El título de Señor, como el de Hijo de Dios, constituye el núcleo de
varias fórmulas empleadas en los tiempos apostólicos para profesar la fe
cristiana. "Jesucristo es el señor" es una de ellas (Flp 2,11; Rom
10,9; 1 Cor 12,3). Este simple enunciado implica la redención entera;
afirma explícitamente el reino presente de Cristo, implícitamente su
muerte y resurrección, su gloria y su acción en el mundo. Centrada en el
presente, connota lo que sucedió una vez y abre la perspectiva a la
consumación futura.
En la primitiva Iglesia la fórmula era polémica y contestaba al título imperial. Los cristianos reconocían a Cristo por encima del César, como lo expresa el Apocalipsis al llamarlo "Señor de señores y Rey de reyes" (17,14).
Confesar que Jesucristo es el Señor acentúa la incidencia de la fe sobre el presente; se trata de una soberanía actual activa y dinámica. La Carta a los Romanos la expresa afirmando que Jesucristo, Señor nuestro, fue constituido en su pleno poder de Hijo de Dios a partir de su resurrección de la muerte. Por otra parte, aunque los emperadores romanos hayan pasado a la historia, la expresión "nuestro Señor" conserva su carácter disyuntivo: el cristiano no reconoce otro Señor.
En la primitiva Iglesia la fórmula era polémica y contestaba al título imperial. Los cristianos reconocían a Cristo por encima del César, como lo expresa el Apocalipsis al llamarlo "Señor de señores y Rey de reyes" (17,14).
Confesar que Jesucristo es el Señor acentúa la incidencia de la fe sobre el presente; se trata de una soberanía actual activa y dinámica. La Carta a los Romanos la expresa afirmando que Jesucristo, Señor nuestro, fue constituido en su pleno poder de Hijo de Dios a partir de su resurrección de la muerte. Por otra parte, aunque los emperadores romanos hayan pasado a la historia, la expresión "nuestro Señor" conserva su carácter disyuntivo: el cristiano no reconoce otro Señor.
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