El templo encarnaba también la idea de tiempo sagrado, pues los
sacrificios y funciones que en él se celebraban eran considerados los
momentos favorables para aplacar a la divinidad o encontrarla. Además
del culto cotidiano, estaban dedicados a Dios días especiales. El más
estricto era el sábado hebreo, con su cortejo de fiestas anuales:
Pascua, Pentecostés, la luna nueva del séptimo mes, el día de la
Expiación, el primero y el último día de la fiesta de las Chozas. En la
religión greco-romana existía la semana planetaria, pero no la
institución de un día de reposo equivalente al sábado hebreo.
Las premisas establecidas antes fuerzan la conclusión de que el sacrificio cristiano -no se rige por calendarios. Desde el momento en que el creyente descubre quién es Dios y su inmenso amor por el hombre, no puede delimitar momentos para el culto: su vida entera ha de ser culto, como explícitamente lo afirma el Nuevo Testamento.
A riesgo de repetir demasiado, insistimos una vez más en los dos elementos de la vida cristiana, esta vez con palabras de san Juan: "Si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros" (1 Jn 4,11). Descubrimiento del amor de Dios, en la fe, y su exigencia de amor al prójimo, "no con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad" (1 Jn 3,18). Este es el culto permanente.
Los cristianos, perteneciendo a la cultura mediterránea, judía o pagana, siguieron como todos la semana de siete días; para celebrar sus reuniones, cambiaron, sin embargo, el sábado hebreo por Çel domingo, "el día del Señor" (Ap 1,10), recuerdo de la resurrección. El domingo no fue al principio un día de reposo, como no lo era en la sociedad civil del tiempo. Transfiriendo el sábado judío al domingo cristiano, Constantino decretó en 321 el descanso dominical, aunque sin extender la obligación a los campesinos.
Era natural que el día de la celebración cristiana desembocara en el descanso, pues la fiesta tiende a distinguirse de los demás días. Así había ocurrido con las festividades judías y con las "ferias" paganas. La unión de Iglesia y Estado declaró el descanso en vigor para la vida pública.
No hay que pensar, sin embargo, que la designación del domingo como día de reunión fuera un decreto eclesiástico inmediatamente llevado a la práctica; hubo grupos cristianos que siguieron observando el sábado hasta el siglo IV; otros grupos, como testifica Tertuliano a fines del siglo segundo, equiparaban el sábado al domingo. Todavía en la Iglesia griega y en la siria el sábado es día semifestivo que excluye el ayuno.
La venida de Cristo acaba con los tiempos sagrados. Al decir: "El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27.28), desbanca una institución venerable, de origen divino según la tradición judía. Esta palabra de Cristo confirma lo antes dicho: ninguna criatura o institución pueden imponer su sacralidad al hombre; es el hombre quien las escoge y destina según su conveniencia.
Cristo mismo agudizó la controversia efectuando curaciones en sábado (Mc 3,1-6 y parals.; Jn 5,1-18) o permitiendo que sus discípulos lo violaran (Mc 2,23-28 y parals.). En el Evangelio de Juan, Jesús opone a los fariseos esta razón: "Mi Padre trabaja todavía y yo también trabajo" (5,17). El descanso queda subordinado a la actividad por el bien del hombre.
No faltaron cristianos en las primeras generaciones que se consideraron obligados a observar prácticas judías de fiestas, ayunos y prescripciones sobre alimentos. San Pablo reaccionó violentamente contra aquella abdicación de la libertad cristiana: "Nadie tiene que dar juicio sobre lo que coméis o bebéis, ni en cuestión de fiestas, lunas nuevas o sábados. Eso era sombra de lo que tenía que venir, la realidad es Cristo" (Col 2,16-17). La presencia continua de Cristo, que vive para siempre, constituye el tiempo sagrado en que el hombre encuentra a Dios. La antigua preeminencia de ciertos días ha quedado abolida.
Tener tales observancias por condiciones para la salvación le parece a san Pablo tan grave, que lo estima una apostasía: "Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles" (Gál 4,10-11).
Se eligió el domingo por ser el día de la resurrección de Cristo, por la que Dios mostró su fidelidad a las promesas y garantizó nuestra resurrección. El triunfo de la vida sobre la muerte dio al domingo su alegría particular, su carácter festivo.
Pero de hecho esa alegría debe impregnar la vida entera del cristiano, que se realiza bajo el signo de la resurrección. No es el día particular, el primero de la semana, el que santifica la reunión cristiana, es la reunión la que santifica el día. En el Nuevo Testamento los antiguos días sacros han salido de cauce y han inundado el tiempo entero: todo tiempo es potencialmente sacro, como lo es todo espacio desde que se rasgó la cortina del templo. Espacio y tiempo se han nivelado en Cristo, la plusvalía de lo sacro se extiende a todo lugar y hora.
Recuerdos asociados a un día pueden persuadir que se escoja para la reunión de los fieles, como sucede con el domingo. En lo individual ocurre algo comparable con el cumpleaños de cada uno; no es un día que de por sí tenga especial prerrogativa, pero gusta -o disgusta- celebrarlo porque en él vinimos a la existencia.
La conclusión respecto al tiempo es la misma que respecto al espacio. Todo tiempo es para el cristiano potencialmente sagrado; el encuentro con Dios no está condicionado por fiestas ni fechas. Cada vez que realizamos en el mundo el amor de Cristo, vivimos en tiempo sagrado.
Las premisas establecidas antes fuerzan la conclusión de que el sacrificio cristiano -no se rige por calendarios. Desde el momento en que el creyente descubre quién es Dios y su inmenso amor por el hombre, no puede delimitar momentos para el culto: su vida entera ha de ser culto, como explícitamente lo afirma el Nuevo Testamento.
A riesgo de repetir demasiado, insistimos una vez más en los dos elementos de la vida cristiana, esta vez con palabras de san Juan: "Si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros" (1 Jn 4,11). Descubrimiento del amor de Dios, en la fe, y su exigencia de amor al prójimo, "no con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad" (1 Jn 3,18). Este es el culto permanente.
Los cristianos, perteneciendo a la cultura mediterránea, judía o pagana, siguieron como todos la semana de siete días; para celebrar sus reuniones, cambiaron, sin embargo, el sábado hebreo por Çel domingo, "el día del Señor" (Ap 1,10), recuerdo de la resurrección. El domingo no fue al principio un día de reposo, como no lo era en la sociedad civil del tiempo. Transfiriendo el sábado judío al domingo cristiano, Constantino decretó en 321 el descanso dominical, aunque sin extender la obligación a los campesinos.
Era natural que el día de la celebración cristiana desembocara en el descanso, pues la fiesta tiende a distinguirse de los demás días. Así había ocurrido con las festividades judías y con las "ferias" paganas. La unión de Iglesia y Estado declaró el descanso en vigor para la vida pública.
No hay que pensar, sin embargo, que la designación del domingo como día de reunión fuera un decreto eclesiástico inmediatamente llevado a la práctica; hubo grupos cristianos que siguieron observando el sábado hasta el siglo IV; otros grupos, como testifica Tertuliano a fines del siglo segundo, equiparaban el sábado al domingo. Todavía en la Iglesia griega y en la siria el sábado es día semifestivo que excluye el ayuno.
La venida de Cristo acaba con los tiempos sagrados. Al decir: "El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27.28), desbanca una institución venerable, de origen divino según la tradición judía. Esta palabra de Cristo confirma lo antes dicho: ninguna criatura o institución pueden imponer su sacralidad al hombre; es el hombre quien las escoge y destina según su conveniencia.
Cristo mismo agudizó la controversia efectuando curaciones en sábado (Mc 3,1-6 y parals.; Jn 5,1-18) o permitiendo que sus discípulos lo violaran (Mc 2,23-28 y parals.). En el Evangelio de Juan, Jesús opone a los fariseos esta razón: "Mi Padre trabaja todavía y yo también trabajo" (5,17). El descanso queda subordinado a la actividad por el bien del hombre.
No faltaron cristianos en las primeras generaciones que se consideraron obligados a observar prácticas judías de fiestas, ayunos y prescripciones sobre alimentos. San Pablo reaccionó violentamente contra aquella abdicación de la libertad cristiana: "Nadie tiene que dar juicio sobre lo que coméis o bebéis, ni en cuestión de fiestas, lunas nuevas o sábados. Eso era sombra de lo que tenía que venir, la realidad es Cristo" (Col 2,16-17). La presencia continua de Cristo, que vive para siempre, constituye el tiempo sagrado en que el hombre encuentra a Dios. La antigua preeminencia de ciertos días ha quedado abolida.
Tener tales observancias por condiciones para la salvación le parece a san Pablo tan grave, que lo estima una apostasía: "Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles" (Gál 4,10-11).
Se eligió el domingo por ser el día de la resurrección de Cristo, por la que Dios mostró su fidelidad a las promesas y garantizó nuestra resurrección. El triunfo de la vida sobre la muerte dio al domingo su alegría particular, su carácter festivo.
Pero de hecho esa alegría debe impregnar la vida entera del cristiano, que se realiza bajo el signo de la resurrección. No es el día particular, el primero de la semana, el que santifica la reunión cristiana, es la reunión la que santifica el día. En el Nuevo Testamento los antiguos días sacros han salido de cauce y han inundado el tiempo entero: todo tiempo es potencialmente sacro, como lo es todo espacio desde que se rasgó la cortina del templo. Espacio y tiempo se han nivelado en Cristo, la plusvalía de lo sacro se extiende a todo lugar y hora.
Recuerdos asociados a un día pueden persuadir que se escoja para la reunión de los fieles, como sucede con el domingo. En lo individual ocurre algo comparable con el cumpleaños de cada uno; no es un día que de por sí tenga especial prerrogativa, pero gusta -o disgusta- celebrarlo porque en él vinimos a la existencia.
La conclusión respecto al tiempo es la misma que respecto al espacio. Todo tiempo es para el cristiano potencialmente sagrado; el encuentro con Dios no está condicionado por fiestas ni fechas. Cada vez que realizamos en el mundo el amor de Cristo, vivimos en tiempo sagrado.
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