Una de las mayores preocupaciones del ser humano han
sido siempre las tempestades, que con terribles granizadas y relámpagos
atentaban contra su vida y destruyen en poco rato en los campos el duro trabajo
que significaba el lograr el sustento para las familias agrícolas.
Entre los gentiles, excepto una tentativa de
explicación científica en Plinio, se creía que aquellas violentas perturbaciones
atmosféricas eran un desahogo de las iras de Júpiter, de Eok, de Neptuno, o un
fuego complicado de encantamientos y de magias espiritistas.
Posteriormente, los Padres y escritores
cristianos admitieron también una intervención de factores sobrenaturales
en el origen de tales fenómenos, aunque desde un punto de vista
substancialmente diverso del pagano. Estes, apoyados en aquel pasaje de
la Carta a los Efesios en el que el Apóstol exhorta a la lucha contra los
espíritus malvados in caelestibus, sitúan en la atmósfera superior que
circunda la tierra la existencia de una legión innumerable de demonios. Hoc
enim (inferior) caelum — escribe San Ambrosio — velut medius
quídam Ínter caelum et terram aerius locus dicitur, in quo sunt etiam spiritales
nequitiae in caelestibus Según Casiano es tal su numero, que el aire se
halla literalmente saturado, y es una providencia grande de Dios el haberlos
hecho invisibles a nuestras miradas. Ellos, sin embargo, no permanecen
inactivos.
Empapados en estas creencias, el camino mejor para
neutralizar y combatir la nefasta actividad aérea, del demonio era la de
volverse directamente contra él con los medios espirituales que ofrecía la
Iglesia y con los que desde hacía siglos había forjado la ingenua piedad del
pueblo.
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