Cada vez que se juntan varias potencias
mundiales y acuerdan algo, ya se sabe que lo primero que va a ocurrir es que la
mitad de los acuerdos no se van a cumplir y ha sucedido siempre, pasa ahora y
continuará ocurriendo. El 8 de febrero de 1815 las potencias europeas reunidas
en el Congreso de Viena acordaron acabar con el tráfico de esclavos... pero
ojo, no con la esclavitud. Cincuenta años después, aquellos acuerdos eran papel
mojado. Lo más gracioso de aquel Congreso de Viena es que el fin de la trata de
negros lo firmaron todos los países presionados por Inglaterra, gran experta en
el tráfico de seres humanos mientras pudo. Pero, claro, es que aquel acuerdo tenía
trampa.
Inglaterra guardaba detrás de su petición,
aparentemente humanitaria, un par de maniobras políticas magistrales. Primera: Gran
Bretaña apenas tenía intereses en América, y lo que quería era agotar la rentabilidad
económica que tenía el Nuevo Mundo. Si faltaban esclavos, mano de obra, menos ganancias
tendrían los países con intereses en América. Y segunda maniobra: con la prohibición
de la trata de negros, la marina británica tendría la excusa perfecta para inspeccionar
cualquier barco, con lo cual se haría con la hegemonía total en el Atlántico.
Ahora bien, no perdamos de vista a los
compañeros españoles del siglo XIX, porque a Cuba llegaban diez mil esclavos anuales
cincuenta años después de la abolición de la trata de negros. Insisto en que lo
que se prohibió en Viena fue el comercio, pero no la esclavitud en sí. O sea, el
que tuviera esclavos, pues muy bien. Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita.
Le restregó al ministro de Ultramar
un anuncio en un periódico cubano que decía: «Se venden dos yeguas de tiro y dos
negras, hija y madre; las yeguas, juntas o separadas; las negras, separadas o
juntas».
NIEVES CONCOSTRINA.
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