(† 386)
A Cirilo de Jerusalén, lo mismo que a
otros grandes obispos del siglo IV, le tocó vivir una de las épocas más difíciles de
la historia de la Iglesia. Las controversias teológicas sobre la divinidad del Verbo, que
exigían, ciertamente, una precisión suma en la formulación de los conceptos que se
discutían, habían llegado a ser en aquellos días encarnizadas y poco edificantes.
Cirilo, suave por temperamento, las aborrecía; quería permanecer neutral en la lucha,
prefería estar alejado del campo de batalla, deseaba instruir más que polemizar, y por
eso su figura adquiere el porte de un apóstol y de un obispo pacificador.
Nació en Jerusalén o en sus cercanías,
hacia el 313 ó 315. Fue uno de aquellos jóvenes ascetas que, sin retirarse al desierto,
hacía una vida de santidad y continencia perfecta. Tal vez fuese más verídico afirmar
con un sinaxario griego, que desde joven se retiró a un monasterio, en donde pasó la
juventud consagrado a la ciencia y al conocimiento de la Escritura. Su buena preparación
le hacia un candidato seguro al sacerdocio, y por eso, alrededor de sus treinta años San
Máximo de Jerusalén le ordenó de presbítero.
En 348 era ya obispo. Sobre su
consagración episcopal se cierne una sombra un tanto obscura. San Jerónimo nos dice que
Acacio de Cesarea, metropolita palestinense, en acción común con otros obispos arrianos,
habrían ofrecido a Cirilo la sede episcopal jerosolimitana, a condición de que repudiase
la ordenación sacerdotal que había recibido de San Máximo. Cirilo, prosigue el
Solitario de Belén, habría aceptado y, después de permanecer algún tiempo como simple
diácono y haber depuesto los obispos arrianos a Heraclio, nombrado por San Máximo para
sucederle, habría recibido cual recompensa la sede de Jerusalén. Rufino de Aquileya
parece insinuar lo mismo.
Observamos, sin embargo, que Jerónimo,
al hablar de San Cirilo, transluce una información deficiente, que le lleva en muchos
casos a afirmaciones erróneas; su testimonio, por tanto, es poco aceptable. Ofrece más
garantía Teodoreto cuando dice que Cirilo, por su valiente defensa de la doctrina
apostólica, mereció ser colocado al frente de la diócesis de Jerusalén a la muerte de
San Máximo. Los Padres del concilio primero de Constantinopla (381), en carta al papa
Dámaso, a más de afirmar que Cirilo fue obispo de Jerusalén y que había sido ordenado
canónicamente por los obispos de la provincia eclesiástica, le presentan como un atleta,
que había luchado en varias ocasiones contra los arrianos. Hilario de Poitiers
fraternizó con él en Seleucia y San Atanasio le trataba como amigo.
Los primeros años de su episcopado los
pasó Cirilo consagrado a una intensa actividad episcopal. La aparición de una luminosa
cruz en el cielo de Jerusalén el 7 de mayo de 351 reforzó la actuación espiritual del
obispo y fue un motivo poderoso de entusiasmo y fervor, tanto para él como para sus
fieles. Cuando, en 357, Basilio el Grande visitó la iglesia de Jerusalén, nos asegura
que estaba muy floreciente y nos informa también de que un gran número de santos le
habían acogido y venerado.
De estos primeros años apacibles de su
episcopado datan las principales obras de San Cirilo, En la Cuaresma del 348 predicó a
los fieles de Jerusalén, de una manera sencilla, sus famosas "Catequesis".
Dieciocho de ellas, dirigidas a los catecúmenos, las tuvo en la basílica de la
Resurrección, erigida por Constantino en el emplazamiento del sepulcro del Señor. En
ellas habla del pecado, de la penitencia, del bautismo y les comenta el Símbolo,
artículo por artículo. Otras cinco, llamadas mistagógicas, las predicó a los
neófitos, en la capilla particular del Santo Sepulcro, durante la semana de Pascua de
aquel mismo año. Comenta el Santo, en un lenguaje íntimo y más cordial, las ceremonias
del bautismo e instruye a los recién bautizados sobre la confirmación, la Eucaristía y
la liturgia. Son verdaderas obras maestras en su género. Por ello le considera la Iglesia
como el príncipe de los catequistas.
Después de diez años de paz e intenso
apostolado se inicia una vía dolorosa para el santo obispo de Jerusalén. Por la
interpretación del canon séptimo del concilio de Nicea, Cirilo se vio envuelto en una
controversia, triste por los resultados, con el metropolita de Cesarea, Acacio. Este canon
séptimo reconocía a la sede de Jerusalén un primado de honor que Cirilo justamente
reclamaba y que Acacio, antiniceno por convicción, rechazaba de plano. Un conflicto de
orden puramente jurisdiccional degeneró en polémica doctrinal. Cirilo veía en Acacio un
obispo arriano y Acacio en Cirilo un defensor de las decisiones de Nicea. Durante la
discusión el metropolita de Cesarea citó al obispo de Jerusalén a comparecer en su
presencia. Cirilo, con sobrada razón, se negó a ello. Acacio reunió un sínodo en 357
ó 358 y lo depuso, según decía él, por contumaz. Cirilo, con pleno derecho, apeló a
un concilio superior e imparcial, apelación que fue aceptada por el emperador Constancio,
pero que antes de llevarse a cabo Cirilo tuvo que acceder a la fuerza y salir de su
diócesis camino del destierro. Las intrigas de Acacio se habían impuesto a los
principios de la legalidad.
El obispo de Jerusalén se dirigió a
Antioquía, cuya sede estaba vacante por muerte del titular. Prosiguió entonces su viaje
hacia Tarso, donde el obispo Silvano le acogió benévolamente y le permitió ejercer las
funciones episcopales, singularmente la predicación. Como Silvano era partidario del
grupo arriano de los homeousianos, le puso en relación con los gerifaltes de este
partido. Junto a ellos aparece Cirilo en el concilio de Seleucia del 359 y gracias al
apoyo de este grupo y sus enérgicas reclamaciones recobró su silla. Pero al año
siguiente (360), Acacio se vengó de él en el sínodo de Constantinopla, teniendo que
iniciar Cirilo otro destierro, sin que sepamos ni el lugar ni las circunstancias del
mismo.
A finales del 362, Cirilo entró de nuevo
en su diócesis. Por esta época Juliano el Apóstata había dado órdenes a los judíos
de reconstruir el antiguo templo jerorolimitano. El santo obispo, en medio de su pena,
predijo el fracaso de tan impía empresa, como así efectivamente aconteció.
Por los años 365-366 había quedado
vacante la sede de Cesarea, por la muerte de Acacio. Cirilo nombró un sucesor en la
persona de Filumeno. Desconocemos si por muerte o depuesto por los arrianos, el caso es
que la diócesis de Cesarea volvió a quedar sin obispo. Eligió entonces Cirilo para esta
sede metropolitana a su sobrino Gelasio, un sacerdote recomendado por su ciencia, por la
pureza de la fe y también por su santidad. La elección no fue del agrado de los
arrianos, que con sus intrigas le depusieron, y el mismo Cirilo tuvo que salir de su
diócesis por tercera vez, camino del nuevo destierro, que duró once años (367-378) y
del que nada sabemos.
Con la subida de Graciano al trono del
Imperio, Cirilo pudo volver a su iglesia jerosolimitana, a finales del 378. Parece que
durante su ausencia se habían dado la cita en Jerusalén, con permisión, naturalmente,
de los obispos intrusos, todos los errores dogmáticos. El Santo encontró a sus fieles
excitados y divididos. A esta división había seguido una relajación grande en las
costumbres. En los ocho años que todavía permaneció al frente de su diócesis cumplió
con la misión de un gran pastor para devolver a su iglesia el antiguo fervor. La historia
nos dice que consiguió unir con la Iglesia católica los macedoníanos de Jerusalén y
que obtuvo asimismo la sumisión de cuatrocientos monjes partidarios de Paulino de
Antioquía. Murió en 386, a la edad de 70 ó 72 años, después de unos veintisiete de
episcopado y dieciséis de destierro. En 1882 fue declarado Doctor de la Iglesia.
Los dolores físicos de San Cirilo,
inherentes a un destierro de dieciséis años, se vieron todavía aumentados con
sufrimientos morales. Ya en sus días se polemizó en torno a su ortodoxia. Por sus
relaciones con el partido arriano de los homeousianos se le ha considerado arrianizante
por lo menos. Por otra parte, San Cirilo, en sus escritos, no habla ni una sola vez de
Arrio ni de los arrianos, no usa nunca la palabra omousios ni otros términos que
se prestaban a discusión.
Estos hechos ciertos han sido maliciados
por los adversarios del santo obispo. Lo que era en San Cirilo un acto de prudencia lo
convirtieron sus enemigos en motivo de escándalo. Si bien es cierto que San Cirilo
comunicó con los homeousianos, es todavía más seguro que nunca varió en su fe, que fue
la de la Iglesia de Roma. Porque quiso desde un principio el obispo jerosolimitano
observar la más estricta neutralidad entre los partidos, por eso evita toda palabra,
frase, fórmula que pueda enturbiar la convivencia o acrecentar la división. Un
temperamento suave como el suyo y un auditorio sencillo, como eran sus fieles, explica
satisfactoriamente que no utilizase nunca la palabra omousios; una catequesis dada
a quienes todavía no eran cristianos, no se prestaba ciertamente para altas discusiones
teológicas. Ante aquel auditorio hubiesen resultado cuestiones bizantinas. San Cirilo,
con gran espíritu sacerdotal, quería instruir y no polemizar. Ni dejemos de observar que
si sostuvo a los homeousianos fue en lucha con los homeos, que representaban la facción
intransigente de Arrio. También San Hilario de Poitiers les apoyó. Muchos de los
homeousianos en el fondo eran completamente ortodoxos.
Es indiscutible que sus enseñanzas son
de una ortodoxia incensurable y que, a pesar de que evita deliberadamente la palabra omousios,
combate, sin embargo, con decisión la doctrina de Arrio. En las obras del obispo
jerosolimitano la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía se halla más claramente
que en todos los Padres anteriores a él. Hermosa es también la insinuación que hace a
sus fieles de cómo han de acercarse a recibir la sagrada comunión. "Haced de
vuestra izquierda —les dice— como un trono en que se apoye la mano derecha, que
ha de recibir al rey. Santificad luego vuestros ojos con el contacto del cuerpo divino y
comulgad. No perdáis la menor partícula. Decidme: si os entregasen pajuelas de oro, ¿no
las guardaríais con el mayor cuidado? Pues más precioso que el oro y la pedrería son
las especies sacramentales." No deja de ser un gran mérito de San Cirilo de
Jerusalén haber expuesto unas enseñanzas tan claras, antes de que estuviesen en
circulación las obras de los grandes escritores eclesiásticos.
San Cirilo no es un teólogo como otros
escritores de su tiempo, es un catequista que enseña. No es original ni como pensador ni
como escritor, pero es un testimonio acreditado de la fe tradicional. Sus
"Catequesis" son eso: una exposición sencilla y popular de la fe cristiana. Su
mejor elogio es el odio de los arrianos. Los arrianos le odiaban porque veían en él un
enemigo temible. Por odio tuvo que salir tres veces desterrado de la ciudad santa y por
mantener sus creencias se vio obligado a recorrer las ciudades del Asia Menor, cual
peregrino errante que sufre por amor a Cristo. Pero al fin sus penas recogieron el
triunfo. Pocos años antes de su muerte pudo asistir al concilio ecuménico de
Constantinopla, que definía como verídicas las enseñanzas de San Cirilo y de otros
muchos obispos que, como él, habían sostenido una violenta lucha contra el arrianismo.
El sueño de San Cirilo de ver apaciguados los espíritus entraba en su fase inicial y
así entregaba su alma a Cristo, por quien tanto había sufrido.
URSICINO DOMÍNGUEZ DEL VAL, O. S. A.
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