TEOLOGÍA MORAL
SUMARIO
I.
Problemática.
II.
Fenomenología de los principios lógico-estructurales de los sistemas
epistémicos de la ética.
III.
La investigación histórico fenoménica sobre las facultades antropo-epistémicas
de la ética:
1. La intuición;
2. El sentimiento;
3. La razón;
4. La voluntad.
1. La intuición;
2. El sentimiento;
3. La razón;
4. La voluntad.
IV.
Las fuentes epistémicas de la ética.
V.
Las modalidades introspectivas de la "episteme"ética.
VI.
Los resultados de la investigación epistémica sobre el srpeto moral.
VII.
El "cuadrifolio epistémico" dé la ética.
VIII.
La especificidad epistémica de la ética.
IX.
La especificidad teológica de la "episteme"ética.
I.
Problemática
Según
el diccionario, la epistemología es la investigación crítica, no sobre
el contenido de una ciencia concreta, sino
sobre la forma o estructura lógica de la ciencia. Desde el momento,
pues, en que el término va acompañado de
un adjetiva, la investigación ya no se hace sobre la estructura lógica de la
ciencia en general, sino sobre la
estructura lógica de la ciencia concreta a
la que remite el adjetivo.
Indagar
sobre la estructura lógica de una ciencia
concreta, en este caso la ética, significa
indagar sobre la condición indispensable de su existir en cuanto
ciencia, y en cuanto ciencia distinta de
las otras ciencias. Condición indispensable del existir de una ciencia
es la especificidad de su estatuto epistémico, que constituye al mismo tiempo
el principio de identidad y el de
diversidad de esa misma ciencia concreta. Para que una ciencia pueda
ser incluida en la lista de las ciencias se
requiere que haya dado a su propia
reflexión, mediante un pensar explicativo y elaborativo, una estructura lógica
total o parcialmente propia y, por lo
tanto, total o parcialmente distinta de las otras ciencias.
Hablar
de epistemología moral significa también
plantear el gran problema de la complejidad del estatuto epistémico
de esta ciencia, que es colocada de hecho y es perfectamente colocable
dentro de las ciencias empíricas y axiológicas, lo mismo que entre
las filosóficas y teológicas. Además, la ética es considerada como ciencia
filosófica no teórica, sino práctica, y, dentro de este contexto, hay que
preguntarse qué significa para la ciencia
moral ser filosofía práctica y no teórica, si es verdaderamente sólo
práctica y en qué sentido hay que
considerarla también filosofía teórica.
La ética, en efecto, no se interesa sólo por los problemas referentes a la
búsqueda del vivir moral, sino también por tantos problemas teóricos que no
se refieren directa o inmediatamente a la vida práctica.
La
ética se considera también ciencia empírica, en el sentido de que la vida
moral de un pueblo, de un grupo social o de una persona concreta siempre se
puede señalar y describir empíricamente mediante la observación. ¿Pero su
reflexión puede identificarse con la de las otras ciencias empíricas? Y si se
la considera una ciencia descriptiva, ¿no hay que atribuirle, aunque sea de
forma un tanto distinta, una función valorativa, y por lo tanto práctica?
Además,
la ética es vista como ciencia valorativa; pero su estatuto epistémico, ¿es
exclusivamente axiológico? ¿En qué sentido y hasta qué punto la ética es
también ciencia axiológica? ¿De qué modo y hasta qué punto es posible
fundamentar y demostrar científicamente este estatuto suyo axiológico?
Finalmente,
por la ética no se interesa sólo la filosofía, sino también la teología; y
por eso hay que plantear también el problema de las características
específicamente filosóficas y teológicas de su estatuto epistémico. ¿En
qué sentido es ciencia puramente filosófica y en qué sentido se plantea su
especificidad teológica?
La
complejidad de este horizonte epistémico se acentúa todavía más al centrarse
la reflexión en problemas colaterales, como, por ejemplo, el de las facultades
antropo-epistémicas de la ética, de sus fuentes, del método científico y/ o
del método que permite la explicitación de la estructura lógica del discurso
ético.
Para
realizar tal explicitación, en las páginas siguientes procederemos a resaltar
la importancia fenoménica de los datos relativos a la estructura lógica de la
ética. De este realce de los resultados alcanzados con el tiempo se nos
remitirá, siempre fenomenológicamente, al de las teorías sobre las facultades
antropo-epistémicas de la ética y, sucesivamente, a la discusión sobre las
fuentes o los datos a partir de los cuales el hombre ha explicitado
fenoménicamente y puede elaborar teóricamente los distintos resultados
epistémicos. Trataremos de descubrir el método seguido de hecho por la
reflexión científica de la epistemología moral para ver su nivel de
aceptación filosófica y teológica y sus posibilidades de aplicación a la
ciencia ética en cuanto tal y al sujeto moral que la elabora y, sobre todo, que
vive moralmente. Este método nos llevará a la explicitación conceptual y
terminológica de algunas distinciones fundamentales y clarificadoras de la
estructura lógica de la ética, de su especificidad filosófica y teológica y
de su misma estructura epistémica compleja o diversamente planteada.
Seguiremos,
pues, un método tan nuevo como nueva es la ciencia ética: siguiendo la estela
de Aristóteles, partiremos de lo ya conocido, de lo aparente, de lo descubierto
por otros, para captar lo que es menos conocido o, mejor aún, para elegir lo
que permita una visión clara de la sistematicidad del discurso ético.
Que
la epistemología no se interese por el contenido de una ciencia no significa
que no se interese en absoluto por su objeto. En algunos momentos la estructura
de la ética depende precisamente de su objeto o del modo como se le cónsidera.
Si, por ejemplo, no se acepta que el objeto de su interés sea el aspecto
valorativo o la posibilidad de fundamentarlo cognoscitivamente, a la ética
obviamente habrá que darle una estructura epistémica no de tipo axiológico,
sino descriptivo.
Se
puede dar, además, el caso de que una ciencia (y esto afecta directamente a la
ética también) tenga o se interese por varios objetos, que en razón
de sus características diversas deben plantearse con estructuras epistémicas
distintas para que puedan ser captados en todas sus cualidades específicas.
Esto significa que la estructura lógica de la ética, o su epistemología,
constituida con esa diversidad no puede explicitarse independientemente del
objeto al que ésta se refiere, aunque sí puede y debe elaborarse
prescindiendo, por ejemplo, de ciertos contenidos normativos que ella da al
comportamiento humano.
II.
Fenomenología de los principios lógico-estructurales de los sistemas
epistémicos de la ética
El
mejor modo de iniciar la reflexión sobre la estructura lógica de la ética, o
sobre su episteme, parece ser el de resaltar fenomenológicamente los
principios lógico-estructurales sobre los que se han fundamentado los diversos
sistemas epistémicos de esta ciencia y con los que, en último análisis, se
los puede identificar.
Por
principio lógico-estructural se entiende el elemento a partir del cual -o la
idea central en torno a la cual- se desarrolla una teoría ética que posee
también los requisitos necesarios para transformarse en sistema o en visión
global del fenómeno moral. A este elemento se le puede considerar la clave de
lectura de la epistemología ética presente en uno u otro sistema. Está claro
que en el momento en que se asume un determinado principio como fundamento de
todo e1 fenómeno ético, se asume y se ofrece también una estructura
interpretativa para la lectura del mismo fenómeno y para la relectura de la
estructura lógica de la reflexión que se fealiza sobre él. Por ejemplo,
asumir como principio lógico-estructural del fenómeno ético el egoísmo significa
aceptar que tal fenómeno se fundamenta en el egoísmo, brote de él, se
desarrolle en todas sus articulaciones a partir de él y que el principio
epistémico que orienta la reflexión se identifique precisamente con el
egoísmo. Lo mismo puede decirse si se asume como principio lógico-estructural
el altruismo. Pero hay que tener presente que asumir un principio o su opuesto
(egoísmo-altruismo) no determina necesariamente una variación radical de la
estructura epistémica de la ética; esta puede llevar, y de hecho a veces
lleva, a resultados parcial o totalmente distintos, pero puede que no varíe la
estructura lógica del mismo procedimiento. Esto significa que la
identificación del principio lógico-estructural sobre el que se fundamenta la
ciencia ética y con el que se inician estas reflexiones no se transforma
automáticamente en identificación de su sistema epistémico (en el sentido de
la reflexión ya hecha sobre el contenido).
Muchos
autores han intentado clasificar los distintos sistemas éticos aparecidos a lo
largo de los siglos en base a algunos principios lógico-estructurales. Será,
pues, oportuno remitirse a ellos y ver, en cuanto sea posible, la validez y los
límites de sus clasificaciones. Entre las más significativas y por orden
cronológico podemos remontarnos a la realizada por el mismo Aristóteles en su
Ética a Nicómaco (1094a). Para establecer "el fin que debe perseguir la
política y cuál es el sumo bien en la acción", Aristóteles cree que
debe examinar cuáles fueron las opiniones "mantenidas por muchos hombres
del pasado" y las mantenidas "por pocos hombres famosos".
Procediendo con este tipo de identificación fenoménica, pasa revista a las
distintas opiniones, discute su validez para aceptarlas o rechazarlas y para
descubrir en qué consiste exactamente el bien. De esta manera elabora una lista
de los principios lógico-estructurales sobre los que se basan los sistemas
éticos, que puede ampliarse con sólo pasar las hojas de toda su producción
ética. Baste esta muestra para señalar cómo ya en los albores de esta ciencia
era posible realizar una clasificación bastante amplia de estos principios.
Sin
embargo, para tener una visión más exhaustiva, y también porque a lo largo de
los siglos siguientes ha habido muchas repeticiones tanto conceptuales como
terminológicas -unas y otras juntas o separadas-, será bueno remitirnos a
esquemas elaborados en tiempos más cercanos a nosotros.
Si,
por ejemplo, tomamos el Tratado de moral general de R. Le Senne,
enseguida notamos que es posible identificar el principio lógico-estructural de
la ética en base a referencias geográficas y culturales, o en base a la
evidencia de la idea central de un sistema ético. En una primera lista
clasificatoria, aunque estructurada sólo con sentido bibliográfico, Le Senne
se remite al período histórico y al área geográfica en la que han surgido
las distintas morales, distinguiendo las de la antigüedad clásica de las
cristianas, las asiáticas de las europeas y, dentro de éstas, las francesas,
alemanas, holandesas, inglesas, italianas, escandinavas, españolas y eslavas,
para después identificar en cada una de ellas los autores y los principios más
representativos.
Lo
mismo puede encontrarse en otras obras, por ejemplo en Primeras líneas de
una historia de la moral, de E. Sidgwick, en donde la referencia
geográfica, que continuamente se entrecruza con la temporal, permite al autor
hacer explícita en cada caso la idea central que guía cada elaboración más o
menos sistemática del discurso moral.
La
clasificación se hace más homogénea y lineal en la Historia de la ética, de
V.J. Bourke. Este autor distinque cinco grandes períodos históncos, integrando
después en cada uno de ellos los distintos principios lógico-estructurales
más significativos, junto con los autores que los defienden.
De
estos pocos ejemplos se pueden intuir cómo las referencias
históricogeográficas pueden resultar necesarias para la elaboración de una
historia de la ética, pero siempre son deficientes para una clasificación
sistemática de los principios lógico-estructurales de esta ciencia.
Ni
siquiera la clasificación sistemáticamente dirigida y surgida directamente de
estos principios consigue fácilmente alcanzar un nivel exhaustivo y lineal de
planteamiento. El mismo René Le Senne en el segundo volumen de su Tratado de
moral general hace una lista de los distintos tipos de moral,
distinguiéndolos en base a su principio lógico-estructural, que para unos ha
sido el placer (hedonismo), para otros el interés (utilitarismo), para otros el
bien o el sentimiento, el querer o la tradición, el positivismo biológico,
psicológico o sociológico.
Si
se quiere realizar esta misma distinción hay que reconocer con Le Senne que
algunos de estos principios se relacionan entre sí: por ejemplo, las morales
que él llama del "sí" pretenden la realización del sujeto moral,
como también el hedonismo y el utilitarismo. También hay que reconocer que,
mientras que la mayor parte de las distinciones se remiten al principio
lógico-estructural de la ética, las morales del sentimiento y del querer se
remiten más bien a la facultad epistémica de la ética. Además hay que
añadir, como hace notar el autor, que, desde el punto de vista puramente
terminológico, "placer" no hace explícita todavía su
identificación o diversidad respecto a "alegría" o
"felicidad". Si el "placer" lo asumimos en este último
sentido, nos encontramos ante el
eudemonismo, en el que suele clasificarse la ética de Aristóteles y la de
santo Tomás.
De
todas formas, el hecho es que en la historia de la ética se pueden identificar
muchos otros términos para la clasificación de los distintos principios
lógico-estructurales. Se puede hablar, y de hecho se habla con Bergson, de
"morales cerradas", que se basan en el principio de la obligatoriedad,
y de "morales abiertas", que se basan más bien en la espontaneidad de
la tendencia hacia el bien. Se puede hablar también de morales ateas,
humanistas o religiosas; de moral autónoma o heterónoma; de moral de los.
derechos, o de los deberes; de morales del deber, que puede ser exterior o
interior; de morales objetivas o subjetivas; de morales teleológicas o
deontológicas (Broad), que también se denominan a veces las últimas
intuicionistas (Sidgwick); de morales que se basan en el escepticismo y de
morales que remiten a fundamentos cognoscitivos; de morales basadas en el
egoísmo y de morales.basadas en el altruismo.
Sin
pretender redactar una lista exhaustiva de todas las clasificaciones posibles,
notemos tan sólo que todas suscitan problemas importantes cuando se trata de
identificar exactamente la peculiaridad de los principios lógico-estructurales
a que se remiten. Por ejemplo, la distinción de las morales en base al
principio ateo, humanista o religioso parece inmediatamente clara; pero se
complica muchísimo apenas nos preguntamos si la moral atea y la religiosa son o
pueden ser también morales humanistas, si y en qué sentido los principios del
ateísmo y de la religiosidad pueden determinar una perspectiva ética distinta.
También está clara la distinción entre autoqomía y heteronomía; pero,
¿cómo hay que interpretar la teonomía de la moral cristiana? ¿En sentido
autónomo o heterónomo? Y ¿qué diferencia hay entre la moral de los derechos
y la de los deberes? ¿No son éstos el reverso para los demás de los derechos
de una persona o de un grupo?
El
problema se complica más en cuanto nos remitimos al volumen Ética, teoría
e historia, de Hans Reinen. En él el principio del eudemonismo se expone
tanto en el capítulo sobre el principio últimamente determinante del actuar
del hombre, como en el capítulo sobre el principio de los contenidos de la
moralidad y en el capítulo sobre el carácter imperativo de la exigencia moral,
como ética eudemonista sin un "debes" vinculante.
Semejante
consignación da a entender fácilmente que el mismo principio
lógico-estructural puede ser, y de hecho es, utilizado de modos distintos, por
motivos distintos y en contextos distintos. Hay que pensar, pues, que lo mismo
ocurre o puede ocurrir con los otros principios: mientras que uno, es utilizado
en un contexto bien preciso y concreto, el otro es utilizado en un contexto
totalmente diverso. Por ejemplo; ¿en qué contexto se asume el principio
lógico-estructural del decisionismo y en cuál el del utilitarismo? Mientras
que con el primero se niega que en el ámbito ético exista proceso cognoscitivo
alguno, con el segundo, en cambio, se afirma que en el ámbito ético hay que
actuar con vistas al mayor bien posible para el mayor número de personas
posible. Ambas contextualizaciones aparecen claramente diferentes: mientras 1a
segunda se refiere a la finalidad deYactuar, la primera se refiere a las
condiciones básicas de la reflexión ética.
¿Qué
significa además afirmar, como hace Sidgwick, que la moral cristiana tiene sus
rasgos distintivos en la fe, en el amor, en la pureza, en la obediencia, en la
lejanía del mundo, en la mortificación de la carne, en la paciencia, en la
beneficencia? ¿Se puede pensar en una moral auténticamente moral, atea o no
atea, que no tenga todos estos requisitos, fuera del de la fe?
La
identificación fenoménica de los diversos principios y de los problemas que de
ellos se derivan permite ahora ver la problemática fundamental: ¿Se puede
sostener teóricamente la pluralidad de los principios lógico-estructurales de
la ética, o debemos más bien buscar un solo principio? ¿La posibilidad de
mantener tantos principios se disuelve al disolverse la diversidad
terminológica o puede seguir existiendo mientras no distingamos algunas
contextualizaciones?
En
efecto, si nos fijamos mejor, vemos que los términos del problema relativo a la
unicidad del principio lógico-estructural de la ética estaban ya claros para
Aristóteles y Platón. Se advierte también que una larga lista de pensadores
después de ellos ha sostenido la unicidad de este principio, que consiste
precisamente en el bien. Y así, ya en las primeras páginas de la Ética a
Nicómaco leemos: "si hay un fin de nuestras acciones que queremos por
sí mismo, mientras que a los demás los queremos en vista de aquél, y no
deseamos cada cosa en orden a otra cosa particular..., en tal caso está claro
que éste debe ser el bien, y el bien supremo".
Por
esto G.E. Moore, en Principia Ethica, se pregunta también, siguiendo a
Aristóteles, qué es bueno en sí mismo, tratando de individuar las distintas
identificaciones históricas del bien. El problema que subyace a muchas
distinciones ya señaladas, en efecto, consiste precisamente en la
identificación del bien con cosas distintas del bien, que Moore define como
concepción naturalista de la ética. El hedonismo, por ejemplo, identifica el
bien con el placer, cayendo de esta manera en el error naturalista
desenmascarado por el mismo Moore y por otros después de él.
Para
Moore, en cambio, el bien, como ya se había puesto de manifiesto en el área
cultural anglosajona, es un concepto simple, indefinible o sólo
tautológicamente definible, como, por ejemplo, en la definición de santo
Tomás: "Bonum est faciendum, malum est vitandum".
Pero
hay que señalar también que el concepto de bien supremo, verdadero principio
lógico-estructural de la ética, como afirma Aristóteles, "no es una
cualidad común que se exprese bajo una sola idea". Se manifiesta en
múltiples y complejas modalidades. Constituye, como han puesto de manifiesto
los fenomenólogos, un reino ideal de valores.
Por
eso otro problema subyacente a algunas de las distinciones señaladas lo
constituye su colocación sectorial en relación a las parciales manifestaciones
del bien o en relación a las problemáticas que tienen que ver con el bien en
cuanto tal dentro de la polivalente contextualización del discurso moral.
Todo
lo dicho lleva a la conclusión de que el principio lógico-estructural de la
ética, el fundamental, es, y no puede dejar de ser, único; que puede haber
más principios lógico-estructurales, pero éstos tendrían que situarse dentro
de contextualizaciones sectoriales de la única perspectiva ética, cuya
polivalencia estructural no hemos destacado aún.
III.
La investigación histórico-fenoménica sobre las facultades antropo-epistémicas
de la ética
Identificado
el bien como principio de la ética, Aristóteles piensa, puesto que "el
hecho es a la vez comienzo y principio", que hay que pasar a la búsqueda
del modo en que este principio pueda establecerse. No se trata ahora todavía de
si el principio lógico-estructural de la epistemeética se descubre por
inducción, por sensación, por hábito o de otro modo. Tratamos más bien de
descubrir a qué facultad antropológica se le ha atribuido en la historia la
función de facultad epistémica de la ética. Señalado esto, se podrá ver
después cómo la o las facultades antropológicas realizan el proceso
cognoscitivo en ética. También en este caso la identificación
fenoménicaconstituye el vehículo para alcanzar ciertos resultados útiles,
tanto en ordena la visión panorámica de la discusión histórica como a
descifrar exactamente la problemática epistémica.
Hablar
de facultad epistémica puede, parecer querer problematizar a toda costa lo que
es obvio, ya que el proceso cognoscitivo no puede dejar de depender de la
facultad intuitivo-racional del hombre. Sin embargo, resulta que la búsqueda de
la facultad antropo-epistémica de la ética ha tenido una considerable
importancia problemática en la historia de esta disciplina y que los resultados
de tal búsqueda han sido más bien divergentes. "El punto controvertido
-sostiene H. Reiner- es si el acto con el que inmediatamente percibimos la
diferencia entre el bien y el mal tiene el carácter fundamental y general del
conocer en sentido propio, o si en él toma parte alguna facultad de tipo
jurídico de otro género. Por lo demás, a la percepción de la diferencia en
cuestión va unida también un impulso -el impulso a hacer el bien y a
abstenerse del mal -del que somos conscientes en términos de un deber moral"
(Ética, 149).
Por
esta cita queda claro que la epistemología moral debe remitirse por una parte
al problema del tipo de conocimiento con
que el hombre capta el bien, y por otra al problema de la o de las facultades
implicadas en este tipo de conocimiento. Si el conocimiento del bien tuviera que
darse como se da el conocimiento de cualquier otro objeto ontológico o
empírico, en ética se descartaría la atribución del proceso epistémico a la
facultad intelectual. Puesto que, en cambio, el bien en cuanto tal no se puede
integrar totalmente en el contexto empírico-ontológico, tampoco su
conocimiento podrá integrarse totalmente dentro de los esquemas del
conocimiento puramente intelectual. Precisamente de aquí brota, en último
análisis, la diversidad de las soluciones históricamente aportadas.
Según
Sidgwick, el problema hay que formularlo del modo siguiente: "Una
investigación en torno a la naturaleza y al origen de la facultad espiritual
que nos permite reconocer el deber, o, de forma más general, en torno a la
parte que el intelecto tiene en el acto humano y a sus relaciones con las
distintas especies de atracciones y aversiones" (Primeras
líneas..., 23).
Esta
formulación del problema parece muy adecuada porque, efectivamente, al hablar
de episteme no se puede excluir el papel preponderante que ejerce el
intelecto. Pero a partir de la misma formulación se hace más claramente
visible, durante la identificación fenoménica del debate histórico, cómo con
frecuencia se trata sólo de una acentuación más o menos evidente del papel
desempeñado por una u otra facultad respecto al desempeñado por la facultad
intelectual.
H.
Reiner dedica todo un capítulo de su Ética a la "facultad que
define las distinciones morales y fundamentales", enumerando como órgano
del juicio moral la razón, el sentimiento, el sentido moral, la razón
práctica de Kant, el gusto. En base a las variantes aportadas
por otros autores, como se verá en las páginas siguientes, esta lista
prescinde de cualquier otro debate histórico, como aquel que, por ejemplo,
atribuye la función de discernir la distinción fundamental entre el bien y el
mal a la intuición, o el que la atribuye, a pesar de su aparente
contradicción, ala misma facultad volitiva.
Aunque
la función de la intuición puede considerarse dentro de la perspectiva
racional-intelectual, se le dedica aquí una sección aparte precisamente por el
enorme interés y lo peculiares que son las reflexiones que suscita. Las otras
secciones se reservan al sentimiento, a la razón y a la voluntad, tratando en
cada una de presentar las variantes más significativas de las respectivas
discusiones.
1.
LA INTUICIÓN. Desde la antigüedad se afirma que en el origen del fenómeno
moral, entendido como vivencia existencial y como reflexión explicativa de la
vivencia, está el aspecto intuitivo de ciertos elementos, fundamentales para
hacer posible el nacimiento y la articulación del fenómeno mismo. Para
Platón, en el Menón, se trata de anámnesis: "El alma, recordando
(recuerdo que los hombres llaman aprendizaje) una sola cosa, es capaz de
encontrar por sí sola todas las demás... Buscar y aprender son, en su
conjunto, reminiscencia". En Aristóteles el recuerdo de la idea que el
hombre se ha traído del mundo del hiperuranio se transforma en un
"comenzar por las cosas conocidas". El dilema platónico de
"partir de los principios o bien llegar a ellos" se convierte en
comenzar la búsqueda epistémica desde "lo que nos es conocido y de lo que
ya se conoce en general" para descubrir poco a poco lo que queda todavía
por conocer.
En
ética remontarse al momento inicial de este conocimiento significa además,
para santo Tomás, establecer una relación analógica entre el conocimiento del
ser y el del bien: "Como el ente es lo absolutamente primero en el
conocimiento, lo mismo el bien es lo primero en el conocimiento de la razón
práctica" ("Sicut ens est primum quod cadit in apprehensione
simpliciter, ita bonum est primum quod cadit in aprehensiones practicae rationis";
S. Th., I-II, q. 94, a. 2).
Este
tipo de aprehensión, que se realiza naturaliter, corresponde a la
percepción intuitiva, a partir de la cual se mueve la razón práctica. Y esta
analogía, que está muy, clara en santo Tomás, es quizá la causa fundamental
de los debates históricos a que hemos aludido. En último análisis, se trata
de ver en qué consiste la razón práctica; aquella razón práctica que para
Kant posee leyes a priori cuya explicitación consciente es tarea de la
metafísica de las costumbres. "Una metafísica de las costumbres es pues,
rigurosamente necesaria, no sólo por una necesidad de la especulación, para
explorar la fuente de los principios prácticos que están a priori en
nuestra razón..." (KANT, Fundamentos...,
12).
Lo
dicho no significa sino poner al comienzo de toda reflexión ética, tanto si se
elabora científicamente como si se lleva prácticamente en el tejido
existencial operativo de la persona, un aspecto intuitivo o perceptivo del
concepto de bien, de los principios primeros y del deber emergente y en base al
cual la razón práctica saca "conclusiones per scientiam" (S. Th.,
II-II, q. 47, a. 6c).
H.
Bergson presenta así el mismo tema: "Un absoluto no puede captarse más
que por intuición, mientras que todo lo demás pertenece al análisis. Se llama
intuición esa especie de simpatía intelectual por la que entramos dentro de un
objeto para coincidir con lo que tiene de único, y por consiguiente
de inexpresable" (Las dos fuentes..., 17).
La
dimensión intuitiva, que posee la característica de simpatizar
intelectualmente con el objeto, es definida por los fenomenólogos como
experiencia originaria (Ur-erfahrung), conocimiento apriorístico,
sentimiento de los valores, conciencia primaria de los valores. "Esta
conciencia primaria del bien y del mal mismo, cualquiera que sea el modo en que
se dé... es el fenómeno ético primario, el hecho de la ética" (N.
HARTMANN, Ética, 87).
La
dimensión intuitiva es considerada por muchos como el fenómeno ético
primario; pero es verdad, sin embargo, que no se presenta como simple dimensión
intuitiva; como ya se ha podido observar, se le atribuye una característica
claramente comprensible en la variedad terminológica que la expresa:
precisamente la de estar acompañada por algo identificable como simpatía o
sentimiento; se le atribuye también la función de servir de comienzo a la
búsqueda racional posterior o a la conciencia cada vez mayor de los valores, y
de estimular la facultad volitiva hacia lo que se ha captado. Esto ya se ve en
el concepto de bien propuesto por Aristóteles y Tomás, lo mismo que en el
concepto de deber propuesto por Kant, como objetos intuidos.
En
este sentido la dimensión intuitiva originaria se puede considerar por una
parte como dimensión en sí misma y netamente distinta a las otras, y por otra
como dimensión cuya explicitación plena se alcanza a través de la
identificación de las características distintivas de las otras dimensiones.
2.
EL SENTIMIENTO. Si se utiliza esta terminología, no se puede por menos de
iniciar la reflexión sobre la base de las afirmaciones de los fenomenólogos.
No importa mucho uno u otro de los matices
distintos de su terminología, puesto que siempre nos encontramos con una
experiencia originaria que poco a poco tiende a hacerse experiencia cada vez
más plena de los valores, guiada como está por la atracción que éstos
ejercen en el hombre. Los valores no se los inventa el hombre; existen ya, viven
en el sentimiento que sustenta y empuja continuamente al hombre hacia ellos. Su
ser autónomo e independiente de toda fantasía no está determinado por la
conciencia de la persona, sino que son ellos los que la determinan a ella.
El
sentimiento del valor es el resultado de la atracción que ejercen en el hombre
y que se transforma en un "saber conjunto más o menos claro u oscuro del
valor y del no valor del comportamiento de hecho" (N. HARTMANN, Ética,
87).
Pero
el problema del sentimiento de los valores no ha esperado a los fenomenólogos
para ser explicitado. El mismo Hartmann no puede por menos de definir su
discurso como "la auténtica anámnesis platónica" (ib, 79), tanto
por la relación del hombre platónico con el mundo de las ideas como por la
reflexión que Platón hace en el Menón sobre la posibilidad de desear
el mal aun sabiendo que es mal. La atracción del hombre por parte de los
valores es claramente visible también en la definición de bien hecha por
Aristóteles al comienzo de la Ética a Nicómaco: "aquello hacia lo
que todo tiende".
Es
visible también en las inclinaciones naturales, que santo Tomás ve en el
hombre en relación con el bien y con los primeros principios, y que después se
desarrolla en conocimiento cada vez más pleno de los preceptos particulares de
la ley natural mediante el trabajo de la razón práctica.
Las
inclinationes naturales de santo Tomás y de la teología moral que le
siguió pueden identificarse con el sentimiento
del valor de los fenomenólogos y con la "estimación del valor muy
superior al valor de todo lo que es considerado altamente apreciable por la
inclinación" (E. KANT, Fundamentos... 40), donde obviamente el
término inclinación corresponde al adpetere de la escolástica.
En
la tradición inglesa la misma perspectiva se afirma como teoría del sentido
moral o común, la cual sostiene que el concepto de bien suscita en el hombre
aquel deseo que regula naturalmente todo apetito y pasión especial, impulsa el
querer a realizar lo que es honesto y provoca el conocimiento de verdades
supremas.
Diversidad
terminológica, como se ve, que tiende a sintetizar en una sola fórmula la
complejidad de la actuación de varias facultades humanas en la articulación
del fenómeno moral. Mientras que en la reflexión sobre la intuición se veía
la dimensión originaria dando origen al fenómeno mismo, aquí se ve la
dimensión atractiva de los valores, y sólo después se considera la dei
trabajo intelectual y la de la adhesión volitiva.
Dentro
de esta perspectiva hay que resaltar, sin embargo, el problema del reduccionismo,
visible en algunos estudios muy recientes, según los cuales el sentimiento,
entendido como simple emotividad, constituye no sólo la dimensión que
acompaña a la intuición originaria, sino también como la única dimensión
que da fundamento al fenómeno moral [l Metaética; l Ética descriptiva].
3.
LA RAZÓN. Que la dimensión intuitiva, acompañada por el sentimiento
originario de los valores, pueda y deba desarrollarse mediante la actividad
racional o que sea la dimensión inicial y decisiva de la actividad racional del
hombre en cuanto sujeto moral, es una afirmación muy extendida en la tradición
ético-filosófica y teológica, excepto en el neoempirismo inglés¡ muy
reciente, que niega a la ética a fundamentacion cognoscitiva.
Por
todo lo dicho, parece suficiente aquí ver cómo desde los tiempos de
Aristóteles, al menos por lo que consta históricamente, se atribuyó a la
razón -entendida como razón práctica que guía al hombre en la actividad no
especulativa sino práctica del contexto ético-operativola misión de
"distinguir los bienes reales y verdaderos de los aparentes... y de guiar
el deseo cuando mueve a la voluntad, de modo que no se conforme con los bienes
aparentes, sino únicamente con los verdaderos" (H. REINER, Ética, 152).
La
razón práctica, como dice Tomás, tiene precisamente la función de causar
algo mediante un mandato o una petición. Es también aprehensiva, pero no sólo
como la especulativa (11-11, q. 83, a. 1). Desarrolla su función en
relación con las cosas que debe hacer y que son particulares y contingentes,
mientras que la razón especulativa se preocupa de las cosas necesarias (1-Il,
q. 91, a. 3).
En
Kant la razón especulativa se hace razón pura; y la razón práctica adquiere
una doble función: la puramente descriptiva, que se refiere a la facultad
volitiva, considerada como simple facultad humana distinta de la intelectual, y
la valorativa de voluntad moralmente buena (D. WITSCHEN, Kant und die
Idee..., 15). Lo que significa que cuando en la historia de la ética se
habla de razón práctica, no se hace referencia sólo a la actividad
intelectivo-racional o especulativa del hombre, sino también a la volitiva que
guía y orienta su actuar ético.
La
razón práctica, por tanto, es a a la vez dimensión intelectual y volitiva;
entrelazado mutuo de las dos facultades que orientan la vida moral. Como
dimensión intelectual, la razón práctica llega al conocimiento de
las leyes morales, que luego son asumidas por la esfera volittva de la razón
práctica. También la misma razón pura está dirigida por la razón práctica,
entendida como dimensión volitiva,sobre todo cuando asume la tarea de indagar
en el ámbito de los problemas éticos, cuya solución afecta directamente a la
actividad de la razón práctica. Según Kant, en efecto, "es de la mayor
importancia práctica unir estos conceptos y estas leyes (morales) con la fuente
de la razón pura", precisamente porque "resulta evidente que todos
los conceptos morales tienen su sede y su origen totalmente a priori en
la razón, tanto en la razón humana más común como en la que es en sumo grado
especulativa" (Fundamentos..., 54).
La
dimensión intuitiva del a priori necesita siempre, como aparece en las
primeras páginas de Fundamentos para una metafísica de las costumbres, que
se la explicite,elabore y presente claramente con todas sus consecuencias
prácticas. Esto debe ser propio de la razón pura, solicitada quizá por la
razón practica, que tiende a adquirir un mayor número de elementos con los que
orientarla acción ética del hombre.
Todo
lo dicho significa que la razón práctica no tiene funciones epistemológicas:
a ella se le pueden atribuir, si acaso, funciones de causa genética en
relación con la razón especulativa o pura. Tanto a nivel de entramado
existencial de la vida ética de la persona individual como a nivel de búsqueda
especulativa altamente científica, no es la voluntad la que identifica las
leyes morales, sino la inteligencia empujada por la voluntad.
4.
LA VOLUNTAD. En la historia encontramos teorías que atribuyen precisamente a la
voluntad la función de facultad epistémica de la vida moral. Pero, en
realidad, no se trata de teorías
epistemológicas, sino de teorías que determinan volltivamente el inicio del
fenómeno moral: la voluntad no es y no puede ser facultad epistémica.
Según
estas teorías, la voluntad, con su toma de decisión, hace posible el proceso
epistémico de la ética, que de otro modo no podría iniciarse nunca, pero que
después, entiéndase bien, se resuelve dentro de un circuito cerrado en el que
se ha entrado precisamente por la toma de decisión inicial. La ética, pues,
según estas teorías, no puede fundamentarse cognoscitivamente; el inicio del
proceso epistémico no se identifica con la dimensión intuitiva, sino con la
dimensión decisoria y, según algunos, con la puramente emotiva. A partir de
ahí es posible la verificación empírica de las verdaderas afirmaciones; pero
su verificación lógica se encuentra siempre con el muro de la decisión o
emoción inicial, más allá del cual la inteligencia no puede pasar [l
Metaética].
Que
la voluntad tiene también una función importante en el proceso epistémico es
indudable; ya ha quedado claro por todo lo que se ha dicho sobre la razón
práctica. Pero que todo conocimiento ético no sólo es objeto al que adherirse
voluntariamente, sino que está también estimulado y acompañado por la
tensión volitiva hacia el logro cada vez más explícito del bien, no significa
que la relación inteligencia-voluntad haga inclinar la balanza del lado de la
voluntad, al menos en el inicio del proceso epistémico. Que tal relación está
mediada por el sentimiento y que éste juega un papel también decisivo no
significa tampoco que el proceso epistémíco de la ética no se fundamente en
un conocimiento que también es intuitivo. Todo esto evidencia más bien la
peculiaridad de la epistemc ética, que se basa en la actuación de
diversas facultades antropo-epistémicas. Cada una de ellas desempeña su propia
función específica, estimulando genéticamente el proceso cognoscitivo o
recibiendo de él su estímulo, actuando de un modo más o menos incisivo en
esta o en aquella otra fase del proceso. De todo esto se deduce que la ética se
fundamenta sobre el proceso cognoscitivo, y que tal proceso es compuesto,
complejo y variado en su estructura. Por esto no se puede absolutizar la
función que desarrolla una u otra facultad, ni tampoco es fácil definir
exactamente con fórmulas sintéticas la peculiaridad de da episteme ética.
La
que quizá sintetiza mejor esta peculiaridad es la Real Apprehension de
que habla J.H. Newman (Gramática del asentimiento, 50-70). Pero también
ésta necesita muchas explicitaciones para hacer evidente su propia diversidad
respecto a la Notional Apprehension -cuyo objeto son las verdades
empírico-fácticas- y para describir todas sus características específicas,
que consisten, como hemos intentado mostrar, en la confluencia de las funciones
de las distintas facultades epistémicas y en el logro de un resultado, fruto
del entramado de muchas tensiones epistémicas.
De
esta forma la facultad verdaderamente epistémica de la ética resulta ser la
intuitivo-racional, aunque el sentimiento y la voluntad intervienen también, la
estimulan y la acompañan por distinto título en el camino cognoscitivo para
apropiarse después del objeto conocido y adherirse totalmente a él. Esto
ocurre porque el bien, los valores o el objeto específico del conocimiento
ético posee una peculiaridad propia que no es de tipo empírico, sino
axiológico. Su conocimiento, por tanto, no puede ser nunca sólo nocional. Se
transforma siempre en conocimiento real, con el que hace referencia precisamente
a las cualidades del objeto de la episteme ética, que anima a las
distintas facultades antropológicas, a la función que cada una desempeña y a
la especificidad de la episteme moral tan variadamente estructurada.
IV.
Las fuentes epistémicas de la ética
Desde
este punto de vista el problema de la posibilidad epistémica de la ética se
convierte en el del lugar en que puede buscar o descubrir los principios, las
normas del vivir moral o el deber moral entendido como instancia originaria y
fundamental y como instancia inmediata de la acción a realizar.
Siguiendo
los distintos intentos históricos de objetivación del lugar en que aparece o
se descubre la instancia moral, nos encontramos frente a fórmulas diversas que
dejan traslucir al menos la posibilidad de la existencia de más fuentes, y por
consiguiente frente al problema de establecer si la ética pueda o deba
remitirse a una sola de estas fuentes o a todas juntas.
Se
afirma, por ejemplo, que "la corriente platónica buscó la universalidad
-y el lugar de su determinación objetiva- en el mundo de las ideas. El
verdadero bien está más allá del hombre concreto e individual, del hombre
corpóreo. Sólo el filósofo puede captarlo... La corriente aristotélica, de
orientación exquisitamente empirista..., quiso ver en el hombre concreto,
corpóreo, su misma ley. Pero mientras que para el sofista Protágoras `el
hombre es medida de todas las cosas' en el sentido que cada hombre individual es
medida para sí mismo y totalmente independiente de los otros, nace en
Aristóteles la idea de la naturaleza humana -aquello por lo que cada hombre es
hombrey con ella la idea y la formulación de la ley natural, que se manifiesta
en las inclinaciones físicas y espirituales del
hombre" (E. CHmvaccl en l Ley natural I, 1).
Como
fuente epistémica de la ética tenemos, pues, por una parte el bien, y por otra
la ley natural. El concepto de ley natural, tanto en la tradición filosófica
como en la teológica, se entiende igual en el sentido más global de realidad
humana en general que en el más restringido de razón humana (santo Tomás) y,
por lo tanto, en el sentido de facultad epistémica (de las que hemos hablado l
antes, III).
En
términos bíblico-teológicos, la fuente epistémica de la ética se identifica
con la voluntad de Dios. El hombre creyente descubre en la voluntad de Dios la
instancia moral. Remitiéndose a esta voluntad identifica el propio deber y se
realiza plenamente desde el punto de vista moral.
La
reflexión ético-teológica científicamente elaborada presenta en los manuales
tradicionales un capítulo específicamente dedicado a las fuentes de la
teología moral, en donde se distinguen dos tipos de fuentes: las primarias y
las secundarias. Mientras que las primeras son la Sagrada Escritura, la
tradición y el magisterio, las segundas se identifican con la ley natural, la
razón humana, la psicología, la antropología, la historia, etc. M. Zalba la
define como "los lugares de donde brotan los principios de la teología
moral y las obras en las que tales principios son transmitidos y pueden
encontrarse. También éstas se distinguen en fuentes constitutivas (las
secundarias) y fuentes cognoscitivas (las primarias)" (Theologiae
Moralis Summa, 9).
El
Vat. II no habla explícitamente de fuentes, pero en GS 46 usa la fórmula
"a la luz del evangelio y de la experiencia humana", interpretada
comúnmente como una redefinición de las fuentes y de la metodología
epistémica de la teología moral (S. PRIVITERA, Dall ésperienza allá
morale 19-50) [/ Experiencia moral II].
De
aquí que se planteen dos problemáticas: la de la multiplicidad o unicidad de
las fuentes epistémicas de la ética y la de la diversidad o especificidad de
las fuentes epistémicas de la teología moral respecto a las fuentes de la
filosofía moral.
Por
lo que se refiere a la primera, hay que preguntarse si, más allá de la
diversidad terminológica, las distintas fórmulas remiten verdaderamente a
distintas fuentes epistémicas. Se trata de ver a qué fuente se refiere
exactamente cada fórmula utilizada. Por evidentes motivos de claridad, sería
conveniente proceder del modo siguiente: analizar en un primer momento la
fórmula ley natural, confrontarla con la platónica del bien, para pasar
finalmente al análisis de las distintas fórmulas religiosas y compararlas con
el resultado del primer análisis.
La
lex naturalis, explícitamente en santo Tomás e implícitamente en
Aristóteles (en el sentido de que en este autor se da la misma reflexión, pero
con distinta terminología), indica lo que la razón humana, desarrollando la
intuición originaria, consigue explicitar para la vida moral del hombre, es
decir, los primeros principios y todas las indicaciones operativas que de ellos
proceden. En santo Tomás, efectivamente, la ley natural se utiliza para los
contenidos específicos del proceso epistémico de la ética, para la meta a la
que se orienta la episteme ética y para el lugar en que se encuentra su
propia fuente originaria. Pero entendida en este sentido, la fórmula
"fuente epistémica"indica más bien el dato que es conocido, y remite
a la perspectiva de la corriente platónica, que no habla de primeros
principios, sino de bien. Esta diversidad terminológica no crea ningún
problema, bien porque en el pensamiento aristotélico también se encuentra el
término bien o porque el mismo santo Tomás explicita los primeros principios
en el sentido del "bonum est faciendum, malum vitandum". Sí sería un
problema la distinta colocación de este bien: fuera del hombre para la
corriente platónica, y dentro del hombre para la corriente aristotélica.
Según la tradición aristotélico-tomista, el principio fundamental de la
ética puede formularse también como agere seyuitur esse. El mismo Kant
se mueve en este principio. Con él no se hace sino remontarse del dato-objeto
de la episteme ética al lugar en que se individualiza y del que brota.
Según la corriente platónica, en cambio, el bien, que está fuera del hombre,
es conocido dentro del hombre. Basta tomar algunas frases sobre el tema del
representante más significativo del pensamiento platónico para darse cuenta
claramente de esto. San -Agustín se expresa así: "No salgas fuera, vuelve
a ti mismo. La verdad habita en lo íntimo del hombre" ("Noli foras
¡re, in teipsum rede. In interiore homine habitat veritas'~. Obviamente,
también la verdad moral, que es el bien. Lo que puede hacer referencia a la
anámnesis platónica, de la que hemos hablado antes, o puede significar
también otra cosa aclarada por los fenomenólogos.
El
problema no es descubrir dónde se encuentra el bien, sino conocer la realidad
ontológica del bien. Si consideramos el bien como bien sumo, como ser
perfectísimo, como valor fuente de todos los valores, entonces no podemos por
menos de seguir a los teístas; como M. Scheler y D. von Hildebrand, e
identificar el bien con el ser mismo de Dios. Si consideramos la esencia del
bien como el reino de los valores en que se explicita y que constituye el objeto
directo del proceso cognoscitivo de la ética; entonces no podemos por menos de
considerar la realidad de los valores como realidad ideal, cuya idealidad se
concreta dentro de la persona humana, que, según N. Hartmann, constituye
también el sujeto de la auténtica anámnesis platónica hacia el reino ideal
de los valores. En este sentido se puede afirmar que la fuente epistémica de la
ética es Dios, el bien, la persona humana. Si identificamos la fuente con Dios
y su voluntad, nos referimos al terminus a quo es creada la instancia
originaria y fundamental del deber moral, encontrándonos así frente al
postulado kantiano de la existencia de Dios. Si identificamos la fuente con el
bien, nos referimos al terminus ad guem está orientado el proceso
epistémico de la ética entonces nos encontramos con la reflexión kantiana
sobre la autonomía moral. Si la identificamos con la ley natural, en el sentido
de realidad humana, nos encontramos con el terminus in quo la instancia
moral se hace presente o se sedimenta. Si, finalmente, identificamos la fuente
con ley natural entendida en el sentido de racionalidad humana, entonces nos
encontramos con el terminus quo la misma instancia es no ya creada, sino
sólo conocida para ser después volitivamente realizada.
Más
compleja resulta la solución de la segunda problemática, unida a la
distinción entre fuentes primarias y fuentes secundarias, entre luz del
evangelio y experiencia humana. Una vez dicho que la distinción del Vat. II
sintetiza en último análisis la distinción tradicional entre fuentes
primarias y secundarias, hay que hacer notar que el problema consiste sobre todo
en ver si las fuentes primarias son un añadido que posee la ética teológica
respecto a la filosófica, en qué consiste su función primaria o, en otras
palabras, si la ética filosófica puede llegar a los mismos resultados que la
ética teológica, aunque no tenga las fuentes primarias que son
específicamente teológicas.
Resumiendo
reflexiones ya elaboradas (S. PRIVITERA, Dall ésperienza alfa morale), se
puede decir que el añadido de las fuentes primarias no hay que colocarlo en el
nivel normativo del /comportamiento; en ese caso la ética de dimensión
teológica debería llegar a resultados cuantitativamente superiores a los de la
moral filosófica, que ésta no podría alcanzar nunca. La relación entre las
dos fuentes tampoco se puede describir como la de dos paralelas que
autónomamente llegan al mismo resultado; en este caso no se explicaría por
qué la ética teológica deba remitirse también, aunque sólo sea
secundariamente, a las fuentes de la ética filosófica, mientras que ésta no
podría remitirse a las teológicas. La relación de primacía de las unas sobre
las otras no es representativa ni siquiera como marco de garantía que las
primeras-ofrecerían al resultado obtenido con las otras; tal garantía, válida
sólo para el creyente, habría que interpretarla como incapacidad estructural
de las fuentes secundarias para conseguir con certeza la orientación moral, con
lo que el hombre que tiene su referencia en las fuentes secundarias solamente se
encontraría en situación de inferioridad intelectual respecto al creyente.
La
primacía de unas fuentes sobre otras hay que atribuirla sobre todo a la
función que tienen en relación al vivir moral como tensión continua de
adhesión al bien. La teología moral, remitiéndose a la fuente de la
revelación o a la luz del evangelio, consigue resultados de tipo intelectivo en
el sentido del correspondiente postulado kantiano de la existencia de Dios y de
la inmortalidad del alma; puede llegar y llega de hecho al fundamento último y
decisivo del orden moral, en el sentido de que fundamenta en la voluntad
revelada de Dios el significado último del
acto voluntario libre del hombre y de su actuar (J. MAUSBACH, Katholische
Moraltheologie, 2) y a partir de la misma revelación puede indagar con más
profundidad en la esencia e importancia de los dos postulados.
La
primacía de las fuentes específicamente teológicas tiene su contexto dentro
del horizonte trascendente de la ética, que tiene su reflejo en la I actitud
moral con la que el creyente actúa, pero no incide -si acaso sólo incidiría
de modo genético- en el proceso individualizador de las normas particulares.
Hablar
de fuentes epistémicas de la ética significaría, en todo caso, hablar de una
única fuente, a la que se le puede considerar en su aspecto poliédrico, y una
de cuyas caras pone en evidencia ora un autor, ora otro. Esta única fuente, el
bien, es idéntica para la ética filosófica y para la teológica [ I
Autonomía y teonomía]. Pero la ética teológica posee otra fuente
específica, que no se superpone ni sustituye a la de la ética filosófica,
sino que se reitere al horizonte teológicotrascendente del vivir ético,
permitiendo la explicitación profunda de las verdades que filosóficamente
pueden identificarse sólo como postulados.
V.
Las modalidades introspectivas de la "episteme"
ética
Para
señalar estas modalidades quizá sería oportuno referirse no sólo y no tanto
a las indicaciones aparecidas a lo largo de los siglos por medio de la
reflexión teórica sobre el fenómeno ético, sino también y sobre todo a las
que pudieran encontrarse en la vivencia misma del fenómeno. Se trata de
considerar la aparición de la instancia moral en la historia del hombre o en la
persona humana particular y hacer evidente de esta manera cómo ha surgido esta
instancia. Las limitaciones propias de este tipo de investigación saltan a la
vista: para el nacimiento histórico de la instancia moral habría que
remontarse a la documentación .histórica de épocas más bien evolucionadas de
la cultura humana (puesto que no poseemos documentación histórica de culturas
anteriores, ya que las tribus primitivas que hoy existen en la tierra se
encuentran en fases culturales bastante evolucionadas); para la aparición a
nivel personal sería necesario hacer una serie de experimentos, como el
propuesto por J:J. Rousseau: Sin embargo, siempre es posible superar estos
límites revisando la propia vida personal, después de haberla liberado de
alguna manera de los condicionamientos positivos y negativos que han influido en
nuestra vida moral, para remontarse después a la reflexión científica.
Desde
este tipo de reflexión se descubre que la persona individual, o el hombre en
general, no necesita ir a buscar en determinados lugares extraños a la propia
realidad personal la aparición de la instancia moral; no necesita ni la
alfabetización, previa ni una gran cultura para captar esta instancia. Más
bien descubre que la encuentra dentro, la lleva consigo, y tan sólo necesita
dejarla actuar, hacerla brotar y desarrollar en todas sus posibilidades. -El
proceso epistémico de la ética comienza y se desarrolla dentro de contextos
estrictamente personales con formas profundamente introspectivas y con
resonancias interpersonales.
Desde
los comienzos de su historia personal y social, el hombre se ha dado y se sigue
dando cuenta de la llamada del bien que hay dentro de él; con él se interpela,
y entiende que esta interpelación es ineludible. A Caín no se le había
"prohibido" matar a Abel, y, sin embargo, descubre su tragedia moral
antes incluso de que Dios lo llame, ni
tampoco consigue liberarse de la inquietud por el mal hecho. Es cierto que a su
padre Adán se le había prohibido saborear el fruto del árbol, pero también
es cierto que el árbol del bien y del mal lo había colocado Dios en el mismo
jardín que le había confiado. El árbol del bien y del mal lo había plantado
Dios precisamente en el corazón del hombre. El lenguaje antropomórfico de la
Biblia resalta la creación por parte de Dios de este ser capaz de conocer el
bien y el mal, y la ambivalencia de esta instancia cognoscitiva que el hombre
posee,- como tensión puramente cognoscitiva y como tensión volitiva. La
tragedia que vive Caín es la misma que había vivido Adán y sigue siendo la
tragedia del hombre que no sigue la exigencia moral que encuentra en su
corazón. La cara negativa de la instancia que se transforma en tragedia no nos
exime de considerar su cara positiva. A Abel nadie le había
"enseñado" cuál debía ser la orientación de su vida. Si alguna
enseñanza había recibido, era la misma que había recibido su hermano Caín.
Y, sin embargo, el mismo árbol del conocimiento del bien y del mal produce en
él frutos muy distintos que en Caín. Pero Abel había cultivado aquel árbol,
lo había hecho crecer en su mente y en su corazón, lo había cuidado
celosamente y regado con esmero para que produjese buenos frutos, sabrosos y
nutritivos.
La
doble narración bíblica del pecado de Adán y de Caín es uno de los primeros
intentos realizados por el hombre para describir el descubrimiento, la
aparición de la instancia moral, el encuentro propio frente a la posibilidad de
elegir el camino ancho o el estrecho y la tragedia moral en caso de elegir el
ancho.
Que
el lenguaje humano trate de expresar con mayor riqueza de imágenes la misma
instancia y la presente como algo que el hombre tiene delante o dentro de sí,
que busca o posee ya, que le es dada o se la da él mismo, no significa que de
ella se puedan hacer tantas interpretaciones. El hecho histórico de tantas
descripciones más o menos poéticas significa sólo que de vez en cuando se
resalta un aspecto u otro del proceso relativo a la misma instancia.
Entre
la reflexión bíblica inicial y la posterior más evolucionada, entre la que se
encuentra en el mismo contexto bíblico o fuera de él y en tiempos más
próximos al nuestro, entre todas ellas es posible establecer algunos
paralelismos. ¿Qué es, por ejemplo, la reflexión bíblica de los libros
sapienciales sino la progresiva explicitación de lo que comporta la instancia
moral? ¿Cómo descubrían los sabios del pueblo hebreo aquellas máximas que
orientaban la vida humana sino penetrando, en sí mismos, como después dirá
san Agustín? ¿Dónde descubrían la sabiduría de aquellos principios
fundamentales sino mirando al hombre y tratando de conocerlo cada vez más, lo
mismo que casi contemporáneamente a ellos lo hacía Sócrates? ¿Qué les
permitió el descubrimiento de tanta sabiduría, expresada bajo la forma de
proverbios, de máximas o de frases lapidarias, sino la contemplación de ese
ser creado por Dios y puesto por encima de los demás seres? La misma
contemplación que guía a Aristóteles en su
reflexión ética.
Hay
por lo menos dos diferencias sustanciales entre la reflexión bíblica y la
teológica. La primera está en el hecho de que para nosotros la sabiduría
bíblica es revelación divina, cosa que no puede atribuirse a los pensadores
griegos; la segunda está en la sistematización que encontramos en Platón y
Aristóteles y no se encuentra en la Biblia. Pero tales diferencias
nointerfieren en lo que aquí tratamos de resaltar, porque el proceso de la
revelación respeta el proceso cognoscitivo humano, aun acomodándose a él, y
porque la presencia o no de la sistematización no disminuye ni acentúa el modo
original con que se llega a algunos resultados.
Leyendo
en la intimidad del propio corazón, penetrando más allá de los velos que
ocultan la realidad propia, el hombre a lo largo de los siglos ha tratado de
desarrollar la reflexión ética. Este proceso de reflexión moral se
caracteriza por etapas significativas que, a su vez, cada una se identifica por
la capacidad que uno u otro autor ha tenido para levantar alguno de estos velos
y conocer todavía mejor la realidad moral. El hombre moral es, según N.
Hartmann, el que disfruta esa realidad. Contempla, con Aristóteles, para
regocijarse; disfruta, recordando con Platón aquel mundo superior del que
proviene; recuerda para subirse al árbol del conocimiento del bien y del mal;
sube al árbol para conocer mejor el bien que se debe realizar y el mal que hay
que evitar.
La
ética, filosófica o teológica, no puede por menos de seguir este proceso
introspectivo en su retorno a las fuentes de las que mana. Lo mismo que para
descubrir las fuentes del río no hace falta sino ir contra la corriente, lo
mismo ocurre con el fenómeno moral. Y mientras el filósofo, una vez llegado al
manantial, tendrá que limitarse a afirmar con Kant el postulado de la
existencia de Dios como aquel que está más allá del manantial, y, por otro
lado, pensando en la desembocadura adonde llega el fenómeno ético, el
postulado de la inmortalidad del alma, el teólogo, en cambio, apelando a la
propia fe en la revelación divina, consigue describir al menos los rasgos
esenciales del Dios que da vida al manantial del fenómeno y del alma que
vivirá incluso después de haber desembocado, como un río, en las
profundidades oceánicas de la muerte física.
El
proceso epistémico de la ética se puede describir precisamente como el
remontar la corriente del río hasta su nacimiento sin abandonarse a la
nostalgia del totalmente otro que existe en el antes de la fuente, porque ese
totalmente otro existe también en el más allá de la desembocadura hacia la
que corre el río. Para el hombre moral no existe la nostalgia ni el pesimismo,
como tampoco existe la euforia del vencedor. Por el cauce del fenómeno moral
discurre el recuerdo de un manantial muy limpio, pero contaminado por los
antepasados y por el recuerdo de tantas contaminaciones históricas provocadas
por el hombre, que continuamente se renuevan actualizándose en hechos
desconcertantes; pero puede fluir, y de hecho fluye, la corriente que a lo largo
de tortuosos recorridos de montaña va confiada hacia la-meta.
En
el río del fenómeno moral hay quien, con Diógenes, va a la búsqueda del
hombre, del hombre bueno, a la búsqueda de lo que debe ser; hay quien, con
Abrahán, sale de su propia tierra para ir al encuentro de lo que ha descubierto
que debe hacer; y hay quien huye, quien vuelve atrás y no tiene la valentía de
enfrentarse a la fatiga de remontar. La observación, la contemplación, el
remontar el río es la dimensión de la búsqueda, de la identificación del
deber; salir fuera de la propia tierra es la dimensión de la realización; del
imprimir al río una forma estrictamente personal. La contemplación se hace
acción y la acción se detiene de tanto en tanto para dejarse guiar por la
contemplación.
Sólo
desde la contemplación de la propia realidad puede el hombre hacer surgir el
mejor conocimiento del fenómeno moral, presupuesto de su propia realización:
Es sintomático que la producción ética de Kant, considerada con frecuencia
extremadamente racionalista, surja de la contemplación del cielo estrellado
encima de él y de la ley moral dentro de él. También el filósofo del deber
por excelencia, como tantas veces se dice de Kant, remonta la corriente del río
hasta su manantial; también él penetra en la intimidad del propio ser,
levantando uno de los velos más tupidos que cubrían hasta entonces el
fenómeno moral. El hombre lleva dentro de sí la instancia moral y
continuamente se siente atraído por ella como si fuera un cielo estrellado que
le vigila cuidadoso en la oscuridad de la noche.
Que
históricamente pueda considerarse al egoísmo como el-pfncipio
lógico-estructural de la ética, como hace Nietzsche, o que T. Hobbes afirme su
homo homini lupus, no cambia el sentido de esta reflexión, puesto que
hay que distinguir lo que de hecho ocurre en el fenómeno moral y lo que este
fenómeno debería ser. En el pasado como en el presente, el hombre puede
dejarse guiar quizá por principios egoístas o por la ley de la selva. Esto
ocurre cuando se empeña en recoger los frutos del árbol prohibido, cuando se
orienta en sentido opuesto al que debería orientarse, cuando aparta el agua del
río y se hace un charco para uso y consumo propio y no para enriquecerla y
devolverla de nuevo al mismo río.
Esta
reflexión no cambia ni siquiera frente a la afirmación de otros -p.ej., J.J.
Rousseau-para quienes el hombre es naturalfter bonus y la sociedad lo
hace malo.
El
hombre, inicialmente, no es bueno ni malo, sino capaz de ser bueno o malo. Posee
dentro de sí una gran atracción hacia el mal, pero lo mismo hacia el bien; se
siente esclavo del propio egoísmo, que la teología designa como pecado
original, pero gracias al misterio de la salvación es capaz de vencer el pecado
propio.
Si
el egoísmo lo atrae, también con fuerza lo reclama la ley moral desde su
propio interior y desde el cielo estrellado por encima de él.
Su
largo e inagotable retorno contemplativo al manantial de la ley es también su
constante caminar hacia el inalcanzable cielo estrellado de la desembocadura que
lo espera. Para poder caminar hacia ella
debe volver atrás y conocer cada vez mejor el propio origen. El fenómeno moral
se realiza en este camino hacia atrás. El hombre moral es como el fabricante de
cuerda: caminando hacia atrás, hacia el bolo de cáñamo basto, ve crecer
lentamente lo que sus manos hilan.
En
este camino no está solo; el sentimiento de los valores orienta sus pasos y los
guía hacia el descubrimiento de todas las riquezas que brotan de la fuente. El
hombre descubre de esta manera, como Platón, con Aristóteles y con los autores
de los libros sapienciales, que la única virtud se manifiesta de múltiples
formas; que no hay una sola virtud, sino muchas; que no hay un solo bien, sino
muchos; no hay un solo valor, sino muchos.
La inagotable abundancia de la fuente lo implica en un inagotable proceso
cognoscitivo y volitivo de todo lo que de ella brota.
Con
este camino de reflexión contemplativa, guiado por el sentimiento de
los valores, el hombre sienta las bases del
proceso epistémico de la ética. Esto no es todavía el conocimiento moral; es
sólo su comienzo, el momento del encuentro con todo el potencial moral que
lleva dentro y que se lo ha encontrado, no se lo ha dado él a sí mismo; es la
primera mirada al árbol del conocimiento del bien y del mal, del que puede
recoger tantos frutos y cuya calidad depende exclusivamente de lo que él
decida; es el instante en que se encuentra frente a dos caminos, uno ancho,
estrecho el otro, y debe elegir a cuál de los
dos se dirigirá y dentro de qué contexto realizará después toda su vida
moral.
Cuando
se dirige por el camino más estrecho, el hombre no agota el largo camino de
reflexión contemplativa. Se encontrará siempre teniendo que elegir, teniendo
que volver a hacer su decisión inicial. Y siempre tendrá que volver otra vez
al manantial del fenómeno moral para encontrarse de nuevo con aquel que hace
brotar las aguas y con la propia decisión inicial[/ Opción fundamental] que ha
permitido que aquellas aguas formen un nuevo arroyo.
El
río del fenómeno moral brota de la voluntad de Dios creador; pero discurre por
el cauce de la historia humana, ensanchándose o estrechándose según la
calidad moral de sus épocas; lo forman los arroyos de las grandes obras morales
que realizan las personas individuales. Coger agua en las fuentes del río y
volver a echarla en él es la tarea de muchos arroyos; el río se alimenta y el
arroyo se hace a sí mismo, se distingue del río y contribuye a su desarrollo
histórico.
A
lo largo de este camino de reflexión contemplativa, el hombre deberá descubrir
otras muchas cosas necesarias para la plena realización de su tarea moral.
Algunas de ellas las descubrirán todos, de modo más o menos consciente, porque
no requieren gran capacidad reflexiva. Otras requerirán mayor capacidad y
serán objeto de la reflexión inquieta de un número más reducido de personas;
finalmente, otras, puesto que requieren la utilización de procesos científicos
precisos, sólo podrán ser objeto de quienes dedican todo su esfuerzo a esta
reflexión. El descubrimiento de estos procesos que luego seguirán la mayor
parte de los hombres de un modo más o menos consciente se realiza mediante la
reflexión contemplativa del manantial del río y de la formación de los
distintos arroyos a partir de él. Por
esto, en los párrafos siguientes, trataremos de adentrarnos, siguiendo el mismo
método introspectivo, en la episteme moral para captar la que desde
ahora podemos denominar compleja y polivalente estructura de la ética.
VI.
Los resultados de la investigación epistémica sobre
el sujeto moral
Ahora,
pues, hay que ver la estructura misma de la reflexión moral, los elementos que
la distinguen y los objetivos hacia los que se orienta. Las características
propias de la episteme moral, en efecto, dependen de los objetivos hacia
los que se orienta y varían al variar ellos. No es uno solo el objetivo de la episteme
moral; y los diversos objetos, con las consecuencias que imprimen en la
estructura lógica de la reflexión moral pueden identificarse mediante el
retorno introspectivo al fenómeno moral tal como lo vive el sujeto moral.
Si
prescindimos de cualquier reflexión científica, el primer proceso epistémico
tiene lugar en la intimidad de la persona humana, que en cuanto sujeto moral se
ve en la obligación de tener que elegir entre el camino ancho y el estrecho.
Por lo tanto, hablar en términos científicos de episteme moral
significa releer no sólo las distintas interpretaciones históricas que se han
dado al hecho ético, sino también, y quizá sobre todo, releer el fenómeno
ético tal y como se estructura y se desarrolla en el interior de cada persona.
El
primer dato fenoménicamente importante es la elección que el sujeto moral se
ve obligado a realizar, desde el comienzo de su vida moral, entre el bien y el
mal. Tal elección, en cuanto elección entre dos objetos previamente dados es
un acto volitivo; pero en cuanto acto volitivo presupone un mínimo de capacidad
intelectual necesario para distinguir precisamente entre el bien y el mal. Esta
capacidad intelectual inicial corresponde a la dimensión intuitiva (que hemos
visto ! antes, III, en el párrafo sobre las facultades antropo-epistémicas).
En cuanto el hombre es capaz de intuir la diferencia fundamental entre bien y
mal, se ve obligado a elegir. Abstenerse de la elección ya es una elección,
como también lo es su aplazamiento o pensar que se puede eludir, porque
distinguir el bien del mal significa captar intuitivamente que debe hacerse el
bien y debe evitarse el mal, utilizando la expresión tautológica de santo
Tomás o el carácter obligatorio del bien.
La
intuición inicial, pues, determina la elección moral fundamental, que
presupone a su vez, como cualquier otra elección moral posterior, el postulado
kantiano de la t libertad o la posibilidad de encaminarse por cualquiera de los
dos caminos. Naturalmente, elegir el camino ancho del mal significa rechazar
cualquier regla moral, dejarse guiar exclusivamente por el propio egoísmo y el
propio interés, no pensar en los demás. En cambio, elegir el camino estrecho
del bien significa, por un lado, verse en la obligación de tener que
profundizar y desarrollar todas las posibles implicaciones de la intuición
original para elegir cada vez con más conocimiento el bien, y, por otro,
revisarse continuamente, tomando como referencia la realidad ambiente, para
determinar qué orientación hay que imprimir al propio comportamiento. Elegir
el bien significa querer actuar de modo consecuente; querer realizar todas
aquellas acciones materialmente posibles que, por así decir, pueden objetivarlo
en la realidad histórica en que vive el hombre. Por eso es necesaria la
capacidad racional como facultad antropo-epistémica, distinta de la intuición.
Se trata de conocer cada vez mejor el bien
que se quiere y de querer o conocerlo todavía mejor como objeto de la elección
fundamental que hay que renovar cotidianamente y hacer realidad en el
comportamiento.
Es
el momento de establecer en qué consiste la bondad interior, lo que comporta
dar importancia distinta a la dimensión volitiva e intelectiva, a la elección
moral fundamental, que se renueva continuamente en la actitud que se va
asumiendo poco a poco en relación al bien y a las elecciones operativas
particulares en relación a las acciones cotidianas.
La
elección fundamental, en efecto, depende exclusivamente de la voluntad de que
ella quiera hacerla, de que quiera tender con todas sus fuerzas al bien. En esta
continua tendencia volitiva al bien que cada vez puede reforzarse más consiste
la bondad interior del hombre, su 1 actitud moralmente buena, el valor moral que
él puede alcanzar y que se identifica con la propia realidad personal. Desde
luego se puede tener una capacidad volitiva más o menos fuerte -en términos
bíblicos: corazón más o menos generoso-,pero poseer esta mayor o menor
capacidad no depende de la persona particular; en cambio, sí depende de ella
desarrollar todas sus posibilidades, según la parábola de los talentos. La
realización de todas las posibilidades se identifica con la plena realización
del valor moral. No todos somos santos, pero todos podemos alcanzar la santidad,
al menos como tendencia hacia ella; en esto consiste la actitud moralmente
buena.
El
coeficiente intelectual, en cambio, no depende de la persona individual. No
puede hacer nada para aumentarlo y, si quiere desarrollar todo su potencial,
siempre estará condicionado por su mayor o menor limitación. No todos somos
Leonardo da Vine¡; y aunque quisiéramos serlo,
no lo conseguiríamos. Para indagar dentro del fenómeno moral se necesita una
cierta capacidad intelectual; y quien no la posee, nunca podrá alcanzar
determinados resultados. Mientras que la limitación de la voluntad, si se
desarrolla en toda su capacidad, determina el alcance de la bondad -lo mismo que
un vaso, por muy pequeño que sea, si está lleno contiene todo el agua que es
capaz de contener-, la limitación intelectual determina la imposibilidad de
plantear y resolver los más complicados problemas éticos. No conocer estos
problemas no equivale a no poder ser o a no ser buenos -como no conocer muchos
problemas de física, química, historia, etc., no determina mayor o menor
bondad moral-. Para ser moralmente bueno se requiere la facultad de la voluntad,
cuyo uso depende exclusivamente de cada persona humana. El uso de la facultad
intelectual, en cambio, no siempre depende de cada persona. No haber usado toda
la capacidad intelectual, como le sucede al hombre de la calle; no haberlas
usado para el conocimiento de los problemas morales, como les sucede a los
grandes científicos, a los poetas, a los historiadores, no significa no haber
sido o no poder ser moralmente buenos.
El
uso de la inteligencia, sin embargo, es necesario sobre todo en dos ámbitos
bien concretos: en el de la identificación del comportamiento moralmente recto
y en el de la investigación científica, filosófica o teológica sobre el
fenómeno moral. Está claro que a este último tipo de investigación se
dedican casi exclusivamente los profesionales. Pero semejante conocimiento no es
estrictamente necesario para ser moralmente bueno, como no lo es el conocimiento
de los más sofisticados teoremas algebraicos o geométricos [! Metaética].
También
para la identificación del l comportamiento moralmente recto se
requiere el uso de la facultad intelectual; en algunas cuestiones todo el mundo
tendrá que utilizarla, puesto que todo el mundo se ve en la situación
existencial de tener que actuar; para otras cuestiones, en cambio, sólo la
utilizarán los especialistas, puesto que la reflexión sobre el comportamiento,
sobre todo en algunos casos requiere una profundización científica de
criterios y conocimientos empíricos, necesarios para la elaboración del juicio
moral [l Ética normativa].
Resolver
los problemas normativos del comportamiento diario, en la gran mayoría de los
casos es muy simple, porque se conoce ya el juicio moral sobre los actos
cotidianos en base a los conocimientos que se poseen. A veces, sin embargo, el
sujeto moral puede encontrarse en situaciones tan complicadas que, aun
recurriendo a toda su capacidad intelectual, no consigue encontrar la solución
moral. Para la solución de algunos problemas normativos se requiere la
aplicación de procesos laboriosos, tanto por los valores como por los no
valores y los datos empíricos que hay en juego. Debido a la complejidad de
algunos casos, el mismo moralista no puede por menos de dirigirse al
especialista de ese sector y buscar luego los conocimientos empíricos
necesarios para encontrar el juicio moral [/Ciencias humanas y ética].
Conocer
el juicio moral sobre la acción significa conocer qué valor no moral debe
realizarse. Este conocimiento es función de la inteligencia; realizar la
acción es tarea, en cambio, de la voluntad del hombre. Es propio de la persona
humana actuar intelectualmente, buscando el juicio o queriendo realizar el
juicio ya formulado [l Acto humano]. Pero la distinción entre función de la
inteligencia y la de la voluntad es necesaria para entender exactamente dónde
se sitúa en último término la moralidad
del sujeto moral. Distinguir no equivale a seccionar al hombre, a fraccionar la
unidad de la persona. Por esto, cuando en el lenguaje diario como en el
científico se habla de la persona humana en cuanto sujeto moral, muchas veces
se prefiere utilizar el término l conciencia como síntesis
terminológico-conceptual de la unidad moral de la persona. Pero también en la
conciencia hay que distinguir diversas funciones. Distinguir, en este caso,
significa tener la posibilidad de descifrar con exactitud la función
desempeñada por una u otra facultad. Que en la existencia cotidiana el sujeto
moral no distinga claramente el momento en que se confía a la inteligencia del
momento en que se confía a la voluntad, que de hecho las dos facultades actúen
sincrónicamente en una continua interrelación, es algo fácilmente explicable;
pero esto no implica la imposibilidad de la distinción lógica en el rc~omento
en que se reflexiona científicamente.
Antes
(en el párrafo V) habíamos identificado dos postulados del fenómeno moral y
los datos previos sobre los que éste se basa; ahora, en este párrafo VI, hemos
localizado otro postulado del fenómeno moral y cómo se articula también en la
intimidad de la persona.
Mostrar
todo esto es fundamental para la explicitación de los principios epistémicos.
Estos principios se pueden desarrollar como criterios constitutivos de la
epistemología moral partiendo siempre del fenómeno moral vivido por la persona
humana. Dar este paso siguiente significa definir las características propias
de la reflexión y de las reflexiones de esta ciencia.
Se
trata, pues, de ver si una epistemología moral basada en el fenómeno moral de
la persona puede estructurarse unívocamente o si, partiendo de la distinción
de las funciones de la inteligencia y de la voluntad, no sería necesario
también abarcar las correspondientes características distintas en la misma
reflexión moral hasta distinguir diversas elaboraciones estructuradas y
orientadas de modo diverso.
VII.
El "cuadrifolio epistémico" de
la ética
En
los párrafos anteriores se remitía al lector a algunas voces de este
Diccionario, a las que se le remite después también en este párrafo. Esos
temas, aunque se traten por separado, forman parte integral de la reflexión que
hacemos ahora y que, por motivos obvios, no se puede explicitar en todas sus
referencias metodológicas sin hacer algunas distinciones que explican las
distintas voces y que lo harían aunque no remitiésemos a ellas. Ahora se trata
de ver la estructura interna de la reflexión ética, con la que precisamente se
identifica el problema epistemológico de la ética.
La
estructura de la reflexión ética es polivalente, compuesta, y se la podría
representar con la imagen del cuadrifolio. Precisamente porque es polivalente
han podido surgir en el pasado y pueden surgir todavía hoy equívocos e
incomprensiones; siempre es posible identificar, simplificándola, la estructura
de la reflexión moral con una u otra de las cuatro partes de que consta el
trébol de cuatro hojas; no se pueden intercambiar, porque cada una posee
características propias que exigen otros tantos criterios específicos para la
solución de los problemas con los que cada parte debe enfrentarse. Utilizando
otra imagen, se podría decir que la episteme ética tiene la misma
composición de estructuró que el viajar: se dan los principios dinámicos
propios de cualquier desplazamiento, y los propios del desplazamiento por mar,
por tierra o por medio del fuego. La reflexión moral es siempre reflexión de
la ética, pero de una vez a otra asume características específicas.
En
este párrafo hay que tratar de descubrir cuántos y cuáles son los principios
epistémicos de la ética o en. qué manera se distingue la estructura lógica
de su reflexión, para afrontar después otros problemas, como el de la
especificidad teológica de la episteme ética.
Al
comenzar a tratar esta problemática hay que afirmar, antes de nada, que la
identificación de diversos niveles de la estructura de la reflexión moral no
prejuzga en lo más mínimo, para la ciencia ético-teológica, la posibilidad
de existir y que éstos, claramente identificables también en la reflexión de
la teología moral, una vez que se han explicitado, permiten abordar con menos
dificultades el problema mismo de la especificidad teológica.
Si
seguimos usando el método introspectivo también en lo que se refiere a la
ciencia ética, nos daremos cuenta de. que el fenómeno moral aparece sobre todo
como un hecho que se puede observar claramente y se puede describir
minuciosamente en todos los detalles que lo caracterizan en su continuidad
sincrónicotemporal y diacrónico-geográfica o que también lo caracterizan en
su discontinuidad sincrónica y. diacrónica. Aparece siempre como un hecho que
en ciertos aspectos es siempre y en todas partes idéntico, mientras que en
otros aspectos es siempre y en todas partes distinto. La identidad y la
diversidad aparecen pluriestratificadas en una serie de círculos concéntricos
y discéntricos, en los que el núcleo común resulta siempre idéntico en la
diversidad de sus manifestaciones históricas o geográficas y siempre distinto
en su identidad. En cuanto que es un hecho, el fenómeno moral constituye un
objeto que puede describirse de forma más o menos delimitada en el espacio y en
el tiempo; este primer modelo de estructuración de la reflexión moral es
denominado l ética descriptiva. La estructura lógica de la descripción se
identifica con una estructura epistémica muy concreta, consistente en la
revelación del dato de hecho y en su descripción de la forma más exhaustiva
posible, siguiendo la estructura epistémica de la sociología, de la historia,
de la etnología, etc., o de las ciencias empíricas en general.
Si
el fenómeno moral no es considerado en su globalidad histórico-geográfica y
socio-cultural, sino como un hecho puramente personal, siempre será posible
describir las características con las que es vivido en este contexto más
restringido; pero siempre surgirá la necesidad de distinguir, como ya se hizo
evidente en el párrafo anterior, entre la / actitud y el /comportamiento, entre
lo moralmente bueno/ malo de la actitud y lo moralmente recto/ equivocado del
comportamiento, las diversas funciones de la voluntad y de la inteligencia en la
realización del hecho ético-personal. Esta segunda forma de abordar la
reflexión moral corresponde a lo que se llama l ética normativa. El problema
epistémico entonces consiste en ver la estructura lógica de la reflexión que
lleva al juicio moral, la distinta base del juicio emitido sobre la actitud y el
emitido sobre el comportamiento. La reflexión de la ética normativa es
fundamentalmente distinta, como estructura lógica, de la de la ética
descriptiva; mientras que la primera llega al conocimiento de hechos
empíricamente averiguados, el proceso normativo llega al conocimiento de datos
valorativos, de juicios de valor y se basa sólo en ellos cuando se refiere a la
actitud, y también en datos empíricos cuando se refiere al comportamiento. El
juicio moral contiene siempre la dimensión
valorativa de su relación con los valores, morales y no morales, a no ser que
se le entienda de un modo muy simplificado a la manera a que haremos alusión
[/más adelante, en el párrafo VIII].
Pero
no todas las reflexiones morales son de tipo descriptivo o normativo. Hay
también problemas de tipo meramente lingüístico o semántico, problemas que
se identifican con los postulados kantianos y/ o problemas que van más allá
del hecho puramente normativo por ejemplo, la relación fe-moral, la
cognoscibilidad o no de los juicios morales, etc. Corresponden a la denominada l
metaética, donde el problema epistémico se hace estrictamente teórico. La
reflexión metaética es pura investigación teórica, y por lo mismo no todos
la ejercen, como ocurre, en cambió, aunque sólo sea en el ámbito restringido
del propio comportamiento, con la ética normativa.
La
reflexión moral puede considerarse también como transmisión de contenidos muy
precisos, como diálogo interpersonal exhortativo. Aparece otra característica
lógicoestructural de la reflexión moral: dos o más personas pueden
encontrarse para comunicarse no sólo conocimientos empírico-fácticos del
fenómeno moral; pueden encontrarse y dialogar para llegar a un conocimiento
mejor del aspecto valorativo de una acción, y pueden incluso encontrarse para
dialogar no en un contexto intelectual, sino en un contexto de interés que
afecte a la esfera de la voluntad; en este caso se interpela a la voluntad de
los otros para estimularla, exhortarla y reforzarla. La estructura epistémica
de este tipo de reflexión, llamada l parénesis, es cualitativamente distinta
de la que se da en la reflexión descriptiva, normativa y metaética.
Por
lo dicho hasta ahora se puede ver
claramente la estructura diversamente compuesta de la lógica de la reflexión
moral y separar los distintos tipos de la episteme moral: en el caso de la
ética descriptiva sigue los criterios epistémicos de las ciencias empíricas;
en la metaética, los de la filosofía y teología, sin distinguirse lo más
mínimo de la estructura lógica de sus reflexiones si no es en lo que se
refiere al objeto de su investigación, que es de naturaleza ética; mientras
que en los casos de las éticas normativa y parenética siguen criterios
epistémicos específicos de la reflexión moral, aunque diferentes unos de
otros.
También
por lo que se ha dicho resulta claramente visible la importancia de la
problemática más bien contemporánea que ha sacudido los cánones
tradicionales de la episteme moral y que consiste en la relativización
descriptiva de la especificidad valorativa de la reflexión moral [/ más
adelante, VIII].
También
queda claro dónde se puede situar dentro de esta estructura la especificidad
teológica de la ética respecto a su dimensión filosófica, donde las dos
disciplinas proceden paralelamente o recíprocamente se fundamentan, donde la
filosófica cede paso a la teológica y donde la teológica adquiere más fuerza
de penetración que la filosófica [/ más adelante, IX].
VIII.
La especificidad epistémica de la ética
Se
ha dicho que la reflexión de la ética normativa y de la parénesis es
fundamentalmente distinta de los otros tipos de reflexión moral. En último
caso la diferencia está en el hecho de que mientras las otras poseen estructura
epistémica semejante a la de otras ciencias empíricas, filosóficas o
teológicas, en el plano de las reflexiones
normativa y parenética, en cambio, nos movemos, aunque sea de modo distinto,
dentro de un planteamiento esencialmente valorativo: en la ética normativa,
para dar fundamento, con los argumentos necesarios, a los juicios morales sobre
la actitud o sobre el comportamiento; en la parénesis, para transmitir estos
juicios con fin exhortativo a la voluntad o a la actitud (por esto el problema
de la valoración ética interesa más a la ética normativa que a la
parénesis).
La
especificidad de la ética consiste en su capacidad valorativa. Tanto en su
dimensión filosófica como teológica, la ética es, o debería ser,
considerada una ciencia esencialmente valorativa.
Pero
no siempre ni todos consideran la ética como una ciencia esencialmente
valorativa. Las reflexiones que aquí se hacen afectan a la reflexión
normativa, y por reflejo a la parenética; pero se sitúan a nivel de
investigación metaética, bien porque es propio de ésta .reflexionar sobre
dichos problemas, bien porque la solución de tales problemas depende de las
soluciones que a nivel metaético se den a algunos otros problemas.
El
problema, en otras palabras, no está en ver (como en el párrafo VII) si la
ética pertenece y en qué sentido a las ciencias descriptivas, sino en darle
dimensión exclusivamente descriptiva y no valorativa. Lo que aquí se plantea
es si el juicio moral, que da consistencia al sentido prescriptivo de la ética,
deba considerarse fruto de la capacidad valorativa que realiza la reflexión
ética o esa capacidad valorativa es falsa. Si esa dimensión valorativa de la
ética es falsa, equivale a decir que los llamados juicios morales son puramente
afirmaciones descriptivas, que el proceso valorativo de la ética no llega a
dimensión cognoscitiva o al menos es imposible afirmar que lo sea, y que es imposible
verificar la consistencia lógica de tal proceso.
Todo
esto constituye una profunda relativización de la reflexión moral [l
Relativismo] y reduce a nivel de simple descripción [ i Ética descriptiva] su
fundamento último.
La
especificidad epistémica de la ética, que consiste precisamente en su
capacidad valorativa, no se puede demostrar empíricamente, desde luego [ l
Metaética], pero no por eso escapa a cualquier otro tipo de verificación. La
posibilidad de esta verificación está en remitirse a la llamada, a la
atracción y urgencia -irresistible dentro del corazón- que proceden del bien,
de los valores y de los juicios morales de los que se ha hablado en los
párrafos anteriores. Si no es posible una verificación empírica, se puede al
menos realizar ese proceso introspectivo de que se ha hablado [l antes, VII].
Sólo en el interior de este proceso es posible captar la especificidad
valorativa de la reflexión moral.
IX.
La especificidad teológica de la "episteme"
ética
Según
lo que se ha dicho sobre el "cuadrifolio epistémico" de la ética, se
puede explicitar claramente el problema de la l especificidad, que no se sitúa
a nivel ético-descriptivo. Se da por descontado que lo mismo que no existe una
especificidad teológica de la sociología, tampoco existe una ética
descriptiva específicamente teológica; y que lo mismo que las reglas de la
investigación sociológica se pueden aplicar para averiguar datos del hecho
religioso, las mismas reglas, consideradas como reglas de la ética descriptiva,
pueden aplicarse a los datos del hecho ético-religioso. La ética puede
interesarse también por la descripción del fenómeno que se ha objetivado
dentro del contexto religioso y que puede
llamarse ética religiosa o teológica, lo mismo que se habla de sociología
religiosa, solo porque se interesa de los datos que aparecen dentro de los
contextos religiosos.
De
la ética normativa hay que decir que la fundamentación del juicio moral, que
se formula sobre la actitud o el comportamiento, no varía al pasar del ámbito
filosófico al teológico. Puede haber variedad desde el punto de vista moral
sólo entre la ética atea y la teísta, pero no entre ésta y la teológica. La
perspectiva teísta de la ética, en la que se integra la teológica, tiene
previsto explícitamente que la actitud moralmente buena implique también la
actitud de fe y, por consiguiente, una serie de comportamientos que proceden de
ella, específicamente religiosos, y que varían de religión a religión.
Pero
la fundamentación del juicio moral sobre el comportamiento humano sigue
criterios lógicos que no dependen del planteamiento teísta o teológico de
base. El juicio moral se basa en argumentos, y no en la revelación divina.
Partir de un punto de vista teísta o ateo no tiene consecuencias en la
fundamentación del juicio. Los posibles errores o las eventuales divergencias
que puedan darse no deben atribuirse al punto de partida. Sin embargo, el dato
revelado puede influir, y de hecho influye, a nivel de la dimensión que da
origen a la percepción de algunos valores.
Por
"ética atea" no hay que entender sólo la marxista, sino la ética
que, dentro de una visión atea de la existencia humana, parte de un punto de
vista imparcial. La ética marxista, por basarse en el principio de la
parcialidad (AA.VV., Marxistischleninistische Ethik, 342), debe situarse
dentro de un planteamiento egoísta, del que tratan algunas teorías éticas, y
por eso mismo debe rechazarse.
La
orientación teológico-religiosa debe
sedimentarse en la actitud. Si el juicio sobre la actitud moralmente buena en
sí es siempre el basado en argumentos, el modo en que la persona individual lo
realiza asume una especificidad muy particular en quien cree en Dios Padre, Hijo
y Espíritu Santo, y, análogamente, en quien es teísta. Por algo el
planteamiento ético de la Biblia gira en torno al amor. La actitud moralmente
buena del cristiano puede describirse como respuesta de amor a quien lo llama,
como donación plena a quien por él se ha entregado hasta morir en la cruz,
como aceptación plena de la voluntad de Dios que lo quiere santo, como
búsqueda incondicional del reino de los cielos. Si desde el punto de vista
lógico, estas y otras fórmulas semejantes equivalen a actitud moralmente buena
o a valor moral, desde el punto de vista de la vivencia personal o del modo con
que el creyente individual realiza el propio valor moral explicitan y permiten
una profundidad de amor a laque el no creyente no puede llegar más que con
enormes dificultades. También la actitud del humanista ateo debe valorarse como
moralmente buena; pero ¡cuánta mayor intensidad de amor puede haber en la
religiosa que voluntariamente ha decidido entrar en un convento de clausura!
Todo
esto puede ocurrir precisamente porque, como se hace evidente en cuanto la
reflexión se desplaza al nivel parenético, la fuerza de las verdades de fe
asumidas arrastra y compromete totalmente a la persona. No hay que infravalorar
además la función de la l gracia divina que, conscientemente acogida,
robustece todavía más la voluntad del creyente. De esta manera sabe que debe,
y sobre todo puede, vivir del mejor modo posible. Esta especificidad parenética
de la eisteme ético-teológica, obviamente, no es de tipo normativo,
sino parenético solamente; reflejo a nivel
ético de la especificidad epistémica de la reflexión teológica. Desde el
momento en que la teología, como ciencia, quiere transformarse en teología
moral, como puede y debe, la especificidad ética de su reflexión es
parenéticamente identificable [l Especificidad].
La
especificidad teológica de la episteme ética adquiere, en cambio,
dimensiones intelectuales cuando pasamos al nivel metaético. En él se hace
posible desarrollar y profundizar teológicamente lo que filosóficamente puede
ser captado sólo como simple postulado de la moral. En cuanto teólogo, el
moralista, sondeando en los abismos de la revelación, puede llegar a
conocimientos más exhaustivos de aquellos a los que llega el filósofo, que
apela exclusivamente a su propia razón.
La
nitidez de lo que hemos intentado aclarar comienza a empañarse en cuanto nos
enfrentamos con las distintas soluciones que se han dado al problema, tanto a
nivel filosófico como teológico. Aun tratándose de temas fronterizos, a
partir de la clave interpretativa que ofrece el "cuadrifolio
epistémico" de la ética, por lo menos ya se puede situar exactamente el
problema y se hace menos difícil dar con la pista que pueda aportar su
solución.
BIBL.
En consideración a los muchos y grandes problemas evocados en la epistemología
moral la presente nota bibliográfica remite al lector: O A los clásicos de la
ética filosófica y teológica; O A los manuales de historia de la ética
filosófica y de la teología moral, en particular: SmomcK E., Prime linee di
una storia delta morale, Paravia, Turín; Le SeNNE R., Tratado de moral general,
Gredos, Madrid 1973; BOURKE V.J., Storia dell ética. Esposizione generale delta
storia dell ética da¡ primi pensatori greci ad oggi, Armando, Roma 1972;
REINER H., Vieja y nueva ética, Rev. Occ. Madrid 1964; MARITAIN J., Filosofía
moral. Examen histórico-crítico de los grandes sistemas, Morata, Madrid 1962;
ANceuru G.-VALSL'CCHI A., Disegno storico delta teologiá morale, Dehoniane,
Bolonia 1978; CAFFAaF.A C., Historia (de la teología moral), en DETM,
Paulinas, Madrid 1980, 436-454; CAMPS
V., Historia de la ética crítica, Barcelona 1988-1991; CINTVRE M.A., Historia
de la ética, Paidós, Buenos Aires 1970. O A la bibl. de las voces de este
Diccionario a las que hemos aludido. 11 A la bibl. a que se ha hecho referencia
en el desarrollo del artículo: KANT E., La metafísica de las costumbres, Tecnos
Madrid 1989; BERGSON H., Las dos fuentes de la moral y de la religión, Edit.
Sudamericana, Buenos Aires 1962; HARTMANN N., Etica, Guida, Nápoles
1969; WITSCHEN D., Kant und die Idee einer christlichen Ethik. Ein Beitrag
zur Diskusion über das Propium einer christlichen Moral, Patmos,
Düsseldorf 1984; ZALBA M., Theologiae Moralis Summa, BAC, Madrid 1952;
PRIVITERA S., Dall' esperienza alía morale. Il problema "esperienza"
in teología morale, Oftes, Palermo 1985; MAUSBACH J., Teología moral
católica, Eunsa, Pamplona 1974; SCHULLER B., L úomo veramente uomo. La
dimensione teologica dell ética nella dimensione etica dell úomo, Oftes,
Palermo 1987; AA.VV., Marxistisch-leninistische Ethik, Dietz, Berlín
1979. 11 A los estudios específicos dedicados a la metodología moral, de entre
los cuales destacamos: FERRERO F., Ciencias morales (metodologías), en DETM,
1984, 1262-1277 ID, La opción metodológica en el quehacer del moralista
cristiano, en "Moralia" 8 (1986) 29-43; HAMEL E., La ihéologie
morale entre l Écriture et la raison, en "Gregorianum" 56 (1975)
273319; HOFMANN R., Moraltheologische Erkenntnis und Methodenlehre, Munich
1963; VALORI P., Significato e metodología della ricerca morale oggi, en
"Gregorianum" 58 (1977) 55-86.
S.
Privitera
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