra Academicos (III, 19,42) se hablaba de una popular¡
quadam clementia; en el De vera religione se habla expresamente de
una "inefable benevolencia de la providencia divina... Como habíamos
caído en las cosas temporales y su amor nos tenía alejados de las cosas
eternas, cierta medicina temporal nos llama a la salvación, no por medio del
conocimiento racional, sino por medio de la fe" (ib, XXIV, 45).
El
objeto de esta revelación son "aquellas verdades que no es útil ignorar y
que no estamos en disposición de conocer nosotros solos" (Civ. Dei XI,
3); "son las verdades que pertenecen a la doctrina de la salvación y que
no podemos comprender todavía con la razón, pero que algún día podremos
conocer" (Ep. 120,1,3). Así pues, entre la razón y la fe no hay una
incompatibilidad ni una exclusión, sino una complementariedad y una ayuda
mutua. Este optimismo se basa en la convicción de que "Dios no puede odiar
aquella facultad (la razón), en virtud de la cual nos ha creado superiores a
los demás animales". Por tanto, es inconcebible "que la fe nos impida
encontrar o buscar la explicación racional de lo que creemos, desde el momento
en que ni siquiera podríamos creer, si no tuviéramos almas racionales" (ib).
La comprensión racional de la fe es siempre deseable; el que no la desea,
contentándose con la simple fe, ni siquiera ha comprendido para qué sirve la
fe (Ep. 120,2,8). En conclusión, no se da ninguna renuncia de la razón, sino
sólo un reconocimiento de los propios límites. Sobre todo, "cuando se
trata de verdades supremas que no se pueden comprender, es bastante razonable
que la fe preceda a la razón; en efecto, purifica el corazón y lo hace capaz
de acoger y de sostener la luz de la razón" (Ep. 120,1,3). Además de esta
función purificadora, como ya se ha indicado, la fe tiene una función
cognoscitiva: "La certeza de la fe es en cierto modo el comienzo del
conocimiento" (De Trin. IX, 1,1); ofrece "las semillas de la
verdad" (De util. cred. XIV, 31).
b)
La credibilidad de la "auctoritas"cristiana. Si es razonable
que la fe preceda a la razón al menos en orden cronológico, es igualmente
verdad que la razón debe preceder a la fe en la consideración de los motivos
de credibilidad por los que se debe creer a ciertas personas o libros (De
vera rel. XXIV, 45). Sólo después de haber pesado escrupulosamente la
fiabilidad de los testigos es lícito dar el asentimiento de la fe (Ep.
147,16,39).
En
esta investigación Agustín tiene habitualmente ante los ojos la única saluberrima
auctoritas, constituida por Dios para la salvación de todos los hombres (De
util. cred. XVI, 34), que comprende a Cristo, a la Escritura y a la Iglesia.
Sin embargo, en la polémica antipagana no es difícil observar una mayor
atención apologética a la autoridad de Cristo, mientras que en la polémica
antimaniquea prevalece el interés por la autoridad de la Iglesia.
La
cultura pagana había considerado ya desde Aristóteles a los oráculos como una
prueba válida en las demostraciones retóricas (ARISTóTELES, Retórica I, 15,35
[1376a]). Cicerón contaba entre los testimonia divina, además de los
oráculos las diversas formas de adivinación (Topica XX, 77), siguiendo en
esto a los estoicos, que habían recurrido a las predicciones adivinatorias para
probar la providencia divina (CICERóN, De natura deorum II, 65,166-66,167).
Con los neoplatónicos, como Porfirio, los oráculos se convierten en fuente de
la misma filosofía, mientras que las prácticas teúrgicas son el capítulo de
purificación para las masas. Contra esta cultura, ya desde los primeros
escritos hasta el De civitale Dei, Agustín intentó desenmascarar la
falsedad de los testimonia divina de los paganos y exaltar la divina auctoritas
de Cristo. Él es el mismo entendimiento divino, que tomó un cuerpo humano
para llevar a los hombres a lo divino (Contra Acad. III, 19,42). La
verdadera autoridad divina es la que no sólo trasciende en los signos sensibles
a todas las facultades del hombre (cosa que pueden hacer también los demonios),
sino que asumió al mismo hombre y con los hechos realizados por él manifiesta
su poder, con su enseñanza su naturaleza, con su humildad su misericordia (Ord.
II, 9,27). En el De utilitate credendi la autoridad de Cristo se ve
confirmada por los milagros y por la multitud de sus seguidores: "Con los
milagros adquirió autoridad y con la autoridad mereció fe, con la fe congregó
a una multitud y con la multitud alcanzó la antigüedad, con la antigüedad
reforzó la religión" (De util. cred. XV, 33). Se presta una
especial atención al milagro, para distinguir los verdaderos de los falsos.
Agustín no niega que también en la religión pagana haya habido y siga
habiendo todavía hechos extraordinarios (mira) y predicciones del futuro
que superan toda capacidad humana; pero sostiene que no son obras de la
divinidad, sino de los demonios, que quieren engañar y burlarse de los hombres
para hacerlos esclavos (Ord. II, 9,27; De civ. Dei X, 16 1-2). Los
milagros realizados por Cristo son una prueba de su autoridad divina, ya que
suscitan no sólo la admiración, sino también la gratitud y el amor:
"Algunos eran un claro beneficio para el cuerpo de los enfermos, otros eran
signos dirigidos a la mente, y todos ofrecían un testimonio de la majestad
divina". Eran, por tanto, milagros oportunos para reunir e incrementar la
multitud de los creyentes y para que la autoridad de Cristo resultase útil a la
renovación de las costumbres" (De util. cred. XVI, 34).
Un
desarrollo ulterior de la apologética agustiniana puede verse en el De fide
rerum quae non videntur. La fe en Cristo se justifica por algunos signos (indicia)
de su divinidad: "Están totalmente equivocados los que piensan que
nosotros creemos en Cristo sin prueba alguna" (De fide rerum IV).
Una prueba es el carácter prodigioso del nacimiento y desarrollo de la
Iglesia en el mundo. El hecho de que todos los hombres invocan a un solo Dios y
ha acabado la idolatría, "¿no es un prodigio tan grande que mueve a creer
que de pronto ha brillado para todo el género humano la luz divina?".
Sobre todo cuando se piensa que todo ha ocurrido por obra de un hombre
crucificado y de unos discípulos pobres e ignorantes. También es
extraordinaria la renovación moral del mundo; la conversión de hombres de toda
condición, dispuestos a soportar la persecución y a dar la vida por la verdad;
la difusión universal de la Iglesia, que crece a pesar de todas las
contrariedades externas e internas (ib, V11, I0).
Otro
signo de la divinidad de Cristo es el cumplimiento pleno de las profecías del
AT. Con mucha anticipación los antiguos profetas de Israel habían anunciado no
sólo su venida, sino también su nacimiento virginal, su pasión, su
resurrección y su ascensión (ib, IV, 7). Al anuncio de Cristo los antiguos
profetas asociaron la difusión universal de la Iglesia, tal como se ha
realizado puntualmente (ib III, 5-6).
Relacionada
con la autoridad divina de Cristo está la autoridad de las Escrituras. Ellas
ocupan la cima más alta y celestial de la autoridad, hasta el punto de que han
de ser leídas con la absoluta certeza de su veracidad e inerrancia (Ep.
82,2,5). La razón de esta divina autoridad de las Escrituras está en el hecho
de que contienen la palabra del mismo Cristo, que primero habló por los
profetas, luego personalmente y finalmente por medio de los apóstoles. Los
autores de los libros sagrados son testigos dignos de fe, porque aprendieron las
verdades reveladas por inspiración del Espíritu Santo (De eiv. Dei XI, 34,1).
Las pruebas de esta autoridad divina son múltiples. Recurriendo a las
categorías de la retórica, Agustín indica entre las pruebas extrínsecas la
difusión y el consentimiento con que las Escrituras han sido acogidas en todo
el mundo desde hace tantos siglos: si no fueran dignas de fe las Escrituras
cristianas que gozan de títulos semejantes, habría que negar la credibilidad
de cualquier otra historia (Mor. Eccl. Cath. 1, 60-61). En comparación
con las cristianas, las Escrituras maniqueas están privadas de autoridad,
precisamente porque son recientes, desconocidas, acogidas por pocas personas, y
encima carecen de credibilidad (De util. cred. XVI, 3i). Además, la
autoridad de las Escrituras cristianas está reconocida en todo el mundo y entre
todos los pueblos, ya que contienen muchas profecías del futuro perfectamente
cumplidas, entre ellas la futura fe de los gentiles (De civ. Dei XII, 9,2).
Finalmente Dios no habría concedido una autoridad tan eminente a las Escrituras
si no hubiese querido que el hombre creyese por medio de ellas en él y lo
buscase (Conf. VI, 5 7-8).
También
la autoridad de la Iglesia está estrechamente vinculada a la de Cristo desde el
momento en que "su enseñanza brota del mismo Cristo y a través de los
apóstoles ha llegado hasta nosotros y pasará de nosotros a los que vengan
después" (De util. cred. VIII, 20). La Iglesia ha alcanzado el
grado más alto de autoridad "de la sede apostólica a través de la
sucesión de los obispos hasta la confesión de todo el género humano" (ib,
XVII, 35). El testimonio de fe de la Iglesia es hoy indispensable para creer en
Cristo: "Me parece que no he creído a otros, sino a la sólida opinión y
a la fama difundida por todos los pueblos, que en todas partes han abrazado los
misterios de la Iglesia católica...; he creído, repito, en la fama que saca su
fuerza de la difusión, del consentimiento y de la antigüedad" (De util.
cred. XIV, 31; C. ep. fund. IV-V). También aquí, como puede
comprobarse, las categorías
y las palabras empleadas son las típicas de la retórica (opinio, fama,
celebritas, consensus, vetustas), aunque es nueva la idea de tradición
apostólica que está en la base de toda la argumentación.
En
el De fide rerum quae non videntur y en el De civitate Dei, como
ya se ha indicado, se le da un gran relieve al valor apologético de las
profecías veterotestamentarias: junto con el anuncio de Cristo los profetas
habían preanunciado también a la Iglesia y su desarrollo entre los pueblos
paganos (De fide rerum 111, 56). Esta prueba no puede debilitarse por la
sospecha de que las profecías sean obra de los cristianos, ya que se leen
también en los códices de los hebreos, enemigos de los cristianos, que con su
incredulidad -igualmente prevista y anunciada- constituyen una nueva prueba de
la autoridad cristiana (De fide rerum VI, 9). Para terminar, la autoridad
de la Iglesia no sólo guarda la auténtica enseñanza de Cristo, sino que
garantiza la verdadera interpretación de las Escrituras (De util. cred. VI,
13) y establece su canon (C. ep.
fund. V).
2.
ASPECTO TEOLÓGICO. a) Sujeto y
contenido de la revelación. El principio que está en la base de la
reflexión agustiniana sobre la acción reveladora de Dios es el que enuncia en
la carta a Nebridio: "Esta Trinidad de la fe católica se presenta y se
cree tan inseparable..., que todo lo que sea realizado por ella ha de
considerarse realizado juntamente por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu
Santo. Y nada hace el Padre sin que lo hagan también el Hijo y el Espíritu
Santo" (Ep. 11,2). Por tanto, "cuando Dios habla y enseña,
toda la Trinidad habla y enseña" (Joh. ev. 77,2). Lo mismo que la
encarnación es obra de toda la Trinidad, aunque es solamente el Hijo el que se
une a la naturaleza humana (De Trin.11,10,18),
así
también toda revelación debe ascribirse a toda la Trinidad, aunque puede ser
atribuida con propiedad y bajo diversos aspectos a cada una de las personas
divinas. De acuerdo con estos principios, Agustín atribuye la revelación unas
veces solamente a Dios, otras al Padre, otras al Hijo y otras al Espíritu
Santo. Instruido por el evangelio, sabe que "nada ha dicho Dios que no lo
haya dicho en el Hijo" (Joh. ev. 21,4) y que "todo lo que el
Padre dice a los hombres, lo dice por medio del Verbo" (ib, 22,14); "por
medio de su Verbo y de su Sabiduría es como Dios revela a los ángeles el
pasado y el futuro" (De Trin. IV, 17,22). Por otra parte, cuando
habla Dios, es el Espíritu el que habla (Joh. ev. 2,9); y cuando en el
salmo habla Cristo, es también el Espíritu Santo el que habla (ib, 10,8). Es
a la acción del Espíritu a la que se atribuye la inspiración y la
iluminación de los profetas (Quaest. ad Simpl. 11,2). Él es propiamente el Espíritu profético (Disc. 243,1), que iluminó a los
autores sagrados (Joh. ev. I, 6-7) y les asistió (ib, 122,8).
Pero,
como justamente observa R. Latourelle, "el centro de cristalización"
del pensamiento agustiniano sobre la divina revelación "es Cristo, camino
y mediador" (Teología de la revelación, Salamanca 1977, 147). Efectivamente,
él es "la Sabiduría engendrada del Padre", que manifiesta "los
secretos del Padre" (De fide et symb. 3,3). Es siempre Cristo el que
habla en el AT y en el evangelio, ya que es el Verbo de Dios (C. Adim.
XIII,3). Él fue el que inspiró a los profetas y fue él mismo profeta (Jo/i.
ev. 24,7); "él es el verdadero maestro celestial, tanto de los
hombres como de los ángeles" (ib, 12,6); es el maestro interior que
enseña a todo el que se lo pide (ib, 20,3). En cuanto Verbo de Dios,
"Cristo dirige y guía a toda criatura espiritual y corporal del modo más
adecuado a los tiempos y lugares"
(Ep. 102,11). Precisamente porque Cristo es el Verbo de Dios, "todas
sus acciones son para nosotros una palabra; sus milagros tienen un lenguaje para
quien los entiende" (Joh. ev. 24,2); "todas sus obras son un
signo cargado de un mensaje" (ib, 49,2).
En
cuanto al contenido de la revelación divina, no puede ser otro sino el mismo
Verbo de Dios. Siendo Cristo el Verbo del Padre, ha venido a decirnos no una
palabra suya, sino la Palabra del Padre (Joh. ev. 14,7). Más en
concreto, "por medio de su propio Hijo es como Dios revela al Hijo y se
revela a sí mismo por medio del Hijo" (ib, 23,4). Más aún, es
toda la Trinidad la que se ha revelada (ib, 97,1). Dios es absolutamente
inefable (Doct. chr. 1, 6,6) e incomprensible para el hombre (Ep.
147,8,21). Sin embargo, el poder de Dios es tan grande que no puede
permanecer totalmente escondido a la criatura racional, que utiliza la razón.
Exceptuando a unos pocos, en los que la naturaleza humana está demasiado
corrompida, todo el género humano reconoce en Dios al creador del mundo. Pero
como Padre de Cristo, por medio del cual quita los pecados del mundo, este
nombre suyo, desconocido antes para todos, lo manifestó el mismo Cristo a todos
los que le ha dado el Padre (Joh. ev., 106,4). Dios envió a su Verbo,
que es su único Hijo, para que los hombres conociesen por su pasión y su
muerte cuánto los quiere Dios, para que fueran purificados por su sacrificio y,
enriquecidos por el amor difundido por el Espíritu Santo, llegasen a la vida
eterna (De civ. Dei VII, 31). Este inefable designio divino de abrir un
camino universal de salvación era absolutamente impenetrable a la mente humana
si Dios mismo no se lo hubiese revelado primero, en los tiempos antiguos, a unas
pocas personas, pertenecientes sobre todo al pueblo hebreo,
y luego por el mismo Mediador, presente en la carne (ib, X, 32,2).
b)
La economía de la revelación. Un punto firme en la enseñanza de
Agustín es que Dios no ha dejado nunca de revelarse de alguna manera a los
hombres de forma que pudieran salvarse. Y esto "desde el comienzo de
género humano", "no sólo en el pueblo de Israel, sino también entre
los demás pueblos antes de la encarnación". Sin embargo, fueron diversas
las modalidades de esta revelación, "unas veces de forma más oculta,
otras más evidente, según creía oportuno la divina providencia en las
diversas épocas" (Ep. 102,15). A los paganos que con Porfirio
objetaban: "¿Por qué tan tarde y cuál fue la suerte de los hombres antes
de Cristo?", Agustín responde: "Puesto que reconocen que los tiempos
no corren por casualidad, sino por un orden determinado por la divina
providencia, lo que pueda ser conveniente y oportuno a cada época es algo que
sobrepasa a la inteligencia humana" (ib, 13). Agustín distingue en
esta economía cinco épocas,"que contienen la profecía destinada a todas
las gentes", desde Adán hasta Juan el Bautista; la sexta época es la edad
de Cristo, que ve la realización de las profecías (Joh. ev. 9,6; De Trin.
IV, 4,7). Así, toda la historia humana se divide en dos grandes períodos:
antes de Cristo es el tiempo de la profecía y del signo, mientras que el tiempo
de Cristo es el de la realidad y el de la revelación plena. "En efecto, la
profecía habló siempre de Cristo desde los tiempos antiguos, desde los
comienzos del género humano: él estaba presente, pero oculto" (Joh. ev.
9,4). Precisamente por esta presencia suya los hombres de todos los tiempos
podían creer en él, conocerlo de algún modo y llevar una vida justa y
piadosa, según sus preceptos, y salvarse. "Lo mismo que nosotros creemos
en él, no sólo viviendo con el Padre, sino ya encarnado, así los antiguos
creían en él viviendo con el Padre y futuro en la carne" (Ep. 120,12). Su
venida en la carne estuvo prefigurada con signos (sacramenta) apropiados
(ib, 11), mediante los cuales los antiguos podían obtener la salvación, aunque
estaba escondido para ellos lo que se revelaría luego en Cristo: "En el AT
hay un velo que se quitará cuando cada uno pase a Cristo" (Ep. 140,10,26).
Contra
la repulsa total maniquea del AT, Agustín se esforzó siempre en resaltar la
unidad y la concordia de los dos testamentos, defendiendo su autoridad y su
santidad divina. Por el contrario, en la polémica contra los pelagianos, para
exaltar la novedad de la gracia de Cristo, excesivamente infravalorada, tiende a
marcar sus diferencias. La alianza antigua está marcada por la carnalidad y sus
promesas son las de un reino terreno; la nueva alianza, por el contrario, está
marcada por la espiritualidad y el reino prometido es el de los cielos (De
vera rel. XXVII, 50). La promesa diferente respondía a un criterio
pedagógico de Dios, el cual, "queriendo mostrar cómo también la
felicidad terrena y temporal es un don suyo, juzgó conveniente ordenar en las
primeras etapas del mundo una antigua alianza que fuese apropiada para el hombre
antiguo, por el que comienza necesariamente esta vida...". Estos bienes
terrenos prometidos y concedidos preanunciaban alegóricamente los de la nueva
alianza, como podían comprenderlo los pocos que recibían la gracia del don
profético. Cuando, finalmente, Dios envió al mundo a su propio Hijo, entonces
"se reveló en el NT la gracia que estaba escondida bajo los velos del
Antiguo, es decir, el poder de hacerse hijos de Dios, concedido a los que creen
en Cristo" (Ep.140,2,5-3,9).
c)
Naturaleza y modalidad de la revelación. A
pesar de las raras alusiones explícitas, parece innegable que para Agustín hay
que hablar de una revelación privada, destinada a cada uno de los hombres, y de
una revelación pública, destinada a todos (De vera rel. XXV, 46; De
civ. Dei XVII, 3,2). Pero las distinciones más frecuentes son las que se
hacen para salvaguardar la simplicidad y la inmutabilidad de Dios, o bien las
que guardan relación con el hombre y con sus facultades cognoscitivas. En
contra de las interpretaciones materialistas de las teofanías
veterotestamentarias que daban los maniqueos, Agustín distingue una acción
inmediata de Dios (per se ipsum o per suam substantiam) y otra mediata (per
creaturam) (De Trin. III, 11,22; De Gen. ad litt. X, 25,43). Por
parte del hombre, teniendo en cuenta su doble dimensión interior y exterior, la
revelación será también interior (con efectos en el alma humana) y exterior
(las modalidades históricas, objetivas, con que Dios se revela) (W. WIELAND, Offenbarung
be¡ Augustinus, Mainz 1978, 27). Otra distinción se basa en la concepción
históricoporfiriana de las facultades cognoscitivas: sensus, spiritus,
intellectus, a las que corresponde una triple visión cognoscitiva:
corporal, espiritual e intelectual (Ep. 120,11). Se puede tener así una
revelación per speciem corporalem, o sea, a través del cuerpo; una
revelación per speciem spiritualem, o sea, a través del spiritus, "la
parte o la facultad del alma donde se forman las imágenes (De Gen. ad litt.
XII, 9,20) y una revelación per illuminationem directamente en la
mente (De Gen. ad litt. VIII, 27,49). Las dos primeras formas de
revelación son producidas por Dios por medio de los ángeles en las visiones,
en los sueños y en los éxtasis; pero podrían ser también producidas por los
demonios durante la vigilia o el sueño
(De Trin. IV, 11,14). Para que se tenga una propia y verdadera
revelación ha de intervenir la iluminación de la mente, que juzga e interpreta
las otras formas de visión (C. Adim. XVIII, 2). Esta idea de revelación
es interesante para comprender la de inspiración profética. También la
verdadera profecía, el carisma del que hablaba Pablo (1Cor 13,2) y del que
gozaban los antiguos profetas como Isaías, Jeremías y otros, tenía lugar per
informationem spiritus, esto es, por vía imaginativa y por obra de los
ángeles, acompañada de la intelligentia de las imágenes percibidas (Quaest.
ad Simpl. II, 1). En este punto surge un problema difícil. Para usar las
palabras de Wieland: "¿En qué relación están, según Agustín la
revelación y la inspiración? ¿Explica la primera según la idea de la
inspiración profética o mediante la idea de una iluminación carismática
general? ¿Hay que distinguir entre los libros proféticos y los históricos en
lo que se refiere a la inspiración bíblica? ¿Cómo responde Agustín a la
difícil pregunta sobre la colaboración de Dios y del hombre en la elaboración
de los escritos bíblicos?" (W. WIELAND, O. C., 119).
Según
el autor citado no hay ninguna duda: para los autores bíblicos es válido el
mismo concepto de inspiración profética (o. c., 123); y puesto que ésta se
hace siempre por vía imaginativa gracias a los ángeles, es a través del mismo
camino como los hagiógrafos reciben la revelación divina (o. c., 133-134).
Entre las pruebas aducidas para sustentar esta conclusión figura un texto en el
que Agustín afirma, sobre la base de los Hechos de los Apóstoles (7,53), que
la ley fue dada por Dios mediante los ángeles (De civ. Dei X, 15); y
esto valdría no sólo para la ley de Moisés, sino para toda la Escritura (ib,
X, 7). A una conclusión opuesta había llegado R. A. Markus partiendo del
concepto de
profecía, tal como se deduce del De civitate Dei (XVII, 38): "Un
evangelista o un autor de uno de los libros históricos del AT puede ser
considerado profeta en sentido amplio; no en el sentido de que haya recibido de
Dios una revelación especial, sino en el sentido de que su mente ha sido
iluminada por un don especial para interpretar un episodio en la historia
nacional de los hebreos o de la biografía de Jesús (R.A. MARKUS, Saint
Augustine on history, prophecy and inspiration, en "Augustinus"
XII [1967] 278). Me parece que esta concepción es confirmada por otros textos.
En el De Trinitate, al tratar del conocimiento de los acontecimientos
futuros, junto a la revelación angélica que tuvieron los profetas se pone otra
revelación, "no por medio de los ángeles, sino tenida directamente (per
seipsos) de otros hombres, en cuanto que sus mentes fueron elevadas por el
Espíritu Santo a fin de captar las causas de los acontecimientos futuros como
ya presentes en el supremo principio de las cosas (De Trin. I, 17,22). En
otro lugar Agustín distingue entre una revelación per fidem reí creditae y
otra revelación per visionem reí conspectae, como la que tuvo Pablo en
su rapto al tercer cielo, o también Moisés (Ep. 147,12,30). Es por la
revelación per fidem como el salmista, trascendiendo a todas las
criaturas acie mentís forti et valida et praefidenti y también acie fidei, llegó
a ver lo que vio el evangelista inspirado por Dios cuando dijo: "In
principio erat Verbum..." (In Ps. 61,18). Del mismo modo el autor
del Génesis pudo decir que Dios al principio creó el cielo y la tierra (De
civ. Dei XI, 4). Las afirmaciones sobre el trabajo de los evangelistas
parecen confirmar esta interpretación. El evangelio es palabra de Dios
dispensada por medio de los hombres (Cons. ev. II, 12,28); ellos escriben
lo que se les inspira, pero no añaden una colaboración
superflua (ib, 1, 35,54); escriben recordando lo que han oído o visto, no del
mismo modo ni con las mismas palabras. Siempre dentro del respeto a la verdad,
"pueden cambiar el orden de las palabras o intercambiarlas por otras del
mismo valor; pueden olvidarse de algo y no lograr, a pesar de todos sus
esfuerzos, referir perfectamente de memoria lo que habían oído" (ib, II,
12,28-29).
No
es fácil entender expresiones semejantes en el sentido de una inspiración
hecha por medio de los ángeles, aunque -hay que reconocerlo- las cosas dichas
sobre los evangelistas parecen estar en contradicción con lo que Agustín dice
de la inspiración verbal de los Setenta (De civ. Dei XVIII, 42). En
conclusión, para Agustín la revelación es siempre una iluminación de la
mente que hace Dios directamente o por la mediación de los ángeles, que
actúan sobre el spiritus, para que el hombre conozca las realidades
divinas. Hay que añadir que esta revelación interior va siempre acompañada de
la inspiración del amor, por lo que la revelación es también atracción (Joh.
ev. 26,5).
d)
Fuentes de la revelación y canon bíblico. De lo que se ha dicho sobre
la autoridad de la Iglesia se deduce con claridad que para Agustín es
precisamente la Iglesia la depositaria de la enseñanza de Cristo (De util.
cred. XIV, 31). Los evangelistas ciertamente escribieron lo que Cristo les
mostró y les dijo (Cons. ev. I, 35,54). También es verdad que los
apóstoles vieron al mismo Señor y nos anunciaron lo que oyeron de sus labios (Joh.
ep. 1,3). Sin embargo, "hay otras muchas cosas, conservadas por toda la
Iglesia, que no están escritas, para que creamos que fueron ordenadas por los
apóstoles" (De bapt. V, 23,31). También en otros lugares se habla
de prescripciones no escritas,
pero guardadas y conservadas por todas las Iglesias por tradición, para que se
juzguen establecidas y recomendadas por la autoridad de los apóstoles o por los
concilios plenarios (Ep. 54,1,1). La autoridad de la Iglesia ofrece la regla
para la interpretación de la Escritura (Doct. christ. III, 2,2) y para
la determinación del canon bíblico. En una época en que todavía había en
Oriente y en Occidente dudas e incertidumbres, Agustín nos ha dejado la lista
de los libros canónicos tal como la acogería luego el concilio de Trento (Doct.
christ. II, 8,13), con la indicación de los criterios que siguió para
ello. El más general es: han de considerarse canónicas las Escrituras
reconocidas como tales por la mayor parte de las Iglesias católicas, si entre
ellas se cuentan las Iglesias que merecieron tener sedes o recibir cartas de los
apóstoles.
Más
en particular: las Escrituras acogidas por todas las Iglesias deben preferirse a
las que sólo acogen algunas; entre las no acogidas por todas, deben preferirse
las acogidas por la mayor parte o por las de mayor autoridad; cuando un libro
tiene en su favor el criterio del número y otro el de la autoridad, hay que
considerarlos de la misma autoridad (Doct. christ. II, 8,12).
En
cuanto a los libros apócrifos, pueden contener también algunas verdades, gozar
del prestigio de la antigüedad e incluso ser atribuidos a escritores notables,
considerados como profetas de las Escrituras canónicas, como Henoc, o bien
estar excluidos del canon, tanto hebreo como cristiano. Probablemente, observa
san Agustín, esto se debió a la dificultad de tener pruebas seguras sobre su
autenticidad (De civ. Dei, XVIII, 38).
3.
ASPECTO HERMENEUTICO. El problema de la interpretación de la Escritura estuvo
siempre en el centro
de la atención de Agustín. Si al principio abrazó con entusiasmo la
interpretación espiritual de Ambrosio, que le permitía superar las objeciones
maniqueas al AT, muy pronto intentó enfrentarse con el problema de manera más
crítica, pidiendo informaciones a los mejores exegetas católicos. Un resumen
de los primeros resultados de esas investigaciones lo encontramos en el De
genesi ad litteram liber imperfectus, en donde expone los cuatro modos de
explicar las Escrituras (II, 5).
H.
de Lubac niega que Agustín sea el fundador de la teoría de los cuatro sentidos
de la Escritura, tal como se afirmará en la Edad Media; habría hablado de los
cuatro modos interpretativos para textos diversos, no para el mismo texto (H. DE
LuBAC, L` éxegése médiéval. Les quatre sens de 1`Ecrfture, t. I,
parte I, París 1959, 180-182).
Sea
lo que fuere de esta cuestión, los esfuerzos de Agustín por llegar a una
teoría hermenéutica más satisfactoria culminaron en el De doctrina
christiana, definida por alguien como "el manifiesto de la
hermenéutica teológica de Agustín" (G. RiPANTI, Agostino teorico
dell'interpretazione, Brescia 1980, 13). Esta obra trata el problema de la tractatio
Scripturarum en el doble momento de la inventio y de la elocutio sobre
la base de una teoría concreta del lenguaje, en donde es fundamental la
distinción entre signum y res. Signum es lo que se usa para indicar otra
cosa; res, lo que tiene valor por sí mismo y no se usa para indicar otra
cosa (Doctr. christ. 1, 2,2). A la luz de esta distinción, las Sagradas
Escrituras son signa divinitus data, signos dados por Dios para revelar a
los hombres las res necesarias para la salvación (ib, II, 22,3), que
son: Dios uno y trino, la encarnación de Cristo, la Iglesia, la resurrección
de los cuerpos, la caridad de Dios y del prójimo. La Escritura
no quiere enseñar nada más que esta fe católica (ib, III, 10,15). Por eso el
intérprete debe atenerse a la regula fidei en su interpretación (ib,
III, 2,21), sin pasar de los límites de la fe (De
Gen. ad litt.1. imp.1,1,1).
Resulta
claro el círculo hermenéutico: "Las verdades de fe y de moral que se
buscan en el texto son descifradas por la confesión de la Iglesia como
interpretación autoritativa, por lo que sólo se comprende el contenido de la
Escritura si ya se cree previamente" (G. RIPANTI, o.c., 82). La
precomprensión teológica abre el horizonte dentro del cual hay que buscar el
sentido, pero no anula el trabajo de la interpretación. Para establecer los
auténticos principios exegéticos, Agustín apela también a la teoría del
lenguaje. Tras la distinción entre signum y res, presenta otra de no
menor importancia entre los signa propria y los signa translata. Los
signos propios son "los que se usan para significar las cosas para las que
han sido instituidos"; los signos trasladados son "las cosas mismas
que, indicadas con las palabras propias, pasan a significar otra cosa
distinta" (Doctr. christ. III, 15,23). Sobre esta doble definición
se basa la distinción entre sentido literal y sentido figurado o alegórico.
Puesto que la Escritura ha sido dada por Dios mediante los hombres, si por un
lado la mediación humana corresponde a profundas exigencias antropológicas y
teológicas, como se pone de relieve en el prólogo (4-9), por otro lado
extiende una especie de velo sobre el mensaje revelado. La imagen de la nube
expresa muy bien este escondimiento, producido por la palabra humana: "Las
Escrituras de los profetas y de los apóstoles... pueden llamarse nube, porque
las palabras que resuenan y que pasan a través del aire, cargándose también
de la oscuridad de las alegorías, como si sobrevinieran las tinieblas, se
convierten por así decirlo en
nubes" (Doctr. christ. Il, 4,5). Las consecuencias de esta oscuridad
no son siempre ni totalmente negativas; en efecto, la divina providencia dispone
estas oscuridades para domar la soberbia y despertar el interés por la
búsqueda, que la facilidad podría hacer aburrida (ib, II, 2,7). Los peligros
de interpretaciones equivocadas, unidos a la oscuridad de las alegorías, no
dejan de ser preocupantes y justifican todos los esfuerzos por establecer
principios exegéticos claros. Para Agustín, la legitimidad de la
interpretación alegórica está fuera de discusión, ya que la practica el
mismo apóstol Pablo. La pregunta que se plantea es distinta: "Respecto a
la narración de los hechos, ¿todo tiene que entenderse en sentido figurado o
hay que afirmar y sostener también la verdad histórica (fides) de los
hechos?" (Gen. ad litt. 1. imp. I, 1, l). La respuesta se da en el De
doctrina christiana: "Todos o casi todos los hechos que se narran en el
AT pueden entenderse no sólo en el sentido propio (literal), sino también en
el figurado" (ib, III, 22,32; De civ. Dei XVII, 3,2). Por tanto, la
tarea más urgente del intérprete es la de establecer si la locución que
intenta comprender tiene un sentido propio o figurado (ib, III, 24,34). Con este
objetivo hay que evitar ante todo tomar al pie de la letra lo que se ha dicho en
sentido figurado, para no caer en interpretaciones carnales: "Sería una
miserable esclavitud cambiar los signos por la realidad significada" (ib,
III, 5,9). En segundo lugar, no hay que tomar en sentido figurado lo que se dice
en sentido propio, ya que con el pretexto de interpretaciones alegóricas se
puede justificar toda clase de comportamiento moral y opiniones heréticas (ib,111,10,14-15).
Vienen luego otros principios de no menor importancia: todo lo que en la palabra
de Dios, entendida en sentido propio, no puede referirse a la honestidad
de las costumbres ni a la verdad de la fe, hay que entenderlo en sentido
figurado (ib, III, 10,14); además, en las locuciones alegóricas es necesario
considerar lo que se lee con gran atención hasta llegar al reino de la caridad.
Pero si la caridad está ya presente en sentido propio, no es necesario pensar
en una locución figurativa (ib, 111, 15,23).
En
este punto se plantea el problema de la pluralidad de sentidos en la misma
locución figurada. Ciertamente, el sentido que hay que buscar sigue siendo el
que entendió el autor sagrado: "El que escudriña la palabra divina debe
esforzarse en llegar a la voluntas (intención) del autor, por medio del
cual nos dio el Espíritu Santo esa Escritura. Tan sólo en el caso en que de
las mismas palabras de la Escritura se llegase, no a uno, sino a dos o más
sentidos, y con tal que se pueda demostrar por otros pasajes bíblicos que esos
sentidos están perfectamente de acuerdo con la verdad, se puede admitir una
pluralidad de sentidos, aun cuando se ignore el sentido que entendía el autor
sagrado" (ib, III, 27,38). Agustín no quiere dar ninguna licencia al
albedrío: la pluralidad de los sentidos alegóricos sólo se admite con unas
condiciones muy concretas y fuertemente limitativas. Avanza la hipótesis de una
interpretación basada en la razón, pero advierte: "Éste es un método
peligroso; se camina con mucha más seguridad a través de las mismas Escrituras
divinas" (ib, III, 28,39). La posibilidad de encontrar varios sentidos en
las alegorías se considera como un hecho providencial, previsto y querido por
el Espíritu Santo para el bien del lector o del oyente (Conf. XII, 18,27).
Se
reserva un examen crítico especial a las reglas de Ticonio: pueden ser de gran
utilidad para la comprensión de las Escrituras, pero -como demuestra la
exégesis del mismo Ticonio-
no bastan para resolver todas las oscuridades (ib, 111,30,42).
La
insistencia en los principios hermenéuticos no debe hacernos pensar que
Agustín haya soslayado los aspectos más propiamente filológicos. Dedica todo
el libro II y una parte del III del De doctrina christiana a la
comprensión de los signa propria y de los signa translata ignota. Le
exige al intérprete de la Escritura un profundo conocimiento del mundo
conceptual y lingüístico de la Escritura (ib, II, 9,14), un dominio de las
lenguas, sobre todo el hebreo y el griego, para poder verificar la fidelidad de
las versiones latinas (ib, II, 9,14). El intérprete debe hacer la collatio de
los diversos códices y de las diversas versiones (ib, II, 12,17-15,22) y la emendatio
del texto (ib, III, 2,2-3,7), así como conocer todas las ciencias, desde
las ciencias naturales hasta la historia y la filosofía (ib,11,16,24-40, 60).
Es un bagaje muy amplio de conocimientos, que el mismo Agustín habría deseado
poseer.
BIBL.:
HARDY R.P., Actualité de la Révelation divine. Une étude des "Tractatus
in 1ohannis Evangelium"de S. Agustin, París 1974 LATOURELLE R., Teología
de la revelación, Salamanca 19897; RIPANTI G., Agostino teorico
dell1interpretazione, Brescia 1980; WIELAND W., Offenbarung be¡
Augustinus, Mainz 1978.
N.
Cipriani
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