(313-387)
VIDA
Jerusalén fue su sola patria: allí
nació, allí vivió, allí murió. Jerusalén todavía en ruinas en la época de su
infancia, a ella hace él alusión en sus escritos; y asistió a la restauración
por Constantino en el año 326 (Catequesis XII, 20; XIV, 5-9). Una vasta
cultura literaria y la aplicación al estudio de las Sagradas Escrituras ocuparon
su juventud. Muy pronto se inició en la vida monástica, si no ingresaron en un
monasterio, al menos entregándose al ascetismo. Fue ordenado sacerdote por
Máximo, a la sazón obispo de Jerusalén (¿345). ¿En qué condiciones fue su
sucesor tres años más tarde? Mientras que San Jerónimo habla de una cierta
colusión de Cirilo con Acacio de Cesarea y algunos otros obispos arrianos para
desautorizar a Máximo y substituirlo, Teodoreto por una parte y los obispos
Orientales por otra parte, en una carta al Papa Dámasco atestiguan que Cirilo,
“valiente defensor de la doctrina apostólica, mereció ser elegido a la
dignidad episcopal, y fue regularmente consagrado por los obispos de su
provincia”. Esta última explicación parece ser con mucho la más verosímil.
Lo cierto es que las primeras dificultades del
nuevo obispo de vinieron precisamente de Acacio de Cesarea. Cuestión de
jurisdicción primeramente y oficialmente: el obispo de Cesarea tenía el título
de metropolita; pero el concilio de Nicea había reconocido al obispo de
Jerusalén cierto derecho de precedencia y de inmunidad. Pretextos más o menos
fundados: se le reprochaba a Cirilo el haber venido, para remediar las
necesidades de los pobres en una época de hambre, vasos sagrados y ornamentos
que habían sido donados a la Iglesia por Constantino. En el fondo, cuestión
doctrinal, mucho más grave: Acacio tenía tendencias arrianas y rechazaba las
decisiones de Nicea. En virtud de su autoridad, el metropolita reunió un sínodo
de partidarios suyos e hizo deponer a Cirilo. Este apeló de la sentencia a un
Concilio verdadero e imparcial; pero mientras tanto tuvo que partir para el
exilio (año 358).
Honoríficamente recibido en Antioquía
primeramente, luego en Tarso, el proscrito llenó todavía una función
esencialmente episcopal: la predicación de la palabra de Dios. Luego, en el
concilio de Seleusia (año 359) pudo justificarse y volver a Jerusalén. Por poco
tiempo, porque desde el año siguiente Acacio tomó el desquite en el concilio de
Constantinopla, y Cirilo tuvo que emprender de nuevo el camino del exilio. No
pudo recuperar su sede a la muerte del emperador Constancio (año 362). Fue
entonces cuando el obispo de Antioquía le confió un joven convertido, el hijo
del sumo sacerdote de Dafné, a quien había que librar del furor de su padre.
Otro género de persecución: de Juliano el
Apóstata, los judíos pretendían reconstruir el templo de Jerusalén. Ateniéndose
a la predicción de Cristo de que de ese edificio no quedaría piedra sobre
piedra, Cirilo se opone al proyecto. Y ya se sabe con qué éxito.
A la muerte de Acacio, Cirilo intentó darle
por sucesor a su propio sobrino Gelasio, al que por lo demás recomendaban la
integridad de su Fe, su ciencia y su piedad. Pero el candidato, primeramente
descartado por el partido arriano tan poderoso en Cesarea, no pudo ser
reinstalado sino más tarde, y por lo demás vino a ser uno de los más robustos
campeones de la ortodoxia en Oriente. Todavía más, el emperador Valente puso de
nuevo en vigor los edictos de su predecesor Constancio, por lo cual Cirilo fue
de nuevo proscrito. Tercer destierro que duró once años (367-378.
Cuando después de la muerte de Valente y el
advenimiento de Graciano, volvió por fin el obispo a su diócesis, la encontró en
un estado lamentable.
Con la complicidad, al menos tácita, de los
intrusos que había usurpado la sede, todas las herejías se habían dado cita en
la Ciudad Santa: arrianos, mecedonianos, apolinaristas, etc. . . Y a la división
de los espíritus se agregaba la licencia de las costumbres. San Gregorio de Nisa,
encargado de visitar las iglesias de Palestina, con la intención de reformarlas,
confiesa que su misión fue entonces infructuosa.
Presente en el primer concilio de
Constantinopla, el segundo ecuménico (año 381), San Cirilo desempeñó en él un
papel importante y benéfico, puesto que en una carta al Papa Dámaso le rinden
los Padres este solemne homenaje: “El Obispo de la Iglesia de Jerusalén, la
madre de todas las Iglesias, es el venerado Cirilo, quien otrora fue ordenado
canónicamente por los obispos de su provincia y ha sostenido en diversos lugares
importantes combates contra los arrianos”.
Ayudado por Rufino y Melanina la anciana, el
santo obispo tuvo el gozo, durante sus últimos años, de recoger en el redil a
los macedonianos de Jerusalén, y luego a varios centenares de monjes extraviados
por Paulino de Antioquía. Murrio el I8 de marzo de 386. Fue proclamado Doctor
por León XIII en I883.
OBRAS
La principal obra de San Cirilo de Jerusalén
es la “Catequesis”, conjunto de veinticuatro instrucciones, de las que
cada una lleva el título particular indicando su objeto. Una “Procatequesis”,
o capítulo preliminar, subraya la grandeza del acto al que se preparan los
oyentes: la recepción del santo Bautismo. Luego, diez y ocho instrucciones se
dirigen “a los que aspiran a la luz”, los catecumenos que serán
bautizados en las siguientes fiestas de Pascua: cinco, sobre las virtudes
morales; trece sobre los Artículos de Símbolo. En fin, las últimas cinco
instrucciones, llamadas mistagógicas, están destinadas a los neófitos o nuevos
bautizados: conciernen a los sacramentos del bautismo, la confirmación y la
Eucaristía. De un estilo claro y sencillo, apropiado a los oyentes, evitando
términos abstractos de la teología, con un giro oratorio persuasivo, no dejan de
tener cierta negligencia en la forma, lo cual se debe sin duda a que no fueron
compuestas por el autor, sino predicadas y recogidas entonces por un taquígrafo
que las transcribió tal como las había oído.
Exposición general de las principales verdades
de la religión cristiana, las Catequesis son, en suma, una explicación del
Símbolo de Jerusalén a mediados del siglo IV: los dogmas sobre Dios, Jesucristo,
el Espíritu Santo y luego sobre el hombre, su naturaleza, su origen, su vida,
sus fines últimos. Durante su desarrollo se señalan, y luego se refutan, los
errores y las herejías que han surgido sobre cada punto particular: “Os
proporcionará armas contra el enemigo, os defenderá contra los herejes, los
judíos, los samaritanos, y los gentiles” (Procatequesis, I0).
Pronunciadas veinticinco años después del
concilio de Nicea, en una época en que el arrianismo estaba lejos de ser
extinguido, pronunciadas en la propia Jerusalén por el obispo de esta Iglesia
Madre, las “Catequesis constituyen uno de los monumentos más preciosos de la
antigüedad cristiana” (Bardenhewer, protestante: Los Padres de la
Iglesia).
Pero según el método que les conviene, los
protestantes han tratado de hacer suyo a San Cirilo, y mediante una exégesis
tendenciosa, de interpretar en el sentido de Lutero o de Calvino ciertos pasajes
de sus escritos, especialmente los relativos al Canon de los Libros Sagrados, a
la Biblia como regla de Fe, a la causalidad de los sacramentos, a la presencia
de Cristo en la Eucaristía, al Purgatorio, al culto de los santos y de las
reliquias, a la virginidad y al celibato eclesiástico, etc.
Por lo cual conviene presentar claramente el
pensamiento del Santo Doctor y compararlo con las definiciones dogmáticas de los
Concilios y la tradicional doctrina católica.
“Creemos en su solo Dios, Padre todopoderoso,
Creador del Cielo y de la Tierra, de todas las cosas visibles e invisibles; en
un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, engendrado del Padre y verdadero
Dios antes de todos los siglos, por el cual todo ha sido hecho; que se encarnó y
se hizo hombre, de la Virgen y del Espíritu Santo; que fue crucificado y
sepultado y resucitó al tercer ida y subió a los cielos y está sentado a la
derecha del Padre; que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; cuyo Reino
no tendrá fin.
“En un solo Espíritu Santo, Paráclito, que
habló por los profetas.
“Y en un solo Bautismo, para la remisión de
los pecados.
“Y en una sola Iglesia, santa, católica; en la
resurrección de la carne y en la vida eterna” (Texto reconstruido por Dom
Touttée).
Aparte de algunas variantes de detalle, ¿quién
no reconocería allí las verdades esenciales, y hasta en su terminología
corriente, del Símbolo de los Apóstoles, del de Nicea, y del de Constantinopla?
Y en los desenvolvimientos o explicaciones se encuentra siempre la misma
conformidad.
“Dos cosas son indispensables para el
servicio de Dios: la sana doctrina y las buenas obras” (Catequesis, IV, 2).
La Fe comprende dos grados: primeramente es el
asentimiento del espíritu a la Verdad revelada por Dios; en seguida es la
adhesión a Cristo que nos hace a su imagen y nos comunica de cierta manera su
poder: “Tened pues la Fe que tiene a Dios por objeto, a fin de obtener de El,
por añadidura, la Fe que opera los milagros” (Catequesis IV, 2). La fuente
de las verdades que se han de creer es la Sagrada Escritura inspirada por Dios
mismo, “jardín fértil en que el alma, como una abeja diligente, debe librar
la miel de la salvación y abrevar un conocimiento siempre más rico de los
misterios de la Fe” (Catequesis, IX, 3). Se necesita todavía conocer los
libros que contienen auténticamente la Palabra de Dios.
Por lo cual San Cirilo establece el canon
de los Libros Sagrados, según la versión de los Setenta que él tiene por
inspirada. Del Antiguo Testamento, veintidós libros, de los que doce son
históricos: el Pentateuco o cinco Libros de Moisés, los Jueces, Ruth, dos libros
de los Reyes, los Paralipómenos, Esdras, Esther; cinco libros poéticos: Job, los
Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares; cinco libros
proféticos: Isaías, Jeremías con Baruc, Ezequiel, Daniel; los doce pequeños
profetas. Del nuevo Testamento: los cuatro Evangelios, los Hechos de los
Apóstoles, las Siete Epístolas católicas y cuatro Epístolas de San Pablo.
“Que todo el resto se haga a un lado: lo que no se lee en las iglesias tampoco
lo leáis en particular. ¿Para qué fatigaros inútilmente leyendo los libros
controvertidos, puesto que ni siquiera conocéis los que son unánimemente
aceptados?” (Catequesis, IV).
Canon incompleto si se le compara con el que
ahora propone la Iglesia Católica; pero debemos recordar que a la mitad del
siglo IV la cuestión de los libros Deuterocanónicos no estaba todavía decidida.
Por lo demás, si San Cirilo desaconsejaba a sus fieles la lectura de estos
libros de segundo rango, no los desdeñaba totalmente, puesto que los cita en
diversas ocasiones. Por otra parte, sus mismas recomendaciones lo muestran
perfectamente dispuesto a admitirlos el día en que la Iglesia los reconozca como
auténticamente inspirados: “Aprended de la Iglesia cuáles son los libros
Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento. . . Estudiad únicamente aquellos
que la propia Iglesia lee con toda seguridad” (Catequesis, IV, 33, 35).
De la Sagrada Escritura es de donde están
tomados los Artículos del símbolo: “Cuando se trata de los divinos misterios
de la Fe no se debe proponer nada que no esté fundado en las Sagradas
Escrituras; si no, nos dejaríamos llevar por puras conjeturas, a construcciones
artificiales basadas sobre los razonamientos humanos y los sofismas”
(Catequesis, IV, I7). Pero por el temor de dejarse llevar a interpretaciones
arbitrarias de la Escritura, al Magisterio de la Iglesia es al que hay que
pedirle el verdadero sentido, y de ese Magisterio esperar la definición precisa
de las verdades que se han de creer (Catequesis, IV, 23, 33, 36).
Dios es incomprensible para todo espíritu
creado, aun para los Angeles del Cielo: únicamente las Tres Personas de la
Santísima Trinidad se conocen perfectamente. Sin embargo, “si mis ojos no
pueden abarcar el sol en toda su amplitud, ¿querrá esto decir que no puedo verlo
en la medida que basta a mis necesidades?” Ahora bien, la grandeza, la
belleza, el orden de las creaturas ¿no son reflejos del poder, de la sabiduría,
del esplendor del Creador? Por lo tanto la contemplación de sus obras nos da un
cierto conocimiento de Dios mismo (Catequesis, VI, 2; IX, 2).
Pero Dios se ha dignado hacerse conocer El
mismo, revelando que subsiste en una Trinidad de personas: Padre, Hijo y
Espíritu Santo. “No predicamos tres dioses. . . silencio a los marcionitas.
Nosotros predicamos un Dios único por el Hijo único , con el Espíritu Santo.
Indivisa es la Fe, indiviso el culto. Nosotros no admitimos en la Santísima
Trinidad ni separación, como Arrio, ni confusión, como Sabelio (Catequesis,
XVI, 24).
Creed en el Hijo de Dios, el Unico, Nuestro
Señor Jesucristo, Dios nacido de Dios. Porque siendo el Padre verdadero Dios,
engendra un Hijo a su semejanza, verdadero Dios El mismo” (Catequesis, VI,
7; VI, I, VII, 5). El Espíritu Santo participa en la divinidad por la misma
razón que el Padre y el Hijo (VI, 6). “El Padre da al Hijo, y el Hijo comunica
al Espíritu Santo” (XVI, 24). Están unidos inseparablemente, aunque distintos
personalmente; tanto en sus operaciones al exterior como en su vida íntima” (XVII,
5).
Si no pronuncia la palabra
“consubstancialidad”, demasiado sabia para su auditorio y a veces sujeta a
interpretaciones abusivas, San Cirilo enuncia claramente lo equivalente: “Un
solo Padre, un solo Hijo, un solo Espíritu Santo; distinto es el Padre, distinto
es el Hijo, distinto el Espíritu Santo; mas los Tres no dejan de poseer una sola
y misma divinidad” (XVII, 38). Indudablemente que las “apropiaciones”
están claramente señaladas: “El Padre crea por el Verbo, y el Espíritu santifica
lo que hace el Hijo” (XI, 2I). Pero esto es sin detrimento de la unidad de
naturaleza: “Son uno porque no hay entre ellos ni discordancia ni separación,
siendo las mismas las voluntades del Padre y las del Hijo; son uno porque las
obras del uno son las obras del otro; única es la acción productiva de todas las
cosas” (2XVI, 24). ¿Acaso no comenta el Concilio de Nicea en por de toda la
tradición patristica en términos análogos el texto de San Pablo: “Todas las
cosas son de El, por El, con El, esto es, del Padre que ordena, por el Hijo que
ajecuta, con el Espíritu Santo que acaba”? (Rom II, 36). Si al Padre se le llama
la “cabeza” del Hijo (XI, I4), es en el sentido de “principio” del cual
el Hijo lo tiene todo, en efecto, con la divinidad misma (XV, 25). Si se dice
que el Espíritu Santo “intercede” por nosotros a la manera de un simple
intermediario (Rom 8, 26), esto debe entenderse en realidad de las
inspiraciones divinas por las cuales santifica El las almas (XVI, I2, 25).
El Verbo eterno se hizo Hombre (XII, 3). Pero
no hay siempre sino un solo y mismo Verbo, un solo y mismo Cristo, a la vez Hijo
de Dios e Hijo de David, nacido eternamente del Padre, y de la Virgen en el
tiempo (XI, 5; XII, 4). Así María es “La Virgen Madre de Dios” y Jesús es
el Dios nacido de la Virgen (X, I9; XII, I). Y por lo tanto es ciertamente el
Hijo de Dios, Dios mismo, que ha sufrido, quien ha derramado su sangre, quien
murrio; pero todo esto lo sufrió en su humanidad, humanidad realísima y
completa, semejante a la nuestra (IV, 9), aunque privilegiada en su concepción
virginal, tal como lo había anunciado el Profeta Isaías y lo ha proclamado
siempre la Iglesia, contra sarcasmos de paganos y judíos (XII, 2, 2I).
“El Hijo de Dios descendió de los cielos a la
tierra a causa de nuestros pecados”, para curar los males de la humanidad
provenientes de la caída original y de la universal corrupción de los
descendientes de Adán (IV, 9; VII, 5-8). Estos males, en efecto, eran tales que
le era imposible al hombre ponerles remedio: solamente Jesús, siendo Dios, podía
rescatar al género humano; nuevo Adán, El podía reparar las ruinas causadas por
el primero. Ofreciéndose El mismo en rescate, reconcilia a los hombres con Dios
(XIII, 2): el pecado nos había hecho enemigos de Dios, y Dios había decretado la
pena de muerte contra los pecadores. Por lo tanto era necesario: o bien que
Dios, fiel a su palabra, hiciese perecer a todos los hombres, o bien que, usando
de clemencia, anulase la sentencia. Pero admirad la divina sabiduría que ha
sabido mantener el castigo y a la vez dar libre curso a su bondad. Cristo tomó
sobre Sí nuestros pecados y los llevó sobre la Cruz, a fin de que muriendo
nosotros al pecado por la muerte, pudiésemos revivir en la justicia. No era
cualquiera la Víctima que moría por nosotros: no era un cordero sin razón, no
era solamente un hombre, ni tampoco un ángel; era Dios hecho hombre. Grande era,
ciertamente, la iniquidad de los pecadores; pero cuándo más grande la justicia
de Aquel que murrio por ellos” (XXIII, 33).
Al motivo primordial de la Encarnación se
agregaban otros secundarios. Haciéndose hombre, el Verbo divino quedaría más al
alcance de sus semejantes, los humanos, para instruirlos con su palabra y con su
ejemplo. Perseguiría al demonio en su propio terreno y lo vencería con sus
propias armas; y a la idolatría, signo de la perversión humana, le opondría la
adoración del Hombre-Dios.
Los Angeles son espíritus, o bien, si tienen
un cuerpo, éste no es un cuerpo denso, sino sutil (XVI, I5); creados por Dios,
innumerables, sometidos a las Personas Divinas y especialmente al Espíritu Santo
para hacerlos instrumentos de la obra de santificación (X, I0; XV, 24).
Están agrupados en nueve coros: Angeles,
Arcángeles, Virtudes, Dominaciones, Principados, Potestades, Tronos, Querubines
y Serafines (XXIII, 6). Todos conocen a Dios, más no con una visión
comprensiva, sino en grados desiguales, según el orden al que pertenecen (VI, 6;
VII, II). Son los protectores de los hombres y se dedican a procurar su
salvación (XV, 24).
Algunos de ellos, en seguimiento de Satán, se
levantaron orgullosamente contra Dios. Irremediablemente endurecidos y
castigados, han venido a ser los demonios, espíritus pérfidos que después de
haber hecho caer al primer hombre se ceban astutamente en perder a los demás, y
a veces llegan a tomar “posesión” de los cuerpos tanto como de las almas (II, 3;
IV, I; XVI, I5). Pero los cristianos están prevenidos contra ellos mediante los
exorcismos y los sacramentos (XIII, 36; XIX, 2; XX, 3). “Nosotros ignoramos todo
lo que Dios ha perdonado a los Angeles” (II, I0). Expresión ambigua que
ciertamente no designa un perdón concedido a los demonios, puesto que en otro
pasaje se dice que han sido irrevocablemente castigados; quizá esta expresión
signifique que aun en ese castigo mismo Dios ha usado todavía de indulgencia; ¿o
bien que, viendo a varios de los ángeles vacilantes, les ofreció una gracia de
preservación?
Contra el paganismo y los errores maniqueo y
pitagórico, San Cirilo restablece la verdadera noción del hombre compuesto de
cuerpo y alma, “animal racional”, creado por Dios y hecho a su imagen y a su
semejanza (XII, 5). La imagen de Dios en el alma humana, idéntica en el hombre y
en la mujer, es la razón y la libertad; la semejanza de Dios es la comunicación
de Espíritu divino santificador (XVII, 2, I2).
El elemento esencial de la vida humana es el
libre albedrío, que le permite a cada quien regir su conducta y, en definitiva,
decidir de su suerte: facultad susceptible de ser influida ciertamente, tanto
para el mal como para el bien, pero no de ser constreñida.
Colocado, al ser creado, en el paraíso
terrestre, donde gozaba del doble privilegio de la inocencia y de la
inmortalidad (II, 4; IX, I5), en virtud de su desobediencia, gesto de enemistad
respeto de Dios, Adán fue despojado de esas ventajas; y a la vez las perdió para
toda la especie humana cuyo jefe era él (XIII, 2). Sin embargo, si ésta se veía
privada desde entonces de la semejanza con Dios, o sea, de la Gracia
Santificante, la naturaleza humana conservaba todavía la imagen de Dios, la
razón y la libertad (XIV, I0). Pero en todos los hombres, como en el primero, el
pecado es siempre una falla de la voluntad libre; y únicamente les son
imputables los pecados de los que personalmente son responsables (IV, I0).
Para reparar la ruina original, explicar todos
los pecados y restituirles a los hombres la participación divina vino el Hijo de
Dios a la tierra (XII, I5). “Jesucristo ha liberado a los que permanecían
cautivos bajo el yugo del pecado; ha rescatado a todo el género humano” (XIII,
I). Lo que Dios se propone es conducir a todos los hombres a la vida eterna:
¿acaso no ha multiplicado los accesos a elle? (VI, 28; XVI, 22; XVIII, 3I). “Sin
embargo, por libertad que sea, Dios no salva al hombre sin él, y de cada quien
espera una prueba de buena voluntad” (procatequesis I). “Porque si la
pluma y la flecha necesitan de una mano que las tome y las utilice, así
tambaleen la Gracia necesita almas de fe. . . Así es que purificad el vaso que
es vuestra alma, a fin de recibir una medida de Gracia más abundante” (I, 3, 5).
Fines últimos y escatológicos.
La muerte cierra con la vida terrena el
período de prueba, de arrepentimiento y de perdón. Más allá, la suerte de los
humanos está definitivamente fijada: los que han aprovechado la Gracia y hecho
el bien alaban a Dios para siempre; los que han desdeñado los beneficios divinos
y hechos el mal son castigados en el fuego eterno (II, I; XVIII, I4). Si después
de su muerte descendió Cristo a los infiernos, fue para librar a los justos que
allí esperaban: y su Ascensión abrió el Cielo, donde se juntan desde entonces,
en la sociedad de Patriarcas, Apóstoles, Mártires, todos los santos que gozan de
la presencia y de la amistad de Dios (XXIII, 9).
“Roguemos en seguida por los santos Padres
y los Obispos difuntos; luego por todos aquellos que han muerto entre nosotros;
de esta suerte les proporcionaremos un gran socorro. . . Porque si un rey
destierra a gentes que lo han ofendido, pero ve a los parientes y amigos de los
culpables tejer una corona y ofrecérsela en nombre de ellos ¿acaso no perdonará
la pena?” (XXIII, 9). No se pronuncia la palabra “Purgatorio”; pero está
claramente designada la cosa, el estado intermedio y transitorio en el que el
alma, sin ser definitivamente condenada y excluida, acaba de pagar la pena
debida al pecado, y queda digna de misericordia.
Los cuerpos resucitarán, como lo enseña la
Escritura. Que no se esgrima la imposibilidad de juntar los elementos del cuerpo
dispersos por la muerte y la corrupción. ¿Se embarazará la divina omnipotencia
con semejantes dificultades? ¿Acaso no se ve a menudo, en la naturaleza,
organismos destruidos en los que la vida reaparece súbitamente, más
resplandeciente que antes? Los cuerpos serán substancialmente los mismos que
durante la vida presente: solamente cambiarán sus propiedades, puesto que de
débiles y corruptibles que eran serán entonces vigorosos e inmortales. Pero su
suerte será análoga a la de las almas a las que pertenecen: los cuerpos de los
justos serán glorificados; los cuerpos de los condenados sufrirán, sin ser
consumidos, la mordedura del fuego eterno. ¿Acaso no conviene que el cuerpo,
instrumento del alma para el bien como para el mal, participe en su recompensa o
en su castigo? (IV, 3I; XV, I9; XVIII, 2-II).
Jesucristo volverá glorioso, tal como lo
anuncian los Evangelios y San Pablo. Precederán signos a este segundo
advenimiento, signos de los que algunos aparecen ya: impostura de los falsos
Cristos; lucha fratricidas, enfriamiento de la fe. El Anticristo vendrá cuando
el Imperio Romano se hunda. Entonces el fin del mundo estará próximo (XV, I2).
La Iglesia, como indica su nombre, es una
asamblea. Querría Ella reunir a todos los hombres (XVIII, 22-28). Esposa de
Cristo, es Ella la Madre de los rescatados, el redil en el que las ovejas están
al abrigo de los lobos. Católica, tiene la misión de enseñar a todos los pueblos
la verdad divina y de curar a todos los pecadores. En la persona de Pedro,
“Columna de base de la verdad”, dice San Pablo, la Iglesia ha recibido la
promesa de la indefectibilidad. ¿No es el propio Espíritu Santo su Doctor y su
Protector? (XVI, I9). Es Jerárquica: alrededor de Pedro, Príncipe de los
Apóstoles y predicador-corifeo de la Iglesia, que posee las llaves del reino de
los cielos, están los obispos, sucesores de los Apostoles, luego los sacerdotes
y los diáconos, ministros subalternos (XVIII, 35). Dispensadora de la verdad, la
Iglesia es por ese mismo hecho reguladora de las costumbres, porque “la Fe
sin las buenas obras no podría ser grata a Dios” (VI, 2).
A propósito de la fórmula de abjuración que
los catecumenos pronuncian antes del bautismo ----“Renuncio a Satanás, a
todas sus obras a todas sus pompas y a todo su culto”----, San Cirilo
escribe todo un Tratado de Moral General concerniente al pecado, su
naturaleza, su origen, su malicia y la penitencia, que es el medio de
obtener el perdón del pecado (IV, 24, 37; XIX, 4-8).
La Iglesia además prescribe o aprueba las
prácticas culturales o ascéticas: la continencia para el buen ejercicio de
las funciones sacerdotales (XII, 25); el estado de virginidad, superior
al del matrimonio (XIII, 34; XV, 23; XVI, I9); el culto de las reliquias
y de la cruz (IV, I0; XIII, 4; XVII, 30; XVIII, I6).
Dirigidas a quienes se preparaban para el
bautismo o acababan de recibirlo, las Catequesis contienen, aparte de la
doctrina católica de los Sacramentos, multitud de detalles sobre los ritos con
los que se les confería en el siglo IV.
El catecumenado comprendía una fase lejana,
una especie de postulantado en cuyo curso el deseo del interesado se cotejaba
con sus disposiciones para la vida cristiana; luego una fase próxima,
preparación inmediata e intensa, especie de retiro que coincidía generalmente
con la Cuaresma y se cerraba con el Bautismo en la vigilia pascual. Los temas
habituales de las instrucciones eran la sinceridad de la fe, la pureza de
intención, la oración, la penitencia, la docilidad a los exorcismos (Procath.,
4). Se les recomendaba a los ejercitantes el “confesar” todos sus
pecados: aunque esto no era en sentido estricto una acusación oral, al menos una
leal confesión ante Dios, a ejemplo del Rey David (I, 5; II, I2). Pero estaban
obligados a guardar secreto con las gentes de fuera, aun con otros catecúmenos:
esta era la disciplina del “arcano”, o sea que nada de lo que pasaba durante
esos idas de recogimiento debía revelarse (Procath, I2, VI, 29).
El Bautismo se llama también el “baño”
de la regeneración, en el agua pura y la Gracia del Espíritu Santo, doble
ablución apropiada para las dos partes del hombre: la una exterior y visible
para el cuerpo; la otra interior e invisible para el alma; abluciones unidas por
la palabra de vida, la invocación de la Santísima Trinidad.
Aunque San Juan Bautista fue el primero en
emplear este rito, quien verdaderamente instituyó el Bautismo es sin embargo
Jesucristo, porque sólo El bautiza en el Espíritu Santo y confiere al agua el
maravilloso poder de realizar la regeneración espiritual (III, 6, 9).
Regeneración, esto es, retorno del estado de pecado actual al estado de justicia
primitiva, porque todos los pecados son borrados, tanto el pecado original
contraído por descender de Adán como los pecados personalmente cometidos durante
la vida (III, I5). Remedio soberano que no contento con curar las heridas, hace
desaparecer aun las cicatrices (XIII, 20), este baño es a la vez un sepulcro y
una madre: el hombre viejo es allí enterrado, y el hombre nuevo ve allí la luz
(I, 4; III, I2-I5; XX, 4). El hombre nuevo no es solamente el hombre justificado
sino el hombre santificado: el perdón de los pecados no es sino una fase previa,
negativa, idéntica para todos: simultáneamente el bautizado es poseído y
transfigurado por el Espíritu Santo, que hace de él positivamente un hermano de
Cristo y un hijo adoptivo de Dios, y esto en proporción variable según el ardor
de su Fe (I, 5; III, 2, I3; XX, 6). Sin la Fe, el catecúmeno recibiría un
Bautismo válido, pero no fructífero. Sería bautizado por los hombres pero no por
el Espíritu, “como Simón Mago, que fue bautizado pero no iluminado” (Procath,
2, 4; Catequesis XVII, 36). En Fin, todo bautizado está marcado
con un sello sagrado, indeleble, que le da un rango en la Iglesia, cuerpo
místico de Cristo (I, 2, 3; 4; IV, I; XVI, 24; XVII, 35; XIX, 8). Es el
signo de la iniciación cristiana.
El Bautismo es necesario para la salvación:
es el carro que conduce al Cielo (Procath., I6). Solamente el bautismo de
sangre, o martirio, puede suplir el Bautismo de agua (III, 4, I0; XIII, 2I):
“Aunque hayáis practicado toda clase de buenas obras, si no recibís el sello
bautismal, no entraréis en el reino de los Cielos” (III, 4). Esto se dirige
sin embargo a los catecúmenos que instruidos de la necesidad del Bautismo tienen
además la posibilidad de recibirlo. En cuanto a quienes ignoran o que no pueden
recibirlo, la justificación se les concede en virtud de su rectitud, de su buena
fe, en la cual reside un deseo al menos implícito del Bautismo. ¿No fue
justificado el buen ladrón en la cruz en virtud de la sinceridad de su
arrepentimiento? Y el Centurión Cornelio “hombre justo, que poseía ya el
Espíritu Santo, recibió en seguida el Bautismo a fin de que, estando ya
regenerada su alma por la Fe, también su cuerpo tuviese parte en la Gracia por
medio del agua” (XIII, 3I). La Gracia bautismal se les ofrece a todos los seres
humanos sin distinción de edad ni raza (III, 2; XVII, 35). Pero el orador
precisa su ceremonial para los adultos que tiene a la vista. En el atrio del
bautisterio el catecúmeno se volvía primeramente hacia Occidente para pronunciar
una fórmula de renunciación a Satanás, luego hacia el Oriente para asegurar su
adhesión a Jesucristo en estos términos: “Creo en el Padre y en el Hijo y en
el Espíritu Santo, y en un Bautismo de penitencia” (XIX, 2). En el
bautisterio mismo, se despojaba de sus vestidos y recibía primeramente la unción
del aceite bendito; luego, después de una nueva profesión de Fe en las tres
divinas Personas, era sumergido tres veces en el agua de la piscina, mientras
que el ministro pronunciaba las palabras sacramentales (XX, 2). Los ministros
ordinarios del Bautismo son los obispos, los sacerdotes o simplemente los
diáconos. Poco importan la dignidad y la personalidad: “No os fijéis en el
hombre que está allí, sino pensad en el Espíritu Santo; porque esta no es una
Gracia que venga de los hombres: es un beneficio que desciende de Dios por
ministerio de ellos” (XVII, 25). Así es que el valor del Bautismo no depende
de ninguna manera de la calidad de quien lo administra. Consiguientemente jamás
podría reiterarse el Bautismo, salvo el caso en que un ministro hereje no
hubiese observado los ritos prescritos, porque entonces eso no sería sino un
vano simulacro y no un verdadero Bautismo (Procath. 7).
La “Crispación” que en esta época
seguía inmediatamente el Bautismo ¿será en el pensamiento de San Cirilo un
simple complemento sacramental de éste o al contrario un rito claramente
distinto, un verdadero sacramento con su naturaleza y sus efectos propios?
“Cuando salís de la sagrada pascina, habéis
recibido el Crisma, símbolo de aquel con que Jesucristo mismo fue ungido, esto
es, el Espíritu Santo” (XXI, I). Esta “Crispación” se anunciaba entre dos
Sacramentos claramente caracterizados, el Bautismo y la Eucaristía, y con el
mismo rango que ellos (XVIII, 33). “El Crisma místico” supone ya realizado el
efecto del “santo Bautismo”, a saber la regeneración espiritual (XX, 4).
Corresponde a la imposición de las manos hecha por San Pedro sobre los
cristianos bautizados por el diácono Felipe (XVI, 26). Así es que sus ministros
serían exclusivamente los obispos, sucesores de los Apóstoles.
Como el agua bautismal, el Crisma, ungüento
perfumado, no es un simple signo, sino un medio del que Cristo se sirve para
comunicarnos su vida divina, un verdadero instrumento que produce en nosotros
una efusión de dones del Espíritu Santo (XVIII, 33). Y la imposición de las
manos probablemente está comprendida en el hecho mismo de la “Crismación”
realizada por la mano (XIV, 25).
Primer efecto de este sacramento: así como
Jesucristo fue confirmado en su misión por la venida del Espíritu Santo al ser
bautizado, así también el cristiano, todavía imperfecto aunque ya bautizado en
Cristo, obtiene, gracias a esa nueva intervención del Espíritu Santo, la
plenitud de semejanza con Cristo (XVI, 20; XVII, I8); fortificado por la
presencia y la acción del Paráclito, se convierte en un soldado armado para la
defensa y la propagación de su Fe (II, 4; XVII, 37).
Segundo efecto: un sello sagrado e
imborrable, diferente del carácter bautismal, en la imagen de Cristo, signo a la
vez de su pertenencia a este Maestro y de que se obliga a su servicio (XVII,
36; XXI, 7).
En sus Catequesis del tiempo de Cuaresma, del
Santo Obispo prometía explicarles, después de Pascua, “los misterios del
Nuevo Testamento que se realizan en el altar” (XVIII, 33). Su curso sobre la
Eucaristía es el que corona su Catequesis (XXII, XXIII). Ilustrado su Tratado
con la lectura de un pasaje de I Cor II, 23 y ss., declara: “Por sí sola la
enseñanza del Apóstol que acabáis de oír basta para convenceros de la verdad de
los divinos misterios cuya recepción os ha hecho participantes del cuerpo y de
la sangre de Jesucristo. El mismo dijo sobre el pan: Esto es mi cuerpo. Por lo
tanto ¿quién osaría dudar de ello? Y sobre el vino: Esta es mi sangre. ¿Quién
podría negarlo?” Y después la citación de hechos y textos bíblicos en los
que ve figuras o anuncios velados de la Sagrada Eucaristía: “Lo que os he dado
recibidlo con toda seguridad como el cuerpo y la sangre de Cristo, porque es su
cuerpo el que os es dado bajo la figura del pan y es su sangre la que os es dada
bajo la figura del vino, a fin de que habiendo recibido el cuerpo y la sangre de
Cristo le estéis unidos en un mismo cuerpo y en una misma sangre. Así es como
extendiéndose su cuerpo y su sangre en nuestros miembros, venimos a ser
porta-Cristos, y según la palabra de San Pedro participantes de la naturaleza
divina. . . No veáis allí solamente pan y vino. Que sea el cuerpo y la sangre de
Cristo lo garantiza su palabra. Aunque los sentidos, aunque el gusto os enuncien
lo contrario, que la Fe os tranquilice y os proporcione la certeza de que el don
que os ha sido hecho es el cuerpo y la sangre de Cristo” (XXII, 3). Y los
simples consejos de atención y de veneración dados a los comulgantes confirman
en términos excelentes la creencia en la “presencia real”: “Haced de vuestra
mano izquierda como un trono que sostiene la derecha que debe recibir al Rey:
formad un hueco con esta mano, y el recibir el cuerpo de Cristo responded:
‘Amén’. Luego, después de haber santificado vuestos ojos mirando este santo
cuerpo, llevadlo a vuestra boca teniendo buen cuidado de que nada se pierda de
El. . . Si tuvierais en vuestras manos lentejuelas de oro ¿no las tendríais con
la mayor precaución? Cuándo mayor cuidado debéis poner en no permitir caer lo
que es incomparablemente más precioso que el oro y las piedras preciosas” (XXIII).
¿Cuál es el modelo de esa presencia real?
Claramente la transubstanciación: “En otro tiempo, en Caná, Jesucristo
cambió el agua en vino, substancia que tiene cierta analogía con sangre, ¿y no
creeremos nosotros en el cambio que El hace del vino en su sangre?” (XXII, 2).
“Hecha la invocación, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y el vino
en la sangre de Cristo” (XIX, 7). “Bajo la forma exterior del pan se os
ha dado el cuerpo mismo de Cristo” (XXII, 3). Y la forma del pan tiene un
valor simbólico: “Así como el pan es el alimento que conviene al cuerpo, así
el Verbo es el alimento que conviene al alma” (XXII, 5).
En último lugar, San Cirilo explica las
ceremonias principales de la Misa según la liturgia de Jerusalén en esa época,
que participa a la vez de la liturgia de San Santiago y de la liturgia de las
Constituciones Apostólicas: lavatorio de las manos, ósculo de paz; prefacio
precedido del “Sursum corda” y seguido del “Sanctus”, epiclesis o
invocación consagratoria; memento de los vivos y de los muertos; oración
dominical comentada frase por frase; comunión bajo las dos especies. Una
recomendación suprema es frecuentar la Santa Misa y mantenerse digno de ella
absteniéndose de todo pecado (XXIII). La noción de sacrificio es aquí muy
explícita y no solamente la conmemoración del sacrificio cumplido otrora sobre
el Calvario, sino de un sacrificio realmente actual: Después de haber
realizado el sacrificio espiritual, la inmolación incruenta, invocamos a Dios y
ofrecemos esta Víctima de propiciación rogándole por la paz de la Iglesia, por
la felicidad del mundo, por los emperadores, y en fin por cuantos tienen
necesidad de socorro. . . Todo esto: mientras la santa y adorable Víctima está
allí sobre el altar” (XXIII, 8, 9).
De la doctrina ciriliana sobre la Eucaristía
dijo once siglos después otro Doctor de la Iglesia, San Roberto Belarmino: “Está
expresada en términos tan apropiados y explícitos que si viviese en nuestra
época, San Cirilo de Jerusalén no podría hablar más claramente” (El
Sacramento de la Eucaristía, II, I3).
Aparte de sus Catequesis, las obras auténticas
de San Cirilo se reducen a dos integralmente conservadas y a algunos fragmentos
de escritos perdidos.
“La Homilía sobre el paralítico de la
piscina de Bethsaida”, después del relato del episodio referido en el
Evangelio de San Juan, muestra en Jesús al médico de almas y cuerpos a la vez.
“La carta al piadoso emperador Constancio”
refiere la aparición en el Cielo de una cruz luminosa el siete de mayo del
año 35I. El autor ve en este acontecimiento, que él relaciona con el encuentro
de la verdadera Cruz bajo el reinado de Constantino, un favor celestial de buen
augurio para la persona del emperador y para su reinado, pero también una
invitación más exigente a profesar y a defender la verdadera Fe.
Los fragmentos son los de dos homilías,
una sobre un milagro de Caná, la otra sobre estas palabras de Jesús:
“Me voy hacia mi Padre”. Además, varias alusiones de San Cirilo mismo en el
curso de sus Catequesis atestiguan que el Santo Obispo pronunció otros
muchisimos discursos, ora en Tarso durante su exilio, ora sobre todo en
Jerusalén misma, cada año quizá, con ocasión de las fiestas de Pascua, a nuevos
grupos de catecúmenos y de neófitos.
San Cirilo de Jerusalén ha sido juzgado de
diversas maneras por la Historia. Rufino lo acusa de haber variado en su fe y
más todavía en su comunión. San Epifanio lo presenta como un partidario de
Basilio de Ancira, arriano notario. San Jerónimo lo coloca entre los arrianos
que invadieron la sede de Jerusalén después de la muerte de San Máximo. Por el
contrario, Teodoreto, el historiador el Patriarcado de Antioquía, considera a
San Cirilo como “un ardiente defensor de la doctrina”; y los obispos
orientales reunidos en el Concilio de Constantinopla, en 382, en su carta al
Papa Dámaso alaban tanto la pureza de su fe como su celo en combatir a
los herejes.
Las “variaciones en su comunión”, esto es, sus
cambios de partido, se explican facilmente por las circunstancias del momento.
Joven diácono o simple sacerdote, Cirilo estaba evidentemente “en comunión” con
su obispo, en concreto San Máximo de Jerusalén. Ahora bien, éste se había dejado
arrastrar al Concilio de Tiro, que había depuesto a San Atanasio de Alejandría,
luego al Sínodo de Jerusalén, donde, gracias a una profesión de fe vaga y
ambigua, Arrio había arrancado una reintegración a la Iglesia. Por lo demás, San
Máximo no tardó en reconocer su error y en desaprobarlo, hasta reanudar
relaciones fraternales con el Patriarca de Alejandría; y San Cirilo lo siguió en
este camino.
Pacífico por temperamento, el nuevo obispo de
Jerusalén soportaba amargamente las rivalidades entre las diversas iglesias, en
las que veía materia de escándalo para los fieles (Catech. XV, 7); por lo
cual evitaba unirse a tal o cual partido> Pero esto no le impedía observar en lo
personal la más estricta ortodoxia.
Si su obra doctrinal no ofrece la misma
riqueza y la misma originalidad que la de varios Doctores y Padres que son casi
sus contemporáneos, su mérito, en la exposición familiar del dogma, es presentar
a la posteridad el estado de la Fe y de la vida cristiana en el siglo IV de la
Iglesia. La Iglesia se lo agradece y pide a sus fieles que también ellos se lo
reconozcan al Santo Doctor: “Escribió sus maravillosas Catequesis, en las
cuales, abarcando, amplia y claramente, toda la doctrina eclesiástica, defiende
todos los dogmas de la religión contra los enemigos de la Fe. Y los explica en
términos tan claros y tan preciosos que ha refutado no solamente las herejías
que había en su tiempo, sino las de los siglos futuros, como si las hubiese
presentido, especialmente en lo que se refieren a la presencia real del cuerpo y
la sangre de Cristo en el admirable Sacramento de la Eucaristía” (Breviario,
I8 de Marzo, IV Lección).
BIBLIOGRAFIA
Tillemont. Mémoire ecclésiastique, T. VIII.
Cellier. Histoire générales des auteurs sacrés,
T. V.
G. Delacroix, S. Cyrille de Jérusalem, sa vie
et ses ocuvres.
J. Lebon. S. Cyrille de Jérusalem et sa
position doctrinale dans les luttes provoquées par Farrianisme R.H.E., 1924.
A. Puech. Hitoire de la Littérature grecque
chrétienne.
W. J. Swaans. A propos des Catéchèses
mystagogiques attribuées a S. Cyrille de Jérusalem, Muscon LV, 1942.
D.T.C. T. III, col. 2527-2577.
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