miércoles, 21 de octubre de 2015

León XIII: 'Divinum illud munus

A finales del siglo XIX, León XIII volvió a sorprender a los cristianos (ya antes había sacudido la conciencia católica mediante la Rerum Novarum) con una encíclica sobre el Espíritu Santo cuyo título es 'Divinum illud munus (9-V-1897)'. En este escrito, más que desarrollar una teología sobre el Espíritu Santo, lo que León XIII intenta es "que en las almas se reavive y se vigorice la fe en el augusto misterio de la Trinidad, y especialmente crezca la devoción al divino Espíritu, a quien de mucho son deudores todos cuantos siguen el camino de la verdad y de la justicia" (n.2). El 'éxito' de la encíclica hay que valorarlo al trasluz de la teología de la época toda ella centrada, por deseo del mismo papa', en el resurgimiento del tomismo bajo la forma de la neoescolástica en vigor hasta las vísperas del Concilio Vaticano II. Frente al discurso casi plano de la escolástica triunfante, la encíclica supone un respiro que acerca el misterio trinitario a través del Espíritu Santo a la vida y a la piedad de los creyentes, al tiempo que estimula saludablemente la acción pastoral de la iglesia abriéndola al impulso del Espíritu de Jesús.
La encíclica, sin salirse del marco de la doctrina común sobre el Espíritu Santo, acentúa, sin embargo, un aspecto que será muy importante para la renovación de la eclesiología: desde la obra del Espíritu Santo en la encarnación a su presencia activa y configurante del cuerpo de Cristo en la Iglesia. Ciertamente, ya a mediados del mismo siglo XIX el gran teólogo de Tubinga, J.A. Móhler (1796-1838) había puesto de relieve la acción del Espíritu Santo en el nacimiento, configuración y desarrollo de la Iglesia, pero la brecha abierta por él en dirección a los Padres y en diálogo ecuménico con el protestantismo, no fue seguida durante mucho tiempo. Por entonces se impusieron otros vientos.
León XIII enfoca la presencia y acción del Espíritu Santo en torno a cuatro puntos principales: a) El Espíritu es el que completa y lleva a perfección la obra de la redención, pues "como él mismo [Cristo] la había recibido del Padre [la misión de realizar la obra de la salvación], así la entregó al Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término"(n.l) a través de la iglesia; b) es el que actúa en la encarnación, para que "la naturaleza humana fuese levantada a la uniónpersonal con el Verbo"(n.6) hace que "toda acción suya [de Jesús] se realizara bajo el influjo del mismo Espíritu, que también cooperó de modo especial a su sacrificio (Heb 9,14)" (ib.); c) el Espíritu Santo continúa la obra de Cristo en la Iglesia: a ella comunica toda la verdad recibida del Padre y del Hijo,"asistiéndola para que no yerre jamás, y fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a madurez para la salud de los pueblos"(n.7). En la Iglesia está presente el Espíritu Santo a través del ministerio de los obispos y sacerdotes por los dones carismas que por todas partes difunde; por eso ella es "medio de salvación" y "obra enteramente divina". Remitiéndose a un texto de san Agustín, la encíclica pone en relación a Cristo como cabeza de la Iglesia con el Espíritu Santo como su alma: "se compara al corazón el Espíritu Santo que invisiblemente vivifica y une la Iglesia"(n. 19); d) finalmente, el Espíritu no obra sólo en la Iglesia, en su ámbito visible o institucional, sino también en el alma de cada creyente: como Cristo "fue concebido eir santidad para ser hijo natural de Dios, [así] los hombres son santificados [por la acción invisible del Espíritu] para ser hijos adoptivos de Dios"(n.9). Esta acción santificadora del Espíritu en el alma del justo acontece principalmente en el sacramento del bautismo, por el que el bautizado se hace semejante al Espíritu, pues 'lo que nace del Espíritu es espíritu'Qn 3,7), y de la confirmación, en el que "se da a sí mismo como don más abundante" (n.10), pues "no sólo nos llena con divinos dones, sino que es autor de los mismos, y aun él mismo es el don supremo porque, al proceder del mutuo amor del Padre y del Hijo, con razón es 'don de Dios altísimo"'(ib.). Por esta presencia del Espíritu en el alma del justo se realiza la inhabitación de la Trinidad santa que es una anticipación de la unión con Dios que gozan los bienaventurados en el cielo. Se atribuye al Espíritu Santo porque esta unión se establece por el vínculo de la caridad que es "la nota propia del Espíritu Santo"(n.11), pues él "es el amor substancial eterno y primero"(n.13), el "amor vivificante"(n.2).
La encíclica de León XIII sobre el Espíritu Santo sirvió de contrapunto, más que en el ámbito teológico, en el de la pastoral y en la piedad de los fieles, sobre todo al instituir oficialmente en toda la iglesia la 'novena' de preparación a la fiesta de pentecostés (cf. n.16). El Espíritu Santo comenzó así a salir del marco estrecho y abstracto de las 'procesiones' intratrinitarias a la vida y oración de la Iglesia.

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