SUMARIO: I. Significado de una proximidad temática - Il. Problemática actual:
1. Factores externos; 2. Factores internos - III. Consideraciones históricas: 1.
El período posapostólico; 2. Del s. iv al medievo; 3. Del medievo al
renacimiento; 4. Del concilio de Trento al barroco; 5. De la revolución
industrial al Vat. II - IV. Principios bíblico-litúrgicos de una arquitectura
sacra - V. Funcionalidad litúrgica: 1. En los edificios históricos; 2. En los
nuevos edificios - VI. El signo en la ciudad - VII. La relación
comitente-arquitecto artista: las experiencias recientes - VIII. Orientaciones
para la praxis: 1. Unidad en la diversidad; 2. El El respeto tópico; 3. La
acogida; 4. La "domus ecclesiae"; 5. El espacio arquitectónico para la asamblea
litúrgica: a) El centro ministerial para la eucaristía, b) El centro para la
iniciación cristiana, c) El centro para la reconciliación, d) El lugar de la
presencia eucarística; 6. El signo del testimonio.
I. Significado de una proximidad temática
La legitimación de la proximidad temática entre arquitectura y liturgia, más que
resultado de una lectura analítica de cada obra, nace de una clara unitariedad
en el conjunto del producto arquitectónico: se debe superar, efectivamente, toda
simplificación con tendencia a colocar el modelo arquitectónico en un marco de
mecánica dependencia de los cánones explícitos de la liturgia. La verdad, más
bien, es que en el proceso formativo de la obra arquitectónica las
manifestaciones concretas de la liturgia y, más en general, de la eclesiología,
terminan midiéndose naturalmente con las variables de la verdadera y propia
búsqueda arquitectónica; con lo que se consigue finalmente una fábrica que,
presentándose como síntesis de múltiples aspectos (técnicos, artísticos,
ideológicos y funcionales), adquiere con toda evidencia su autonomía.
II. Problemática actual
La tarea actual en el campo de la arquitectura sagrada nace y se incrementa bajo
el impulso de complejos y múltiples factores, más evidentes dentro de la iglesia
merced a la evolución a que dieran lugar las orientaciones concretas del Vat. II.
Tal impulso a la renovación o, más concretamente, a la refundación de la
arquitectura religiosa se expresa a través de dos cauces principales e
interdependientes: uno interno a la iglesia, el otro externo.
1. FACTORES EXTERNOS. Entre los principales factores externos figura el
acelerado crecimiento de la concentración urbana: ésta exigió la predisposición
y aplicación de instrumentos de programación y de control del desarrollo que,
como expresión de un mundo secularizado, están evidentemente condicionados por
influencias teóricas y por comportamientos colectivos con sus claras valencias
de orden cultural, social y económico. Los fenómenos de incomunicabilidad, de
soledad, de violencia, de droga, de alcoholismo, cada vez más en auge dentro de
nuestras ciudades, se han agravado indudablemente con la elección-uso de
estructuras preferentemente ideadas y realizadas por una humanidad considerada
como objeto de atenciones productivistas y utilitarias, mas no como sujeto de
historia provisto de instrumentos con los que perseguir unos fines según su
propia y exclusiva medida.
2. FACTORES
INTERNOS. Durante demasiado tiempo, y salvo raras excepciones, la iglesia no
participó en el proceso de formación de la ciudad. Mas, superando gradual-mente
tal alejamiento de la historia, observamos cómo, bajo el magisterio
eclesiástico, la actitud suspicaz oexplícitamente condenatoria del arte
contemporáneo durante casi un siglo y medio se ha venido transformando,
en conformidad con la tradición, en una búsqueda de colaboración y de diálogo.
El desconcierto y las consiguientes dificultades que despertara el lvuelco
que dio la iglesia a mediados d este siglo [/ infra, III, 5] constituían
la obligada herencia de relaciones jerárquicas que se habían querido imponer en
el ámbito del hecho histórico: de ahí el desequilibrado juicio sobre el arte
moderno y sobre los artistas, atados estos últimos sin cesar a la observancia de
normas ajenas a la experiencia artística, más que introducidos en la "cámara
secreta donde los misterios de Dios hacen saltar de gozo y de embriaguez"' para
permitirles expresar la infinita belleza del Creador.
Con esta actitud viene, además, a coincidir un desinterés hacia el edificio
sagrado por parte del arquitecto, más seducido por nuevas técnicas, por nuevas
atractivas funciones, por el descubrimiento del espacio activo, que por el
congelado historicismo y romanticismo de la iglesia del s. xlx y parte del
xx. El edificio sagrado que, desde Constantino en adelante, había significado
para el mundo cristiano la obra con que se expresaran los más elevados productos
del genio humano, no constituye ya el principal polo de referencia de una
instalación humana, ni como centro de real atención de una comunidad creyente,
ni como centro ideal de las ciudades utópicas renacentistas. La confrontación y
el diálogo con la ciudad se realiza ahora entre la aceptación incondicional de
un mundo que se desarrolla al margen de la iglesia, y hasta frecuentemente
contra ella, y la tentativa de volver a apropiarse de una supremacía que por lo
demás era ya evidente en las dimensiones, en la fuerza expresiva y en el valor
artístico de los anteriores edificios históricos.
Finalmente, a algunos les parecen sospechosas las mejores proposiciones
arquitectónicas posconciliares, simplistamente acusadas de tecnicismo, de
sociologismo, de adhesión a una dimensión completamente terrena y que nada
tendría de sacral. La dificultad principal con que ha tenido que enfrentarse el
clero, y no sólo él, consiste en no encontrar en los edificios religiosos
contemporáneos aquella unicidad de imagen que, a pesar de los diferentes
estilos, había caracterizado a la iglesia-edificio desde el s.
Iv en adelante. La crisis de la construcción
sagrada, si así la podemos denominar, se vería claramente en el trabajo de toda
la comunidad eclesial, en busca del modo auténtico de ser hoy iglesia en el
mundo.
III. Consideraciones históricas
1. EL PERÍODO
POSAPOSTÓLICO. Durante casi trescientos años no se formula ninguna definición
tipológico-espacial del edificio iglesia; pero se utilizan múltiples
estructuras públicas, nacidas con fines diferentes de los cultuales y acomodadas
a las nuevas exigencias. La falta de un modelo y de un signo unívoco, aun
dependiendo también de la necesidad de rehuir una fácil individuación con motivo
de las constantes persecuciones, revela una fuerza tan profunda del nuevo
término cristiano, que éste construye ahora la nueva modalidad más sobre
motivaciones que sobre un vistoso signo exterior como, por el contrario, tendrá
lugar después de Constantino.
2. DEL S. IV AL
MEDIEVO. La alianza de la iglesia con
el poder secular y el creciente proselitismo plantean problemas cuantitativos y
cualitativos, para cuya solución se pasó de la domus ecclesiae a la
experimentación de salas tomadas de la basílica forense o de los ambientes
representativos del palacio imperial. La inicial indiferencia frente a la fijeza
del lugar y sus signos simbólicos se transforma, por parte de la autoridad
eclesiástica, en una exaltada aspiración a erigir edificios como testimonio de
la presencia de Cristo en la tierra, como señales de una pedagogía religiosa
orientada a conquistar los nuevos pueblos con los que la cristiandad entra en
contacto después de la caída del imperio romano.
Basado en concretas fórmulas constructivo-espaciales y rápidamente propagado por
todo el mundo cristiano, el modelo de la basílica paleocristiana se revela, por
univocidad, enormemente productivo en términos de historia de la arquitectura.
Las posibilidades de entender esta última como un gran instrumento pedagógico de
servicio al pueblo para favorecer la adhesión a la fe comienzan a ser el
fundamento más o menos explícito de toda la producción de la arquitectura
religiosa posconstantiniana.
3. DEL MEDIEVO AL
RENACI MIENTO. Con su hegemonía en la producción arquitectónica y con su carga
de símbolos generalmente reconocibles, el modelo arquitectónico
longitudinal-procesional constituye una garantía para la transmisión de una
espiritualidad que sólo en casos excepcionales es expresión de la liturgia
comunitaria.
La participación en la liturgia romana permanece viva todavía hasta el comienzo
de la edad media; pero ya a partir del s. vii se multiplican las oraciones
privadas, se reduce la comunión sacramental, aumentan las prácticas de piedad
ascético-morales con las nacientes devociones a la Madre de Dios, a los santos y
sucesivamente a la Santísima Trinidad.
Los fieles, en vez de unirse al acto sacrificial, reclaman la visión de la
hostia consagrada, en la quese ha realizado el misterio de la
transubstanciación. En la época de las obras monumentales, señaladas
frecuentemente como manifestaciones del genio cristiano, tal vez llenas de
espiritualidad, pero distanciadas de las primitivas motivaciones litúrgicas. La
participación activa en la liturgia sólo se conserva dentro de los monasterios,
que, dado el superior nivel cultural de sus miembros y por haber hecho coincidir
en sí mismos la ciudad del hombre y la ciudad de Dios, siguen expresando aún el
carácter unitario y comunitario de la celebración.
El dilema, ampliamente propagado en la iglesia occidental, entre teología de la
cruz y teología de la gloria lo resuelve la jerarquía eclesiástica del período
humanista, que presenta la arquitectura como servicio a la predicación y a la
presencia gloriosa de la iglesia. Nicolás V, Julio II, León X y todos los papas
del triunfalismo renacentista subrayan su preferencia por los edificios
grandiosos, por los "monumentos imperecederos, testimonios poco menos que
eternos y casi divinos" (Nicolás V, 1447-1455).
El modelo basilical se sustituye, al menos hasta el primer cuarto del s. xv, por
el modelo de planta central, de simetrías múltiples, elaborado por la técnica
arquitectónica del s. xiv como concreta interpretación de las leyes armónicas
que rigen el universo. Es el más elevado producto del hombre, digno de
representar a Dios; término final de aquel proceso de acentuada simbolización,
que había comenzado en el período constantiniano y que respondía a la estética
figurativa ampliamente propagada en el mundo cristiano. Para los teorizantes de
la ciudad utópica del renacimiento, el edificio religioso, dadas sus internas
características, llega a tomarse como fundamental organizador de la
ciudad y a adquirir una situación dominante con respecto a la estructura
circundante, implicando en estos modelos de organización urbana la
jerarquización de valores postulada por la autoridad religiosa.
4. DEL CONCILIO DE
TRENTO AL BARROCO. Superada la crisis de la reforma protestante, afronta la
iglesia un nuevo problema: la instauración de su necesaria presencia allí donde
poder recobrar la adhesión del pueblo a la religión católica mediante la
predicación, cosa que se logrará sobre todo gracias a la utilización de la
retórica y de la emotividad introducidas en todos los medios pedagógicos
aplicados, entre los que ocuparía el primer lugar la arquitectura. Así es como
la arquitectura barroca renuncia al estudio de las estructuras céntricas, de
carácter matemático-proporcional, comprometiéndose en cambio al desarrollo de
nuevos modelos a través de complicadas geometrías agregativas, utilizadas no por
los significados cosmológicos en ellas implicados, sino prevalentemente por la
voluntad de obtener efectos emocionales. En todo caso —piénsese en Borromini— se
llega también a un alto testimonio de la conflictividad existente en el artista
y en el mundo contemporáneo; como norma, sin embargo, se mueve en la búsqueda de
efectos deseados, aunque no por ello necesariamente sentidos.
5. DE LA REVOLUCIÓN
INDUSTRIAL AL VAT. II. Es un período complejo, de situaciones ampliamente
contradictorias y, al mismo tiempo, rico en nuevos fermentos: industrialización,
desarrollo de la técnica y de las ciencias naturales, junto al indiferentismo,
anticlericalismo, liberalismo, democracia, socialismo utópico y socialismo
marxista, ateísmo, materialismo. La
participación en la celebración litúrgica, reducida a una obligatoria presencia
pasiva, llega en gran parte a traspasarse al ejercicio de prácticas lato
sensu religiosas, que parcializan el misterio de la salvación, a pesar del
testimonio contrario de grandes santos.
Dentro de tales dificultades va, sin embargo, madurando un nuevo interés por la
liturgia, y a finales del s. xlx asistimos a un florecimiento de estudios
teológicos. Por otro lado, las iniciativas y las medidas restrictivas de la
jerarquía tratan de defender y hasta de reforzar las murallas del ghetto
católico con miras a una reconquista cristiana de la sociedad moderna;
pretenden guiar y limitar la investigación artística, prefiriendo en el campo
arquitectónico, explícita o indirectamente, el período gótico y el barroco.
La apelación, recogida por el código de derecho canónico (1917), a la tradición
cristiana y eclesiástica, al ecclesiae sensus, refiriendo ahora tales
términos a la tradición del arte sacro europeo, lleva, a comienzos del siglo, a
la construcción de iglesias barrocas en California y de edificios góticos en
Tokyo. Tal constante tendencia, aunque con diversos acentos, abre un foso entre
la cultura arquitectónica, expresión de un mundo en gran parte rechazado, y la
iglesia, cada vez más preocupada por su denuncia de errores y desviaciones
El resultado de tal tendencia puede comprobarse por las desafortunadas y
desfasadas realizaciones de arquitectura religiosa de la época, que, salvo raras
excepciones, modernizando solamente la tecnología de implantaciones formales
anteriores acríticamente asumidas, provocan el desinterés de los realizadores
más cualificados.
Finalmente, con el avance del movimiento litúrgico y la publicación de la
encíclica Mediator Dei (20 de noviembre de 1947), Pío XII llega a afirmar
que "no deben repudiarse generalmente, en virtud de una toma de partido, las
formas y las imágenes de hoy, pero sí es absolutamente necesario dejar campo
libre al arte moderno, cuando sirva con la debida reverencia y el honor debido a
los edificios sacros y a los ritos sagrados". En lugar del ascetismo y de las
temibles censuras que todavía persistían, Juan XXIII abre la iglesia a la
esperanza, demuestra aceptar el diálogo y la mentalidad experimental del mundo
moderno. Llegamos nuevamente —como final de un ciclo, podemos decir— a hablar de
domus ecclesiae en un sentido análogo al utilizado en los primeros
siglos: "Introducid en las iglesias —dice, en efecto, Juan XXIII a los
arquitectos franceses— la sencillez, la serenidad y el calor de vuestras casas".
IV. Principios bíblico-litúrgicos de una arquitectura sacra
La constitución sobre la sagrada liturgia del Vat. II (SC 122-129), es la
relación fundamental sobre una arquitectura que aspire a encarnar en sus formas
el carácter comunitario de las celebraciones: se explicita allí por parte de la
iglesia su voluntad de aceptar la colaboración del arte contemporáneo,
concretando entre otras cosas, para los nuevos edificios sagrados, dos objetivos
principales: la funcionalidad en orden a la celebración litúrgica y la
participación activa de los fieles en la misma liturgia. Este último
objetivo, por no estar configurado por simbolismos exteriores, es de fácil
aceptación por parte del arquitecto,mientras que la funcionalidad con miras a
una acción, como signo que es de la nueva alianza entre Dios y los hombres,
exige conocer la verdadera esencia, el significado teológico de las acciones
litúrgicas, del culto divino y, sobre todo, de la celebración eucarística, de
los sacramentos de iniciación y de la liturgia de las Horas
(SC 5-20)
Ahora bien, según la óptica del NT, el templo es Cristo, el Cristo total (caput
et membra): Cristo y la iglesia conjuntamente, es decir, el pueblo redimido
que se congrega para celebrar su memorial en las acciones sacramentales, en la
proclamación del evangelio, en la oración comunitaria.
De este fundamental proceso de espiritualización es de donde deriva que el
edificio del culto cristiano no sea ya, como sucedía en los templos paganos e
incluso en el templo de Jerusalén, la morada de la divinidad: es más bien el
lugar donde se congrega la comunidad de los fieles para celebrar los misterios
de Cristo y hacer presente entre los fieles al mismo Cristo. Mas el lugar que
congrega a la comunidad para celebrar con Cristo y en Cristo el misterio de la
salvación se convierte igualmente en lugar sagrado por la permanente
presencia de Cristo en el sacramento de su cuerpo (cf instr. Eucharisticum
Mysterium, 1967, 49).
Todo simbolismo exterior al significado de esta doble presencia de Cristo habrá
de considerarse como elemento de segundo orden.
V. Funcionalidad litúrgica
1. EN LOS EDIFICIOS
HISTÓRICOS. Es necesario antes advertir
que las tipologías históricas, con su carga de significados y de experiencias
estratificadas, son aceptables por lo que tienen de expresión de una andadura de
fe y una cultura que se aplicaron según modalidades propias, si bien
reavivándolas hoy a la luz de las aportaciones litúrgicas conciliares; en
efecto, y con frecuencia, el uso 'de tales tipologías, unidas a las
características artísticas e históricas del monumento —no sólo ineliminables,
sino dignas también de conservarse celosamente—, puede aparecer como impedimento
frente a la celebración de una liturgia renovada.
Los límites objetivos que, caso por caso, señalan las valoraciones
histórico-artísticas no siempre permitirán alcanzar óptimas soluciones. Ello no
justifica la exigencia culturalmente inaceptable de intervenciones destructoras;
baste considerar que una comunidad bien estructurada y fuerte en su fe no halla
dificultad alguna en celebrar la liturgia incluso en un prado, y menos aún la
encontrará en celebrarla en un edificio cuya evocación del pasado pueda
favorecer el sentido de la comunión eclesial. Frente a obstáculos objetivos a
unas intervenciones, la competente autoridad eclesiástica podrá
circunstancialmente urgir adaptaciones pastorales adecuadas a la acción
litúrgica local. Por lo demás, las directrices de la constitución conciliar
sobre la sagrada liturgia no constituyen ninguna serie de normas fijas que, de
no aplicarse, harían ineficaces las acciones litúrgicas, aunque sí expresan una
necesidad de clarificación y de comprensión que permita una plena participación
en la acción litúrgica como fuente de vida del cristiano en la iglesia.
2. EN LOS NUEVOS
EDIFICIOS. La atención del lector se
centrará ahora en la relación que se establece entre espacio arquitectónico y
acción litúrgica. Precisemos inmediatamente cómo la primera aportación concreta
de la arquitectura puede y debe ser el eliminar el mayor número de obstáculos
técnicos y de formas que dificulten un armónico desarrollo de los ritos, desde
las celebraciones litúrgicas y paralitúrgicas hasta las formas de piedad privada
y comunitaria. Consiguientemente, la adecuación tipológica de la arquitectura
religiosa es posible en la medida en que se analicen los significados y las
exigencias de la acción litúrgica, en estrecha relación con la comunidad
jerárquicamente ordenada que celebra. La conciencia del significado (y, por
tanto, no sólo de las exigencias funcionales) es necesaria para explicitar y
reconocer los valores relacionales que se establecen cada vez que una presencia
material, por su inamovilidad, constituye un signo perceptible. Por lo
mismo, la funcionalidad litúrgica, entendida como conjunto de relaciones
significativas entre los elementos materiales humanos y divinos que forman el
edificio-iglesia, dimana de la eclesiología como doctrina teológica sobre la
iglesia. Si la relación de comunicación constituye una señal significante, esta
última no es a su vez sino el resultado de una compleja intuición de carácter
arquitectónico-artístico, cuyo éxito solamente puede comprobarse en la
elaboración de cada obra según las específicas cualidades que la caracterizan.
Sería, pues, nuevamente limitante pretender enmarañar con normas concretas o con
modelos uniformes las orientaciones nacidas del análisis de los significados y
exigencias de la acción litúrgica, ya que la instrumentación formal que utiliza
el realizador arquitectónico posee sus peculiares características. Es fácil
demostrar, por ejemplo, cómola presencia eucarística (el sagrario) situada fuera
del altar mayor puede circunstancialmente relacionarse, en términos de
significado, con un objeto secundario al no coincidir con el centro ideal
del presbiterio; pero, a la inversa, el sagrario, aun situado fuera del altar
—si bien en una singular condición espacial entendida como un conjunto homogéneo
de formas y de luces—, puede también constituir, si tal es el fin, el centro
principal de referencia cuando no hay celebración.
La casi ilimitada potencialidad concedida al artífice formal para asignar
valores y significados a las distintas partes por medio de relaciones espaciales
específicas —en el uso de materiales, en la forma, en la dimensión y en la
iluminación— tan sólo exige del comitente la individuación del contenido, que
no, ciertamente, la prefiguración de soluciones arquitectónicas.
VI. El signo en la ciudad
En el indiferenciado y caótico tejido del actual contexto urbano sería
fundamental hallar un lugar más reconocible donde pudiera el espíritu humano
encontrarse con Cristo en la liturgia. Tal lugar habrá de ser un espacio urbano
destinado al encuentro con el Señor y en el que se agrupen los seres humanos en
torno a la única mesa y la única palabra; habrá de ser sobre todo reconocible
como lugar santo; no sólo por el hecho de celebrarse en él el santo sacrificio,
sino también en virtud de la santidad de quienes allí se congregan. Deberá ser
un espacio acogedor y accesible, donde pueda el hombre encontrarse
consigo mismo y encontrar al Otro en una dimensión de diálogo, de amistad y de
oracióny que estimule, por otra parte, la realización de la solidaridad humana.
El programa, simplemente perfilado y grávido de esperanza, no apunta
inmediatamente a una tipología arquitectónica predeterminada; sus
características implicaciones son:
a) la acogida, entendida —en lenguaje
arquitectónico urbanístico— como comodidad y facilidad de acceso, predisposición
de ambientes aptos para el encuentro, no referidos, por consiguiente, a
elaboradas simbologías; b) la integración arquitectónica y urbanística,
como correlación con los espacios y las realidades urbanas circundantes. Una
realización de este tipo debe contar con las condiciones de la vida local, así
como con la forma, dimensión y características de las instalaciones humanas de
su alrededor. La preeminencia dimensional y su monumentalidad predeterminadas no
serían justificables si no se las confronta con la exigencia de individuación de
un espacio social apropiado para la función señalada; c) la apertura,
como posibilidad integradora del momento cultual con el misionero: por
consiguiente, flexibilidad, adaptación a la realidad local dentro de su devenir,
siguiendo programas concretos en relación con la vida de la comunidad. Más que
de una sala, debe hablarse de una' domus ecclesiae donde el espacio para
la asamblea litúrgica es el corazón de un organismo vivo
[-> infra,
VIII, 4]; d) la reconocibilidad,
como presencia permanente y
real de Cristo en la eucaristía, dentro de la ciudad, como señal,
incluso, arquitectónica de reconocibilidad de un lugar donde Cristo,
único sacerdote, provoca una respuesta aun por parte de cuantos no tienen
conciencia de vivir una dimensión de fe.
VII. La relación comitente-arquitecto artista
Se hace necesaria una consiguiente especificación. Entre las dos posturas
extremas: dejar al técnico/artista toda decisión o predeterminar por parte de
las comisiones eclesiásticas competentes los modelos unívocos, se ve la
conveniencia de reconsiderar juntos, comunidad local y artistas —como
momento de madurez de la comunidad y de concienciación del artista—, la doctrina
teológica sobre la iglesia; con lo que se consigue la individuación no de
espacios ni de formas, sino de contenidos, de significados de las presencias
y de las específicas exigencias locales que puedan constituir la base del
programa edilicio a cuya realización concurren de igual manera la intuición,
la creatividad, la sensibilidad del artista —correlativas a los vínculos
internos y externos del programa mismo— dentro de un proceso unitario formativo
de la obra. La comunidad local, las comisiones diocesanas y la central sobre el
arte sacro podrán después comprobar, dentro de esa correcta relación, la
pertinencia y la calidad de la respuesta artística.
Las experiencias recientes. Para comprobar las
consideraciones que nos hemos venido haciendo hasta aquí, resultaría casi
imposible remitir a obras arquitectónicas ubicadas en distintas ciudades. Tales
obras, por lo demás, se prestarían a ser interpretadas a través de las
simplificaciones convencionales de sus plantas, de su secciones, de sus
fachadas; ahora bien, sólo un experto o perito puede apreciar en tales
representaciones el valor del espacio arquitectónico resultante y de su
significado; por otra parte, en casi todas las publicaciones se representa el
edificio-iglesia sin contar con el ámbito edificado circundante ni con las
relaciones espaciales y el significado que con su presencia viene a tener la
obra en una concreta instalación humana; si, finalmente y por otra parte, se
llega a dar imágenes del espacio interior, éste aparece siempre
inexplicablemente vacío. Es, pues, más útil consultar los resultados de
los concursos en que los artistas como grupo y con la colaboración de teólogos y
liturgistas han tratado de dar una respuesta personal, pero sobre todo
eclesiológica.
El descubrimiento más importante de las propuestas arquitectónicas que durante
estos últimos años han venido madurando es la enorme diferenciación espacial y
formal de cada realización, con el consiguiente desconcierto de quien, buscando
soluciones unívocas y loables, está llamado a juzgar o, incluso, a intervenir en
la programación y realización de un conjunto religioso.
Ante el intento de superar al menos en parte las dificultades, puede resultar
útil deducir de todo lo anteriormente expuesto una serie de indicaciones que
puedan servir de orientación, ya en la interpretación crítica de las recientes
realizaciones, ya en la programación de las nuevas domus ecclesiae. Cada
interesado podrá así adquirir y comprobar, en situaciones concretas, todas
aquellas referencias de orden particular y local, necesarias para comprender el
significado de la obra.
VIII. Orientaciones para la praxis
El problema de una interpretación crítica y bien orientada de las obras de
arquitectura religiosa, realizadas o sin realizar, se nos plantea desda la
exigencia misma de encontrar posturas comunes que, dentro de situaciones
diversas, puedan llevar a reconstruir no ya una imagen formal única, sino una
modalidad de la unidad de la iglesia visible.
1. UNIDAD EN LA
DIVERSIDAD. No conviene, pues, sugerir
un único modelo de iglesia (edificio arquitectónico) como signo de la unidad de
los cristianos, confundiendo así la unidad en espíritu y verdad con la
uniformidad de las tipologías y de la forma arquitectónica. La arquitectura se
expresará como servicio a la iglesia sólo cuando se transforme en edilicia
eclesial en el sentido ya varias veces invocado. Las invariables que
vamos a señalar se traen como orientación para una definición siempre local del
edificio sagrado, por lo que deben interpretarse dentro de unos contextos
urbanos bien determinados.
Las indicaciones recogidas en los cinco puntos siguientes no configuran ningún
modelo arquitectónico concreto, sino más bien las modalidades determinadas, y
frecuentemente olvidadas, que constituyen unos puntos de referencia en orden a
la definición del programa edilicio, elaborado conjuntamente por el
arquitecto y por la comunidad local, así como un instrumento de comprobación de
las proposiciones del realizador arquitectónico. Se podría decir, en definitiva,
que una iglesia-edificio que, en la diversidad de situaciones, no tenga en
cuenta las cinco siguientes invariables, por hermosa que sea, no es "hoy"
una iglesia. Ese más, que tal vez todos quisieran, lo proporcionará la
modalidad con que la comunidad cristiana se identifique con la iglesia de
Cristo.
2. EL RESPETO TÓPICO
(1ª. invariable). Cada ambiente, cada
lugar tiene sus específicas propiedades, que exigen una respuesta adecuada.
Situaciones urbanas, morfológicas, ambientales, materiales, métodos
constructivos locales: todo ello debe ser valorado y asumido amorosamente como
material para la construcción localizada del edificio-iglesia. No hay
aquí justificaciones religiosas, de prestigio, de solemnidad, que avalen
contrarias posturas. Esta fundamental orientación no excluye el nacimiento de
nuevas catedrales; lo que sí excluye con toda claridad son
las catedrales en el desierto.
3. LA ACOGIDA (2ª.
invariable). La iglesia es un edificio para todos; y son sobre todo los más
débiles, los niños, los ancianos, los inválidos quienes más necesidad tienen de
sus amorosas atenciones. Las estructuras arquitectónicas deben contar con la
realidad articulada del pueblo de Dios. Un edificio accesible, caracterizado por
unas estructuras para la acogida, es un modo de ser y una invitación universal a
la escucha del mensaje. Para muchos, tal invitación puede llegar a ser una
constante interpelación; esta disponibilidad —que es la esencia de la pobreza
evangélica—puede crear dificultades: es un riesgo que se corre, so pena de
cerrarse en defensa de estructuras de seguridad que marginan a otros muchos. El
testimonio de los mejores miembros del pueblo de Dios, los santos que nos han
precedido en el camino de la salvación, constituye la primera referencia
significativa en el área de la acogida. La acción comunitaria no se realiza
entre indiferentes, sino entre hermanos en Cristo: no es posible una comunidad
sin fraternidad humana. Un lugar para el encuentro fraterno, antes y después del
encuentro con Cristo en la liturgia, distingue a la comunidad cristiana de un
self-service que no otorga ningún valor a las relaciones interpersonales
entre sus clientes. Más todavía: la apelación - al uso de los medios técnicos,
que tantas veces se invoca en las instrucciones para la exacta aplicación de la
constitución vaticana sobre la liturgia, debe llevar a una más atenta
consideración de los aspectos ligados a la acogida: la ventilación, la
iluminación adecuada, las condiciones acústicas y de recogimiento; factores
frecuentemente olvidados en edificios que no parecen en absoluto construidos
para una asamblea de personas humanas.
4. LA "DOMUS
ECCLESIAE" (3ª. invariable). La domus ecclesiae indicaba un
conjunto de locales diversos para los servicios de la comunidad, que
comprendían, en el corazón mismo de la domus, la sala para la celebración
de la liturgia. Si se adopta nuevamente esta expresión, no es por una manía
arqueologizante o de retorno a los orígenes, sino por descubrir explícitos en
ella, dentro de su dinámica de organización, los tres grandes aspectos de la
iglesia: el profético, el litúrgico y el caritativo. Evidentemente, ha de ser la
pastoral la que indique, con participación de la comunidad, la exigencia, la
dimensión, la utilidad y el radio de influencia de tales estructuras. El
edificio-iglesia, por consiguiente, está pensado como una pequeña ciudad dentro
de la ciudad, como una realización de la Jerusalén terrena, anticipación de la
nueva Jerusalén.
5. EL ESPACIO
ARQUITECTÓNICO PARA LA ASAMBLEA LITÚRGICA (4ª.
invariable). La iglesia, compuesta de personas, no es
ante todo una estructura, sino fundamentalmente comunión, comunidad. Hacer
posible la participación significa, en primer lugar, eliminar los obstáculos que
pudieran impedir la libre acción de la comunidad: ésta debe poderse ver, sentir,
cantar juntos. La liturgia es acción que debe hacerse posible. La distinción o
diferencia ministerial impone aquí la necesidad de distinguir el área
presbiterial y la del aula, que no es, sin embargo, una separación: la
presidencia de la asamblea lo es para nosotros y con nosotros. Dentro del aula
tienen su lugar específico los centros ministeriales para la eucaristía, para la
iniciación cristiana, para la reconciliación y el lugar de la presencia
eucarística. La copresencia de todos ellos, por otra parte significativa, impone
una articulación que, según los diversos momentos de la celebración, llegue a
establecer el centro de referencia como polo privilegiado. La luz, la forma, el
espacio arquitectónico; todo debe dar una respuesta adecuada.
a) El centro ministerial para la eucaristía. En el
área presbiterial están colocados el altar, el ambón y la sede presidencial. La
centralidad del altar no es un marco geométrico, sino una característica del
espacio. El ambón es el lugar de la proclamación de la palabra, es la mesa de la
palabra: Cristo es el único sacerdote. El recorrido procesional que conduce
hasta el área presbiterial debe pasar por en medio de la comunidad congregada:
la vestición, la preparación del celebrante es ya un comienzo de la celebración
(sacristía).
b) El centro para la iniciación cristiana.
Lo forma la pila bautismal; ahí se guardan también el crisma
y los santos óleos para la administración del sacramento de la confirmación. Es
un lugar donde, al recibir el bautismo, se pide ser acogidos en el seno de la
iglesia, ser hermanos en Cristo, hijos del Padre, signo pascual. Es un lugar
vivo, de gozo; es un lugar de acogida que lleva a la eucaristía. Es la
ecclesia que acoge; en modo alguno un lugar privado, sino el lugar propio de
una celebración comunitaria.
c) El centro para la reconciliación.
Es el lugar donde personalmente respondemos a la
invitación de "dejarnos reconciliar" con el Padre, para ser readmitidos a la
comunión con los hermanos. Es una respuesta que damos personalmente, pero sin
dejar de ser la comunidad la que acoge de nuevo: el lugar, por consiguiente, no
puede pensarse independiente del aula comunitaria.
d) El lugar de la presencia eucarística.
No es el lugar de la celebración. El misterio eucarístico
hace sacramentalmente presente a Cristo: se le rinde a este misterio acción de
gracias y culto. La presencia eucarística es el principal signo real que
llena nuestras iglesias cuando no hay celebraciones, lo que distingue un lugar
sagrado de otro ordenado a una comunidad humana. Cristo se ofrece a todos y por
todos bajo las sagradas especies: tal ofrenda se presenta como peculiaridad
permanente del edificio, signo real que puede distinguir incluso exteriormente
el edificio-iglesia.
6. EL SIGNO DEL TESTIMONIO (5ª. invariable). El edificio-iglesia, aun sin la
presencia física de los fieles, está lleno del Espíritu de Cristo, el Espíritu
que guía y ayuda a testimoniar la esperanza y el gozo anunciados al mundo. El
edificio-iglesia es un continuo interrogante para quien recorre las calles de un
barrio, es una invitación a la participación, es el lugar donde la comunidad
aprende, a la luz de la palabra de Dios, a vivir la comunión y a rechazar las
rivalidades, la indiferencia y el individualismo de la sociedad. Es un signo
pedagógico, un instrumento de conocimiento del mensaje. En la Jerusalén
mesiánica, descrita en el Apocalipsis de san Juan, leemos: "... la ciudad está
rodeada por un muro grande y alto con doce puertas..., al oriente tres puertas,
al norte tres puertas, al mediodía tres puertas, al occidente tres puertas..." (Ap
21,12-13). Es una ciudad abierta a todos, si bien es el bautismo el único
título de pertenencia a la misma.
[-> Arte; -> Dedicación de iglesias y de
altares; -> Lugares de celebración].
E.
Abruzzini
BIBLIOGRAFÍA,
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iglesia, casa del pueblo de Dios. Arquitectura y liturgia, IDATZ, San
Sebastián 1979; véase también la bibliografía de
Lugares de la celebración.
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