1.
EL CONCEPTO. En la concepción más genuinamente cristiana del término, la
revelación no tiene otro objeto sino Dios mismo, que se da a conocer mediante
Cristo, Verbo encarnado, para que los hombres, en el Espíritu Santo, por medio
del mismo Cristo tengan acceso al Padre (cf Vaticano II, DV 2). El hombre, en
una primera aproximación, es el destinatario de la revelación y de la
salvación que ésta anuncia y realiza, no su objeto directo. Pero, por otro
lado, el conocimiento de Dios y de la salvación que en Cristo se nos ofrece nos
descubre
la definitiva vocación del ser humano, el designio de Dios sobre él, con una
profundidad que de otro modo no nos hubiera sido nunca accesible. En este
sentido el hombre, precisamente en cuanto destinatario de la revelación divina,
se convierte también en objeto de la misma. Sólo a la luz de la salvación que
Cristo nos trae descubrimos a qué estamos llamados y, por consiguiente,
quiénes somos: "Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor manifiesta plenamente el hombre al propio hombre
y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). La revelación
cristiana presupone el hombre y por tanto una cierta idea que éste tendrá de
sí mismo; pero, por otra parte, la novedad de la encarnación del Hijo no puede
dejar de enriquecer e iluminar esta visión. Por tanto, a partir de la
revelación el cristianismo puede, y aun debe, reivindicar una noción propia
del hombre, que en muchos aspectos coincidirá con la que ofrezcan la filosofía
y las ciencias humanas y que deberá enriquecerse con sus aportaciones, pero que
poseerá una irrenunciable originalidad. En este sentido hablamos de
"antropología cristiana".
2.
EL HOMBRE, CREADO A IMAGEN DE Dios. De hecho, si bien es claro que la Sagrada
Escritura no trata de ofrecernos una antropología sistemática, es igualmente
evidente que habla del hombre en muchísimas de sus páginas, comenzando por las
primeras. El relato yavista de la creación y la caída (Gén 2-3) nos presenta
ya al hombre como el centro de la obra creadora de Dios: es formado por sus
manos y recibe la vida del propio aliento divino (Gén 2,7). Para él planta
Dios el jardín de Edén y le ordena que ponga nombre a los animales (cf Gén
2,9.19-20); le da, por último, una ayuda adecuada, porque
no es bueno que el hombre esté solo (cf Gén 2,9.20-24). Tenemos aquí el
núcleo de una profunda antropología: el hombre está llamado a servirse de la
creación y a dominarla y es un ser eminentemente social, hecho para estar en
comunión con los otros. Pero vivirá solamente si mantiene la relación con
Dios, que lo ha creado y le ha comunicado su misma vida, y si es fiel a sus
mandatos (cf Gén 2,16). Esto quiere decir que la relación con Dios es esencial
al hombre y es aquella dimensión totalizante a partir de la que se articulan
todas las demás.
El
relato sacerdotal de Gén 1, 1-2,4a señala también la primacía del hombre sobre
el resto de la creación. Se introduce aquí por primera vez la idea de la
creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (cf Gén 1,26-27); ésta es la
característica del ser humano que el concilio Vaticano II (GS 12) coloca en
primer lugar cuando trata de explicar la respuesta de la Iglesia al interrogante
acerca del hombre, sobre el que se han dado a lo largo de la historia, y se dan
todavía, opiniones tan diversas, e incluso contradictorias. Merece la pena, por
tanto, que veamos brevemente el sentido de estas expresiones y el modo como han
sido interpretadas en la Biblia y en la tradición de la Iglesia hasta el
momento actual.
El
dominio del hombre sobre las criaturas es un elemento que encontramos también
presente en el documento sacerdotal, y deriva ciertamente del hecho de su
creación a imagen y semejanza de Dios (cf Gén 1,26-27); igualmente se pone de
relieve en estos versículos el carácter social del hombre; el hombre hecho a
imagen de Dios es varón y mujer. Pero también aquí la relación del hombre
con Dios, aun con la diferencia radical entre Creador y criatura, es lo que
parece determinante. El simple dato de que Dios cree "a su imagen y semejanza"
cualifica en primer lugar el obrar divino, y determina a su vez que el hombre
sea distinto de las demás criaturas. El ser humano ha sido creado para existir
en relación con Dios, para vivir en comunión con él. Estos mismos elementos
se hallan en Gén 5,1-3, donde se establece además una cierta analogía entre
la creación del hombre por Dios a su imagen y la generación de Set según la
semejanza e imagen de su padre Adán. La condición de imagen de Dios hace que
la vida humana sea sagrada (cf Gén 9,6). El dominio sobre el resto de las
criaturas y la vocación de Dios a participar de su vida inmortal son los puntos
que se ponen de relieve en relación con la creación del hombre a imagen y
semejanza divina en los otros textos del AT donde vuelve a aparecer este motivo
(cf Si 17,3; Sab 2,23; cf también Sal 8,5-9).
En
el NT se afirma que la imagen de Dios es Cristo (cf 2Cor 4,4; Col 1,15; también
Heb 1,2; Flp 2,6). Esto no significa que se olvide la condición del hombre como
creado a imagen y semejanza de Dios; por el contrario, se afirma que el hombre
ha sido llamado a convertirse en imagen de Jesús si acepta por la fe la
revelación de Cristo y la salvación que éste le ofrece (cf 2Cor 3,18); el
Padre nos ha predestinado a conformarnos según la imagen de su Hijo, para que
éste sea primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29); y como hemos llevado
la imagen del primer Adán, el terrestre, hecho alma viviente, llevaremos
también la imagen del Adán celeste, Cristo resucitado, en la participación de
su cuerpo espiritual (cf 1Cor 15,45-49). El destino del hombre es, por
consiguiente, pasar de ser imagen del primer Adán a serlo del segundo; todo
ello no es algo marginal o accesorio a su "esencia", sino que esta
vocación a la conformación con Cristo y a revestir su imagen constituye lo
más profundo de su ser. Junto
a esta reinterpretación cristológica del tema de la imagen notamos en el NT
una fuerte orientación escatológica de este motivo (cf también (Jn 3,2). Con
todo, no es aventurado afirmar que si el hombre está orientado a Cristo como
meta final de su existencia, esta ordenación, de un modo o de otro, ha de
existir desde el principio. Es convicción general del NT que el orden de la
creación y el de la salvación se hallan en relación profunda: todo ha sido
hecho mediante Cristo y todo camina hacia él (cf 1 Cor 8,6; Col 1,15-20; Ef
1,3-10; Jn 1,3.10; Heb 1,3); Jesús es alfa y omega, principio y fin de todo (Cf
Ap 1,8; 21,6; 22,13).
La
reinterpretación cristológica del motivo de la imagen prosiguió en la
teología patrística. Ya en relación con el momento de la creación, y no
sólo con el de la consumación final, se pone de relieve la ejemplaridad del
Verbo. En efecto, sólo el Hijo es la imagen de Dios. El hombre no es
estrictamente "imagen", sino que ha sido hecho "según la
imagen". Pero aunque esto sea reconocido en general por todos, defieren las
escuelas de la antigua Iglesia cuando se trata de precisar el significado de la
imagen de Dios que es el Hijo; ello tendrá inmediatamente consecuencias
antropológicas. Por una parte, los alejandrinos (Clemente, Orígenes; les
seguirá sustancialmente san Agustín) consideran al Verbo preexistente la
imagen de Dios; según esta imagen ha sido creado el hombre. Por ello la imagen
de Dios en el ser humano sólo hace referencia a su elemento espiritual, el
alma. Por el contrario, otros padres y escritores eclesiásticos (san Ireneo,
Tertuliano) considerarán que la imagen de Dios Padre es el Hijo encarnado, que
da así a conocer al Dios invisible. El hombre ha sido creado desde el primer
instante según la imagen del Hijo, que habría de encarnarse y resucitar
glorioso en su
humanidad. Cuando Dios modelaba al primer Adán del barro, pensaba ya en su Hijo
que habría de hacerse hombre y ser así el Adán definitivo. Según esta línea
de pensamiento, el hombre ha sido creado a imagen de Dios según todo lo que es,
en su alma y en su cuerpo, con una insistencia especial en este último. Ningún
aspecto del ser humano queda excluido de esta condición de imagen, ya que todo
él ha sido llamado a participar de la resurrección de Cristo. A pesar de estas
notables diferencias, hallamos de nuevo unida la teología de los primeros
siglos en la distinción entre la imagen y semejanza divinas: mientras la
primera viene ya. dada con la creación, la segunda se. refiere a la perfección
escatológica, a la consumación final. Aunque esta distinción no encuentre un
apoyo totalmente literal en la Escritura, no es del todo ajena a ella (cf Un
3,2), y por otra parte pone bien de relieve un aspecto muy presente en el NT: el
carácter de camino de la existencia humana, la necesidad constante del progreso
en la unión y el seguimiento de Jesus.
Esta
distinción no se mantuvo en general en los tiempos sucesivos. Por otra parte,
el sentido cristológico de la creación del hombre a imagen y semejanza divina
se ha hecho menos explícito en la teología y en la conciencia cristiana. Por
ello es tanto más de alabar la contribución del concilio Vaticano II en la GS,
al poner, como notábamos ya, en el hecho de la creación del hombre a imagen y
semejanza de Dios el comienzo y la base de la respuesta cristiana al
interrogante sobre el misterio del ser humano. Según el número 12 de la
constitución pastoral, esta condición significa ante todo que el hombre es
capaz de conocer y amar a su Creador, es decir, que es capaz de entrar en
relación personal con Dios. A ello se añade su posición de señorío sobre las
criaturas terrenas, de las que se ha de servir para gloria de Dios, y la
condición social del ser humano, llamado a existir en la comunión
interpersonal. Como se ve, se recogen aquí muchas de las intuiciones que
veíamos. presentes en nuestro rápido recorrido escriturístico, sobre todo del
AT: Pero este número 12 de GS ha de leerse juntamente con el número 22, que
citamos al comienzo de estas páginas: "El misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre,
era figura del que tenía que venir (cf Rom 5,14), es decir, Cristo nuestro
Señor... No es extraño, por consiguiente, que todas las verdades antes
expuestas encuentren en Cristo su fuente y en él alcancen su vértice. El que
es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha
devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer
pecado..." La orientación cristológica de la antropología cristiana ha
sido, por tanto, fuertemente subrayada por el concilio (como también en el
magisterio de Juan Pablo lI; cf, p.ej., Redemptor hominis 8,2; 13,13;
28,1).
Naturalmente,
el magisterio de la Iglesia no ha explicado en detalle las relaciones entre la
cristología y la antropología. Éstas no son entendidas de modo totalmente
idéntico por la teología contemporánea. Rebasaría los límites de este
artículo la exposición, siquiera sucinta, de las diferentes posiciones y
modelos de explicación. Pero para todos es claro que, al recoger la revelación
de Cristo, el hombre encuentra respuesta a sus más profundos interrogantes.
Seguir a Cristo no es, por consiguiente, algo que se le imponga solamente desde
fuera y que no tenga relación ninguna con su ser. Todo lo contrario. Solamente
en Jesús alcanza la definitiva,
porque desde el primer instante de la creación Dios le ha impreso esta
orientación. Por ello el concilio Vaticano II (GS 41) puede afirmar que quien
sigue a Cristo, el hombre perfecto, se hace también él más hombre. La novedad
indeducible de la encarnación del Hijo de Dios, fruto solamente del libérrimo
designio de salvación del Padre, y la orientación del mundo y del hombre hacia
Cristo de tal manera que éste constituye la perfección a que tienden en este
concreto orden de creación, serán dos puntos (sólo en apariencia
contradictorios) que la teología cristiana, y en especial la antropología,
deberán siempre tener presentes.
La
fe cristiana nos dice que el hombre no ha sido fiel a este designio divino y que
desde el principio el pecado ha sido una realidad que ha entorpecido la
relación con Dios. Pero, en su fidelidad, Dios nos ha mantenido siempre su amor
y, en Cristo, la semejanza divina deformada ha sido restaurada (GS 22). Por lo
demás, la naturaleza humana, sin duda profundamente afectada por el pecado, no
ha quedado con todo corrompida de raíz.
3.
EL HOMBRE, LLAMADO A SER HIJO DE DIOS EN
CRISTO. La antropología cristiana
afirma que no hay más que una perfección del hombre: la plena conformación
con Jesús, que es el hombre perfecto. Esto significa la participación en su
filiación divina, en la relación irrepetible que Cristo, Hijo unigénito de
Dios, tiene con el Padre. Ya en los evangelios leemos que Jesús, que se dirige
siempre a Dios con el apelativo de "Padre", enseña a sus discípulos,
sin colocarse él nunca en el mismo plano, a hacer lo mismo (cf Me 11,25; Mt 5,
48; 6,9; 6,32; Le 6,36; 11,2, etc.). Pablo nos dirá que ello es posible
solamente por el don del Espíritu Santo, enviado
a nuestros corazones y que clama en nosotros "Abba, Padre" (Gál
4,6; cf Rom 8,15), en virtud del cual podemos llevar una vida auténticamente
filial respecto a Dios y fraterna respecto a los hombres. Así el Hijo
unigénito de Dios se hace el primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29;
Heb 2,11-12.17; tal vez Jn 20,17). La antropología cristiana contempla, por lo
tanto, al hombre llamado a participar de la misma vida del Dios trino: en un
mismo Espíritu tenemos todos acceso al Padre mediante Cristo (Ef 2,18); la
misma unión entre los discípulos de Cristo, a la que todos los hombres están
llamados, es reflejo de la unión de las personas divinas (cf Jn 17, 21-23).
Nuestro
breve recorrido por algunos de los puntos de la antropología cristiana no puede
dejar de mencionar la categoría de la "gracia", esencial a la visión
cristiana del hombre. Nos hemos referido a la novedad indeducible de la
encarnación de Jesús. Dios se autocomunica libremente en su Hijo y en su
Espíritu, y es igualmente don de Dios y nunca mérito del hombre la
incorporación personal a la salvación (=justificación por la fe). La visión
cristiana del hombre no puede olvidar este elemento: la plenitud del hombre es
recibida como don gratuito, no reducible al donde la creación, como no se
deduce de ésta la encarnación de Jesús. Es, por consiguiente, un nuevo
elemento irrenunciable de la visión cristiana del hombre que éste recibe su
plenitud como un don inmerecido, lo cual, a su vez, no excluye que tenga que
aceptarlo libremente y cooperar con Dios, que se lo otorga en su infinita
bondad.
4.
LA UNIDAD DEL HOMBRE EN LA DUALIDAD DE CUERPO Y ALMA. La doctrina bíblica de la
creación del hombre a imagen y semejanza de Dios muestra la íntima relación
de los
órdenes de la creación y de la salvación. La fe cristiana a lo largo de los
siglos se ha preocupado no sólo de exponer el sentido de la salvación, sino
también de insistir en la configuración creatural del hombre, en su
"naturaleza", apta para recibir esta salvación gratuita de Cristo
como su intrínseca perfección. Punto esencial sin duda de esta preocupación
ha sido la unidad del ser humano en la pluralidad de sus dimensiones. Ya el NT,
siguiendo las huellas del AT, a la par que insiste en la unidad original del ser
humano, conoce diversos aspectos del mismo: el hombre es "cuerpo" por
su dimensión material, que lo hace un. ser cósmico, inserto en este mundo,
solidario con los otros, con una identidad definida en los diferentes estadios
de su existencia (cf 1 Cor 15,44-49); esta condición corporal del hombre se
asocia a veces a la "carnal", que con frecuencia adquiere un sentido
negativo, ya que indica la debilidad del hombre (cf Mc 14,38; Mt 26,41), o
incluso, especialmente en Pablo, su existencia bajo el dominio del pecado (cf
Rom 6,19; 8,3-9; Gál 5,13.16-17). El hombre es también "psique",
vida, alma; es sujeto de sentimientos (cf Mc 3,4; 8,35; Mt 20,28; 26,38;
Col 3,23). Por último el hombre tiene también la "capacidad de lo
divino", está en relación con Dios; todo ello se expresa con el término
"espíritu", que indica tanto la vida de Dios comunicada al hombre y
principio de vida para él como el hombre mismo en cuanto movido por el
Espíritu Santo; se opone con frecuencia a la "carne" en cuanto débil
o sometida al pecado (cf Mc 14,38; Jn 3,6; Rom 8,2-4.6.10.15-16; Gál
5,16-18.22-25). Aunque no se haya pretendido una reflexión sistemática sobre
la cuestión, no hay duda de que el NT en su conjunto nos muestra al hombre como
un ser a la vez mundano y trascendente a este mundo, capaz de relación con
Dios.
Es
lo que a lo largo de la historia, partiendo ya de los primeros siglos
cristianos, se ha expresado con la idea del hombre como formado de alma y
cuerpo. El cristianismo asimiló estas nociones de la antropología griega,
aunque no sin transformarlas. Los esquemas cristológicos y soteriológicos
(encarnación, resurrección) han hecho que algunos Padres basaran su
antropología precisamente en el cuerpo. Y aunque pronto, por el predominio de
los esquemas platónicos, se pasa a considerar que el alma tiene una primacía
sobre el cuerpo (y se llega a afirmar a veces que ésta es en rigor el hombre),
nunca en la teología cristiana se ha considerado al cuerpo malo en sí mismo;
ha sido también creado por Dios y es llamado a la transformación final en la
resurrección. Santo Tomás ha subrayado la unidad de los dos componentes del
hombre en su famosa fórmula "anima forma corporis". Existe una unidad
sustancial originaria del hombre que abraza estos dos aspectos, de tal manera
que ninguno de los dos separado del otro sería hombre o persona. No hay,
por consiguiente, alma sin cuerpo ni cuerpo sin alma (prescindiendo de la
pervivencia del alma después de la muerte). La unidad sustancial de alma y
cuerpo se subrayó también en el concilio de Viena, el año 1312 (cf DS
900.902); el concilio V de Letrán, del año 1513, define que el alma no es
común a todos los hombres, sino que es individual e inmortal (DS 1440). Del
cuerpo y el alma del hombre en su unidad habla también la GS 14.
La
antropología moderna prefiere no tanto hablar de que el hombre tiene un
alma y un cuerpo, sino de que es alma y cuerpo. Y a veces se subraya que
tanto el alma como el cuerpo son del hombre; el lenguaje expresa bien la
unidad que somos y experimentamos. Nuestro psiquismo y nuestra corporalidad se
condicionan
mutuamente. Por ser cuerpo nos hallamos sometidos a la espacio-temporalidad
estamos unidos a los demás hombres, somos finitos y mortales; por ser alma
trascendemos el mundo, y estamos llamados a la inmortalidad. Una inmortalidad
que, desde el punto de vista cristiano, no tiene sentido si no es en la
comunión con Dios, y que por otra parte garantiza la continuidad del sujeto en
nuestra vida actual y en la plenitud de la resurrección en la
configuración plena con Cristo resucitado.
5.
EL HOMBRE, SER PERSONAL ABIERTO A LA TRASCENDENCIA. La constitución
psicosomática del hombre, en virtud de la cual; siendo un ser cósmico,
trasciende este mundo, está en íntima relación con su ser
"personal". El ser humano no es un objeto más en el mundo; es un
sujeto irrepetible. El pensamiento cristiano ha desarrollado la noción de
"persona" para expresar este carácter del hombre, que lo hace
radicalmente distinto de todos los seres que le rodean y que le confiere una
dignidad y un valor en sí mismo, no en función de lo que hace o de la utilidad
que reporta a los demás. El concilio Vaticano II (GS 24) señala que el hombre
es la única criatura terrestre que Dios ha amado por sí misma. No deja de ser
significativo observar que el desarrollo antropológico de esta noción ha sido
posterior en el tiempo al uso de la misma en la teología trinitaria y en la
cristología. El sentido del valor y la dignidad de la persona, ampliamente
reconocido en nuestros días (a pesar de numerosas contradicciones que no pueden
desconocerse) aun fuera del ámbito cristiano, adquiere a partir de la visión
cristiana del hombre su última fundamentación: el hombre tiene un valor
absoluto para el hombre porque lo tiene para Dios, que lo ama en su Hijo Jesús
y lo llama a la comunión con él.
A
la condición del hombre persona y sujeto irrepetible va unida necesariamente su
libertad. Ésta no significa sólo, aunque incluya necesariamente este aspecto,
la posibilidad de elegir entre diversos bienes o posibilidades concretas, sino
que es ante todo la capacidad de configurarse a sí mismo de acuerdo con las
propias opciones. Por ello se ha podido decir que el hombre no tiene libertad,
sino que lo es, porque a pesar de los evidentes condicionamientos a que
se halla sometido, tiene una auténtica capacidad de autodeterminarse. En el
ejercicio de su libertad el hombre opta primariamente sobre sí mismo. No se
debe hablar, por tanto, sólo de libertad de las trabas o impedimentos
internos o externos, sino de libertad para el proyecto humano que se ha de
realizar. Nada tiene que ver la libertad con el capricho. De ahí que aquélla
alcance sólo su plenitud en la opción por el bien; cristianamente hablando,
ello significa dejarse liberar por el Espíritu, romper las ataduras del pecado
y el egoísmo para vivir en la libertad de los hijos de Dios, que es la de
Jesús, que se entrega hasta la muerte por amor. Es importante notar que la
libertad del hombre se da incluso frente a Dios y a su Palabra. En su
revelación Dios quiere establecer un diálogo con nosotros y nos llama a la
comunión de vida con él. Todo ello sería imposible en la hipótesis de que
Dios nos forzara a aceptarlo. Cuando insistimos en la libertad humana
aseguramos, por tanto, que también ante Dios y para Dios somos y permaneceremos
siempre un auténtico sujeto, un verdadero tú.
El
hombre, como ser personal y libre, se halla necesariamene abierto al mundo y los
demás. Frente a ellos ejerce su libertad y en este mismo ejercicio puede
experimentar su propia trascendencia. El hombre necesita del mundo que le rodea
para su propia
subsistencia. Ésta es una experiencia fundamental e incontrovertida. Pero en
esta misma relación de dependencia frente al mundo se abre el sentido de su
trascendencia a él: efectivamente, con el hombre y su capacidad de transformar
la realidad que lo circunda se produce en ésta una novedad; por el esfuerzo
humano se dan en la naturaleza posibilidades nuevas que de otro modo nunca se
hubieran alcanzado. El trabajo del hombre es, pues, un fenómeno nuevo en el
ámbito cósmico; por ello puede ser calificado de "creador". Estas
posibilidades de la naturaleza se convierten a su vez en posibilidades nuevas
para el hombre mismo, para su libertad. Inserto en el mundo, en su misma
acción, en él el ser humano muestra que lo trasciende, que no es una simple
pieza de un mecanismo. Experimenta además la perpetua insatisfacción ante los
logros alcanzados, entre lo que tiene y aquello a lo que aspira. Difícilmente
podrá el mundo, por tanto, dar al hombre el último sentido de su vida.
La
comunión entre personas es un fenómeno nuevo respecto a la relación
hombre-mundo . Sólo en el otro ser humano encuentra el hombre la "ayuda
adecuada", según la vieja sabiduría bíblica. Sólo el hombre es digno
del hombre. Únicamente en el ejercicio de sus dimensiones sociales, y en
particular con la comunión y donación interpersonal, puede el hombre ser él
mismo. La noción de persona, ya en sus profundas raíces teólógicas a que
hemos aludido, lleva consigo esta dimensión. En el encuentro con el otro en
tanto que persona nos hallamos ante un valor absoluto que no hemos creado
nosotros. Tampoco es el otro o la sociedad sin más el fundamento de este valor
absoluto que hallamos ante nosotros, porque también nuestro propio ser personal
es valor absoluto ante los demás. La relación interpersonal,
por tanto, nos abre también al misterio de la trascendencia del hombre a cuanto
nos rodea.
La
limitación e indigencia humanas, que se manifiestan sobre todo en la muerte; la
sensación de truncamiento que de modo casi inevitable se experimenta cuando se
piensa en esta última, nos colocan también ante la cuestión del sentido de la
existencia humana y de la dificultad de hallarlo si queremos permanecer en los
límites de lo que vemos. La esperanza cristiana, sobre todo si se manifiesta en
la vida de los creyentes, es capaz de ofrecer una respuesta plausible a estos
interrogantes del hombre.
La
revelación cristiana nos ofrece, según hemos visto, una imagen del hombre
centrada ante todo en Jesús, el hombre perfecto, en quien somos hijos de Dios.
Si ésta es nuestra última vocación, la teología cristiana no puede
desentenderse de aquellos aspectos de la constitución y del ser creatural del
hombre que lo hacen apto para esta llamada divina. En ellos descubre ya la
huella del designio de Dios, que nos quiere para él. El ser humano aparece así
abierto a la comunicación de Dios mismo en la revelación cristiana. Ésta nos
abre unas perspectivas que por nuestra parte jamás hubiéramos podido imaginar;
es pura gracia y don de la benevolencia divina, y al mismo tiempo responde a
nuestras íntimas aspiraciones y deseos: la íntima comunión con Dios, a la que
Cristo nos da acceso, y la plena comunión con los hermanos con quienes vivimos
en la Iglesia, "instrumento de la plena unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano" (LG 1), reunida por la unidad del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo (LG 4).
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L. L. LADARIA
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