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Napoleón, ya se sabe, le dabas la mano y se tomaba el pie, y cuando te dabas cuenta
ya habías perdido el brazo y la pierna. Eso le pasó al papa Pío VII cuando, primero,
aceptó firmar un concordato con Francia y, después, ungir al Bonaparte como emperador.
Cuando se percató de lo que se venía encima, Napoleón le había redactado hasta un
nuevo catecismo. El 4 de abril de 1806 se publicó un decreto por el que se impuso
a la Iglesia en Francia el catecismo imperial.
El catecismo imperial amenazaba con la condenación eterna a quien no sirviese de buen grado al emperador y, encima, exigía amar a Napoleón como a Dios, por encima
de todas las cosas. Y lo más grande es que el Vaticano aceptó el catecismo imperial.
Tal sumisión tenía un origen.
Tras la Revolución francesa, la Iglesia en
Francia había quedado para el arrastre, y fue Napoleón quien, mediante un concordato
con la Santa Sede, restableció la religión católica en el país y una serie de privilegios
perdidos. Como este hombre no daba puntada sin hilo, consiguió que la Iglesia,
a cambio de recuperar y mantener una serie de beneficios a costa del Estado,
aceptara que entre los deberes cristianos estuviera adorar al emperador.
Encima logró que el propio papa le ungiera
como emperador en Notre Dame, con lo cual Pío VII, al aceptar que Napoleón era
emperador por orden divina, también reconocía una obligación divina, la sumisión
a Napoleón. En resumidas cuentas, que el Bonaparte enredó al papa. Cómo sería, que
hasta logró que los curas leyeran desde los púlpitos los boletines oficiales del
ejército napoleónico e incluso metió en el ajo al propio San Pablo. A la pregunta
«¿Qué hay que pensar de aquellos que faltaran a su deber hacia nuestro emperador?»,
el catecismo imperial respondía «Según el apóstol San Pablo, se resistirían al orden
establecido por Dios mismo y se harían dignos de la condenación eterna».
Y, por supuesto, el Bonaparte no se iba a
quedar sin su propio santoral: el 15 de agosto sustituyó la Asunción por San Napoleón.
Con un par.
NIEVES CONCOSTRINA.
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