I.
Concepto e importancia
Dentro
de la epistemología y metodología teológica se reflexiona sobre la categoría
y grado de certeza de una tesis teológica y se describe su posición por su
relación con la revelación, esto es, es calificada positivamente con notas
determinadas y negativamente con censuras.
En
el supuesto de que las c. t. no hayan de considerarse de manera puramente
positivista, su sentido e importancia sólo podrá mostrarse dentro de una
hermenéutica eclesiástica que por un lado haga posible la inteligencia de
documentos eclesiásticos y de textos teológicos, y, por otro, ponga de
manifiesto el proceso de inteligencia, de interpretación y de aplicación en la
Iglesia y por la Iglesia.
Desde
ahí se aclara ya la denominación de calificaciones «teológicas», la cual
indica que el método de calificar es (o debiera ser) un procedimiento de la
teología. Pero eso no ha de entenderse como una calificación de la teología
por factores extrateológicos (p. ej., de política eclesiástica), ni (con una
pretensión universal falsamente entendida) como la calificación de
conocimientos o ideas no teológicos por la teología.
Aquí,
sin embargo, hay que entender la teología, no en el sentido estrictamente
escolar, sino como un proceso de conciencia de la Iglesia entera y como un
esfuerzo de reflexión sobre ese proceso. En este sentido, las c. constituyen
una orientación imprescindible en el diálogo dentro de la Iglesia y en el
diálogo de la Iglesia católica con las otras Iglesias, así como en el de las
Iglesias cristianas con el mundo no cristiano. Las c. sirven para entender la
importancia que haya de atribuirse a las declaraciones de la Iglesia y de su
--> magisterio y a las tesis de la teología. Como orientación en el
diálogo se entiende en particular la gradación de las notas y censuras. De
todos modos, las designaciones fide divina (et catholica) que se
presentan con la autoridad del magisterio eclesiástico, y su correlativa
«herejía», aparecen como una ruptura del diálogo; porque aquí nos sale al
paso la inexorabilidad del kerygma y del dogma, y el diálogo intraeclesiástico
está superado por el diálogo desigual del Dios que se revela con el hombre.
Sin embargo, hay que recordar que el encuentro de Dios con los hombres a la
manera humana incluye la accesibilidad de la palabra de Dios en la palabra
humana o, más precisamente, en el diálogo cohumano y teológico dentro de la
Iglesia que cree y entiende. A ello corresponde que, aun después de la
proposición solemne de un dogma, prosiga en la Iglesia el proceso de
intelección e interpretación, y después de la desaparición de una falsa
doctrina y del cese de la comunión (anatema, excomunión), la verdad oculta en
el error o por él provocada sigue operando e influye sobre la evolución
doctrinal de la Iglesia (cf. la interpretación de 1 Cor 11, 19).
Así
habrá que estimar la significación de las c. bajo el aspecto del propter
nos homines, de la palabra para los hombres, y de la esencialidad de la
comunidad humana, de la Iglesia socialmente constituida (necesidad de
entenderse, regulación del lenguaje) y de la historicidad (como necesidad y
límite de una c. t. en conformidad con la situación).
II.
Las calificaciones y censuras tradicionales
1.
Tiempo de aparición e historicidad
Las
c. y censuras particulares están marcadas por su lugar histórico, como lo
está también la manera de calificar. Cabalmente en el grado más alto de las
c., en la definición de un dogma (y en la condenación de una herejía), se ve
claro que la Iglesia ha respondido siempre con c. a las provocaciones que ha
sufrido en la historia, ora por la herejía, ora por la polémica
intensa en la teología. El tiempo de origen confiere a la c. su forma
histórica y su peculiar condicionamiento, que entraña para tiempos posteriores
una pesada tarea de intelección y distinción. Las c. inferiores (p. ej., haeresim
sapiens) llevan aún más claramente las huellas de escuelas teológicas y
el colorido de angustias y tribulaciones específicas de un tiempo. Atención
merecen además las implicaciones políticas de una c.; a veces, estas c.
estuvieron también al servicio de la unidad de la fe en sentido lato de la
disciplina eclesiástica y hasta de la unidad política del imperio. Así,
incluso ciertas declaraciones dogmáticas contienen «regulaciones de lenguaje
dentro de la Iglesia» (W. Kasper), y en particular en formulaciones de la edad
media se presupone un concepto amplio de lides y haeresis (A. Lang), el
cual tiende á la unidad completa de la disciplina confesional. Aun en los
escritos simbólicos protestantes (formula concordiae) es innegable esta
orientación. Consecuentemente, en tiempos en que los intereses políticos pasan
a segundo término en la confesión cristiana (Iglesia primitiva,
secularización actual), aparece una orientación concentrada en la declaración
de fe como tal, es decir, negativamente, en el repudio de la herejía y,
positivamente, en el problema de la predicación adecuada a la época.
2.
Fases de la historia
No
la diferenciación en las c. y censuras, sino el esfuerzo por la verdadera fe y
la doctrina ortodoxa, así como la correspondiente condenación de una posición
con el «anatema» de la Iglesia (generalmente reunida en un sínodo), es lo
peculiar de los principios del cristianismo y en gran parte del primer milenio
de su historia. Ya Pablo conoce el «anatema» contra la predicación de «otro
evangelio» (Gál 1, 8). En cambio, Mt 18, 17 no habla
específicamente de una censura doctrinal. Más importantes aparecen en la
sagrada Escritura la repulsa indirecta a la herejía por la elección y forma de
los «logia» transmitidos (Sitx im Leben) y la polémica con grupos
sectarios en las cartas (p. ej., 1 Jn 2, 22; 4, 2s). Las cartas
pastorales se esfuerzan expresamente por conservar la herencia apostólica (1
Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14) y por el cuidado de la «sana doctrina»
(1 Tim 1, 10; 2 Tim 1, 13; 4, 3; Tit
1, 9; 2, 1; cf. 1 Tim 4, 6 13 16; 6, 1 3; Tit 2, 7s). En
los primeros siglos se condenaba, consiguientemente, la herejía y la apostasía
total de la fe. Los grandes concilios condujeron, en las controversias
cristológicas y trinitarias, a una descripción diferenciada de la ortodoxia
católica y ofrecieron así un aparato conceptual especializado (malentendido,
sin embargo, a menudo) para destacar o descartar una posición herética. Sin
embargo, hasta la alta edad media no puede decirse con seguridad que tales notas
y censuras tengan un sentido estricto, aun cuando ocasionalmente se encuentren
también indicios de c. «menores» (p. ej., en Tomás de Aquino, Contra
Errores Graecorum, Prooemium [Opuscula theologica, Vol. i, n .o 1029]: «non
recte sonat»). La técnica diferenciada de calificaciones se hizo posible en
virtud de la filosofía escolástica y se formó desde 1270 (la lista de
censuras más antigua que conservamos procede del año 1314; y la interpretación
más antigua de notas teológicas que nos es conocida se debe a Guillermo de
Ockham). En los s. xiv y xv, la universidad de París (posteriormente también
las de Lovaina y de Colonia) ejerció un derecho reconocido de censura, el cual
influyó de manera decisiva sobre medidas episcopales, papales y conciliares
(¡Constanza!) y muestra a la vez hasta qué punto una teología
institucionalizada y respetada configura la enseñanza de la Iglesia.
La
disgregación de la teología escolástica en la baja edad media y la
pululación de nuevas herejías dio ocasión frecuentemente a censuras
acumuladas: concilio de Constanza contra Wiclef y Hus (DS 1151-1195;
1201-1230), Martín v, Bula Inter Cunctas (DS 124~-1279, especialmente
1251).
Particular
importancia cobró la bula Exsurge Domine (DS 1451-1492, en
particular 1492), que según recientes estudios no interpreta
acertadamente a Lutero. El concilio tridentino se proponía resaltar la lides
catholica, no las opiniones o sentencias teológicas. En la época
siguiente, el magisterio aplicó diversas censuras contra Bayo y Jansenio (Ds 1980-2006),
contra el --> jansenismo y el -> quietismo (cf. DS 2269, 2332,
2390), en la bula Unigenitus desplegó contra P. Quesnel una técnica
global de censuras y en la Auctorem fidei puso en juego (DS 2600-2700)
una técnica detallada de c. A veces, en interés «de la paz y de la
caridad» (a la postre también de la
libertad), los papas prohibieron que se censuraran mutuamente las tendencias
teológicas en pugna (cf. DS 2167, 2510). En los s. xvIII y xix el magisterio se
manifestó cada vez más en forma de -> encíclicas (comienzo de las
encíclicas modernas desde 1740), y en forma de -> censura de libros (Indice)
y de respuestas (responsa) de la «Congregatio S. Officii». En síntesis
puede decirse que «el magisterio no ha poseído nunca una lista de censuras o
c. oficialmente reconocida, sino que sigue más bien, aunque con reserva, el uso
de los teólogos» (A. Kolping: LThKz vIII, 916). Pero, dentro de la teología,
precisamente los teólogos postridentinos muestran una tendencia a la
estructuración y precisión de las notas y censuras. M. Cano, F. Suárez, A. de
Castro, J. de Lugo y la escuela de Salamanca ocupan en este punto un puesto
eminente (Cf. J. Cahill).
La
-> teología controversista católica (Veronius, Holden y otros) trató de
deslindar con la mayor claridad posible la doctrina esencial de la fe a
diferencia de las opiniones teológicas (a veces desconociendo la esencial
historicidad de las ideas dogmáticas), para fijar en fórmulas la posición
protestante y servir a la postre a la unión. A comienzos del s. xvtii aparecen
exposiciones sistemáticas de.las c. y censuras: Antonius Sessa (Panormitanus)
cita, en 1709, un total de 69 c.; otros sistemáticos fueron C.L. Montaigne, Ch.
Du Plessis d'Argentré, D. Viva, J. Gautier, H. Tournely. La época de la
ilustración trató de distinguir el dogma esencial de lo «accesorio» y, sobre
todo, de las conclusiones escolásticas. Mientras la primera mitad del s. xix
(escuela de -> Tubinga) consagró escaso interés a las c. menores, y puso en
cambio de relieve el dogma y su evolución, así como, en el diálogo con el
protestantismo, la doctrina «simbólica» de la Iglesia (J.A. Mtihler, Symbolik);
la -> neoscolástica (en -> escolástica) trajo una minuciosa
diferenciación en las c. y censuras particulares: J. Kleutgen, C. Schrader, J.B.
Heinrich, J.B. Franzelin, H. Hurter, J. Perrone. Un punto culminante en el campo
sistemático significa M.J. Scheeben. Junto con las instrucciones del CIC (cc.
247, 1395-1405), ocupan posición importante en el s. xx hasta el concilio
Vaticano ii los libros manuales de dogmática y apologética o teología
fundamental.
3.
Síntesis de las calificaciones más
frecuentes
La
enumeración, división y estimación de las c. y censuras particulares oscilan
en los diversos autores. Por eso, a continuación sólo citaremos algunos
modelos.
a)
H. Quilliet (DThC) y G. Marsot (Catholicisme)
distinguen las censuras desde los siguientes
puntos de vista (de modo análogo debiera
hacerse en las c. positivas): 1º, respecto de la verdad de la revelación: haeresis, haeresi proxima, error, propositio
temeraria;
2º, bajo el aspecto de la
forma, p. ej.: piis auribus
offensiva; 3º, desde el punto de vista del
efecto, p. ej.: scandalosa, blasphemica.
Es de notar que censuras de la
categoría 1ª pueden de todo punto usarse
también respecto de la forma (categoría 2ª).
b)
Más amplia aparece la división de A.
Lang (Fundamentaltheologie, t. ii, [Mn 41968],
p. 260), quien, por una parte, según la
cualidad de la certeza distingue: 1 ° verdades formalmente reveladas; 2 °,
verdades virtualmente reveladas (2); 3 °,
«campo indirecto» de la enseñanza eclesiástica; y, por otra
parte, en cada estadio cualitativo introduce una nueva distinción según el
grado de certeza: solemnemente definido por
la Iglesia; afirmado por el magisterio
ordinario o por la conciencia creyente de
la Iglesia; defendido por la ciencia teológica; no plenamente claro o seguro.
Esto conduce a los siguientes grados de certeza (censuras). En la primera
modalidad cualitativa: veritas de fide
definita (haeresis manifesta); veritas de fide (haeresis);
veritas fidei proxima (haeresi proxima);
secundum sententiam probabilissimam, probabiliorem, probabilem, secundum opinionem
communem, verissimiliorem, verissimilem: de fide. En
la segunda cualidad de la certeza: veritas
catholica definita (error circa fidem);
veritas catholica (error); sententia theologice certa (theologice erronea); secundum
sententiam probabilissimam, etc.: veritas
catholica. En la tercera cualidad de la
certeza: veritas de fide ecclesiastica
definita (propositio reprobata); veritas de
fide ecclesiastica (propositio falsa); sententia certa (falsa);
secundum sententiam probabilissimam, etc.:
de fide ecclesiastica.
c)
Cada vez se destaca más claramente en la teología reciente la distinción
entre infalible (--> infalibilidad) y no infalible (censura de la herejía a
diferencia de otras censuras), distinción
que siempre fue reconocida, aun cuando a veces se extiende al máximo y otras
veces se reduce al mínimo el ámbito de lo definido. Con relación a las demás
c., cada vez se tiene conciencia más clara de su inferioridad respecto de la
verdad infalible de fe (y de la herejía). Dentro de las c. no infalibles se
hace un deslinde entre las c. auténticas de los órganos del magisterio
eclesiástico y las delaraciones teológicas.
Juntamente
con estas distinciones, como punto de orientación para las c. tradicionales se
toman las declaraciones oficiales de la Iglesia reunidas en el DS (cf. Index
systematicus, H 1 d) y los clásicos de la teología postridentina o de la
neoscolástica.
4.
Personas competentes, forma y obligatoriedad
a)
Las personas competentes para imponer
c. y censuras obligatorias son las que tienen en cada caso jurisdicción en el
fuero externo. Así, pues, los órganos supremos (y exclusivos en lo relativo a
la infalibilidad) para las c. y censuras son el papa y el concilio ecuménico.
Una competencia limitada se reconoce a las congregaciones romanas, a los
concilios provinciales (conferencias episcopales), a los obispos particulares y
a los superiores mayores de órdenes religiosas. Al pueblo de Dios en su
totalidad se le encomienda el cuidado de la recta fe. Una responsabilidad
particular y a la vez una aptitud particular para imponer c. - con una
obligatoriedad no jurisdiccional, sino «técnica» -compete a los teólogos
(edad media: universidad de París), los cuales a menudo influyen con su consejo
en el Magisterio.
b)
Las c. y censuras pueden imponerse en
forma individual (a una proposición una sola c.) o cumulativa (una
.proposición con varias censuras) o global (varias proposiciones y al final una
o varias censuras). Pueden también referirse al sentido literal de una tesis (sicut
iacent) o la intención del autor (in sensu ab autoribus o assertoribus
intento). Juntamente se daba la posibilidad de condenar una obra determinada
(fndice) o la obra total de un autor y con ello, a la postre, su concepción
teológica.
c)
Obligan como proposiciones infalibles las definidas por un concilio unido con el
papa, o por el papa cuando habla ex cathedra en materias de fe (->
infalibilidad). Las c. auténticas (pero no infalibles) exigen la «obediencia
religiosa de la voluntad y del entendimiento» (Lumen gentium, n .o 25).
Otras c. dadas por los teólogos tienen el peso de la autoridad técnica y de la
«doctrina dominante».
III.
Nuevas cuestiones; nuevas calificaciones
La
visión general de las c. tradicionales ha puesto
a la vez de manifiesto sus límites (sobre todo en la aplicación de censuras,
en ocasiones precipitada o errónea). Estos
límites aparecen claros sobre todo si intentamos catalogar
la compleja realidad eclesiástica y teológica
de hoy. El concilio Vaticano ii no sólo se
ha servido de un lenguaje multiforme y ha
planteado cuestiones nuevas por su contenido,
que no se encuentran en anteriores documentos
del magisterio, sino que, además, los
textos conciliares constituyen un problema en la cuestión de su obligatoriedad
y de su calificación misma. Fiel al deseo
del papa Juan xxiii, el Concilio no
pronunció ninguna definición solemne.
Recuerda solamente las reglas conocidas de
interpretación y hace notar que, en este concilio, sólo es definición
obligatoria «aquello que él mismo declara claramente como tal» (Lumen
gentium, Notificationes, cf.
n° 25). Por lo demás, cuando no se trate
simplemente de una apropiación de anteriores definiciones o de verdades
inmediatamente cognoscibles por la Escritura misma, que, por tanto, son de fide divina,
en
cada contexto, incluso en las constituciones dogmáticas sobre la Iglesia y
sobre la revelación, podrán reconocerse
las doctrinas propuestas con una autoridad
que pretende obligar en conciencia.
También las designaciones constitutio, decretum, declaratio ofrecen un
indicio externo sobre el rango y la obligatoriedad de la doctrina. Por su nombre
e importancia tiene un sentido peculiar una constitución pastoral, que, según
K. Rahner, no se sitúa en el terreno de la
doctrina (deducida), sino en el de las concretas « instrucciones»
carismáticas para la Iglesia.
Algunas
encíclicas, que han aparecido después del concilio Vaticano II (Mysterium
fidei, Populorum progressio, Humanae vitae), han promovido de nuevo la
reflexión sobre el valor de las encíclicas. En principio no se discute la
posibilidad fundamental de que, bajo las condiciones conocidas por el magisterio
y por la teología y supuesta la formulación
correspondiente, pueda darse una decisión infalible ex cathedra en una -->
encíclica. Sin embargo, también aquí se saca claramente la consecuencia: lo
que no es infalible, puede ser falible y es reformable. Pero se reconoce que se
trata de declaraciones oficiales auténticas que todo creyente católico debe
tomar en serio y aceptar con respeto, aunque la aceptación vaya acompañada de
una discusión a fondo. La Carta de los obispos alemanes a todos los que han
recibido de la Iglesia el encargo de la predicación (1967), considera la
posibilidad de error «en manifestaciones doctrinales no definidas de la
Iglesia, las cuales a su vez pueden obligar en grado muy diverso» (n .o 18), y
declara: «Para salvaguardar la verdadera y última sustancia de la fe, aun con
peligro de un error en particular, la Iglesia tiene que pronunciar instrucciones
doctrinales, que poseen determinado grado de obligatoriedad y, sin embargo, por
no ser definiciones de fe, llevan consigo cierto carácter provisional, que
llega hasta la posibilidad de error» (¡bid.).
Así
pudiera también admitirse que, en las posiciones del magisterio eclesiástico
sobre comportamientos prácticos de orden moral, el concepto de «magisterio»
ha de tomarse en un sentido lato, no específico, es decir, que en muchos casos
no se trata de doctrina «en materias de costumbres», sino de paréntesis, de
exhortación pastoral del papa y de los obispos en su responsabilidad como
pastores del pueblo de Dios. Particularmente en cuestiones concretas de ética
social, ciertamente la Iglesia afirmará y censurará la diferencia abisal entre
los estados sociales existentes y la meta que nos es conocida por el evangelio
(E. Schillebeeckx); y así aspirará a la unidad en la determinación de lo
negativo, de lo que no debe ser. Pero en las instrucciones particulares sólo
podrá dar pautas contingentes, sacadas del diálogo con las ciencias profanas;
y, por tanto, se acreditará preferentemente, en términos de J.B. Metz, como
«institución crítica frente a la sociedad» (teología --> política).
Juntamente
se discute hoy de nuevo la cuestión sobre la c. de documentos doctrinales
auténticos (catecismos), que proceden de una autoridad parcial eclesiástica,
tanto en su categoría dentro de la región correspondiente (provincia
eclesiástica, etc.), como fuera de la misma y en la Iglesia universal.
IV.
Problemas sistemáticos
1.
La f e de la Iglesia universal
Hoy
más que nunca, las c. deben pensarse y pronunciarse
con miras a la Iglesia universal y a su fe (es decir, con miras por de pronto
a toda la Iglesia católica, pero también a
las Iglesias separadas). Ello tiene primeramente su razón teológica en la
doctrina sobre el -> pueblo de Dios, que
tomado en su totalidad es Iglesia, y cuyo
«sentido de la fe» constituye un factor
decisivo en el conocimiento dogmático.
«Con este sentido de la fe, que el
Espíritu de verdad suscita y mantiene, el
pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para
siempre a los santos (Jds 3 ), penetra más profundamente
en ella con juicio certero y le da más
plena aplicación en la vida, guiado en
todo por el sagrado magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de
hombres, sino la verdadera palabra de Dios
(cf. 1 Tes 2, 13; Lumen gentium, n°
12). Si este sentido de la fe del pueblo de
Dios, de que están también dotados los laicos
(cf. ¡bid., n .o 35), desempeña tan gran papel
incluso para lograr la c. más alta, la c. de
fide, síguese que todo el pueblo de
Dios participa (o debe participar) con mayor
razón en el proceso del conocimiento teológico
no infalible y en el logro de la recta
calificación teológica. La realización de esa
comunidad creyente está posibilitada por los
modernos medios de comunicación y por la
expansión, aneja a ellos, de la formación teológica.
Y precisamente en esta situación las c.
sirven para mostrar la identidad de la fe
en el cambio de sus formulaciones. Así, pues,
las c. deben servir, en su cúspide dogmática, para que nazca y se manifieste
con seguridad el consensus fidelium; un
consentimiento que, sostenido por una fe personal, sólo
puede nacer de la libertad de conciencia, y
no puede consistir, hoy menos que nunca, en una, fórmula impuesta de manera puramente
externa. Por eso, el campo teológico, en el cual se articula la identidad de
la fe, puede y debe ser extenso y plurifacético.
2.
El pluralismo en la teología
Por
razón de la actualidad de la predicación, es decir, en interés de la
inteligencia de la revelación entre
hombres y sociedades humanas de hoy, muy distintos en su contextura espiritual,
si la teología no quiere caer en un positivismo dogmático o en un biblicismo
igualmente positivista, no puede renunciar al esfuerzo de la expresión en la
pluralidad de lenguas y mentalidades de hoy. Este necesario «filosofar en la
teología» (K. Rahner, --> filosofía y teología), que por una parte
facilita la intelección de la fe en un determinado contexto cultural
(filosofía, ciencias especiales, mentalidad precientífica), a la vez dificulta
irremediablemente la inteligencia precisamente de estas teologías múltiples.
El mandato de comunicar la revelación dificulta hoy la posibilidad de comunicar
la inteligencia de la revelación. Y, paralelamente, se reduce también la
posibilidad de examinar adecuadamente en su ortodoxia las tesis de otra escuela,
es decir la posibilidad de calificarlas teológicamente.
De
ahí resulta la necesidad de que una c. sólo sea pronunciada como fruto de un
diálogo entre las escuelas y tendencias, sostenido por el amor a la fe una y
por la correspondiente voluntad de entenderse. A este propósito puede ser
útil una aplicación objetiva del principio de subsidariedad en la Iglesia.
Ello significaría también en el campo de las c. y censuras una revaloración
del oficio episcopal y de las autoridades regionales, p. ej., de las
conferencias episcopales. Éstas deben tomar por consejeros a teólogos de las
más distintas tendencias, en la medida que tales tendencias sean
representativas en su región. El magisterio papal (y sus órganos) tendrían
especialmente la misión de tratar las auténticas cuestiones de fe, que como
tales afectan a toda la Iglesia, interviniendo en ellas dentro del marco del
principio de subsidiaridad, es decir, actuando como instancia de apelación.
Para ello el supremo magisterio de la Iglesia necesita del servicio de la
teología mundial y también de un anterior trabajo de calificación realizado
por las autoridades eclesiásticas regionales y por una teología posesionada de
su función eclesiástica y que realice libremente su cometido. Evidentemente
hay que distinguir aquí entre aquellas dimensiones del primado que afectan a la
Iglesia universal y aquellas funciones que el papa ejerce en calidad de
patriarca de occidente, o de metropolita de la provincia eclesiástica de Roma,
o de obispo de la diócesis de Roma.
Lo
dicho hasta aquí tiene una validez especial con relación a las censuras, las
cuales son ciertamente necesarias, pero sólo deben imponerse después de largas
conversaciones llevadas a cabo con conocimiento del asunto. Mientras una
posición marcadamente anticristiana puede en principio reconocerse como tal en
todos los tiempos, en el campo interno de la teología y en sus cuestiones
límites se presentan agudizadas las dificultades mencionadas. En este punto
habría que recalcar, confiando a la vez en la asistencia del Espíritu Santo,
que la recta fe es altamente valiosa para la autoridad eclesiástica (sobre todo
en su suprema cumbre doctrinal: --> infalibilidad), pero habría que conceder
al mismo tiempo la posible «bona fides» del censurado y la historicidad - no
superada por la autoridad eclesiástica - en la inteligencia de una
determinada expresión de la fe. La fórmula de censura podría p. ej., decir
que, tras detenido examen, actualmente no es posible reconocer que una tesis
determinada está de acuerdo con la concepción que la Iglesia católica tiene
de la fe. De este modo se pronunciaría una censura (que no equivale a la
coacción «profana») con toda la autoridad de la Iglesia presente (la cual
cabalmente obliga como presente), y quedaría a la vez abierta la posibilidad de
un futuro ahondamiento en la inteligencia de la fe y de una mejor
interpretación de la tesis censurada y, por ende, de un acuerdo antes
imposible.
3.
El horizonte de la ley y el evangelio
El
problema de las c. debe situarse en el horizonte paulino de la ley y el
evangelio, y ello no sólo como postulado de una teología de orientación
ecuménica. Esto no sólo obliga a tener en cuenta la «analogia legis» en todo
hablar de la lex fidei, sino que previene también contra un calificar
innecesario. Al evitar una definición dogmática, el concilio Vaticano ii en
principio se ha ateüido a este postulado. Precisamente en interés del
evangelio, que debe llegar al creyente como mensaje liberador, se requiere
actualmente una nueva vinculación de las muchas fórmulas de fe a la palabra
única de Dios y, en este sentido, es necesario buscar una «fórmula breve» un
«compendio reducido de la fe cristiana» (K. Rahner), en lugar de una
ramificación cada vez mayor en muchas definiciones, hasta llegar a parar en la
espesura de las calificaciones inferiores. Esto significa primeramente que se
debe revalorizar el magisterio ordinario, el cual no se basa en proposiciones
formales, y a la vez que se ha de conceder su justo puesto a la libre opinión
teológica. Cierta reserva en el calificar teológico se convierte así en
testimonio del evangelio, de la múltiple operación del Espíritu en la
doctrina, en la fe y en la vida de la Iglesia y, a la postre, en testimonio del Deus
semper maior, que sobrepuja toda fórmula humana.
Johann
Finsterhölzl
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