domingo, 8 de septiembre de 2013

San Agustín de Hipona. Teología Fundamental.

El tema de la revelación, si bien no fue tratado nunca de forma unitaria y sistemática, estuvo siempre en el centro de la atención de Agustín, desde el comienzo de su conversión hasta el final, aunque bajo diversos aspectos y con diversas preocupaciones. Sin establecer claras divisiones cronológicas, podemos decir que al principio prevalece francamente el interés apologético, en el sentido de que frente al racionalismo maniqueo, más ostentoso que verdadero, y frente a las críticas paganas contra el carácter divino de la religión cristiana, en el recién convertido prevalece el afán de defender la racionalidad de la fe y la credibilidad de la revelación cristiana. Posteriormente su atención se desplaza a los aspectos más propiamente teológicos y antropológicos de la revelación (cómo salvaguardar la simplicidad y la inmutabilidad de Dios, la dimensión trinitaria, la naturaleza y la economía de la revelación). Finalmente, junto con la maduración de la especulación teológica y con el compromiso antidonatista y antipelagiano, crece y se desarrolla su interés por los aspectos hermenéuticos y exegéticos de las fuentes de la revelación, que estaba ya vivo en la polémica antimaniquea. Así pues, será éste el esquema que seguiremos en esta exposición del pensamiento agustiniano sobre el tema de la revelación.
1.ASPECTO APOLOGÉTICO. La conversión de Agustín, como es sabido, coincidió con la superación del racionalismo escéptico y de las objeciones maniqueas a la fe católica. Él se había echado en brazos de los maniqueos, porque denunciaban la terribilis auctoritas de la fe, exigida por la Iglesia antes de cualquier demostración de la verdad, mientras que ellos, los maniqueos, prometían conducir a Dios y a la verdad "con la pura y simple razón" (De utilitate credendi I, 2). Sólo después de nueve años se dio cuenta de que el maniqueísmo, "con la promesa temeraria de la ciencia, se reía de la fe e imponía luego creer en una infinidad de fábulas absolutamente absurdas e indemostrables" (Conf. VI, 5,7). La experiencia maniquea lo obligó a encontrar en el plano racional una justificación del acto de fe en general, y de la sumisión de la mente a la autoridad cristiana (Cristo, la Escritura, la Iglesia) en particular. El eco de esta preocupación en el doble frente del paganismo y del maniqueísmo puede advertirse tanto en los escritos inmediatamente posteriores a la conversión como en los de plena madurez.
a) Racionalidad de la fe. Para abrir brecha en las críticas maniqueas a la fe católica le bastaron a Agustín las consideraciones de los innumerables hechos en que creía sin haberlos visto y sin haber asistido nunca a su desarrollo, como los acontecimientos históricos del pasado, las noticias sobre localidades y ciudades nunca vistas, la multitud de cosas absolutamente necesarias para obrar que se creen por el testimonio de los amigos, de los médicos y de tantas otras personas; ni siquiera la identidad de los padres resultaría aceptable si no se prestase fe a lo que se ha oído decir (Conf. VI, 5,7).
Consideraciones del mismo tipo aparecen y se desarrollan en los dos primeros capítulos del De fide rerum quae non videntur y antes, en el De utilitate credendi, en donde a modo de conclusión se afirma que en la realidad de la vida concreta casi es imposible imaginarse a un hombre que no crea en algo (Conf. XI, 25) y que "si decidiésemos no creer en nada que no pudiésemos comprender con evidencia, no habría nada en la sociedad humana que permaneciese estable" (XII, 26). La fuerza de semejantes argumentaciones está en el reconocimiento del valor cognoscitivo de la fe. Ésta ciertamente no da una comprensión racional, pero tampoco puede equipararse a una simple creencia y mucho menos a la credulidad. Si comprender (intelligere) es "poseer algo de modo cierto con la razón" y la opinión es una convicción arriesgada de saber lo que se ignora, la fe es el conocimiento de verdades que no se comprenden todavía, pero que están garantizadas por la autoridad del testigo (De util. cred. XI, 25). En resumen, para Agustín la fe es siempre un escalón del conocimiento (Disc. 126,1, l). Junto con la razón, es una fuente de conocimiento; más aún, el carácter propio del aprendizaje humano es empezar precisamente por la fe en la autoridad, para llegar luego al conocimiento racional (Ord. II, 9,26). La autoridad exige la fe, pero la fe prepara a la razón y la razón conduce al conocimiento intelectual (De vera rel. XXIV, 45). Así pues, creer no es de suyo un acto contrario a la razón; puede serlo si el contenido de la fe es absolutamente absurdo o se cree con facilidad, sin la ponderación debida de la autoridad. Semejantes consideraciones, concluye Agustín, tienen la finalidad de demostrar solamente que la fe "en las realidades que no se comprenden todavía" no puede compararse con la temeridad del que hace conjeturas. Hay una gran diferencia entre pensar que se conoce y creer por el testimonio digno de fe algo que todavía se ignora (De util. cred..XI, 25).
Si lo dicho hasta ahora es verdad para la fe en el plano de las verdades humanas, ¿lo es también para la fe en la verdades divinas? La respuesta de Agustín se sitúa en dos niveles. De la existencia y de la providencia de Dios no se puede tener un conocimiento cierto, como para los objetos sensibles o para los actos interiores vistos por la mente (Ep. 147,3); pero tampoco se cree en Dios por el testimonio de alguien. La fe en Dios nace en el corazón del que sabe escuchar el grito que se eleva de todas las cosas creadas: "No somos nosotras tu Dios; busca por encima de nosotras" (Conf. X, 6,9; De vera rel. XXIX, 52; XLII, 79). Para el que ya cree en Dios, la respuesta a la pregunta sobre la racionalidad de la fe en las verdades divinas es más compleja. Si en los asuntos ordinarios de la vida (el comercio, el matrimonio, la educación de los hijos) nadie duda de que es mejor evitar errores que cometerlos, este principio."debe ser considerado con mayor validez todavía en materia religiosa, ya que es más fácil conocer las cosas humanas que las divinas y el error en estas últimas sería mucho más grave y peligroso" (De util. cred. XII, 27). Las dificultades que encuentra el hombre en el conocimiento de las verdades divinas no dependen solamente de la absoluta trascendencia de Dios, sino también de su condición pecadora (Mor. Ecel. Cat. I, 7,11-12): "Como los hombres son demasiado débiles para encontrar la verdad con la sola razón, tienen necesidad de una autoridad divina" (Conf. VI, 5,8); "cuando buscamos la verdadera religión, sólo Dios puede poner remedio a esta enorme dificultad" (De util. cred. XIII, 29). Naturalmente, en Dios no hay ninguna necesidad. 'Ya en el Contra Academicos (III, 19,42) se hablaba de una popular¡ quadam clementia; en el De vera religione se habla expresamente de una "inefable benevolencia de la providencia divina... Como habíamos caído en las cosas temporales y su amor nos tenía alejados de las cosas eternas, cierta medicina temporal nos llama a la salvación, no por medio del conocimiento racional, sino por medio de la fe" (ib, XXIV, 45).
El objeto de esta revelación son "aquellas verdades que no es útil ignorar y que no estamos en disposición de conocer nosotros solos" (Civ. Dei XI, 3); "son las verdades que pertenecen a la doctrina de la salvación y que no podemos comprender todavía con la razón, pero que algún día podremos conocer" (Ep. 120,1,3). Así pues, entre la razón y la fe no hay una incompatibilidad ni una exclusión, sino una complementariedad y una ayuda mutua. Este optimismo se basa en la convicción de que "Dios no puede odiar aquella facultad (la razón), en virtud de la cual nos ha creado superiores a los demás animales". Por tanto, es inconcebible "que la fe nos impida encontrar o buscar la explicación racional de lo que creemos, desde el momento en que ni siquiera podríamos creer, si no tuviéramos almas racionales" (ib). La comprensión racional de la fe es siempre deseable; el que no la desea, contentándose con la simple fe, ni siquiera ha comprendido para qué sirve la fe (Ep. 120,2,8). En conclusión, no se da ninguna renuncia de la razón, sino sólo un reconocimiento de los propios límites. Sobre todo, "cuando se trata de verdades supremas que no se pueden comprender, es bastante razonable que la fe preceda a la razón; en efecto, purifica el corazón y lo hace capaz de acoger y de sostener la luz de la razón" (Ep. 120,1,3). Además de esta función purificadora, como ya se ha indicado, la fe tiene una función cognoscitiva: "La certeza de la fe es en cierto modo el comienzo del conocimiento" (De Trin. IX, 1,1); ofrece "las semillas de la verdad" (De util. cred. XIV, 31).

b) La credibilidad de la "auctoritas"cristiana. Si es razonable que la fe preceda a la razón al menos en orden cronológico, es igualmente verdad que la razón debe preceder a la fe en la consideración de los motivos de credibilidad por los que se debe creer a ciertas personas o libros (De vera rel. XXIV, 45). Sólo después de haber pesado escrupulosamente la fiabilidad de los testigos es lícito dar el asentimiento de la fe (Ep. 147,16,39).
En esta investigación Agustín tiene habitualmente ante los ojos la única saluberrima auctoritas, constituida por Dios para la salvación de todos los hombres (De util. cred. XVI, 34), que comprende a Cristo, a la Escritura y a la Iglesia. Sin embargo, en la polémica antipagana no es difícil observar una mayor atención apologética a la autoridad de Cristo, mientras que en la polémica antimaniquea prevalece el interés por la autoridad de la Iglesia.
La cultura pagana había considerado ya desde Aristóteles a los oráculos como una prueba válida en las demostraciones retóricas (ARISTóTELES, Retórica I, 15,35 [1376a]). Cicerón contaba entre los testimonia divina, además de los oráculos las diversas formas de adivinación (Topica XX, 77), siguiendo en esto a los estoicos, que habían recurrido a las predicciones adivinatorias para probar la providencia divina (CICERóN, De natura deorum II, 65,166-66,167). Con los neoplatónicos, como Porfirio, los oráculos se convierten en fuente de la misma filosofía, mientras que las prácticas teúrgicas son el capítulo de purificación para las masas. Contra esta cultura, ya desde los primeros escritos hasta el De civitale Dei, Agustín intentó desenmascarar la falsedad de los testimonia divina de los paganos y exaltar la divina auctoritas de Cristo. Él es el mismo entendimiento divino, que tomó un cuerpo humano para llevar a los hombres a lo divino (Contra Acad. III, 19,42). La verdadera autoridad divina es la que no sólo trasciende en los signos sensibles a todas las facultades del hombre (cosa que pueden hacer también los demonios), sino que asumió al mismo hombre y con los hechos realizados por él manifiesta su poder, con su enseñanza su naturaleza, con su humildad su misericordia (Ord. II, 9,27). En el De utilitate credendi la autoridad de Cristo se ve confirmada por los milagros y por la multitud de sus seguidores: "Con los milagros adquirió autoridad y con la autoridad mereció fe, con la fe congregó a una multitud y con la multitud alcanzó la antigüedad, con la antigüedad reforzó la religión" (De util. cred. XV, 33). Se presta una especial atención al milagro, para distinguir los verdaderos de los falsos. Agustín no niega que también en la religión pagana haya habido y siga habiendo todavía hechos extraordinarios (mira) y predicciones del futuro que superan toda capacidad humana; pero sostiene que no son obras de la divinidad, sino de los demonios, que quieren engañar y burlarse de los hombres para hacerlos esclavos (Ord. II, 9,27; De civ. Dei X, 16 1-2). Los milagros realizados por Cristo son una prueba de su autoridad divina, ya que suscitan no sólo la admiración, sino también la gratitud y el amor: "Algunos eran un claro beneficio para el cuerpo de los enfermos, otros eran signos dirigidos a la mente, y todos ofrecían un testimonio de la majestad divina". Eran, por tanto, milagros oportunos para reunir e incrementar la multitud de los creyentes y para que la autoridad de Cristo resultase útil a la renovación de las costumbres" (De util. cred. XVI, 34).
Un desarrollo ulterior de la apologética agustiniana puede verse en el De fide rerum quae non videntur. La fe en Cristo se justifica por algunos signos (indicia) de su divinidad: "Están totalmente equivocados los que piensan que nosotros creemos en Cristo sin prueba alguna" (De fide rerum IV). Una prueba es el carácter prodigioso del nacimiento y desarrollo de la Iglesia en el mundo. El hecho de que todos los hombres invocan a un solo Dios y ha acabado la idolatría, "¿no es un prodigio tan grande que mueve a creer que de pronto ha brillado para todo el género humano la luz divina?". Sobre todo cuando se piensa que todo ha ocurrido por obra de un hombre crucificado y de unos discípulos pobres e ignorantes. También es extraordinaria la renovación moral del mundo; la conversión de hombres de toda condición, dispuestos a soportar la persecución y a dar la vida por la verdad; la difusión universal de la Iglesia, que crece a pesar de todas las contrariedades externas e internas (ib, V11, I0).
Otro signo de la divinidad de Cristo es el cumplimiento pleno de las profecías del AT. Con mucha anticipación los antiguos profetas de Israel habían anunciado no sólo su venida, sino también su nacimiento virginal, su pasión, su resurrección y su ascensión (ib, IV, 7). Al anuncio de Cristo los antiguos profetas asociaron la difusión universal de la Iglesia, tal como se ha realizado puntualmente (ib III, 5-6).
Relacionada con la autoridad divina de Cristo está la autoridad de las Escrituras. Ellas ocupan la cima más alta y celestial de la autoridad, hasta el punto de que han de ser leídas con la absoluta certeza de su veracidad e inerrancia (Ep. 82,2,5). La razón de esta divina autoridad de las Escrituras está en el hecho de que contienen la palabra del mismo Cristo, que primero habló por los profetas, luego personalmente y finalmente por medio de los apóstoles. Los autores de los libros sagrados son testigos dignos de fe, porque aprendieron las verdades reveladas por inspiración del Espíritu Santo (De eiv. Dei XI, 34,1). Las pruebas de esta autoridad divina son múltiples. Recurriendo a las categorías de la retórica, Agustín indica entre las pruebas extrínsecas la difusión y el consentimiento con que las Escrituras han sido acogidas en todo el mundo desde hace tantos siglos: si no fueran dignas de fe las Escrituras cristianas que gozan de títulos semejantes, habría que negar la credibilidad de cualquier otra historia (Mor. Eccl. Cath. 1, 60-61). En comparación con las cristianas, las Escrituras maniqueas están privadas de autoridad, precisamente porque son recientes, desconocidas, acogidas por pocas personas, y encima carecen de credibilidad (De util. cred. XVI, 3i). Además, la autoridad de las Escrituras cristianas está reconocida en todo el mundo y entre todos los pueblos, ya que contienen muchas profecías del futuro perfectamente cumplidas, entre ellas la futura fe de los gentiles (De civ. Dei XII, 9,2). Finalmente Dios no habría concedido una autoridad tan eminente a las Escrituras si no hubiese querido que el hombre creyese por medio de ellas en él y lo buscase (Conf. VI, 5 7-8).
También la autoridad de la Iglesia está estrechamente vinculada a la de Cristo desde el momento en que "su enseñanza brota del mismo Cristo y a través de los apóstoles ha llegado hasta nosotros y pasará de nosotros a los que vengan después" (De util. cred. VIII, 20). La Iglesia ha alcanzado el grado más alto de autoridad "de la sede apostólica a través de la sucesión de los obispos hasta la confesión de todo el género humano" (ib, XVII, 35). El testimonio de fe de la Iglesia es hoy indispensable para creer en Cristo: "Me parece que no he creído a otros, sino a la sólida opinión y a la fama difundida por todos los pueblos, que en todas partes han abrazado los misterios de la Iglesia católica...; he creído, repito, en la fama que saca su fuerza de la difusión, del consentimiento y de la antigüedad" (De util. cred. XIV, 31; C. ep. fund. IV-V). También aquí, como puede comprobarse, las categorías y las palabras empleadas son las típicas de la retórica (opinio, fama, celebritas, consensus, vetustas), aunque es nueva la idea de tradición apostólica que está en la base de toda la argumentación.
En el De fide rerum quae non videntur y en el De civitate Dei, como ya se ha indicado, se le da un gran relieve al valor apologético de las profecías veterotestamentarias: junto con el anuncio de Cristo los profetas habían preanunciado también a la Iglesia y su desarrollo entre los pueblos paganos (De fide rerum 111, 56). Esta prueba no puede debilitarse por la sospecha de que las profecías sean obra de los cristianos, ya que se leen también en los códices de los hebreos, enemigos de los cristianos, que con su incredulidad -igualmente prevista y anunciada- constituyen una nueva prueba de la autoridad cristiana (De fide rerum VI, 9). Para terminar, la autoridad de la Iglesia no sólo guarda la auténtica enseñanza de Cristo, sino que garantiza la verdadera interpretación de las Escrituras (De util. cred. VI, 13) y establece su canon (C. ep. fund. V).

2. ASPECTO TEOLÓGICO. a) Sujeto y contenido de la revelación. El principio que está en la base de la reflexión agustiniana sobre la acción reveladora de Dios es el que enuncia en la carta a Nebridio: "Esta Trinidad de la fe católica se presenta y se cree tan inseparable..., que todo lo que sea realizado por ella ha de considerarse realizado juntamente por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo. Y nada hace el Padre sin que lo hagan también el Hijo y el Espíritu Santo" (Ep. 11,2). Por tanto, "cuando Dios habla y enseña, toda la Trinidad habla y enseña" (Joh. ev. 77,2). Lo mismo que la encarnación es obra de toda la Trinidad, aunque es solamente el Hijo el que se une a la naturaleza humana (De Trin.11,10,18), así también toda revelación debe ascribirse a toda la Trinidad, aunque puede ser atribuida con propiedad y bajo diversos aspectos a cada una de las personas divinas. De acuerdo con estos principios, Agustín atribuye la revelación unas veces solamente a Dios, otras al Padre, otras al Hijo y otras al Espíritu Santo. Instruido por el evangelio, sabe que "nada ha dicho Dios que no lo haya dicho en el Hijo" (Joh. ev. 21,4) y que "todo lo que el Padre dice a los hombres, lo dice por medio del Verbo" (ib, 22,14); "por medio de su Verbo y de su Sabiduría es como Dios revela a los ángeles el pasado y el futuro" (De Trin. IV, 17,22). Por otra parte, cuando habla Dios, es el Espíritu el que habla (Joh. ev. 2,9); y cuando en el salmo habla Cristo, es también el Espíritu Santo el que habla (ib, 10,8). Es a la acción del Espíritu a la que se atribuye la inspiración y la iluminación de los profetas (Quaest. ad Simpl. 11,2). Él es propiamente el Espíritu profético (Disc. 243,1), que iluminó a los autores sagrados (Joh. ev. I, 6-7) y les asistió (ib, 122,8).
Pero, como justamente observa R. Latourelle, "el centro de cristalización" del pensamiento agustiniano sobre la divina revelación "es Cristo, camino y mediador" (Teología de la revelación, Salamanca 1977, 147). Efectivamente, él es "la Sabiduría engendrada del Padre", que manifiesta "los secretos del Padre" (De fide et symb. 3,3). Es siempre Cristo el que habla en el AT y en el evangelio, ya que es el Verbo de Dios (C. Adim. XIII,3). Él fue el que inspiró a los profetas y fue él mismo profeta (Jo/i. ev. 24,7); "él es el verdadero maestro celestial, tanto de los hombres como de los ángeles" (ib, 12,6); es el maestro interior que enseña a todo el que se lo pide (ib, 20,3). En cuanto Verbo de Dios, "Cristo dirige y guía a toda criatura espiritual y corporal del modo más adecuado a los tiempos y lugares" (Ep. 102,11). Precisamente porque Cristo es el Verbo de Dios, "todas sus acciones son para nosotros una palabra; sus milagros tienen un lenguaje para quien los entiende" (Joh. ev. 24,2); "todas sus obras son un signo cargado de un mensaje" (ib, 49,2).
En cuanto al contenido de la revelación divina, no puede ser otro sino el mismo Verbo de Dios. Siendo Cristo el Verbo del Padre, ha venido a decirnos no una palabra suya, sino la Palabra del Padre (Joh. ev. 14,7). Más en concreto, "por medio de su propio Hijo es como Dios revela al Hijo y se revela a sí mismo por medio del Hijo" (ib, 23,4). Más aún, es toda la Trinidad la que se ha revelada (ib, 97,1). Dios es absolutamente inefable (Doct. chr. 1, 6,6) e incomprensible para el hombre (Ep. 147,8,21). Sin embargo, el poder de Dios es tan grande que no puede permanecer totalmente escondido a la criatura racional, que utiliza la razón. Exceptuando a unos pocos, en los que la naturaleza humana está demasiado corrompida, todo el género humano reconoce en Dios al creador del mundo. Pero como Padre de Cristo, por medio del cual quita los pecados del mundo, este nombre suyo, desconocido antes para todos, lo manifestó el mismo Cristo a todos los que le ha dado el Padre (Joh. ev., 106,4). Dios envió a su Verbo, que es su único Hijo, para que los hombres conociesen por su pasión y su muerte cuánto los quiere Dios, para que fueran purificados por su sacrificio y, enriquecidos por el amor difundido por el Espíritu Santo, llegasen a la vida eterna (De civ. Dei VII, 31). Este inefable designio divino de abrir un camino universal de salvación era absolutamente impenetrable a la mente humana si Dios mismo no se lo hubiese revelado primero, en los tiempos antiguos, a unas pocas personas, pertenecientes sobre todo al pueblo hebreo, y luego por el mismo Mediador, presente en la carne (ib, X, 32,2).
b) La economía de la revelación. Un punto firme en la enseñanza de Agustín es que Dios no ha dejado nunca de revelarse de alguna manera a los hombres de forma que pudieran salvarse. Y esto "desde el comienzo de género humano", "no sólo en el pueblo de Israel, sino también entre los demás pueblos antes de la encarnación". Sin embargo, fueron diversas las modalidades de esta revelación, "unas veces de forma más oculta, otras más evidente, según creía oportuno la divina providencia en las diversas épocas" (Ep. 102,15). A los paganos que con Porfirio objetaban: "¿Por qué tan tarde y cuál fue la suerte de los hombres antes de Cristo?", Agustín responde: "Puesto que reconocen que los tiempos no corren por casualidad, sino por un orden determinado por la divina providencia, lo que pueda ser conveniente y oportuno a cada época es algo que sobrepasa a la inteligencia humana" (ib, 13). Agustín distingue en esta economía cinco épocas,"que contienen la profecía destinada a todas las gentes", desde Adán hasta Juan el Bautista; la sexta época es la edad de Cristo, que ve la realización de las profecías (Joh. ev. 9,6; De Trin. IV, 4,7). Así, toda la historia humana se divide en dos grandes períodos: antes de Cristo es el tiempo de la profecía y del signo, mientras que el tiempo de Cristo es el de la realidad y el de la revelación plena. "En efecto, la profecía habló siempre de Cristo desde los tiempos antiguos, desde los comienzos del género humano: él estaba presente, pero oculto" (Joh. ev. 9,4). Precisamente por esta presencia suya los hombres de todos los tiempos podían creer en él, conocerlo de algún modo y llevar una vida justa y piadosa, según sus preceptos, y salvarse. "Lo mismo que nosotros creemos en él, no sólo viviendo con el Padre, sino ya encarnado, así los antiguos creían en él viviendo con el Padre y futuro en la carne" (Ep. 120,12). Su venida en la carne estuvo prefigurada con signos (sacramenta) apropiados (ib, 11), mediante los cuales los antiguos podían obtener la salvación, aunque estaba escondido para ellos lo que se revelaría luego en Cristo: "En el AT hay un velo que se quitará cuando cada uno pase a Cristo" (Ep. 140,10,26).
Contra la repulsa total maniquea del AT, Agustín se esforzó siempre en resaltar la unidad y la concordia de los dos testamentos, defendiendo su autoridad y su santidad divina. Por el contrario, en la polémica contra los pelagianos, para exaltar la novedad de la gracia de Cristo, excesivamente infravalorada, tiende a marcar sus diferencias. La alianza antigua está marcada por la carnalidad y sus promesas son las de un reino terreno; la nueva alianza, por el contrario, está marcada por la espiritualidad y el reino prometido es el de los cielos (De vera rel. XXVII, 50). La promesa diferente respondía a un criterio pedagógico de Dios, el cual, "queriendo mostrar cómo también la felicidad terrena y temporal es un don suyo, juzgó conveniente ordenar en las primeras etapas del mundo una antigua alianza que fuese apropiada para el hombre antiguo, por el que comienza necesariamente esta vida...". Estos bienes terrenos prometidos y concedidos preanunciaban alegóricamente los de la nueva alianza, como podían comprenderlo los pocos que recibían la gracia del don profético. Cuando, finalmente, Dios envió al mundo a su propio Hijo, entonces "se reveló en el NT la gracia que estaba escondida bajo los velos del Antiguo, es decir, el poder de hacerse hijos de Dios, concedido a los que creen en Cristo" (Ep.140,2,5-3,9).
c) Naturaleza y modalidad de la revelación. A pesar de las raras alusiones explícitas, parece innegable que para Agustín hay que hablar de una revelación privada, destinada a cada uno de los hombres, y de una revelación pública, destinada a todos (De vera rel. XXV, 46; De civ. Dei XVII, 3,2). Pero las distinciones más frecuentes son las que se hacen para salvaguardar la simplicidad y la inmutabilidad de Dios, o bien las que guardan relación con el hombre y con sus facultades cognoscitivas. En contra de las interpretaciones materialistas de las teofanías veterotestamentarias que daban los maniqueos, Agustín distingue una acción inmediata de Dios (per se ipsum o per suam substantiam) y otra mediata (per creaturam) (De Trin. III, 11,22; De Gen. ad litt. X, 25,43). Por parte del hombre, teniendo en cuenta su doble dimensión interior y exterior, la revelación será también interior (con efectos en el alma humana) y exterior (las modalidades históricas, objetivas, con que Dios se revela) (W. WIELAND, Offenbarung be¡ Augustinus, Mainz 1978, 27). Otra distinción se basa en la concepción históricoporfiriana de las facultades cognoscitivas: sensus, spiritus, intellectus, a las que corresponde una triple visión cognoscitiva: corporal, espiritual e intelectual (Ep. 120,11). Se puede tener así una revelación per speciem corporalem, o sea, a través del cuerpo; una revelación per speciem spiritualem, o sea, a través del spiritus, "la parte o la facultad del alma donde se forman las imágenes (De Gen. ad litt. XII, 9,20) y una revelación per illuminationem directamente en la mente (De Gen. ad litt. VIII, 27,49). Las dos primeras formas de revelación son producidas por Dios por medio de los ángeles en las visiones, en los sueños y en los éxtasis; pero podrían ser también producidas por los demonios durante la vigilia o el sueño (De Trin. IV, 11,14). Para que se tenga una propia y verdadera revelación ha de intervenir la iluminación de la mente, que juzga e interpreta las otras formas de visión (C. Adim. XVIII, 2). Esta idea de revelación es interesante para comprender la de inspiración profética. También la verdadera profecía, el carisma del que hablaba Pablo (1Cor 13,2) y del que gozaban los antiguos profetas como Isaías, Jeremías y otros, tenía lugar per informationem spiritus, esto es, por vía imaginativa y por obra de los ángeles, acompañada de la intelligentia de las imágenes percibidas (Quaest. ad Simpl. II, 1). En este punto surge un problema difícil. Para usar las palabras de Wieland: "¿En qué relación están, según Agustín la revelación y la inspiración? ¿Explica la primera según la idea de la inspiración profética o mediante la idea de una iluminación carismática general? ¿Hay que distinguir entre los libros proféticos y los históricos en lo que se refiere a la inspiración bíblica? ¿Cómo responde Agustín a la difícil pregunta sobre la colaboración de Dios y del hombre en la elaboración de los escritos bíblicos?" (W. WIELAND, O. C., 119).
Según el autor citado no hay ninguna duda: para los autores bíblicos es válido el mismo concepto de inspiración profética (o. c., 123); y puesto que ésta se hace siempre por vía imaginativa gracias a los ángeles, es a través del mismo camino como los hagiógrafos reciben la revelación divina (o. c., 133-134). Entre las pruebas aducidas para sustentar esta conclusión figura un texto en el que Agustín afirma, sobre la base de los Hechos de los Apóstoles (7,53), que la ley fue dada por Dios mediante los ángeles (De civ. Dei X, 15); y esto valdría no sólo para la ley de Moisés, sino para toda la Escritura (ib, X, 7). A una conclusión opuesta había llegado R. A. Markus partiendo del concepto de profecía, tal como se deduce del De civitate Dei (XVII, 38): "Un evangelista o un autor de uno de los libros históricos del AT puede ser considerado profeta en sentido amplio; no en el sentido de que haya recibido de Dios una revelación especial, sino en el sentido de que su mente ha sido iluminada por un don especial para interpretar un episodio en la historia nacional de los hebreos o de la biografía de Jesús (R.A. MARKUS, Saint Augustine on history, prophecy and inspiration, en "Augustinus" XII [1967] 278). Me parece que esta concepción es confirmada por otros textos. En el De Trinitate, al tratar del conocimiento de los acontecimientos futuros, junto a la revelación angélica que tuvieron los profetas se pone otra revelación, "no por medio de los ángeles, sino tenida directamente (per seipsos) de otros hombres, en cuanto que sus mentes fueron elevadas por el Espíritu Santo a fin de captar las causas de los acontecimientos futuros como ya presentes en el supremo principio de las cosas (De Trin. I, 17,22). En otro lugar Agustín distingue entre una revelación per fidem reí creditae y otra revelación per visionem reí conspectae, como la que tuvo Pablo en su rapto al tercer cielo, o también Moisés (Ep. 147,12,30). Es por la revelación per fidem como el salmista, trascendiendo a todas las criaturas acie mentís forti et valida et praefidenti y también acie fidei, llegó a ver lo que vio el evangelista inspirado por Dios cuando dijo: "In principio erat Verbum..." (In Ps. 61,18). Del mismo modo el autor del Génesis pudo decir que Dios al principio creó el cielo y la tierra (De civ. Dei XI, 4). Las afirmaciones sobre el trabajo de los evangelistas parecen confirmar esta interpretación. El evangelio es palabra de Dios dispensada por medio de los hombres (Cons. ev. II, 12,28); ellos escriben lo que se les inspira, pero no añaden una colaboración superflua (ib, 1, 35,54); escriben recordando lo que han oído o visto, no del mismo modo ni con las mismas palabras. Siempre dentro del respeto a la verdad, "pueden cambiar el orden de las palabras o intercambiarlas por otras del mismo valor; pueden olvidarse de algo y no lograr, a pesar de todos sus esfuerzos, referir perfectamente de memoria lo que habían oído" (ib, II, 12,28-29).
No es fácil entender expresiones semejantes en el sentido de una inspiración hecha por medio de los ángeles, aunque -hay que reconocerlo- las cosas dichas sobre los evangelistas parecen estar en contradicción con lo que Agustín dice de la inspiración verbal de los Setenta (De civ. Dei XVIII, 42). En conclusión, para Agustín la revelación es siempre una iluminación de la mente que hace Dios directamente o por la mediación de los ángeles, que actúan sobre el spiritus, para que el hombre conozca las realidades divinas. Hay que añadir que esta revelación interior va siempre acompañada de la inspiración del amor, por lo que la revelación es también atracción (Joh. ev. 26,5).
d) Fuentes de la revelación y canon bíblico. De lo que se ha dicho sobre la autoridad de la Iglesia se deduce con claridad que para Agustín es precisamente la Iglesia la depositaria de la enseñanza de Cristo (De util. cred. XIV, 31). Los evangelistas ciertamente escribieron lo que Cristo les mostró y les dijo (Cons. ev. I, 35,54). También es verdad que los apóstoles vieron al mismo Señor y nos anunciaron lo que oyeron de sus labios (Joh. ep. 1,3). Sin embargo, "hay otras muchas cosas, conservadas por toda la Iglesia, que no están escritas, para que creamos que fueron ordenadas por los apóstoles" (De bapt. V, 23,31). También en otros lugares se habla de prescripciones no escritas, pero guardadas y conservadas por todas las Iglesias por tradición, para que se juzguen establecidas y recomendadas por la autoridad de los apóstoles o por los concilios plenarios (Ep. 54,1,1). La autoridad de la Iglesia ofrece la regla para la interpretación de la Escritura (Doct. christ. III, 2,2) y para la determinación del canon bíblico. En una época en que todavía había en Oriente y en Occidente dudas e incertidumbres, Agustín nos ha dejado la lista de los libros canónicos tal como la acogería luego el concilio de Trento (Doct. christ. II, 8,13), con la indicación de los criterios que siguió para ello. El más general es: han de considerarse canónicas las Escrituras reconocidas como tales por la mayor parte de las Iglesias católicas, si entre ellas se cuentan las Iglesias que merecieron tener sedes o recibir cartas de los apóstoles.
Más en particular: las Escrituras acogidas por todas las Iglesias deben preferirse a las que sólo acogen algunas; entre las no acogidas por todas, deben preferirse las acogidas por la mayor parte o por las de mayor autoridad; cuando un libro tiene en su favor el criterio del número y otro el de la autoridad, hay que considerarlos de la misma autoridad (Doct. christ. II, 8,12).
En cuanto a los libros apócrifos, pueden contener también algunas verdades, gozar del prestigio de la antigüedad e incluso ser atribuidos a escritores notables, considerados como profetas de las Escrituras canónicas, como Henoc, o bien estar excluidos del canon, tanto hebreo como cristiano. Probablemente, observa san Agustín, esto se debió a la dificultad de tener pruebas seguras sobre su autenticidad (De civ. Dei, XVIII, 38).
3. ASPECTO HERMENEUTICO. El problema de la interpretación de la Escritura estuvo siempre en el centro de la atención de Agustín. Si al principio abrazó con entusiasmo la interpretación espiritual de Ambrosio, que le permitía superar las objeciones maniqueas al AT, muy pronto intentó enfrentarse con el problema de manera más crítica, pidiendo informaciones a los mejores exegetas católicos. Un resumen de los primeros resultados de esas investigaciones lo encontramos en el De genesi ad litteram liber imperfectus, en donde expone los cuatro modos de explicar las Escrituras (II, 5).
H. de Lubac niega que Agustín sea el fundador de la teoría de los cuatro sentidos de la Escritura, tal como se afirmará en la Edad Media; habría hablado de los cuatro modos interpretativos para textos diversos, no para el mismo texto (H. DE LuBAC, L` éxegése médiéval. Les quatre sens de 1`Ecrfture, t. I, parte I, París 1959, 180-182).
Sea lo que fuere de esta cuestión, los esfuerzos de Agustín por llegar a una teoría hermenéutica más satisfactoria culminaron en el De doctrina christiana, definida por alguien como "el manifiesto de la hermenéutica teológica de Agustín" (G. RiPANTI, Agostino teorico dell'interpretazione, Brescia 1980, 13). Esta obra trata el problema de la tractatio Scripturarum en el doble momento de la inventio y de la elocutio sobre la base de una teoría concreta del lenguaje, en donde es fundamental la distinción entre signum y res. Signum es lo que se usa para indicar otra cosa; res, lo que tiene valor por sí mismo y no se usa para indicar otra cosa (Doctr. christ. 1, 2,2). A la luz de esta distinción, las Sagradas Escrituras son signa divinitus data, signos dados por Dios para revelar a los hombres las res necesarias para la salvación (ib, II, 22,3), que son: Dios uno y trino, la encarnación de Cristo, la Iglesia, la resurrección de los cuerpos, la caridad de Dios y del prójimo. La Escritura no quiere enseñar nada más que esta fe católica (ib, III, 10,15). Por eso el intérprete debe atenerse a la regula fidei en su interpretación (ib, III, 2,21), sin pasar de los límites de la fe (De Gen. ad litt.1. imp.1,1,1).
Resulta claro el círculo hermenéutico: "Las verdades de fe y de moral que se buscan en el texto son descifradas por la confesión de la Iglesia como interpretación autoritativa, por lo que sólo se comprende el contenido de la Escritura si ya se cree previamente" (G. RIPANTI, o.c., 82). La precomprensión teológica abre el horizonte dentro del cual hay que buscar el sentido, pero no anula el trabajo de la interpretación. Para establecer los auténticos principios exegéticos, Agustín apela también a la teoría del lenguaje. Tras la distinción entre signum y res, presenta otra de no menor importancia entre los signa propria y los signa translata. Los signos propios son "los que se usan para significar las cosas para las que han sido instituidos"; los signos trasladados son "las cosas mismas que, indicadas con las palabras propias, pasan a significar otra cosa distinta" (Doctr. christ. III, 15,23). Sobre esta doble definición se basa la distinción entre sentido literal y sentido figurado o alegórico. Puesto que la Escritura ha sido dada por Dios mediante los hombres, si por un lado la mediación humana corresponde a profundas exigencias antropológicas y teológicas, como se pone de relieve en el prólogo (4-9), por otro lado extiende una especie de velo sobre el mensaje revelado. La imagen de la nube expresa muy bien este escondimiento, producido por la palabra humana: "Las Escrituras de los profetas y de los apóstoles... pueden llamarse nube, porque las palabras que resuenan y que pasan a través del aire, cargándose también de la oscuridad de las alegorías, como si sobrevinieran las tinieblas, se convierten por así decirlo en nubes" (Doctr. christ. Il, 4,5). Las consecuencias de esta oscuridad no son siempre ni totalmente negativas; en efecto, la divina providencia dispone estas oscuridades para domar la soberbia y despertar el interés por la búsqueda, que la facilidad podría hacer aburrida (ib, II, 2,7). Los peligros de interpretaciones equivocadas, unidos a la oscuridad de las alegorías, no dejan de ser preocupantes y justifican todos los esfuerzos por establecer principios exegéticos claros. Para Agustín, la legitimidad de la interpretación alegórica está fuera de discusión, ya que la practica el mismo apóstol Pablo. La pregunta que se plantea es distinta: "Respecto a la narración de los hechos, ¿todo tiene que entenderse en sentido figurado o hay que afirmar y sostener también la verdad histórica (fides) de los hechos?" (Gen. ad litt. 1. imp. I, 1, l). La respuesta se da en el De doctrina christiana: "Todos o casi todos los hechos que se narran en el AT pueden entenderse no sólo en el sentido propio (literal), sino también en el figurado" (ib, III, 22,32; De civ. Dei XVII, 3,2). Por tanto, la tarea más urgente del intérprete es la de establecer si la locución que intenta comprender tiene un sentido propio o figurado (ib, III, 24,34). Con este objetivo hay que evitar ante todo tomar al pie de la letra lo que se ha dicho en sentido figurado, para no caer en interpretaciones carnales: "Sería una miserable esclavitud cambiar los signos por la realidad significada" (ib, III, 5,9). En segundo lugar, no hay que tomar en sentido figurado lo que se dice en sentido propio, ya que con el pretexto de interpretaciones alegóricas se puede justificar toda clase de comportamiento moral y opiniones heréticas (ib,111,10,14-15). Vienen luego otros principios de no menor importancia: todo lo que en la palabra de Dios, entendida en sentido propio, no puede referirse a la honestidad de las costumbres ni a la verdad de la fe, hay que entenderlo en sentido figurado (ib, III, 10,14); además, en las locuciones alegóricas es necesario considerar lo que se lee con gran atención hasta llegar al reino de la caridad. Pero si la caridad está ya presente en sentido propio, no es necesario pensar en una locución figurativa (ib, 111, 15,23).
En este punto se plantea el problema de la pluralidad de sentidos en la misma locución figurada. Ciertamente, el sentido que hay que buscar sigue siendo el que entendió el autor sagrado: "El que escudriña la palabra divina debe esforzarse en llegar a la voluntas (intención) del autor, por medio del cual nos dio el Espíritu Santo esa Escritura. Tan sólo en el caso en que de las mismas palabras de la Escritura se llegase, no a uno, sino a dos o más sentidos, y con tal que se pueda demostrar por otros pasajes bíblicos que esos sentidos están perfectamente de acuerdo con la verdad, se puede admitir una pluralidad de sentidos, aun cuando se ignore el sentido que entendía el autor sagrado" (ib, III, 27,38). Agustín no quiere dar ninguna licencia al albedrío: la pluralidad de los sentidos alegóricos sólo se admite con unas condiciones muy concretas y fuertemente limitativas. Avanza la hipótesis de una interpretación basada en la razón, pero advierte: "Éste es un método peligroso; se camina con mucha más seguridad a través de las mismas Escrituras divinas" (ib, III, 28,39). La posibilidad de encontrar varios sentidos en las alegorías se considera como un hecho providencial, previsto y querido por el Espíritu Santo para el bien del lector o del oyente (Conf. XII, 18,27).
Se reserva un examen crítico especial a las reglas de Ticonio: pueden ser de gran utilidad para la comprensión de las Escrituras, pero -como demuestra la exégesis del mismo Ticonio- no bastan para resolver todas las oscuridades (ib, 111,30,42).
La insistencia en los principios hermenéuticos no debe hacernos pensar que Agustín haya soslayado los aspectos más propiamente filológicos. Dedica todo el libro II y una parte del III del De doctrina christiana a la comprensión de los signa propria y de los signa translata ignota. Le exige al intérprete de la Escritura un profundo conocimiento del mundo conceptual y lingüístico de la Escritura (ib, II, 9,14), un dominio de las lenguas, sobre todo el hebreo y el griego, para poder verificar la fidelidad de las versiones latinas (ib, II, 9,14). El intérprete debe hacer la collatio de los diversos códices y de las diversas versiones (ib, II, 12,17-15,22) y la emendatio del texto (ib, III, 2,2-3,7), así como conocer todas las ciencias, desde las ciencias naturales hasta la historia y la filosofía (ib,11,16,24-40, 60). Es un bagaje muy amplio de conocimientos, que el mismo Agustín habría deseado poseer.
BIBL.: HARDY R.P., Actualité de la Révelation divine. Une étude des "Tractatus in 1ohannis Evangelium"de S. Agustin, París 1974 LATOURELLE R., Teología de la revelación, Salamanca 19897; RIPANTI G., Agostino teorico dell1interpretazione, Brescia 1980; WIELAND W., Offenbarung be¡ Augustinus, Mainz 1978.
N. Cipriani

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