La
familia humana se ve con frecuencia afligida por desgracias colectivas y
siempre queda sorprendida por su carácter repentino, su amplitud, su
determinismo ciego. El eco de este sufrimiento resuena en toda la
Biblia: guerra, hambres, diluvio, tormentas, fuego, en fermedad, muerte.
Al hombre que no puede contentarse con dar a estos fenómenos una
explicación natural, le revelan los apocalipsis su dimensión misteriosa,
y así revelan el hombre a él mismo.
1. La calamidad en el designio de Dios.
Tanto en profundidad como en superficie es la calamidad un
desequilibrio. Emparentada con el castigo, en cuanto que en último
término proviene del pecado del hombre, se distingu sin embargo, de él
porque afecta a la creación entera y porque manifiesta más claramente el
rostro de Satán, al que el mundo está sometido durante el tiempo de la
prueba (Job 1,12; Mt 24,22). La calamidad es un “golpe” (naga`, golpear)
colectivo, que manifiesta hasta qué punto el pecado está en acción en la
historia humana (Ap 6; 8, 6-11,19).
Guerra, hambre, peste, muerte: el Apocalipsis no presenta estas plagas
como un mero componente del tiempo. En efecto, si por sus relaciones
literarias nos remontamos a los apocalipsis anteriores, nos encontramos
con una corriente que, desde los últimos libros del judaísmo (Sab 10-19;
Dan 9,24-27; 12,1), pasando por los salmos (Sal 78; 105) y los profetas
(Ez 14; 21; 38; Is 24; Sof 1,2s), llega hasta a las plagas de Egipto (Éx
7,10). Entonces aparece claro el sentido de la calamidad: es una pieza
del gran juicio que constituye la pascua. La liberación escatológica que
vivimos está figurada en la liberación de la primera pascua y del primer
éxodo.
La
calamidad revela su secreto si se la considera a esta luz pascual: el
momento en que triunfa en ella el poder de muerte del pecado señala el
comienzo de su derrota y dela victoria de Cristo. Por parte del amor de
Dios que actúa en la cruz, la calamidad cambia de sentido (Rom 8.31-39;
Ap 7,3; 10,7). 2. El hombre ante la calamidad. Si la calamidad es tal,
la actitud del hombre debe ser una mirada de verdad. No debe blasfemar
(Ap 16,9) ni volverse hacia algún ídolo que le libre de ella (2Re
1,2-17; Is 44,17; 47,13). Debe reconocer en ella un signo del tiempo (Lc
12,54ss), la expresión de su esclavitud del pecado y el anuncio de la
visita muy próxima del Salvador (Mt 24,33). La calamidad, anticipación
del día de Yahveh, es un ultimátum con miras a la conversión (Ap 9,20s),
una invitación a velar (Mt 24,44). Pero sobre todo es el comienzo de
nuestra liberación total: “Cuando estas cosas comenzaren a suceder,
cobrad ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra re
dención” (Lc 21,28).
En
esta misma línea escatológica es normal que la calamidad acompañe al
desenvolvimiento de la palabra en el mundo (Ap 11,1-13), puesto que
traduce a su manera el desenvolvimiento paralelo del misterio del
anticristo. Pero sobre todo debe ser vivida por el cristiano en la
certeza de que es amado (Lc 21,8-9) y en el poder de Cristo (2Cor 12,9).
El estado de ánimo propiamente es catológico que debe mantener en
nosotros la calamidad, es entonces el de la espera; la calamidad, en
efecto, es indicio del alumbramiento de un mundo nuevo y del trabajo del
espíritu, que encamina la crea ción entera hacia la redención total (Mt
24,6ss; Rom 8,19-23).
JEAN
CORBON
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