I.
El problema de cómo el conocimiento se
conoce a sí mismo
1.
La percepción cognoscitiva del propio c. y
el escepticismo
La
cuestión filosófica acerca de la «esencia» del c. tiende también al c. (a
saber, a que el c. se conozca a sí mismo). Si tal cuestión es presentada como
una pregunta inteligible y lógica, con ello no sólo queda anticipada a manera
de reconocimiento la posibilidad del c., sino que tal pregunta se ha tomado ya a
sí misma por c. y ha comenzado a realizar la esencia del c. Plantear el
problema del c., y resolverlo negando que éste sea posible bajo cualquier
sentido, significa, por una parte, que se entiende y sabe lo que es el c., y,
por otra parte, que este «algo» del c. no existe y, por tanto, que el problema
del c. no sólo es insoluble, sino que ni siquiera puede plantearse como
problema. Consecuentemente, el - escepticismo absoluto se destruye a sí mismo;
su contradicción intrínseca ha sido demostrada constantemente en el transcurso
de la historia de la filosofía, y de una forma ejemplar por Agustín (Contra
Acad.; Sol ii, 1, 1; De vera rel. 39, 73; De civ. Dei xl, 26; De Trin. x, 10,
14; DESCARTES, Meditationes de prima philosophia; KANT, Lógica, intr.
x). La decisión del espíritu de renunciar a todo c. de lo real no lleva a la
concentración en la tranquila posesión de sí mismo, sino que constituye una
renuncia a sí mismo y una autodisolución del espíritu.
En
efecto, éste se queda despojado de toda realidad y reducido a la pura nada sino
conoce en verdad lo que está dotado de realidad y lo que él mismo es en tal c.
de lo real. No puede, en cambio, dudarse de la legitimidad del escepticismo
relativo del c. frente a todas las formas particulares bajo las cuales
éste se presenta de hecho con la pretensión de ser objetivo, y frente a la
reflexión de las diversas formas del c. sobre sí mismas. Efectivamente,
también esta autorreflexión corre el peligro de que, en lugar de investigar el
fundamento de su validez y de demostrar así su propia legitimidad, se quede
ingenuamente en la mera reflexión, en el ->dogmatismo teórico, que
considera inmediatamente válidas las diversas clases de c. Son por tanto
legítimas las preguntas, nacidas de ese escepticismo, acerca de la estructura
especial de las distintas formas de c., sobre los límites de cada una de ellas
y sobre la peculiaridad de las fuentes que las hacen posibles. Pero todas estas
cuestiones se hallan unidas en la pregunta fundamental que las mueve, en la
pregunta por el alcance, la esencia permanente y el origen unificante de todo c.
en cuanto conocimiento.
2.
Doctrina del conocimiento como lógica de
la ontología
Así,
pues, tan intrínsecamente contradictorio como el escepticismo absoluto es el
hecho de que, por el deseo de encontrar una solución realmente positiva, se
plantee esta cuestión fundamental del c. desde una posición exterior a él, o
sea, el intento de «querer conocer... antes de conocer». Pues «la
investigación del c. sólo puede hacerse conociendo». Por esto, Hegel
ha resaltado con todo énfasis cómo en todo preguntar cognoscitivo acerca del
c. se da un c. de sí mismo (Enciclopedia, 1830, § 10), en un reproche
contra la filosofía crítica inaugurada por Kant, reproche demasiado radical
para que pueda sostenerse. La «carencia absoluta de presupuestos> en el
esfuerzo por llegar al c. es una exigencia que, bien entendida, sólo puede
significar que el c. no presupone en su proceso nada que no sea él mismo (cf.
o.c. 78), que únicamente admite aquellos prespuestos que están
implicados en el c. como tal y en sus formas particulares. Esos presupuestos
tiene que aceptarlos el c. como sus propios elementos constitutivos. Pero Hegel
no ha hecho sino decir a su manera aquello de que la filosofía occidental ha
sido consciente desde sus inicios, a saber, que la pregunta del espíritu acerca
de lo que es, siempre contiene simultáneamente la pregunta de qué es el c. de
lo real y de qué es el espíritu mismo en
ese c. de la realidad. Con todo la pregunta sólo ha pasado explícitamente a
primer plano con el giro del pensamiento hacia la - filosofía transcendental en
la edad moderna.
El
«no saber» socrático y platónico como un no haber conocido todavía al
principio de todo c., incluso al principio del c. filosófico y del mismo c. del
c., no consiste en el pleno aislamiento del espíritu respecto a lo que
realmente «es» y debe hacerse presente en el c., sino que constituye el
principio de ese hacerse presente cognoscitivamente. Es una presencia latente
pero ineludible de lo que ha de conocerse, es una ignorancia que (todavía)
conoce o un conocer que (todavía) no conoce. La empresa posterior de una
«teoría del c.», la cual querría edificarse antes de todo c. e investigar la
posibilidad de que el «sujeto» encerrado en sí mismo pueda salir de la
inmanencia en su --> «conciencia» y llegar al c. de un «objeto»
transcendente para él, a la «realidad», al «ser», así como el modo de
hacerlo, fracasa en sus comienzos. Pues la esencia del espíritu consiste en su
relación pensante (intencionalidad) hacia lo existente, en ser la palabra (logos),
la lectura (inteligencia), la coordinación (razón) de los entes, y, por tanto,
= ser la más primigenia « ontologia»; y consiste además en llevar esta
relación del pensamiento al ser (relación que es el espíritu mismo) desde la
universalidad indeterminada del pensar a la determinación del c. Pero el
espíritu no podría llegar a ese c. como presencia concreta de lo que es, y a
la vez como determinación del msimo espíritu, si él por esencia no estuviera
ya en el ser, como presencia de éste ante sí mismo. Y ese «estar en el ser»
en general, que constituye la naturaleza del espíritu en su realización más
primigenia como pensamiento, no alcanzaría su perfección si aquél, a través
de las fases de su determinación como estadios de c., no terminara llegando a
sí mismo, al conocimiento de sí mismo.
Este
estar en la cosa y por ello en sí mismo es el más alto sentido metafísico
tanto del ser como del espíritu; ahí se da la verdad como presencia y, en su
más profunda y sublime determinación, como epifanía ante sí misma. El
planteamiento radical del problema del c. conduce, pues, a la pregunta
fundamental de la metafísica y de la ontología. La doctrina filosófica del c.
se presenta así como el aspecto «lógico» de la ontología metafísica, como
la «lógica» de la ontología. Y una doctrina del c. que pretenda
explícitamente no ser ontológica y ser antimetafísica, lo único que hace es
silenciar implicaciones ineludibles de una ontología y metafísica
germinalmente segura y capaz de un desarrollo explícito.
3.
Lógica formal y gnoseología o lógica real
La
doctrina filosófica del c., que en el fondo es la «lógica» de la -->
ontología, como -> lógica «material» o «real» se distingue de la
lógica formal por el hecho de que ésta sólo busca las «reglas formales» de
todo pensamiento en cuanto expresado. Es decir, la lógica formal estudia las
leyes por las que el pensamiento expresado en el lenguaje relaciona y vincula
entre sí sus posibles contenidos (en la formación del concepto, en el juicio,
en el raciocinio), para lograr la conformidad consigo mismo mediante esa
vinculación, para ser lógicamente «verdadero» o «exacto». La lógica
formal abstrae de la objetividad de sus contenidos, de la relación de lo
expresado a lo que en la realidad corresponde a sus afirmaciones. Por eso una
afirmación correcta desde el punto de vista de la lógica formal puede no
coincidir con la realidad objetiva, puede no ser c. Y en este sentido la lógica
formal pone de manifiesto solamente las condiciones necesarias, pero no las
condiciones suficientes (totales) del c. Por tanto, tal lógica considera «
unilateralmente» el pensamiento en su función cognoscitiva, se fije en su
aspecto formal; y precisamente ese carácter unilateral del método le confiere
su contundencia.
En
cambio la gnoseología como lógica material o real pregunta por las
«condiciones» del c. precisamente bajo el aspecto del contenido objetivo, en
virtud del cual ella, cuando conoce verdaderamente, constituye la aprehensión
de «algo» real y, por tanto, se halla bajo las condiciones de la cosa
conocida. Ciertamente la gnoseología, como c. que conoce algo objetivamente
real, sigue también las leyes lógicas y, por cierto, no sólo en una manera
ingenua, sino también en una forma sumamente reflexiva. Pues, en efecto, ella
analiza también los aspectos fundamentales del lenguaje cognoscitivo que pueden
abstraerse en la lógica formal y muestra cómo
éstos son «a la vez» modalidades fundamentales del ser conocido, de la cosa
misma, y muestra igualmente en qué sentido precisamente en esa --> identidad
ha de buscarse el origen último de la posibilidad del c., origen que, en cuanto
formal, es también el real. Y, viceversa, la lógica que reflexiona solamente
sobre el aspecto abstracto o formal de todo pensamiento, no sólo es un pensar
lógicamente correcto, sino también c., aprehensión de las reglas formales (de
la dimensión abstracta) de toda captación cognoscitiva; esta lógica, como
pensamiento que reflexiona, es en sí misma «más» que el pensamiento sobre el
cual ella reflexiona.
Si
la lógica formal reflexiona sobre sí misma desde todos los puntos de vista,
debe explicar también en qué sentido «existen» las reglas formales conocidas
por ella, en qué sentido esas leyes lógicas «son reales»; y en medio de tal
reflexión sobre todos sus aspectos ya no es mera lógica formal, sino que pasa
a ser lógica real, gnoseología como filosofía metafísica y ontológica del
c. Si la lógica formal, con el fin de cerciorarse de su propia exactitud en el
terreno lógico, cae en el procedimiento unilateral de reflexionar solamente
sobre sí misma, o sea, si investiga el c. que se da en ella solamente bajo la
dimensión de su aspecto abstracto y formal, pone en marcha su propia regresión
formalista y se convierte en meta-lógica (de sí misma), etc.
4.
Originalidad de la pregunta por el c. y vinculación
a la tradición histórica
La
pregunta filosófica por el c., aun cuando tienda a la actual autotransparencia
del, acto de conocer, depende a la vez de su propio pasado histórico. Como
reflexión filosófica, comparte el carácter de toda filosofía, el de comenzar
siempre de nuevo y en forma original y, sin embargo, el de estar condicionada
por la tradición en ese comenzar, pues todo principio nuevo y toda perspectiva
nueva del filosofar nunca se logran exclusivamente por una relación inmediata
al objeto, sino que siempre deben conseguirse también por una confrontación
crítica con la historia de la -> filosofía, por su apropiación y
transformación. Esta historia transmite siempre a la gnoseología una
inteligencia general de sí misma y de su objeto, del c. La gnoseología,
mediante una comprobación crítica, tiene
que apropiarse o que transformar esa inteligencia, pero nunca puede saltar
simplemente por encima de ella. El supuesto comienzo radical en un supuesto
«punto cero» carente de toda historia, es solamente la ingenua concentración
en un medio de conocimiento conceptualmente articulado, cuya radicación en la
tradición histórica se desconoce. Pero, incluso en ese caso, a disgusto e
inevitablemente se sigue estando anclado en ella cuando, p. ej., se habla de c.
y de filosofía del c., de principios y métodos del c., de «lógico» y
«real», de sujeto y objeto, de conciencia y realidad, etcétera.
Por
tanto, el penetrar en este carácter histórico de la filosofía del c., de la
filosofía como c. y en general del c. en cuanto tal (bajo todas las formas en
que aparece), es una de las tareas de la gnoseología actual, del «actual
problema del c.».
II.
Clases y esencia del conocimiento
El
elemento fundamental del c., que se hace problemático y es explicado más
explícitamente en la metafísica del c. y que se mantiene como indiscutible a
través de la metafísica del conocimiento y de las diversas interpretaciones
que se le han dado, es, pues, la inteligencia de la identidad entre ser y
espíritu. (PARMÉNIDES, f ragm. 3 ; cf. H. DIELSW. KRANz, Die
Fragmente der Vorsokratiker I, [Z-B 111964], p. 231); «cognoscens in actu
est ipsum cognitum in actu» (ToMÁs DE AQUINO, In Aristot. libr. de
anima, lib. 77, lect. xII; ARISTÓTELES, De anima III, 5, 430a, 20);
las condiciones que posibilitan la experiencia de los objetos son a la vez las
condiciones que hacen posibles los objetos de la experiencia (KANT, Crítica
de la razón pura, B 197); lo real es lo racional (HEGEL, Filosofía del
derecho, prólogo; véase filosofía de la ->identidad). Igualmente se
mantiene a través de esta tradición histórica la división fundamental de las
formas y los grados de conocimiento.
Las
concretas doctrinas históricas acerca del c. pueden entenderse en gran parte
por la medida en que una forma y un estadio de c. han recibido una importancia
primordial, se han convertido en un modelo para la interpretación del c. en
general. Especialmente las interpretaciones antimetafísicas del c. se presentan
desde aquí como determinadas fijaciones de un tipo de c. o de sus momentos
parciales, o también como interpretaciones del c. en las que se niega la
posibilidad de todo acto de conocer lleno de sentido en sí mismo. Tales
interpretaciones ponen en duda que el c. consista en la acción por la cual la
cosa a conocer se hace presente al cognoscente, y viceversa, de modo que esa
común presencia mutua y la verdad así surgida sean su propia meta; más bien
refieren todo acto de c. (es decir, de presencia y verdad) a un fin externo,
midiéndolo por la utilidad para ese fin (--> pragmatismo).
1.
El conocimiento sensitivo: percepción o experiencia
en sentido estricto
El
conocimiento empieza en su forma más inmediata y cotidiana, en el encuentro
consciente del hombre capaz de recibir por los sentidos con un objeto concreto y
determinado, con un ente aprehensible sensiblemente, que existe fuera del sujeto
cognoscente como distinto de él; ésa es la percepción de datos externos. O,
también, empieza en el encuentro con la realidad corporal del cognoscente, la
cual se comporta como objeto para la interioridad del sujeto; ésa es la
percepción de los estados «internos». Esa percepción, la experiencia
«externa» y la «interna» o el « c. sensitivo», no es la mera afección
producida por una desordenada multiplicidad de estímulos sensitivos, o sea, la
captación de un caos de datos sensibles sin ninguna estructura, ni es precedida
temporal y objetivamente por una multitud inconexa de datos elementales, como lo
postulaba la psicología elementarista en el s. xix; para esta psicología la
percepción consiste solamente en la agregación y la suma de diversos elementos
según ciertas leyes de unión, las cuales penetran en la conciencia solamente
por la repetición del proceso de la sensación y siguiendo el principio de la
semejanza y disparidad. La multiplicidad de elementos sensibles y la
correspondiente sensación de mera multitud son más bien abstracciones
posteriores, sacadas del único acto concreto de percepción y de su respectivo
objeto, el cual es percibido siempre como esto o aquello, con esta
configuración o la otra, o sea, es percibido como una «cosa sensible»
abarcada por una significación espiritual que le da unidad, como un
«algo» idéntico con esa significación. Evidentemente este «percibir como»
tiene grados de claridad, de atención, de «conciencia» en los actos
particulares de percepción que se producen en el transcurso de la vida humana;
y esos mismos grados se dan también en la aparición y regresión de objetos
particulares de percepción dentro del campo de las cosas perceptibles. Pero un
acto aislado de sensación solamente sensible no es un componente autónomo y
primario de la percepción humana; y si se produjera destruiría radicalmente el
carácter humano del acto de la percepción. Incluso en la «percepción»
infrahumana, en la animal, la sensación así entendida no puede tomarse por un
fenómeno primario y separable.
Más
bien la sensación está envuelta y penetrada por una previa «significación
instintiva» como factor también constitutivo, la cual viene dada con la
estructura peculiar de la sensibilidad de cada animal. También en la
percepción humana el estímulo externo es recibido mayormente según su
significación para la vida sensitiva e instintiva del hombre (como útil o
inepto para esta o aquella finalidad parcial bajo la perspectiva total de la
conservación y el incremento de la existencia vital). Pero aquí hemos de
notar, primero, que la percepción humana puede librarse de esa vinculación a
la así llamada estructura vital del hombre, centrando el interés
exclusivamente en aquello que lo percibido muestra independientemente de la
posibilidad de referirlo a esta o aquella organización sensitiva e instintiva,
específica e individualmente diferente. Y, segundo, que la misma relación
vital al objeto excitante se debe al contacto humano con lo real y se hace
posible gracias a lo que dicho objeto significa en sí mismo «antes» de su
relativismo vital, se debe, pues, a la percepción en sentido estricto como
recepción del objeto en su acto de presencia. Pues la referencia vital al
hombre no está dirigida inmediatamente por un mecanismo meramente
«instintivo», sino que media en ella y la acuña dicha recepción, como
percepción de algo sensible que nos sale al encuentro y que en sí mismo tiene
su significado («porque el objeto mismo es esto o aquello y se comporta de esta
o de la otra manera, es también apropiado o inepto para uno u otro de mis
fines»).
Pero
la percepción como recepción no consiste en una mera pasividad «sensitiva»,
en un mero ser excitado (receptividad), sino que además incluye una
intervención antecedente (espontaneidad) en la posible significación del
objeto, una expectación selectiva de una posible «esencia» propia de lo que
nos salga al encuentro. Sólo junto con y en virtud de esa expectación puede el
objeto que de hecho nos sale al encuentro hacerse presente como una esencia
determinada. Y si esta expectación activa de una significación esencial es
considerada como un momento del espíritu, consecuentemente ambas dimensiones,
la sensibilidad y la espiritualidad, están unidas en el único acto de
percepción; pero no lo están accidentalmente, como dos ingredientes que de
antemano se hallan dotados de realidad en sí mismos, sino de tal modo que
únicamente en su referencia mutua y en la inseparable actividad común son lo
que son.
Así
como el objeto de la percepción nunca es, primero, una cosa «material»
despojada de propiedades, y luego, por adición de algo distinto, una
determinada forma con un sentido, sino que en sí mismo es ya una materia
configurada, dotada de contenido, del mismo modo lo sensibilidad humana nunca es
«mera sensibilidad» (este concepto sólo puede formarse por abstracción), ni
simplemente sensibilidad encuadrada en el instinto animal, sino que ella siempre
es más que todo eso, a saber, sensibilidad espiritual. Por eso el mundo de las
tendencias humanas no puede compararse inmediata y exclusivamente con el del
animal e interpretarse desde este último, sino que, por encima de la posible
comparación externa, hay que entenderlo esencialmente a partir de la
sensibilidad espiritual del hombre. Incluso la preocupación sensitiva e
instintiva del hombre por la existencia, la conservación y el desarrollo, no
puede identificarse simplemente, ni en principio, con el instinto animal, pues,
como humana, es «espiritual» desde su raíz. Y, viceversa, la espiritualidad
humana está por esencia ineludiblemente referida a la sensibilidad, es
«espiritualidad sensitiva».
Con
lo cual ya el primer acto de la espiritualidad sensitiva o de la sensibilidad
espiritual del hombre, o sea, la percepción, es conocimiento, a saber,
identificación de un «esto» concreto con su significado esencial («lo que
esto es»); una identificación que une en
la «conciencia» lo que se presenta unido en lo percibido (en su ser) y que,
por eso, puede formularse explícitamente en el «juicio de existencia». Y por
esto también todo proceso de c. comienza con la percepción, con la
identificación formulable explícitamente en el «juicio de existencia», la
cual tiene la pretensión de corresponder a la synthesis en lo percibido
e incluso de coincidir con ella.
Así
se pone de manifiesto cómo la reflexión acerca de lo que es el conocimiento
implica desde el principio tesis ontológicas (sobre la estructura de lo
existente en cuanto y como se nos muestra en la percepción), y en
correspondencia con esto, tesis antropológicas (sobre la estructura del hombre
sensitivo-espiritual; sobre el hecho de que y el modo como, percibiendo, conoce
lo existente). Cuando la teoría de las formas («gestáltica» ), en oposición
a la psicología elementarista y asociacionista (y a la gnoseología filosófica
influida por ella), acentuó la totalidad, la configuración y el sentido del
contenido en el acto humano de la percepción, así como la significación del
objeto percibido, propiamente, lo que hizo fue actualizar y aprovechar para la
investigación psicológica de la percepción un pensamiento que ha sido
transmitido en la historia de la metafísica desde sus comienzos y que ésta
hubo de defender ya al principio contra la oposición y las falsificaciones del
antiguo atomismo, y luego contra el sensualismo.
Los
primeros rasgos de la realidad presente en la percepción son su condición
espacial y temporal. De acuerdo con lo dicho, la espacialidad y la temporalidad
de lo percibido no son, ni propiedades extrínsecamente adheridas de un agregado
meramente material y objetivo, ni solamente formas de concebir de una
sensibilidad separada, abstracta, subjetiva; son momentos del sentido contenido
en la realidad percibida y conocida, y a la vez como antenas del ser que conoce
sensitivamente, del hombre, el cual, conociendo, percibe. El criticismo kantiano
ciertamente separa radicalmente la sensibílidad receptiva y la espiritualidad
espontánea (inteligencia, razón), pero las separa como facultades que
solamente en su acción conjunta (de la sensibilidad y la razón) realizan el
conocimiento de la percepción. Espacio y tiempo no son en Kant modos de
entender, formas con un significado espiritual, sino, por sí
solos, únicamente estructuras de una subjetividad que recibe sin inteligencia
alguna. Que la sensibilidad tenga «raíces comunes» con la espiritualidad,
debemos suponerlo, pero no podemos investigarlo. A pesar de esta separación y a
pesar de la imposibilidad de esclarecer el hipotético fundamento común, para
Kant se da una conjunción en la sensibilidad como efecto de la espiritualidad
(de la razón) en aquélla (cf. Crítica de la razón pura B 152).
La
relación, en último término no aclarada, entre sensibilidad y espiritualidad,
su separación y referencia mutua, lleva en la filosofía kantiana a la
siguiente paradoja antropológica. Por una parte, el hombre está constituido
como ser espiritual y a la vez sensible, es más, el c. en sentido estricto se
reduce al de la percepción o al c. («teórico») que reflexiona sobre la
percepción de la realidad y la fundamenta. Ahora bien, ni esa realidad es la
patria auténtica del hombre, ni dicho conocimiento constituye una realización
propiamente humana. Pues, por otra parte, Kant ve lo esencialmente humano
solamente en la espiritualidad, que sobrepuja la sensibilidad en un ámbito
totalmente ajeno a lo sensible, e incluso, la presentación espiritual de lo
pensado en una dimensión libre de sensibilidad es la realización
auténticamente humana, y en ese ámbito de presencia tiene el hombre su
verdadera patria; pero se trata de un ámbito de presencia que no es realidad y
de una presentación que no es c. en el sentido estricto (teórico), sino
únicamente en un sentido práctico. A esto corresponde ontológicamente el
hecho de que, la realidad que nos sale al paso en la percepción es, no la cosa
en sí, sino el modo como ella se muestra al que percibe. Lo cual no significa
que lo mostrado sea un «algo» distinto de la realidad; la que se muestra es
ciertamente ésta, pero solamente en su aparición (en sus fenómenos).
La
realidad de la percepción o fenoménica no es la esencial, sino únicamente, la
aprehensible por la física, las ciencias naturales y la matemática en sus
relaciones espaciales y temporales.
Ahora
bien, las rqlaciones espaciales y temporales de lo real que se nos manifiestan,
y por eso resultan cognoscibles, no son momentos del sentido de su esencia-
(incognoscible). La filosofía metafísica de la era precrítica, y en forma
parecida de nuevo la de la época
poskantiana, interpretó la sensibilidad misma como forma de ser de lo
espiritual en la unidad del hombre, entendió lo que aparece en la percepción
como un elemento interno de la realidad en sí, y concibió las relaciones
espaciales y temporales como rasgos de una determinada esencia. Lo espacial y lo
temporal de lo percibido son sus cualidades concretas, las cuales junto con las
demás cualidades, constituyen el ser de la cosa y aquello en lo que ésta se
muestra en parte como igual a otras esencias y en parte como distinta de ellas.
Las cualidades son concebidas, pues, como momentos y consecuencias de la
esencia. En la percepción se atribuyen al objeto, ya como propiedades
constitutivas o derivadas de la especie, en las cuales la cosa percibida
coincide con los otros seres de su misma especie, ya como propiedades de la
esencia mutables en cada individuo y en este sentido accidentales, a través de
las cuales el ser individual se diferencia de lo específico.
Con
lo cual la percepción es siempre una identificación de los aspectos
universales, pre-entendidos o pre-conocidos en los «conceptos», con las
afecciones producidas por las cosas que nos salen al encuentro. El ->
nominalismo y el conceptualismo interpretan estos aspectos -~> universales
como «meros» nombres y «meros» conceptos, como designación de agrupaciones
de individuos, con las que se crea un orden en el mundo multiforme de las cosas.
Pero,
si ni el -> concepto es algo que tan sólo pertenezca al espíritu
(«subjetivo») - contra una inmanencia entendida falsamente-, ni la ->
esencia común es tan sólo singularmente propia de las cosas - contra una falsa
inteligencia de la trascendencia de éstas (hacia el sujeto)-, sino que el
concepto (el cual abarca al objeto y al sujeto) es la presencia esencial de lo
conocido y del cognoscente, se plantea ahora la pregunta de cómo la esencia
penetra en el concepto y cómo éste penetra en su esencia correspondiente. O
sea, se pregunta cómo es que no sólo se producen percepciones de cosas
particulares, en las cuales algo que se presenta como «esto» o «aquello»
queda unificado con un universal ya conocido, sino que además se llega al
conocimiento de la esencia. ¿Cómo es posible la aprehensión de la esencia
misma? El --> empirismo (-> positivismo) responde diciendo que la así
llamada esencia se nos da sólo y exclusivamente por la percepción misma, y que
el c. conceptual de la esencia se produce única y exclusivamente como
consecuencia de la percepción y como comparación a su vez perceptora de las
percepciones. Pero toda comparación de las percepciones presupone en último
término algo que no puede explicarse solamente como un acto de percepción.
2.
La experiencia en sentido amplio y el c. experimental
de las ciencias
La
experiencia en sentido estricto, la percepción particular o el c. sensitivo,
consiste en tener noticia de algo que se muestra inmediatamente aquí y ahora,
en enterarse de que ese algo existe y de que es y se comporta de esta manera
concreta. La percepción, formulable en el juicio de existencia, se caracteriza
por su certeza inmediata. Evidentemente esa certeza tiene un valor solamente
momentáneo y local (individual y subjetivo), pero precisamente por esto no
puede ser refutada en virtud de otro juicio, aunque sí puede quedar refutada,
modificada o confirmada por ulteriores percepciones. Por la comparación de
muchas percepciones, de sus semejanzas o diferencias, por el recuerdo de
percepciones pasadas y por la expectación de otras que se producirán o
dejarán de producirse, se forma la -a experiencia en sentido amplio, o sea, el
c. ya no de un ente singular en cuanto existe y es y se comporta precisamente
así, sino del conjunto de las maneras de ser y de las leyes en el
comportamiento de todo un ámbito de la realidad, compuesto por objetos que,
posiblemente, son de la misma especie o se parecen entre sí. Tal c. se puede
formular en un juicio basado en «una larga experiencia»; su certeza peculiar
viene transmitida por esa «experiencia histórica» y tiene como soporte la
visión de las relaciones constantes, de las interdependencias, de la
regularidad en lo que acontece. Esta certeza es «pragmáticamente» suficiente,
pues de cara a determinados fines garantiza una cierta objetividad y por tanto
el éxito en la actuación dentro de la respectiva región de la realidad. El c.
que ahí se da, a través de su articulación en el juicio y en cierto modo
también en la doctrina, puede transmitirse, discutirse y enriquecerse. En este
sentido se habla, p. ej., de un saber profesional o práctico (y, sobre todo, artesano),
de c. de los hombres, de experiencia de la vida.
Sobre
el terreno de la experiencia en el sentido estricto y en el amplio, pero
superándola, se alza el c. experimental de las ciencias. Este c. no es el
apercibimiento inmediato de que un ente existe y de «cómo» se muestra ese
ente, ni el saber todavía ingenuo acerca de las relaciones y los
comportamientos regulares en un determinado campo de objetos experimentables;
consiste más bien en saber «por qué» razón tales objetos deben mostrarse y
comportarse así, e igualmente «cómo» se los puede aprehender en la
percepción particular y se los puede relacionar entre sí en la experiencia
general. El c. científico descubre la relación objetivamente necesaria entre
causa y efecto. Por eso no sólo es posible y útil formularlo en juicios, sino
que se realiza explícitamente a base de juicios que llevan en sí su propia
fundamentación y legitimación. Esa manera de fundamentación y legitimación
confiere al c. su certeza rigurosamente científica y su estricta validez
intersubjetiva. La fundamentación y legitimación presenta una doble modalidad:
por un lado se recurre a los hechos que pueden comprobarse repitiendo la
experimentación y a los objetos experimentales que posiblemente guardan entre
sí la relación de causa y efecto; y, por otro, se recurre a otros juicios,
pues en ellos está formulada la experimentación anterior.
Del
mismo modo que los datos formulados se hallan en un todo ordenado junto con
otros datos, así también cada juicio científico está enmarcado en un todo
ordenado de juicios, en un sistema del c. científico del campo respectivo.
Aquí los hechos experimentales no son constatados y relacionados entre sí en
forma más o menos casual a manera de sucesos singulares, como en la historia
general de la experiencia, sino que se los examina y ordena según las reglas
fijas de un proceso planificado y seguro de investigación. C. científico es un
c. logrado metódicamente. Mientras que en el juicio relativo a la percepción y
a la experiencia general los conceptos, a base de los cuales se trae a la
conciencia las notas indicadoras del significado del objeto, son tomados del
lenguaje usual, que tiene un amplio sector de oscilación, y lo tiene por la
razón de que este lenguaje ha de poderse utilizar en todas las posibles
situaciones experimentales, la terminología científica, por el
contrario, delimita con suma precisión el sentido de sus vocablos con miras al
campo concreto de investigación. El juicio científico tiende a la mayor
claridad (univocidad) posible en sus conceptos.
Ya
la percepción individual no aprehende con igual intensidad la esencia completa
con todos los momentos de la cosa percibida, sino que resalta este o el otro
rasgo de su significado. E igualmente en la experiencia general acerca de un
determinado campo no está presente la totalidad de la esencia experimentable en
él, sino que determinadas estructuras esenciales se hacen conscientes en un
grado más intenso que otras. Pero en el c. de las ciencias experimentales su
objeto material es enfocado de antemano exclusivamente de cara a una selección
de propiedades ónticas y operativas. Esa selección queda delimitada claramente
y reducida a una unidad (objeto formal), de modo que se prescinde (o
«abstrae») intencionadamente de todos los demás rasgos esenciales del objeto
material, los cuales a su vez pueden convertirse en objetos formales de otras
ciencias que versen sobre el mismo objeto material. Por tanto, el objeto formal
de esa ciencia no coincide con la plenitud «concreta» del significado de su
objeto.
Todo
lo dicho significa también que, aun en la hipótesis de un c. científico que
hubiera llegado plenamente a su meta, la totalidad de sus juicios no agotaría
«toda» la significación esencial de su objeto.
Pero
la vinculación premeditada del c. científico a un sector limitado de la
plenitud de la esencia le asegura la claridad de sus medios conceptuales y
determina su método específico. Aun suponiendo que el objeto material de todo
c. experimental sea el mismo, a saber, lo que es apto para ser percibido, y que,
por tanto, la pluralidad aparente de objetos materiales (los campos de las
diversas ciencias, p. ej., «naturaleza» e «historia») se deba exclusivamente
a un primer enfoque «formal» de lo que en el fondo constituye un solo objeto
material (p. ej., una cosa experimentable sensiblemente en la percepción puede
ser concebida, o como producto de la naturaleza, o como obra histórica del
hombre), también - y sobre todo -entonces los c. científicos se distinguen por
lo menos en principio según el objeto formal (enfoque fundamental) y en
consecuencia según el método y los instrumentos conceptuales. Por eso ningún
método ni instrumento conceptual de una ciencia particular puede aspirar a ser
válido en todas las ciencias: la ciencia no existe. La reducción de todos los
métodos e instrumentos conceptuales de las ciencias a uno solo (a un monismo en
el método), en conjunto no traería ningún progreso para el c. científico,
sino que sacrificaría todas las posibilidades de c. a una sola y con ello
despreciaría los múltiples medios de acceso a la riqueza de la esencia de los
entes.
Por
otro lado, si todo conocimiento experimental de las ciencias en virtud de la
misma «intención formal» es solamente un «c. parcial», puede comprenderse
fácilmente que la mera suma o recapitulación sistemática del caudal
cognoscitivo de las diversas ciencias relativas a un determinado campo de la
realidad, p. ej., el intento de integrar todas las disciplinas históricas en
una historia conjunta, no proporcionaría un c. exhaustivo de ese campo, y en el
ejemplo mencionado, no proporcionaría un c. de «toda» la historia y de la
plena realidad histórica. Evidentemente, esto puede decirse también en
concreto de las ciencias naturales. Y eso es imposible, no sólo porque el
objeto mismo del c. - por lo menos en la ciencia histórica - todavía no existe
definitivamente o porque, en general, el caudal del c. científico aún es capaz
y tiene necesidad de ampliación, aún está «abierto», sino, ante todo,
porque la suma o la recapitulación sistemática de los objetos formales, por
ejemplo de las ciencias históricas y de las naturales, jamás abarca
completamente «toda la esencia» de lo que es la naturaleza y la historia, y,
ni de mucho, de lo que es «el ente en su totalidad». Lo que en la experiencia
(en el sentido estricto y en el amplio) de la naturaleza y de la historia es
percibido y se hace presente en la conciencia - aunque esto suceda con una
acentuación muy diversa de los rasgos esenciales, en dependencia de los
encuentros más o menos casuales y del variable estado particular de las muchas
cosas experimentadas, así como del interés mutable de la conciencia que
experimenta, condicionado por el individuo y por el momento histórico -,
sobrepuja siempre el c. que las ciencias experimentales, a pesar de su
organizada división del trabajo, son capaces de actualizar en un saber
homogéneo y claro de la conciencia «intersubjetiva».
3.
Conocimiento de la esencia y conocimiento a priori
El
conocimiento empírico, tal como se expresa en el juicio, es una forma de
presencia conceptual, universal y permanente de lo particular que puede aparecer
en esa presencia y desaparecer nuevamente de ella. E1 conocimiento científico
de tipo empírico adquiere aquí su validez unívoca reduciendo los conceptos en
la medida de lo posible a dicha forma de presencia y de significación
universal, cuyas notas se dan de igual modo en toda experiencia y por tanto son
comprobables en su exactitud por la repetición de la experimentación. Este c.
no constituye una formación de conceptos, en el sentido de la primera
producción de los mismos; pero forma o esclarece conceptos en tanto los
delimita sobre el trasfondo de ideas más amplias o «universales». En este
sentido el c. empírico, y precisamente el c. experimental de las ciencias,
tiene presupuestos que él ciertamente reconoce, pero no puede elaborar con sus
propios métodos y conceptos, por la razón de que el c. de tales presupuestos
no puede producirse en igual manera que el c. de lo que es posible conocer sobre
la base de los mismos. Dichos presupuestos son tanto «subjetivos» o
«lógicos» como «objetivos» u ónticos. Las ideas más amplias, presupuestas
en los conceptos con los que la ciencia experimental forma sus juicios y limita
la extensión de éstas, especialmente la noción del campo al que pertenece la
ciencia en cuestión (p. ej., la noción de «naturaleza», de «historia»,
etc.); constituyen el horizonte cognoscitivo dentro del cual se mueve el c.
científico como formación y unión de conceptos. Pero la ciencia respectiva no
esclarece directa y explícitamente ese horizonte cognoscitivo en todo su
alcance.
P.
ej., las ciencias naturales investigan determinados aspectos limitados de la
naturaleza, pero no el concepto de «naturaleza» que en ellas se presupone. En
forma semejante, la historia del arte estudia lo acontecido en el devenir de la
creación artística, pero no el concepto del acontecer artístico en cuanto
tal.
Así
pues, todo c. científico, que de esa manera se va delimitando a sí mismo, se
produce en medio de un saber, de un pre-entender lo que es c. en general, pero,
evidentemente, sin poder explicar y
esclarecer el concepto mismo de c. en toda su amplitud. Más bien presupuesto el
concepto de c., se pasa a conocer determinados fenómenos experimentales.
Pero,
si en todo acto de entender el c. conceptual, se comprende simultáneamente que
los conceptos no sólo se significan a sí mismos, sino que, además, traen a la
actualidad del saber determinados rasgos esenciales del ser mismo,
paralelamente, los presupuestos conceptos más universales no sólo se
significan a sí mismos, sino que son entendidos a la vez como presencia en la
conciencia de la «esencia» entera del ser respectivo, la cual recapitula en
sí todos los momentos (p. ej., de la «esencia» de la naturaleza, de los seres
inanimados, vegetales y animales, de la «esencia» del arte, de la historia,
etc.). Este c. de la esencia, es decir, la formación de esas ideas sobre la
esencia que se presuponen siempre en el c. conceptual de las ciencias
experimentales, no se produce en la misma forma «lógica» que la formación de
nociones dentro de las ciencias; pues la universal esencia unificante de un
campo de la realidad no es comprobable « objetivamente» en igual manera que
determinados modos de ser y de comportamiento contenidos en ella. Para Platón,
la esencia, como verdaderamente universal, es el protipo noético (idea)
que, por participación en él, queda representado en los seres sensibles y
perceptibles y ha sido contemplado desde siempre por el espíritu que conoce.
Así, el c. del ente perceptible sensiblemente es el recuerdo (ánamnesis)
de su esencia originariamente conocida; y el encuentro que se da en la
percepción primariamente es tan sólo la ocasión para la reproducción de la
esencia siempre contemplada o conocida («a priori», en términos modernos).
Frente
a la tradición platónica del conocimiento de la esencia como «intuicíón»,
la tradición aristotélica y tomista interpreta el c. de la esencia como
«abstracción». La esencia universal está inmersa y realmente presente en el
ente individual, y es extraída de allí mediante el encuentro con la realidad
concreta. Por tanto, el c. de la esencia no es «apriorístico», sino que se
produce totalmente «a posteriori». Es un c. logrado «empíricamente», si
bien sólo se da explícitamente en una experiencia que no acentúe
primariamente estos o los otros momentos esenciales de un ente, sino que se
mantenga abierta para la unidad de todos sus momentos en la esencia. (En forma
parecida la fenomenología de Husserl enseña una «experiencia de la esencia».
Ahora bien, para él la obtención del concepto de la esencia experimentada no
se debe a la abstracción, sino - siguiendo la tradición platónica - a la
intuición, a la contemplación de la esencia y a la descripción de lo
contemplado. Husserl ha desarrollado también la concepción teórica de una
pluralidad de ontologías regionales, de ciencias sobre la esencia, a diferencia
de las ciencias particulares que investigan dentro del ámbito de una esencia.)
Pero,
junto con toda experiencia de lo real en la existencia cotidiana y en las
ciencias particulares se da, aunque no explícitamente, la experiencia de la
esencia común (a este ente y a otros de la misma especie); y, por cierto, de
tal modo que la experiencia general de la esencia tiene como conducto mediador y
a la vez hace posible la experiencia del ente concreto. E implícitamente en
cada detallado c. conceptual de entes particulares está junta coentendida como
«horizonte» la esencia general que circunscribe el ámbito de seres de la
misma especie. En una ciencia directamente centrada en la esencia (distinta,
evidentemente, de las ciencias particulares y que trabaje con un método de tipo
filosófico), se puede intentar una elaboración conceptual de dicho
«horizonte». El que la esencia sea lo «más universal» en comparación con
el «esto concreto» de la cosa y con las notas características de la especie,
y el hecho de que según la doctrina aristotélica y tomista sea conocida por
abstracción, no significa, sin embargo, que haya de atribuírsele un contenido
más pobre desde todos los puntos de vista que el del ente concreto, y que la
noción de la esencia tenga un carácter más «abstracto» - en el sentido de
unilateral- que los conceptos formados dentro del horizonte de una esencia. Por
el contrario, frente a estos últimos, el concepto de la esencia comprende más
aspectos, por estar menos limitada y seleccionada, y la esencia misma es más
rica que una sola parte de los momentos abarcados por ella.
Pero
el que en todo conocimiento experimental y científico-experimental están
implícitamente presentes la esencia y el concepto de la esencia de los seres de
igual especie, y lo están delimitando el campo «objetivo» de
c. y dando horizonte al c. «subjetivo», no es el único presupuesto. El c. de
la esencia a su vez sólo es posible y realizable en virtud de un saber previo
que se extiende de antemano a las supremas formas de ser que se excluyen
mutuamente (el ser algo en sí mismo o en otro: las categorías) y a las
supremas formas de ser que se incluyen mutuamente. Estas últimas, como aspectos
de una sola y misma cosa, todavía no implican ninguna diferencia, ninguna
división en los muchos entes (a saber, que cuanto es, es verdadero, bueno,
etc.: -> transcendentales). Y en todo esto está a la vez con-sabido que la
posible unión de los momentos del conocer quiere adecuarse a la de los momentos
ónticos en el ser mismo, o sea, que las leyes «lógicas» del c. son una misma
cosa con las leyes entitativas en la identidad ontológica.
La
tradición metafísica del c. entendía las categorías - lo mismo que las
nociones intracategoriales de esencia- como conceptos unívocos, si bien
distinguiéndolas por su «apriorismo» de los conceptos en cuanto reales
(«categorías empíricas»). Y, en cambio, entendía los transcendentales (en
el plano igualmente apriorista) como conceptos análogos, los cuales significan
los muchos entes en un sentido que no es plenamente unívoco, sino que indica
tanto la coincidencia como la diversidad mutua, de modo que las diferencias
desarrollan el concepto trascendental sin añadirle algo ajeno a él. Ante la
multitud de disciplinas en la ciencia moderna, en la cual las diversas ramas del
saber se delimitan claramente entre sí, pero, no obstante, permanecen en
relación (a través de conceptos que a pesar de su diferencia no son plenamente
dispares), de manera que, sólo en virtud de lo común en medio de la diversidad
de sus conceptos, pueden investigar desde diferentes puntos de vista «problemas
limítrofes» que les son comunes, ante ese hecho, no cabe eludir la pregunta de
si y cómo también los conceptos categoriales han de ser entendidos en un
sentido análogo, a semejanza de los transcendentales. Por ejemplo, «espacio»
y «tiempo» significan en la física y en la biología (como espacio vital y
tiempo de los vivientes) algo distinto y, sin embargo, no totalmente diferente.
La «causalidad final» en biología y en la ciencia histórica no significa lo
mismo en ambos casos y, no obstante, los dos sentidos no
se hallan completamente desvinculados.
La
tradición metafísica del conocimiento ha
creído además que el número de las categorías (ciertamente no el de las
empíricas, pero sí de las apriorísticas)
estaba fijado de una vez para siempre (por
más que la doctrina histórica , acerca de
las categorías no se haya mantenido de
hecho unitaria en cuanto al número y al
nombre de las mismas). También aquí surge la cuestión de si y
cómo en la historia del conocer humano pueden
abrirse nuevas formas de acceso cognoscitivo (p. ej., e innegablemente, en la creación
de nuevas ciencias autónomas) y la de
cómo con ello nacen nuevas formas apriorísticas. Admitir esto no es tan
absurdo, si tenemos en cuenta que los
conceptos categoriales apriorísticos no son tomados «de la
experiencia» en la misma forma (abstractivamente) que los conceptos de las
esencias y que las nociones de las ciencias
experimentales dentro del horizonte de una esencia -
a saber, por delimitación de un significado que puede comprobarse repetidamente
por la experiencia-; más bien, desde el
punto de vista de la fundamentación, las
categorías apriorísticas preceden a la
unidad entre la experiencia de la esencia y la experiencia del ente
concreto como «esta esencia», y son, hablando
con palabras de Kant (quien, evidentemente, impugna la experiencia de la esencia
como momento constitutivo del concreto c. empírico, a la vez sensitivo y
espiritual), «condiciones a priori de la posibilidad» de toda experiencia
cotidiana y de toda experiencia controlable
científicamente. Sin embargo, así como se
puede hablar de una «experiencia de la
esencia», distinguiéndola de la
experiencia del ente concreto y perceptible,
se puede hablar también de «experiencias fundamentales de las categorías». Las
últimas interpretaciones y ramificaciones de
la metafísica y gnoseología de la escuela aristotélico-tomista,
oponiéndose a una concepción racionalista de la noción de ser (entendido
como mero «primer concepto»), acentúan que la posibilidad y el origen real
del concepto de ser se deben a una
experiencia primigenia del mismo y de su
manifestación análoga en los
transcendentales. Igualmente habría que
llamar la atención sobre una primera experiencia de las formas fundamentales
del ser categorial, la cual fundamenta el
c. conceptual de las categorías apriorísticas.
Pero
notemos aquí que el concepto de «experiencia» no es meramente unívoco, sino
que es análogo, lo mismo que los conceptos de c., de método y de idea son
nociones análogas en todo conocer, y por eso ninguna forma de prueba, o de
método, o de saber puede legitimarse como la única válida.
En
todo conocimiento cualquier ser indidual que nos salga al encuentro queda
elevado a sus rasgos esenciales, su esencia, que lo une con los entes de la
misma especie, a su estructura categorial a priori y, en cuanto ente, a la
unidad plurifacética de los transcendentales. Cada estadio de c. remite a los
demás estadios y a la unidad análoga de todas las formas de c.; pero esta
unidad ya no puede elaborarse en una forma unívoca de c., basada en un solo
método, la cual abarcara todas las analogías. (Hegel, con su filosofía de la
identidad, intentó realizar esa unidad unívoca. Según él, el c. y el método
[->dialéctical y la idea son lo mismo, por eso se identifican con el saber
absoluto, con la ciencia, la cual no entra en un ser distinto por el acto
de conocer, sino que en sí misma es la realidad.) Y en todo estadio de c. que
juzga a base de conceptos se conoce a la vez que la aúveeae~ en el juicio busca
la adecuación con la síntesis en la cosa juzgada. El conocimiento es adaequatio
re¡ et intellectus en el juicio; y por eso el juicio es el lugar auténtico
del c., pues en él la verdad adquiere una concreta forma «lógica». Pero la
verdad lógica está fundamentada en la verdad experimentada, es decir, en la
verdad óntica como apertura del ente que nos sale al encuentro y de su esencia
universal, y en la experiencia de la verdad ontológica como apertura categorial
y transcendental del --> ser para el espíritu que experimenta y, por eso,
puede conocer.
4.
Historicidad del conocimiento
Todo
conocimiento se funda en la experiencia. El c. óntico «a posteriori» se basa
en la experiencia sensitiva de los entes individuales; y el «apriorístico» c.
ontológico se funda en la experiencia categorial de la esencia y en la del ser
transcendental. Pero con ello se plantean varios problemas:
a)
El «sentido» del ser y de su desarrollo en las esencias no está simplemente
en posesión del espíritu que conoce, como si el c. del ser y de la esencia
fuera una mera explicación de un saber inmutable, que normalmente sólo se
daría en forma implícita (así pensaba el racionalismo de la edad moderna con
su metafísica de la conciencia). El sentido esencial del ser es más bien
comunicación del espíritu y al espíritu, pero no como si la constitución del
espíritu y la apertura del ser se produjeran de una vez para siempre, de modo
que fuera solamente la reproducción más o menos acertada de una percepción
del ser por parte del espíritu humano que permanece siempre igual (como se
pretende en la doctrina de la participación de la metafísica clásica del
espíritu). Más bien, el acontecer original de la verdad, como esclarecimiento
espiritual del ser y recepción de éste en el espíritu, es siempre
«encuentro» nuevo, «experiencia» ontológica. Pero esto significa que la
experiencia ontológica tiene un carácter temporal e histórico, que es
temporal e histórica en una manera más primigenia que cualquier experiencia
óntica. Por tanto, no sólo hay una historia óntica de la realidad existente y
mutable con sus diversos estados, una historia de lo fáctico - «a
posteriori»- y de su conocimiento «empírico». Más bien esta historia se
funda en una historia ontológica del cambio de sentido del ser y de su
ordenación más esencial, de los principios, de lo « apriorístico» y de su
conocimiento « transempírico» ; se funda en una historia del cambio de
significación, según las épocas, del «ser» de los entes en su totalidad,
del ser del mundo y del hombre en este mundo, en su «tiempo».
Por
primera vez Hegel intentó pensar la unidad de ser y tiempo; pero e'1 sólo pudo
entender el presente histórico como un necesario estadio óntico en el proceso
dialéctico de evolución, dirigido por un sistema inmanente, en el cual el
absoluto llega a ser por sí mismo lo que eternamente era en sí mismo. En esa
concepción pasa desapercibido lo más peculiar del tiempo histórico, a saber,
la imposibilidad de deducirlo del pasado y la de calcular los acontecimientos
del futuro. El carácter histórico y temporal del ser que se abre en el mundo y
del espíritu que conoce el mundo, comenzó luego a ponerse de manifiesto en la
reflexión sobre las bases de la historia a finales del s. xix (Ranke, Droysen)
y en la teoría de las ciencias del espíritu (Dilthey), y en el pensamiento de
M. Heidegger ha sido sometido a un riguroso estudio filosófico.
Desde
entonces la expresión -> historia e historicidad del ser y de su verdad, del
espíritu y de su conocimiento, si bien no constituye ninguna solución, es sin
embargo una fórmula indispensable para el esclarecimiento conceptual de la
experiencia irrevocable de la conciencia histórica. Es necesario lograr una
visión en que se unan la exigencia incondicional del ser y de la verdad al
espíritu que conoce y a la vez el condicionamiento histórico de esta
exigencia, la cual ha de concretarse en una forma que nunca puede repetirse. Se
debe estudiar la interdependencia entre la tradición del pasado y la singular e
irrepetible apertura del futuro en cada presente histórico, sin caer en un
relativismo indiferente con relación a los vínculos estables, en un
relativismo que disuelva la historia en hechos inconexos, pero también sin caer
nuevamente en el esquema ahistórico de substancia y accidente, según el cual
la historia es la realización accidental y casual de un inmutable orden
substancial.
b)
Todo conocimiento, incluso el ontológico-conceptual, se basa en la experiencia
y, como primer origen, en la verdad ontológica que se manifiesta en la
experiencia del ser y de la esencia; pero el c. conceptual no es el único tipo
de acto cognoscitivo, sino que él está enmarcado en un contexto más amplio,
en un «todo vital», donde la verdad experimental es recibida de diversas
maneras. La verdad se concreta igualmente en la acción moral, en el amor
personal, en la obra de arte, en la acción de la fe religiosa. Por eso cabe
preguntar, no sólo si el c. lógico o conceptual (bien sea en su forma
cotidiana, en la científica o incluso en la filosófica) es la única manera de
concretarse la verdad, sino también si él es el modo más perfecto como ésta
se concreta. Si bajo nuestra perspectiva se rechazara la pretensión de
primacía del c. conceptual, la cual ha sido afirmada más o menos
explícitamente desde el principio de la filosofía occidental, eso no
implicaría ningún irracionalismo o antiintelectualismo, ni una declaración de
enemistad entre el «conocimiento» y la «vida». Significaría más bien una
valoración justa de la decisión de la conciencia personalmente responsable, la
cual por ser libre no puede encerrarse en conceptos, frente a la imagen del
arte, a la palabra del poeta y al signo de la fe religiosa. Todo esto no puede
colocarse bajo la norma del concepto y de su forma de verdad, como si la ética
en cuanto teoría conceptual sobre la acción moral fuera «más verdadera» que
la acción misma, como si la estética y la teología fueran «más verdaderas»
que el arte y la fe. E indudablemente significaría la autolimitación del
concepto, el cual no gozaría de poder sóbre la verdad y su tiempo, sino que
serviría par esclarecimiento de las formas fundamentales de la verdad, en las
cuales debería buscar su propia medida. Sin género de dudas la tradicional
primacía del c. conceptual se ha impuesto cada vez más durante la edad moderna
bajo la forma del c. científico y, concretamente bajo la forma de entender y
aprehender de la ciencia técnica, ha pasado a ser la relación principal del
hombre al mundo. La creciente capacidad de dominio de este c. en los campos
particulares es tan evidente en la actualidad como su carácter problemático
con relación al todo (-> técnica).
Alois
Halder
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