En las antiguas culturas existían personas, o personajes, investidos de
carácter sacro. Ejemplo típico es la persona del soberano, que
desempeñaba un papel divino conservando el orden del Estado, parcela del
orden universal del que cuida Dios mismo. Esta concepción surge en
todos los despotismos de tipo oriental, punto de llegada de las antiguas
culturas agrícolas. El soberano acabó por considerarse prole de la
divinidad como acaeció en Egipto, China y Japón. En Roma también el
ascenso a la dignidad imperial llevaba consigo la divinización; la
ofrenda de incienso a la estatua del emperador era ritual obligado en
los actos públicos y a nadie se eximía de ella, cualquiera que fuese su
religión, excepto a los judíos. Los emperadores aceptaban o
reivindicaban títulos estrictamente sacros.
En la carta de felicitación a Trajano por su subida al trono, Plinio el Joven lo intitula "santísimo". En tiempo de Diocleciano se acentuó tanto el carácter sagrado de la persona del emperador, que todas las instituciones imperiales recibieron el título de "sacras"; el antiguo quaestor Augusti, consejero del emperador en materia legal, equivalente a nuestro ministro de Justicia, pasó a llamarse quaestor sacri palatii; el ministro de Hacienda, comes sacrarum largitionum; el chambelán o mayordomo imperial, praepsitus sacri cubiculi. Títulos de este género se usaron más tarde en el lenguaje eclesiástico; es superfluo discutir su valor.
Los cristianos no admitieron nunca, naturalmente, la divinidad del emperador, y su negativa al culto imperial acabó a veces en el martirio. Sin embargo, a partir de la paz con el Imperio se permitieron todas las aproximaciones posibles, atribuyendo al emperador una sacralidad particular.
Ya antes de Diocleciano se prestaba al emperador el homenaje de la proskynesis o adoración, basado originalmente en su carácter divino. San Atanasio de Alejandría y san Gregorio Nacianceno, entre otros Padres del siglo IV, consideraron legítima la proskynesis al emperador cristiano o a su imagen, y san Gregorio da al emperador Constantino el título de "divinísimo" (theiótatos); el mismo Constancio y Teodosio II, emperadores cristianos, se aplicaban el título aeternitas mea.
León I, emperador Bizantino, apeló a referéndum de los obispos para decidir si reunía un concilio que tuviera en cuenta a los monofisitas de Alejandría. Las respuestas son interesantes. Todos unánimemente sostienen que la dignidad imperial procede de Dios. Felicitan al emperador por haber sido escogido por Dios como dueño único de tierra, mar y hombres, igual que hay un solo Dios en el cielo. Unas conferencias episcopales lo comparan con el apóstol Pedro, roca sobre la cual Cristo fundó su Iglesia; otras, con David o san Pablo, o le dan el título de sacerdos. De hecho, Roma y Bizancio creían en el carácter sacerdotal de la persona imperial.
El papa León, escribiendo a su tocayo el emperador, usa expresiones que, aunque se interpreten como muestras de diplomacia o cortesía, no dejan de extrañar: "Veo que estáis suficientemente instruido por el Espíritu de Dios... y que ningún error podría desviar vuestra fe...". En otra carta afirma que el emperador no necesita explicación alguna humana, habiendo recibido la fe purísima con la plenitud del Espíritu Santo.
Los emperadores ayudaron, por supuesto. Después de la conversión del Imperio conservaron el título de pontifex maximus; el primero que dejó de usarlo fue Graciano; pero a fines del siglo V vuelve Anastasio I a llamarse pontifex inclytus, como protesta contra dudas que parecían surgir en Roma por aquellos años.
Todo esto eran restos de paganismo. Ha pasado la época en que se tenía por sagrada la persona del gobernante. Según observa Cox, la rebelión de los hebreos contra Faraón, rey divino, instigada por Dios según la narración del Éxodo, fue el primer hito en la desacralización del poder civil. Muchas veces se intentó después, incluso entre los judíos, volver a la concepción sacral, y parece que Salomón la hizo suya en cierta manera, considerando el trono con seis gradas que se hizo fabricar. Pero en la tradición judeo-cristiana tales conatos estaban condenados al fracaso. En Israel mismo no asumió el rey el cargo de sumo sacerdote ni gozó de infalibilidad en sus opiniones o decisiones; el oráculo de Dios era el profeta, no el soberano, y es ocioso recordar las frecuentes divergencias entre profetas y reyes.
Según la definición de lo sagrado dada anteriormente, para el cristiano la persona sagrada es Cristo, Hijo de Dios, que participa plenamente de la vida del Padre; tras él, todo hombre que por unirse a Cristo recibe la vida de Dios y vive con él en relación de hijo. Tal es el sentido de la denominación "los santos" con referencia al pueblo cristiano. Si hay grados en la sacralidad, no dependen de designación o función, sino de la intensidad de la fe y el amor fraterno, de la autenticidad de la vida cristiana.
Como hizo con el espacio y con el tiempo, también respecto a las personas abolió Cristo las castas: "Vosotros sois todos hermanos" (Mt 24,8). Y san Pablo enuncia la desaparición por el bautismo de toda diferencia de raza, sexo o condición social: todos hacemos uno en Cristo (Gál 3,28; Col 3,11).
Considerados los diversos aspectos de la sacralidad, podemos concluir: ninguna criatura tiene por sí misma títulos peculiares de sacralidad; pero toda criatura es potencialmente sacra, el hombre con sacralidad de vida, las demás, con sacralidad de designación y de finalidad. El mundo es una etapa ocultamente sembrada; mientras falta el agua, nada brota, pero en cuanto se riega un trozo, despunta la hierba y nacen flores; la semilla estaba allí. Dios pone el agua en manos del hombre; es misión suya ir regando hasta que "broten los lirios en el desierto".
En la carta de felicitación a Trajano por su subida al trono, Plinio el Joven lo intitula "santísimo". En tiempo de Diocleciano se acentuó tanto el carácter sagrado de la persona del emperador, que todas las instituciones imperiales recibieron el título de "sacras"; el antiguo quaestor Augusti, consejero del emperador en materia legal, equivalente a nuestro ministro de Justicia, pasó a llamarse quaestor sacri palatii; el ministro de Hacienda, comes sacrarum largitionum; el chambelán o mayordomo imperial, praepsitus sacri cubiculi. Títulos de este género se usaron más tarde en el lenguaje eclesiástico; es superfluo discutir su valor.
Los cristianos no admitieron nunca, naturalmente, la divinidad del emperador, y su negativa al culto imperial acabó a veces en el martirio. Sin embargo, a partir de la paz con el Imperio se permitieron todas las aproximaciones posibles, atribuyendo al emperador una sacralidad particular.
Ya antes de Diocleciano se prestaba al emperador el homenaje de la proskynesis o adoración, basado originalmente en su carácter divino. San Atanasio de Alejandría y san Gregorio Nacianceno, entre otros Padres del siglo IV, consideraron legítima la proskynesis al emperador cristiano o a su imagen, y san Gregorio da al emperador Constantino el título de "divinísimo" (theiótatos); el mismo Constancio y Teodosio II, emperadores cristianos, se aplicaban el título aeternitas mea.
León I, emperador Bizantino, apeló a referéndum de los obispos para decidir si reunía un concilio que tuviera en cuenta a los monofisitas de Alejandría. Las respuestas son interesantes. Todos unánimemente sostienen que la dignidad imperial procede de Dios. Felicitan al emperador por haber sido escogido por Dios como dueño único de tierra, mar y hombres, igual que hay un solo Dios en el cielo. Unas conferencias episcopales lo comparan con el apóstol Pedro, roca sobre la cual Cristo fundó su Iglesia; otras, con David o san Pablo, o le dan el título de sacerdos. De hecho, Roma y Bizancio creían en el carácter sacerdotal de la persona imperial.
El papa León, escribiendo a su tocayo el emperador, usa expresiones que, aunque se interpreten como muestras de diplomacia o cortesía, no dejan de extrañar: "Veo que estáis suficientemente instruido por el Espíritu de Dios... y que ningún error podría desviar vuestra fe...". En otra carta afirma que el emperador no necesita explicación alguna humana, habiendo recibido la fe purísima con la plenitud del Espíritu Santo.
Los emperadores ayudaron, por supuesto. Después de la conversión del Imperio conservaron el título de pontifex maximus; el primero que dejó de usarlo fue Graciano; pero a fines del siglo V vuelve Anastasio I a llamarse pontifex inclytus, como protesta contra dudas que parecían surgir en Roma por aquellos años.
Todo esto eran restos de paganismo. Ha pasado la época en que se tenía por sagrada la persona del gobernante. Según observa Cox, la rebelión de los hebreos contra Faraón, rey divino, instigada por Dios según la narración del Éxodo, fue el primer hito en la desacralización del poder civil. Muchas veces se intentó después, incluso entre los judíos, volver a la concepción sacral, y parece que Salomón la hizo suya en cierta manera, considerando el trono con seis gradas que se hizo fabricar. Pero en la tradición judeo-cristiana tales conatos estaban condenados al fracaso. En Israel mismo no asumió el rey el cargo de sumo sacerdote ni gozó de infalibilidad en sus opiniones o decisiones; el oráculo de Dios era el profeta, no el soberano, y es ocioso recordar las frecuentes divergencias entre profetas y reyes.
Según la definición de lo sagrado dada anteriormente, para el cristiano la persona sagrada es Cristo, Hijo de Dios, que participa plenamente de la vida del Padre; tras él, todo hombre que por unirse a Cristo recibe la vida de Dios y vive con él en relación de hijo. Tal es el sentido de la denominación "los santos" con referencia al pueblo cristiano. Si hay grados en la sacralidad, no dependen de designación o función, sino de la intensidad de la fe y el amor fraterno, de la autenticidad de la vida cristiana.
Como hizo con el espacio y con el tiempo, también respecto a las personas abolió Cristo las castas: "Vosotros sois todos hermanos" (Mt 24,8). Y san Pablo enuncia la desaparición por el bautismo de toda diferencia de raza, sexo o condición social: todos hacemos uno en Cristo (Gál 3,28; Col 3,11).
Considerados los diversos aspectos de la sacralidad, podemos concluir: ninguna criatura tiene por sí misma títulos peculiares de sacralidad; pero toda criatura es potencialmente sacra, el hombre con sacralidad de vida, las demás, con sacralidad de designación y de finalidad. El mundo es una etapa ocultamente sembrada; mientras falta el agua, nada brota, pero en cuanto se riega un trozo, despunta la hierba y nacen flores; la semilla estaba allí. Dios pone el agua en manos del hombre; es misión suya ir regando hasta que "broten los lirios en el desierto".
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