CARTA APOSTÓLICA
AUGUSTINUM HIPPONENSEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO IIEN EL XVI CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN
AUGUSTINUM HIPPONENSEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO IIEN EL XVI CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN
A los obispos,
sacerdotes,
familias religiosas
y fieles de toda la Iglesia católica
en el XVI centenario de la conversión
de san Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia
sacerdotes,
familias religiosas
y fieles de toda la Iglesia católica
en el XVI centenario de la conversión
de san Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia
Venerables hermanos y queridos hijos e hijas, salud y bendición apostólica.
1. Agustín de Hipona, desde que apenas un año después de su muerte fue catalogado como uno de los
"mejores maestros de la Iglesia"
[1] por mi lejano predecesor Celestino I, ha seguido estando presente en la
vida de la Iglesia y en la mente y en la cultura de todo el Occidente. Después,
otros Romanos Pontífices, por no hablar de los Concilios que con frecuencia y
abundantemente se han inspirado en sus escritos, han propuesto sus ejemplos y
sus documentos doctrinales para que se les estudiara e imitara. León XIII exaltó
sus enseñanzas filosóficas en la Encíclica
Aeterni Patris
[2]; Pío XI reasumió sus virtudes y su pensamiento en la Encíclica Ad salutem
humani generis, declarando que por su ingenio agudísimo, por la riqueza y
sublimidad de su doctrina, por la santidad de su vida y por la defensa de la
verdad católica nadie, o muy pocos se le pueden comparar de cuantos han
florecido desde los principios del género humano hasta nuestros días
[3]; Pablo VI afirmó que "además de brillar en él de forma eminente las cualidades
de los Padres, se puede afirmar en verdad que todo el pensamiento de la
antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento
que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores
[4].
Yo mismo he añadido mi voz a la de mis predecesores, expresando el vivo deseo de
que "su doctrina filosófica, teológica y espiritual se estudie y se difunda, de
tal modo que continúe... su magisterio en la Iglesia; un magisterio, añadía,
humilde y luminoso al mismo tiempo, que habla sobre todo de Cristo y del amor"
[5]. He tenido ocasión además de recomendar especialmente a los hijos espirituales
del gran Santo que mantengan "vivo y atrayente el encanto de San Agustín también
en la sociedad moderna", ideal estupendo y entusiasmante, porque "el
conocimiento exacto y afectuoso de su pensamiento y de su vida provoca la sed de
Dios, descubre el encanto de Jesucristo, el amor a la sabiduría y a la verdad,
la necesidad de la gracia, de la oración, de la virtud, de la caridad fraterna,
el anhelo de la eternidad feliz" [6].
Me es muy grato, pues, que la feliz circunstancia del XVI centenario de su
conversión y de su bautismo me ofrezca la oportunidad de evocar de nuevo su
figura luminosa. Esta nueva evocación será al mismo tiempo una acción de gracias
a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera,
gracias a aquella admirable conversión; y será también una ocasión propicia para
recordar que el convertido, una vez hecho obispo, fue un modelo espléndido de
Pastor, un defensor intrépido de la fe ortodoxa o, como decía él, de la
"virginidad" de la fe [7], un constructor genial de aquella filosofía que por su armonía con la fe bien
puede llamarse cristiana, y un promotor infatigable de la perfección espiritual
y religiosa.
I. La conversión
Conocemos el camino de su conversión por sus mismas obras, es decir, por las que
escribió en la soledad de Casiciaco antes del bautismo
[8], y sobre todo por sus célebres Confesiones, una obra que es al mismo
tiempo autobiografía, filosofía, teología, mística y poesía, en la que hombres
sedientos de verdad y conscientes de sus propios límites, se han encontrado y se
siguen encontrando a sí mismos. Ya en su tiempo, el autor la consideraba como
una de sus obras más conocidas. "¿Cuál de mis obras", escribe hacia al final de
su vida, "pudo alcanzar una más amplia notoriedad y resultar más agradable que
los libros de mis Confesiones?"
[9]. La historia no ha desmentido nunca este juicio; al contrario, no ha hecho más
que confirmarlo ampliamente. Todavía hoy las Confesiones de San Agustín
son muy leídas y, como son muy ricas de introspección y de pasión religiosa,
obran en profundidad, agitan y conmueven. Y no sólo a los creyentes. Aun
aquellos que, aun cuando no tengan fe, por lo menos van buscando una certeza que
les permita comprenderse a sí mismos, sus aspiraciones profundas y sus
tormentos, sacan provecho de la lectura de esta obra. La conversión de San
Agustín, condicionada por la necesidad de encontrar la verdad, tiene no poco que
enseñar a los hombres de hoy, con tanta frecuencia perdidos y desorientados
frente al gran problema de la vida.
Se sabe que esta conversión tuvo un camino particularísimo, porque no se trató
de una conquista de la fe católica, sino de una reconquista. La había perdido
convencido, al perderla, de que no abandonaba a Cristo, sino sólo a la Iglesia.
En efecto, había sido educado cristianamente por su madre
[10], la piadosa y santa Mónica
[11]. Como consecuencia de esta educación, Agustín permaneció siempre no sólo un
creyente en Dios, en la Providencia y en la vida futura
[12], sino también un creyente en Cristo, cuyo nombre "había bebido", como dice él,
"con la leche materna" [13]. Tras volver a la fe de la Iglesia católica, dirá que había vuelto "a la
religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la
médula de mi ser" [14]. Quien quiera comprender su evolución interior y un aspecto, tal vez el más
profundo, de su personalidad y de su pensamiento, debe partir de esta
constatación.
Al despertarse a los 19 años al amor de la sabiduría con la lectura del
Hortensio de Cicerón —"Aquel libro, tengo que admitirlo, cambió mi modo de
sentir... y me hizo desear ardientemente la sabiduría inmortal con increíble
ardor de corazón" [15]—, amó profundamente y buscó siempre con todas las fibras de su alma la verdad.
"¡Oh verdad, verdad, cómo suspiraba ya entonces por ti desde las fibras más
íntimas de mi corazón!" [16].
No obstante este amor a la verdad, Agustín cayó en errores graves. Los
estudiosos buscan las causas de esto y las encuentran en tres direcciones: en el
planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si
hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste
entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse
plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse
libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia,
sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo.
Así, pues, el primer error consistía en un cierto espíritu racionalista, en
virtud del cual se persuadió de que "había que seguir no a los que mandan creer,
sino a los que enseñan la verdad" [17]. Con este espíritu leyó las Sagradas Escrituras y se sintió rechazado por los
misterios en ellas contenidos, misterios que hay que aceptar con humilde fe.
Después, hablando a su pueblo acerca de este momento de su vida, le decía: "Yo
que os hablo, estuve engañado un tiempo, cuando de joven me acerqué por primera
vez a las Sagradas Escrituras. Me acerqué a ellas no con la piedad del que busca
humildemente, sino con la presunción de quien quiere discutir... ¡Pobre de mí,
que me creí apto para el vuelo, abandoné el nido y caí antes de poder volar!"
[18].
Fue entonces cuando topó con los maniqueos, les escuchó y les siguió. Razón
principal: la promesa "de dejar a un lado la terrible autoridad, conducir a Dios
y librar de los errores a sus discípulos con la pura y simple razón"
[19]. Y tal precisamente era como se mostraba Agustín, "deseoso de poseer y absorber
la verdad auténtica y sin velos" con la sola fuerza de la razón
[20].
Convencido después de largos años de estudios, especialmente de estudios
filosóficos [21], de que le habían engañado, pero, por efecto de la propaganda maniquea,
convencido siempre de que la verdad no estaba en la Iglesia católica
[22], cayó en una profunda desilusión y perdió de hecho la esperanza de poder
encontrar la verdad: "Los académicos mantuvieron durante mucho tiempo el timón
de mi nave en medio de las olas" [23].
De esta peligrosa actitud lo sacó el mismo amor de la verdad que albergaba
siempre dentro de su alma. Llegó a convencerse de que no es posible que el
camino de la verdad esté cerrado a la mente humana; si no la encuentra, es
porque ignora o desprecia el método para buscarla
[24].
Animado por esta convicción, se dijo a sí mismo: "Ea, busquemos con mayor
diligencia, en lugar de perder la esperanza"
[25]. Y así, prosiguió en la búsqueda y esta vez, guiado por la gracia divina, que
su madre imploraba con lágrimas [26], llegó felizmente al puerto.
Llegó a comprender que razón y fe son dos fuerzas destinadas a colaborar para
conducir al hombre al conocimiento de la verdad
[27], y que cada cual tiene un primado propio: la fe, temporal; la razón, absoluto
—"por su importancia viene primero la razón, por orden de tiempo la autoridad
(de la fe)" [28]—. Comprendió que la fe, para estar segura, requiere una autoridad divina, que
esta autoridad no es más que la de Cristo, sumo Maestro —de esto Agustín no
había dudado nunca [29]— y que la autoridad de Cristo se encuentra en las Sagradas Escrituras
[30], garantizadas por la autoridad de la Iglesia católica
[31].
Con la ayuda de los filósofos platónicos se libró de la concepción
materialística del ser, que había absorbido del maniqueísmo: "Amonestado por
aquellos escritos a que volviera a mí mismo, entré en lo íntimo de mi corazón
bajo tu guía... Entré en él y divisé con el ojo de mi alma... por encima de mi
inteligencia, una luz inmutable" [32]. Esta luz inmutable fue la que le abrió los inmensos horizontes del espíritu y
de Dios.
Comprendió que, a propósito de la grave cuestión del mal, que constituía su
mayor tormento[33], la primera pregunta que hay que formularse no es de dónde
procede el mal, sino en qué consiste [34], e intuyó que el mal no es una sustancia, sino una privación de bien: "Todo lo
que existe es bien, y el mal, cuyo origen yo buscaba, no es una sustancia"
[35]. Dios, pues —concluyó él— es el creador de todas las cosas y no existe
sustancia alguna que no haya sido creada por Él
[36].
Comprendió también, refiriéndose a su experiencia personal
[37] —y éste fue su descubrimiento decisivo—, que el pecado tiene su origen en
la voluntad del hombre, una voluntad libre e indefectible: "Yo era quien quería,
yo quien no quería, yo, yo era" [38].
A este punto uno podría creer que había llegado al fin, y sin embargo no había
llegado todavía; las asechanzas de nuevo error le envolvían. Fue la presunción
de poder llegar a la posesión beatificante de la verdad con solas sus fuerzas
naturales. Una experiencia personal que terminó mal lo disuadió
[39]. Fue entonces cuando comprendió que una cosa es conocer la meta y otra muy
diversa llegar a ella [40]. Para dar con la fuerza y el camino necesarios "me lancé con la mayor avidez,
escribe él mismo, "sobre la venerable Escritura de tu Espíritu, y antes que nada
sobre el Apóstol Pablo" [41]. En las Cartas de Pablo descubrió a Cristo maestro, como lo habla venerado
siempre, pero también a Cristo redentor, Verbo encarnado, único mediador entre
Dios y los hombres. Fue entonces cuando se le mostró en todo su esplendor "el
rostro de la filosofía" [42]: era la filosofía de Pablo, que tiene por centro a Cristo, "poder y sabiduría
de Dios" (1 Cor 1, 24), y que tiene otros centros: la fe, la humildad, la
gracia; la "filosofía", que es al mismo tiempo sabiduría y gracia, en virtud de
la cual se hace posible no sólo conocer la patria, sino también llegar a ella
[43].
Una vez encontrado Cristo redentor, fuertemente abrazado a Él, Agustín había
retornado al puerto de la fe católica, a la fe en la que su madre lo había
educado: "Había oído hablar de la vida eterna desde niño, vida que se nos
prometió mediante la humildad del Señor nuestro Dios, abajado hasta nuestra
soberbia" [44]. El amor a la verdad, sostenido por la gracia divina, había triunfado de todos
los errores.
Pero el camino no había terminado. En el ánimo de Agustín renacía un antiguo
propósito, el de consagrarse por completo a la sabiduría, una vez que la había
hallado, esto es, abandonar toda esperanza terrena para poseerla
[45]. Ahora ya no podía aducir más excusas: la verdad por la que tanto había
suspirado era finalmente cierta [46]. Y, sin embargo, todavía dudaba, buscando razones para no decidirse a hacerlo
[47]. Las ligaduras que lo ataban a las esperanzas terrenas eran fuertes: los
honores, el lucro, el matrimonio [48]; especialmente el matrimonio, dados los hábitos que había contraído
[49].
No es que le estuviera prohibido casarse
—esto lo sabía muy bien Agustín
[50]—, lo que no quería era ser cristiano católico solamente de esta manera:
renunciando al ideal acariciado de la familia y dedicándose con "toda" su alma
al amor y a la posesión de la Sabiduría. A tomar esta decisión, que correspondía
a sus aspiraciones más íntimas pero que estaba en pugna con los hábitos más
arraigados, lo estimulaba el ejemplo de Antonio y demás monjes, ejemplo que se
iba difundiendo incluso en Occidente y que él conoció un poco fortuitamente
[51]. Con gran rubor se preguntaba a sí mismo: "¿No podrás tú hacer lo que hicieron
estos jóvenes y estas jóvenes?" [52]. De ello se originó un drama interior, profundo y lacerante, que la gracia
divina condujo a buen desenlace [53].
He aquí cómo narra Agustín a su madre esta serena pero fuerte determinación:
"Fuimos donde mi madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado. Ella se
alegró. Le contamos el desenvolvimiento de los hechos. Se alegró y triunfó. Y
empezó a bendecirte porque tú puedes hacer más de lo que pedimos y
comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le habías concedido, con relación a
mí, más de lo que te había pedido con todos sus gemidos y sus lágrimas
conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan absolutamente, que ya no buscaba ni
esposa, ni carrera en este mundo" [54].
A partir de aquel momento comenzaba para Agustín una vida nueva, terminó el año
escolar —estaban cercanas las vacaciones de la vendimia
[55]—; se retiró a la soledad de Casiciaco
[56]; al final de las vacaciones renunció al profesorado
[57], regresó a Milán a principios del 387, se inscribió entre los catecúmenos y en
la noche del Sábado Santo —23/24 de abril— fue bautizado por el obispo Ambrosio,
de cuya predicación había aprendido tanto. "Recibimos el bautismo y se disipó de
nosotros la inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de
considerar con dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del
género humano". Y añade, manifestando la íntima conmoción de su alma: "Cuántas
lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban
dulcemente en tu Iglesia" [58].
Después del bautismo el único deseo de Agustín fue el de encontrar un lugar
apropiado para poder vivir en compañía con sus amigos según el "santo propósito"
de servir al Señor [59]. Lo encontró en África, en Tagaste, su pueblo natal donde llegó después de la
muerte de su madre en Ostia Tiberina [60], y la estancia de algunos meses en Roma dedicados a estudiar el movimiento
monástico [61]. Ya en Tagaste, "renunció a sus bienes y, en compañía de aquellos que le
seguían, vivían para Dios en ayunos, plegarias, obras buenas, meditando día y
noche en la ley del Señor". El amante apasionado de la verdad quería dedicar su
vida al ascetismo, a la contemplación, al apostolado intelectual. De hecho, su
primer biógrafo añade: "Y de las verdades que Dios revelaba a su inteligencia
hacía participar a presentes y ausentes, instruyéndoles con discursos y con
libros" [62]. En Tagaste escribió numerosos libros, como había hecho en Roma, Milán y
Casiciaco.
Después de tres años viajó a Hipona con la intención de buscar un lugar donde
fundar un monasterio y para encontrarse con un amigo que esperaba ganar para la
vida monástica. En cambio, lo que encontró, sin quererlo, fue el sacerdocio
[63], pero no renunció a sus ideales: pidió y se le concedió fundar un monasterio:
el monasterium laicorum, en el que vivió y del que salieron muchos
sacerdotes y muchos obispos para toda África
[64]. Al cabo de cinco años le hicieron obispo y transformó la casa episcopal en
monasterio: el monasterium clericorum. El ideal concebido en el momento
de su conversión no lo abandonó ya más, ni siquiera cuando le hicieron sacerdote
y obispo. Escribió incluso una regla ad servos Dei, que ha tenido y sigue
teniendo un papel tan importante en la historia de la vida religiosa occidental
[65].
II. El Doctor
Me he detenido un poco en los puntos esenciales de la conversión de Agustín
porque de ella se derivan tantas y tan útiles enseñanzas no sólo para los
creyentes, sino también para todos los hombres de buena voluntad: cuán fácil es
perderse en el camino de la vida y cuán difícil es volver a encontrar el camino
de la verdad. Pero esta admirable conversión nos ayuda también a entender mejor
su vida posterior como monje, sacerdote y obispo. El siguió siendo siempre el
gran deslumbrado por la gracia: "Nos habías traspasado el corazón con las
flechas de tu amor y tenías tus palabras arraigadas en las entrañas"
[66]. Sobre todo, nos ayuda a penetrar con mayor facilidad en su pensamiento, tan
universal y fecundo que prestó al pensamiento cristiano un servicio incomparable
y perenne, hasta el punto de que podemos llamarle, no sin razón, el padre común
de la Europa cristiana.
El resorte secreto de su búsqueda constante fue el mismo que le había guiado a
lo largo del itinerario de su conversión: el amor a la verdad. Y así dice él
mismo: "¿Qué desea el hombre con mayor vigor que la verdad?"
[67]. En una obra de profunda especulación teológica y mística, escrita más por
necesidad personal que por exigencias externas, recuerda este amor y escribe:
"Nos sentimos arrebatados por el amor de indagar la verdad"
[68]. Esta vez el objeto de la investigación era el augusto misterio de la Trinidad
y el misterio de Cristo, revelación del Padre, "ciencia y sabiduría" del hombre:
así fue como nació la gran obra sobre La Trinidad.
La orientación de la investigación, a la que nutría incesantemente el amor, tuvo
dos coordenadas: una mayor comprensión de la fe católica y su defensa contra
quienes la negaban, como eran los maniqueos y los paganos, o daban de ella
interpretaciones equivocadas, como los donatistas, pelagianos y arrianos.
Resulta difícil adentrarse en el mar del pensamiento agustiniano; mucho mas
difícil aún es: resumirlo, si es que es posible en realidad. Pero se me permita
recordar, para común edificación, algunas de la luminosas intuiciones de este
sumo pensador.
1. Razón y fe
Ante todo las relativas al problema que más lo atormentó en su juventud y al que
volvió una y otra vez con toda la fuerza de su ingenio y toda la pasión de su
alma, el problema de las relaciones entre la razón y la fe: un problema eterno,
de hoy no menos que de ayer, de cuya solución depende la orientación del
pensamiento humano. Pero también problema difícil, ya que se trata de pasar
indemnes entre un extremo y el otro, entre el fideísmo que desprecia la razón, y
el racionalismo que excluye la fe. El esfuerzo intelectual y pastoral de Agustín
fue el de demostrar, sin sombra de duda, que "las dos fuerzas que nos permiten
conocer" [69] deben colaborar conjuntamente.
Agustín escuchó a la fe, pero no exaltó menos a la razón, dando a cada cual su
propio primado o de tiempo o de importancia
[70]. Dijo a todos el crede ut intelligas, pero repitió también el
intellige ut credas [71]. Escribió una obra, siempre actual, sobre la utilidad de la fe
[72], y explicó cómo la fe es la medicina destinada para curar el ojo del espíritu
[73], la fortaleza inexpugnable para la defensa de todos, especialmente de los
débiles, contra el error [74], el nido donde se echan las plumas para los altos vuelos del espíritu
[75], el camino corto que permite conocer pronto, con seguridad y sin errores, las
verdades que conducen al hombre a la sabiduría
[76]. Pero sostuvo también que la fe no está nunca sin la razón, porque es la razón
quien demuestra "a quién hay que creer"
[77]. Por lo tanto, "también la fe tiene sus ojos propios, con los cuales ve de
alguna manera que es verdadero lo que todavía no ve"
[78]. "Nadie, pues, cree si antes
no ha pensado que tiene obligación de creer", puesto que "creer no es sino
pensar con asentimiento" —cum assentione
cogitare— ...hasta tal punto, que "la fe que no sea pensada no es fe"
[79].
El razonamiento sobre los ojos de la fe desemboca en el de la credibilidad, del
que Agustín habla con frecuencia aportando los motivos, como si quisiera
confirmar la conciencia con la que él mismo había vuelto a la fe católica.
Interesa citar un texto. Escribe él: "Son muchas las razones que me mantienen en
el seno de la Iglesia católica. Aparte la sabiduría de sus enseñanzas (para
Agustín este argumento era fortísimo, pero no lo admitían sus adversarios),
...me mantiene el consentimiento de los pueblos y de las gentes; me mantiene la
autoridad fundada sobre los milagros, nutrida con la esperanza, aumentada con la
caridad, consolidada por la antigüedad; me mantiene la sucesión de los obispos,
de la sede misma del Apóstol Pedro, a quien el Señor después de la resurrección
mandó a apacentar sus ovejas, hasta el episcopado actual; me mantiene,
finalmente, el nombre mismo de católica, que no sin razón ha obtenido esta
Iglesia solamente" [80].
En su gran obra La ciudad de Dios, que es al mismo tiempo apologética y
dogmática, el problema de la razón y de la fe se convierten en el de fe y
cultura. Agustín, que tanto trabajó por promover la cultura cristiana, lo
resuelve exponiendo tres argumentos importantes: la fiel exposición de la
doctrina cristiana; la atenta recuperación de la cultura pagana en todo aquello
que tenía de recuperable, y que bajo el punto de vista filosófico no era poco; y
la demostración insistente de la presencia en la enseñanza cristiana de todo
aquello que había en aquella cultura de verdadero y perennemente útil, con la
ventaja de que se encontraba perfeccionado y sublimado
[81]. No en vano se leyó mucho La Ciudad de Dios durante la Edad Media, y
merece ciertamente que se la lea también en nuestros tiempos como ejemplo y
acicate para reflexionar mejor en torno a las relaciones entre el cristianismo y
las culturas de los pueblos. Vale la pena citar un texto importante de Agustín:
"La ciudad celestial... convoca a ciudadanos de todas las naciones... sin
preocuparse de las diferencias de costumbres, leyes o instituciones..., no
suprime ni destruye cosa alguna de éstas; al contrario, las acepta y conserva
todo lo que, aunque diverso en las diferentes naciones, tiende a un mismo fin:
la paz terrena, pero con la condición de que no impidan la religión que enseña a
adorar a un sólo Dios, sumo y verdadero"
[82].
2. Dios y el hombre
El otro gran binomio que Agustín estudió sin descanso es el de Dios y el hombre.
Liberado, como dije arriba, de materialismo que le impedía tener una noción
justa de Dios —y por lo tanto también una verdadera noción del hombre— fijó en
este binomio los grandes temas de su investigación
[83] y los estudió siempre conjuntamente: el hombre pensando en Dios y Dios
pensando en el hombre, cuya imagen es.
En las Confesiones se propone a sí mismo esta doble pregunta: "¿Qué eres
tú para mí, Señor?", "y ¿qué soy yo para ti?"
[84]. Para darle una respuesta hace uso de todos los recursos de su pensamiento y de
toda la incesante fatiga de su apostolado. La inefabilidad de Dios le penetra
completamente, hasta el punto de hacerle exclamar: "¿Por qué te extrañas de que
no comprendes? Si comprendieras, no sería Dios"
[85]. Por ello "no es pequeño comienzo para el conocimiento de Dios, antes de saber
quién es Él, el que comencemos por saber qué no es"
[86]. Hay que tratar, pues, "de comprender a Dios, si podemos y en cuanto podamos,
bueno sin cualidad, grande sin cantidad, creador sin necesidad", y así por lo
que se refiere a las demás categorías de la realidad descrita por Aristóteles
[87].
No obstante la trascendencia e inefabilidad divinas, Agustín, partiendo de la
autoconciencia de hombre que es, de conocer y amar, y animado por la Escritura,
que nos revela a Dios como el Ser supremo (Es., 3, 14); la Sabiduría
suprema (Sab. passim) y el primer Amor (1 Jn 4, 8), esclarece esta
triple noción de Dios: Ser de quien procede, por creación de la nada, todo ser;
Verdad que ilumina la mente humana para que pueda conocer la verdad con
certidumbre; Amor del cual procede y hacia el cual se dirige todo verdadero
amor. Dios, en efecto, como él repite tantas veces, es "la causa del subsistir,
la razón del pensar y la norma del vivir"
[88], o, por citar otra célebre fórmula suya, "la causa del universo creado, la luz
de la verdad que percibimos, y la fuente de la felicidad que gustamos"
[89].
Pero donde el genio de Agustín se ejercitó prevalentemente fue en el estudio de
la presencia de Dios en el hombre, presencia que es al mismo tiempo profunda y
misteriosa. Encuentra a Dios, "el interno-eterno"
[90], remotísimo y presentísimo
[91]: porque remoto, el hombre lo busca; porque presente, lo conoce y lo encuentra.
Dios está presente como "substancia creadora del mundo"
[92], como verdad iluminadora
[93], como amor que atrae
[94], más íntimo que lo más íntimo que hay en el hombre y más alto que lo más alto
que hay en él. Refiriéndose al período anterior a la conversión, Agustín dice a
Dios: "¿Dónde estabas entonces y cuán lejos de mi? Yo vagaba lejos de Ti... y
tú, por el contrario, estabas más dentro de mí que la parte más profunda de mí
mismo y más alto que la parte más alta de mí mismo"
[95]; "Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo"
[96]. Y una vez más: "Estabas delante de mí, pero yo me había alejado de mí mismo y
no sabía encontrarme. Con mayor razón no sabía encontrarte a Ti"
[97]. Quien no se encuentra a sí mismo, no encuentra a Dios, porque Dios está en lo
profundo de cada uno de nosotros.
Al hombre, por lo tanto, no se le entiende si no es en relación a Dios. Agustín
ha ilustrado con vena inagotable esta gran verdad cuando estudiaba las
relaciones entre el hombre y Dios, y lo ha expuesto en las fórmulas más variadas
y eficaces. Él ve al hombre como una tensión hacia Dios. Son célebres estas
palabras suyas: "Nos hiciste para Ti y nuestro corazón no descansará hasta
reposar en Ti" [98]. Lo ve como capacidad de ser elevado hasta la visión inmediata de Dios: el ser
finito que alcanza al Infinito. El hombre, escribe él en su obra sobre La
Trinidad, es imagen de Dios, en cuanto es capaz de Dios y puede ser
partícipe de Él" [99]. Esta capacidad "impresa inmortalmente en la naturaleza inmortal del alma
racional" es la señal de su grandeza suprema: "en cuanto es capaz y puede ser
partícipe de la naturaleza suprema, el hombre es una gran naturaleza"
[100]. Lo ve también como un ser indigente de Dios, en cuanto necesitado de la
felicidad, que no puede encontrar sino en Dios. "La naturaleza humana fue creada
en grandeza tan excelsa, que, dado que es mudable, sólo adhiriéndose al bien
mudable, que es el Sumo Dios, puede conseguir la felicidad, y no puede colmar su
indigencia sin ser feliz, pero para colmarla no basta nada que no sea Dios"
[101].
De esta relación constitucional del hombre con Dios depende la insistente
invitación agustiniana a la interioridad. "Vuelve a ti mismo; en el hombre
interior habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable,
transciéndete a ti mismo" para encontrar a Dios, fuente de la luz que ilumina la
mente [102]. En el hombre interior existe, junto con la verdad, también la misteriosa
capacidad de amar, que, como un peso —ésta es la célebre metáfora agustiniana
[103]— lo lleva fuera de sí mismo hacia los otros, y sobre todo hacia el Otro por
excelencia, es decir, Dios. El peso del amor le hace constitucionalmente social
[104], hasta el punto de que "nadie", como escribe Agustín, "es más social por
naturaleza que el hombre"[105].
La interioridad del hombre, donde se recogen las riquezas inagotables de la
verdad y del amor, constituye "un abismo"
[106], que nuestro Doctor no cesa nunca de observar atentamente ni de maravillarse de
ello. Pero, a estas alturas, es preciso añadir que el hombre se presenta, para
quien sea sensible a sí mismo y a la historia, como un gran problema; como dice
Agustín, una "magna quaestio"
[107]. Son demasiado numerosos los enigmas que lo rodean: el enigma de la muerte, de
la división profunda que sufre en sí mismo, del desequilibrio irreparable entre
lo que es y lo que desea; enigmas que se reducen al fundamental, que consiste en
su grandeza y en su incomparable miseria. Sobre estos enigmas, de los que ha
tratado ampliamente el Concilio Vaticano II cuando se propuso ilustrar "el
misterio del hombre" [108], Agustín se lanzó con pasión y empleó en su estudio toda la penetración de su
inteligencia, no sólo para descubrir su realidad, que es con frecuencia muy
triste —si es cierto que nadie es tan social por naturaleza como el hombre,
también lo es, añade el autor de La Ciudad de Dios, aleccionado por la
historia, que "nadie es tan antisocial por vicio como el hombre"
[109]—, sino también y sobre
todo para buscar y proponer sus soluciones. Pues bien, por lo que se refiere a
soluciones, no encuentra más que una, la misma que se le presentó en la
vigilia de su conversión: Cristo, Redentor del hombre. En torno a esta
solución he sentido yo la necesidad de llamar también la atención de los hijos
de la Iglesia y de todos los hombres de buena voluntad en mi primera
Encíclica, precisamente la
Redemptor hominis, feliz de hacer eco con mi voz a
la voz de toda la tradición cristiana.
Entrando en esta problemática, el pensamiento de Agustín, aún continuando
fundamentalmente filosófico, se hace cada vez más teológico, y el binomio Cristo
y la Iglesia, que había negado primero y después reconocido durante los años de
la juventud, empieza a ilustrar la idea más general de Dios y del hombre.
3. Cristo y la Iglesia
Bien se puede afirmar que Cristo y la Iglesia son el fundamento del pensamiento
teológico del obispo de Hipona, más aún, podría añadirse, de su misma filosofía,
en cuanto echa en cara a los filósofos haber hecho filosofía "sine homine
Christo" [110]. De Cristo es
inseparable la Iglesia. Agustín reconoció en el momento de su conversión y
aceptó con alegría y gratitud la ley de la Providencia que puso en Cristo y en
la Iglesia "la autoridad más excelsa y la luz de la razón —totum
culmen auctoritatis lumenque rationis— con el fin de crear de nuevo y reformar
el género humano" [111].
Él habló, sin duda alguna, con amplitud y magníficamente en su gran obra sobre
La Trinidad y en sus discursos sobre el misterio trinitario, trazando el
camino a la teología posterior. Insistió al mismo tiempo en la igualdad y en la
distinción de las Personas divinas, ilustrándolas con la doctrina de las
relaciones: Dios "es todo lo que tiene, excepto las relaciones, en virtud de las
cuales cada persona se refiere a la otra"
[112]. Desarrolló la teología sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y del
Hijo, pero "principaliter" del Padre, porque "de toda la divinidad, o mejor, de
la deidad el principio es el Padre"
[113]; y Él ha dado al Hijo el espirar al Espíritu Santo
[114], que procede como Amor y por lo tanto no es engendrado
[115]. Luego, para responder a los "gárrulos raciocinadores"
[116], propuso la explicación "psicológica", de la Trinidad buscando su imagen en la
memoria, en la inteligencia y en el amor del hombre, estudiando con ello al
mismo tiempo el más augusto misterio de la fe y la más alta naturaleza del
creado, cual es el espíritu humano.
Pero hablando de la Trinidad, tiene siempre fija la mirada en Cristo, revelación
del Padre, y en la obra de la salvación. Desde que, poco antes de su conversión,
entendió bien los términos del misterio del Verbo encarnado
[117], no deja en adelante de seguir profundizando en él, resumiendo su pensamiento
en fórmulas tan densas y eficaces, que adelantan de algún modo la de Calcedonia.
He aquí un texto significativo tomado de una de sus últimas obras: "El cristiano
fiel cree y confiesa en Cristo la verdadera naturaleza humana, esto es, la
nuestra, pero asumida de manera singular por Dios Verbo, sublimada en el único
Hijo de Dios, de suerte que quien asumió y aquello que fue asumido sean una
única persona en la Trinidad... una sola persona Dios y el hombre. Porque
nosotros no decimos que Cristo es sólo Dios... y tampoco decimos que Cristo es
sólo hombre..., como no decimos que es un hombre con algo menos de lo que
ciertamente pertenece a la naturaleza humana... Por el contrario nosotros
decimos que Cristo es verdadero Dios, nacido del Padre... y que Él mismo es
verdadero hombre, nacido de madre que fue creatura humana... y que su humanidad,
con la cual es menor que el Padre, no quita nada a su divinidad, con la cual es
igual al Padre: dos naturalezas, un solo Cristo"
[118]. O más brevemente: "Aquel que es hombre, ese mismo es Dios, y aquel que es Dios
ese mismo es hombre, no por la confusión de las naturalezas, sino por la unidad
de la persona" [119], "una persona en dos naturalezas"[120].
Con esta firme visión de la unidad de la persona en Cristo, "totus Deus et totus
homo" [121], Agustín se pasea por el amplio panorama de la teología y de la historia. Si la
mirada de águila se fija en Cristo Verbo del Padre, no insiste menos en Cristo
como hombre. Más aún, afirma enérgicamente: sin Cristo hombre no hay mediación,
ni reconciliación, ni justificación, ni resurrección, ni posibilidad de
pertenecer a la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo
[122]. Sobre estos temas trata una y otra vez y los desarrolla ampliamente, tanto
para justificar la fe que había reconquistado a los 32 años, como por las
exigencias de la controversia pelagiana.
Cristo, hombre-Dios
[123], es el único mediador entre Dios justo e inmortal y los hombres mortales y
pecadores, pues es mortal y justo contemporáneamente
[124]; por lo tanto es la vía universal de la libertad y de la salvación. Fuera de
esta vía, que "nunca faltó al género humano, nadie ha sido jamás liberado, nadie
es liberado, nadie será liberado"
[125].
La mediación de Cristo se realiza en la redención, que no consiste sólo en el
ejemplo de justicia, sino sobre todo en el sacrificio de reconciliación que fue
absolutamente verdadero [126], libérrimo
[127], perfectísimo
[128]. La redención de Cristo tiene como carácter esencial la universalidad, la cual
demuestra la universalidad del pecado. En este sentido Agustín repite e
interpreta las palabras de San Pablo: "Si uno murió por todos, luego todos
son muertos" (2 Cor 5, 14), muertos a causa del pecado. "Toda la fe
cristiana consiste, pues, en la causa de dos hombres"
[129], "uno y uno: uno que lleva a la muerte, uno que da la vida"[130]. De donde se sigue que "todo hombre es Adán, como en los que creen todo hombre
es Cristo" [131].
Negar esta doctrina quería decir para Agustín "desvirtuar la cruz de Cristo" (1
Cor 1, 17). Para que esto no sucediera habló y escribió mucho sobre la
universalidad del pecado, incluida la doctrina del pecado original, "que la
Iglesia, escribe él, cree desde la antigüedad"
[132]. De hecho Agustín enseña que "el Señor Jesucristo no se hizo hombre por otro
motivo..., sino para vivificar, salvar, liberar, redimir e iluminar a quienes
antes estaban en la muerte, en la enfermedad, en la esclavitud, en la cárcel, en
las tinieblas del pecado. Es lógico que nadie podrá pertenecer a Cristo si no
tiene necesidad de estos beneficios de la redención"
[133].
Y como único mediador y redentor de los hombres Cristo es Cabeza de la Iglesia,
Cristo y la Iglesia son una sola Persona mística, el Cristo total. Con
atrevimiento escribe: "Nos hemos convertido en Cristo. Pues si Él es la Cabeza,
nosotros somos sus miembros; el hombre total somos Él y nosotros"
[134]. Esta doctrina del Cristo total es una de las más queridas del obispo de Hipona
y también una de las más fecundas de su teología eclesiológica.
Otra verdad fundamental es la del Espíritu Santo, alma del Cuerpo místico
—"lo
que es el alma para el cuerpo, eso mismo es el Espíritu Santo para el Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia" [135]—, del Espíritu Santo principio de la comunión que une a los fieles entre sí y
con la Trinidad. De hecho "el Padre y el Hijo han querido que nosotros
entráramos en comunión entre nosotros mismos y con Ellos por medio de Aquel que
es común a ambos, y nos han recogido en la unidad mediante el único don que
tienen en común, esto es, por medio del Espíritu Santo, Dios y Don de Dios"
[136]. Por ello escribe en el mismo lugar: "La comunión de la unidad de la Iglesia o
la societas unitatis, fuera de la cual no se da perdón de los pecados, es la
obra propia del Espíritu Santo, con quien obran conjuntamente el Padre y el
Hijo, dado que en cierto modo el mismo Espíritu Santo es el elemento unificante
y la societas que une al Padre y al Hijo"
[137].
Mirando a la Iglesia, Cuerpo de Cristo y vivificada por el Espíritu Santo, que
es el Espíritu de Cristo, Agustín desarrolló en diversas maneras una noción
acerca de la cual el reciente Concilio ha tratado con particular interés: la
Iglesia comunión [138]. Habla de ella de tres modos diversos, pero convergentes: la comunión de los
sacramentos o realidad institucional fundada por Cristo sobre el fundamento de
los Apóstoles [139], de la cual discute ampliamente en la controversia donatista, defendiendo su
unidad, universalidad, apostolicidad y santidad
[140], y demostrando que tiene por centro la "Sede de Pedro", "en la que siempre
estuvo vigente el primado de la Cátedra Apostólica"
[141]; la comunión de los santos o realidad espiritual, que une a todos los justos
desde Abel hasta la consumación de los siglos
[142]; la comunión de los bienaventurados o realidad escatológica, que congrega a
cuantos han conseguido la salvación, es decir, a la Iglesia "sin mancha ni
arruga" (Ef 5, 27) [143].
Otro tema predilecto de la eclesiología agustiniana fue el de la Iglesia Madre y
Maestra. Sobre este argumento Agustín escribió páginas profundas y conmovedoras,
dado que interesaba de cerca su experiencia de convertido y su doctrina de
teólogo. En su camino de vuelta a la fe encontró a la Iglesia no opuesta a
Cristo, como le habían hecho creer [144], sino más bien como manifestación de Cristo, "madre altamente verdadera de los
cristianos"[145], y depositaria de la verdad revelada
[146].
La Iglesia es madre que engendra a los cristianos
[147]: "Dos nos engendraron para la muerte, dos nos engendraron para la vida. Los
padres que nos engendraron para la muerte son Adán y Eva; los padres que nos
engendraron para la vida Cristo y la Iglesia"
[148]. La Iglesia es madre que sufre por los que se alejan de la justicia,
especialmente por quienes laceran su unidad
[149]; es la paloma que gime y llama para que todos regresen y se cobijen bajo sus
alas [150]; es la manifestación de la paternidad universal de Dios mediante la caridad, la
cual "para los unos es cariñosa, para los otros severa. Para ninguno es enemiga,
para todos es madre" [151].
Es madre, pero también, como María, es virgen: madre por el ardor de la caridad,
virgen por la integridad de la fe que custodia, defiende y enseña
[152]. Con esta maternidad virginal está relacionada su misión de maestra, que la
Iglesia ejerce obedeciendo a Cristo. Por esto Agustín mira a la Iglesia como
depositaria de las Escrituras [153] y proclama que él se siente seguro en ella, cualesquiera que sean las
dificultades que se presenten [154], enseñando insistentemente a los demás a hacer lo mismo. "Así, como he dicho
muchas veces y repito insistentemente: seamos lo que seamos nosotros, vosotros
estáis seguros: vosotros que tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por Madre"
[155]. De esta convicción nace su fervorosa exhortación a amar a Dios y a la Iglesia,
precisamente a Dios como Padre y a la Iglesia como Madre
[156]. Tal vez nadie ha hablado de la Iglesia con tanto afecto y con tanta pasión
como Agustín. He aquí que acabo de proponeros algunos de sus acentos. Realmente
pocos, pero confío en que suficientes para hacer comprender la profundidad y la
belleza de una doctrina que nunca se podrá estudiar en demasía, especialmente
bajo el punto de vista de la caridad que anima a la Iglesia por efecto de la
presencia en ella del Espíritu Santo. "Tenemos el Espíritu Santo", escribe, "si
amamos a la Iglesia; y amamos a la Iglesia si permanecemos en su unidad y en su
caridad" [157].
4. Libertad y gracia
Sería cosa de nunca acabar el indicar, aunque no fuera más que sumariamente, los
diversos aspectos de la teología agustiniana. Otro tema importante, es más,
fundamental, relacionado también con su conversión, es el de la libertad y de la
gracia. Como he recordado ya, fue en vísperas de su conversión cuando tomó
conciencia de la responsabilidad del hombre en sus acciones y de la necesidad de
la gracia del único Mediador [158], cuya fuerza experimentó en el momento de la decisión final. Un testimonio
elocuente lo constituye el libro VIII de las Confessiones
[159]. Las reflexiones personales y las controversias que sostuvo después,
especialmente contra los secuaces de los maniqueos y de los pelagianos, le
ofrecían la ocasión de estudiar más a fondo los términos del problema, y
proponer, aunque con gran modestia dado el carácter misterioso de la cuestión,
una síntesis.
Sostuvo siempre que la libertad es un punto fundamental de la antropología
cristiana. Lo sostuvo contra sus antiguos correligionarios
[160], contra el determinismo de los astrólogos, de quienes él mismo había sido
víctima [161], y contra toda forma de fatalismo
[162], explicó que la libertad y la
presciencia divina no son incompatibles
[163], como tampoco lo son la libertad y la ayuda de la gracia divina. "Al libre
albedrío no se le suprime porque se le ayude, sino que se le ayuda precisamente
porque no se le elimina" [164]. Por lo demás, es célebre el principio agustiniano: "Quien te ha creado sin ti,
no te justificará sin ti. Así, pues, creó a quien no lo sabía, pero no justifica
a quien no lo quiere" [165].
A quien ponía en tela de juicio esta inconciliabilidad o afirmaba lo contrario
Agustín le demuestra con una larga serie de textos bíblicos que libertad y
gracia pertenecen a la divina Revelación y que hay que defender firmemente ambas
verdades [166]. Llegar a ver a fondo su conciliación es cuestión sumamente difícil, que pocos
llegan a comprender [167] y que puede incluso crear angustia para muchos
[168], porque al defender la libertad se puede dar la impresión de negar la gracia, y
viceversa [169]. Pero es preciso creer en su conciliabilidad como en la conciliabilidad de dos
prerrogativas esenciales de Cristo, de las que una y otra dependen
respectivamente. Efectivamente, Cristo es al mismo tiempo salvador y juez. Pues
bien, "si no existe la gracia, ¿cómo salva al mundo? Y si no existe el libre
albedrío, ¿cómo juzga al mundo?" [170].
Por otro lado, Agustín insiste en la necesidad de la gracia, que es al mismo
tiempo necesidad de la oración. A quien decía que Dios no manda cosas imposibles
y que por lo tanto no es necesaria la gracia, le respondía: sí, es verdad, "Dios
no manda cosas imposibles, pero como mandato te advierte que hagas lo que puedas
y que pidas lo que no puedas" [171], y ayuda al hombre para que pueda, Él que "no abandona a nadie si no se le
abandona a Él" [172].
La doctrina sobre la necesidad de la gracia se convierte en la doctrina sobre la
necesidad de la oración, en la que tanto insiste Agustín
[173], porque, como escribe él, "es cierto que Dios ha preparado algunos dones
incluso para quien no los pide, como, por ejemplo, el comienzo de la fe, pero
otros sólo para quien los implora como la perseverancia final"
[174].
Por lo tanto, la gracia es necesaria para apartar los obstáculos que impiden a
la voluntad huir del mal y realizar el bien. Estos obstáculos son dos, "la
ignorancia y la flaqueza" [175], sobre todo la segunda, "porque incluso cuando comienza a aparecer claro lo que
hay que hacer..., no se actúa, no se realiza, no se vive bien"
[176]. Por eso la gracia adyuvante es sobre todo "la inspiración de la caridad, en
virtud de la cual hacemos con santo amor lo que conocemos que tenemos que hacer"
[177].
Ignorancia y flaqueza son dos obstáculos que es preciso superar para poder
respirar la libertad. No será inútil recordar que la defensa de la necesidad de
la gracia para Agustín es la defensa de la libertad cristiana. Tomando como
punto de partida las palabras de Cristo: Si el Hijo os libera, entonces
seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36), Agustín se hizo defensor y
cantor de aquella libertad que es inseparable de la verdad y del amor. Verdad,
amor, libertad, he aquí los tres grandes bienes que apasionaron el alma de
Agustín y estimularon su genio. Sobre ellos derramó él mucha luz de
comprensibilidad.
Deteniéndonos un momento sobre este último bien
—el de la libertad— es el caso
de advertir que él describe y exalta la libertad cristiana en todas sus formas.
Estas van desde la libertad con respecto al error —porque, por el contrario, la
libertad del error es "la peor muerte del alma"
[178]— mediante el don de la fe, que somete el alma a la verdad
[179], hasta la libertad última e indefectible, la mayor, que consiste en no poder
morir y en no poder pecar, esto es, en la inmortalidad y la justicia plena
[180]. Entre estas dos, que indican el comienzo y el término de la salvación, explica
y proclama todas las demás: la libertad con respecto al pecado como obra de la
justificación; la libertad del dominio de las pasiones desordenadas, obra de la
gracia que ilumina la inteligencia y da a la voluntad la fuerza necesaria para
hacerla invencible al mal, como él mismo experimentó en su conversión, cuando se
vio libre de la esclavitud [181]; la libertad con relación al tiempo, que devoramos y que a su vez nos devora
[182], en cuanto el amor nos permite vivir asidos a la eternidad
[183].
Acerca de la justificación, cuyas inefables riquezas expone
—la vida divina de
la gracia [184], la inhabitación del Espíritu Santo
[185], la "deificación"
[186]—, él hace una distinción importante entre la remisión de los pecados, que es
plena y total, plena y perfecta, y la renovación interior, que es progresiva y
sólo será plena y total después de la resurrección, cuando todo el hombre
participará de la inmutabilidad divina
[187].
En cuanto a la gracia que fortifica la voluntad, insiste diciendo que obra por
medio del amor y que por lo tanto hace invencible la voluntad contra el mal sin
quitarle la posibilidad de no querer. Al tratar de las palabras de Jesús en el
Evangelio de Juan: Nadie viene a mí si el Padre no lo atrae (Jn 6,
44), comenta él: "No creas que vas a ser atraído contra tu voluntad: al alma le
atrae también el amor" [188]. Pero el amor, observa él también, obra con "liberal suavidad"
[189]; por eso "observa la ley libremente quien la cumple con amor"
[190]: "La ley de la caridad es ley de libertad"
[191].
No es menos insistente la enseñanza de Agustín a propósito de la libertad del
tiempo, libertad que Cristo, Verbo eterno, ha venido a traernos entrando en el
mundo con la Encarnación: "Oh Verbo, exclama Agustín, que existes antes de los
tiempos, por medio del cual los tiempos fueron hechos, nacido Tú también en el
tiempo no obstante que eras la vida eterna; Tú llamas a la existencia a los
seres temporales y los haces eternos"
[192]. Es sabido que nuestro Doctor escudriñó mucho el misterio del tiempo
[193] y sintió y repitió la necesidad que tenemos de transcender el tiempo para
ser de verdad. "Si también tú quieres ser, transciende el tiempo. Pero, ¿quién
puede transcender el tiempo con sus solas fuerzas? Que nos eleve a lo alto Aquel
que dijo al Padre: Quiero que donde yo estoy, allí estén también ellos
conmigo (Jn 17, 24)" [194].
La libertad cristiana, de la que no he hecho sino una breve alusión, la estudia
él en la Iglesia, la Ciudad de Dios, que muestra sus efectos y, sostenida por la
gracia divina y por cuanto de ella depende, los participa a todos los hombres.
En efecto, está fundada sobre el amor "social", que abraza a todos los hombres y
quiere unirlos en la justicia y en la paz; al contrario de la ciudad de los
inicuos, que divide y enfrenta unos contra otros porque está fundada sobre el
amor "privado" [195].
Vale la pena recordar aquí algunas de las definiciones de la paz que acuñó
Agustín según las realidades a las que se aplique. Partiendo de la noción de que
"la paz de los hombres es la concordia ordenada", define la paz de la casa como
"la concordia ordenada de los habitantes en mandar y en obedecer", igualmente la
paz de la ciudad. Después continúa: "La paz de la ciudad celeste es la
ordenadísima y concordísima sociedad de los que gozan de Dios y de los unos y
los otros en Dios". Luego da la definición de la paz de todas las cosas, que es
la tranquilidad del orden. Y así define el orden mismo, que no es otra cosa que
"la disposición de realidades iguales y desiguales, que da a cada cual su propio
puesto" [196].
Por esta paz obra y por esta paz "suspira el Pueblo de Dios durante su
peregrinación desde el comienzo del viaje hasta el regreso"
[197].
5. La caridad y las ascensiones del espíritu
Esta breve síntesis de las enseñanzas agustinianas quedaría gravemente
incompleta si no se hablase algo de la doctrina espiritual, estrechamente unida
a la doctrina filosófica y teológica, y no menos rica que una y otra. Hay que
volver una vez más al tema de la conversión, con el cual empecé. Fue entonces
cuando decidió dedicarse por completo al ideal de la perfección cristiana. A
este propósito se mantuvo siempre fiel; y no sólo eso, sino que se comprometió
con todas sus fuerzas a enseñar el camino a otros. Lo hizo inspirándose en su
experiencia personal y en la Sagrada Escritura, que es para todos el primer
alimento de la piedad.
Fue un hombre de oración; es más, se podría decir: un hombre hecho de oración
—baste recordar las célebres Confesiones, escritas en forma de carta
dirigida a Dios— y repitió a todos con increíble perseverancia la necesidad de
la oración: "Dios ha dispuesto que combatamos más con la plegaria que con
nuestras fuerzas" [198]; describe su naturaleza, tan sencilla por una parte, pero tan compleja por otra
[199]; la interioridad, en base a la cual identificó la plegaria con el deseo: "Tu
mismo deseo es tu oración: y el deseo continuo es una oración continua"
[200]; el valor social: "Oremos por quienes no han sido llamados, escribe él, a fin
de que lo sean: tal vez han sido predestinados de forma que sean concedidos a
nuestras oraciones" [201]; la inserción insustituible en Cristo, "que reza por nosotros, reza en
nosotros, y a quien nosotros rezamos; reza por nosotros como nuestro sacerdote,
reza en nosotros como nuestro jefe, y nosotros le rezamos a Él como a nuestro
Dios: reconozcamos, por lo tanto, en Él nuestra voz y en nosotros la suya"
[202].
Con progresiva diligencia fue subiendo los peldaños de las ascensiones
interiores y describió su programa para todos: un programa amplio y articulado,
que comprende el movimiento del alma hacia la contemplación —purificación,
constancia y serenidad, orientación hacia la luz, morada en luz
[203]—, los peldaños de la caridad
—incipiente, adelantada, intensa, perfecta
[204]—, los dones del Espíritu Santo relacionados con las bienaventuranzas
[205], las peticiones del Padre nuestro
[206] y los ejemplos de Cristo
[207].
Si las bienaventuranzas evangélicas constituyen el clima sobrenatural en el que
debe vivir el cristiano, los dones del Espíritu Santo dan el toque sobrenatural
de la gracia, que hace posible ese clima. Las peticiones del Padre nuestro,
o, en general, la plegaria, que toda ella se reduce a esas peticiones, como
alimento necesario; el ejemplo de Cristo, el modelo que hay que imitar; la
caridad, por su parte, constituye el alma de todo, el centro de irradiación, el
resorte secreto del organismo espiritual. Fue mérito no pequeño del obispo de
Hipona el haber vuelto a conducir toda la doctrina y toda la vida cristiana a la
caridad, entendida como "adhesión a la verdad para vivir en la justicia"
[208].
Así lo hace, en efecto, con la Escritura, que, toda ella, "narra Cristo y
recomienda la caridad" [209], la teología, que en ella encuentra su fin
[210], la filosofía
[211], la pedagogía
[212] y hasta la política
[213]. En la caridad cifró él la esencia y la medida de la perfección cristiana
[214], el primer don del Espíritu Santo
[215], la realidad con la que nadie puede ser malo
[216], el bien con el cual se poseen todos los bienes y sin el cual todos los otros
bienes no sirven para nada. "Ten la caridad y lo tendrás todo, porque sin ella
todo lo que puedas tener no valdrá para nada"
[217].
De la caridad puso de relieve todas sus inagotables riquezas: hace fácil lo que
es difícil [218], mueve lo que es habitual
[219], hace insuprimible el movimiento hacia el Sumo Bien, porque aquí en la tierra
la caridad nunca es completa [220], libra de todo interés que no sea Dios
[221], es inseparable de la humildad
—"donde hay humildad, allí está la caridad"
[222]—, es la esencia de toda virtud
—de hecho, la virtud no es más que amor ordenado
[223]—, don de Dios. Punto crucial este último, que distingue y separa la concepción
naturalista y la concepción cristiana de la vida. "¿De dónde procede en los
hombres la caridad de Dios y del prójimo sino de Dios mismo? Porque si ella no
procede de Dios sino de los hombres, los pelagianos tendrían razón; si, por el
contrario, procede de Dios, nosotros hemos vencido a los pelagianos"
[224].
De la caridad nacía en Agustín el ansía de la contemplación de las cosas
divinas, que es propia de la sabiduría
[225]. De las formas más altas de contemplación tuvo experiencia más de una vez, no
sólo en aquella célebre visión de Ostia
[226], sino también otras veces. De sí mismo dice: "Con frecuencia hago esto
—es
decir, recurre a la meditación de la Escritura para que no le opriman sus graves
ocupaciones—, es mi alegría, y en esta satisfacción me refugio siempre que logro
verme libre del cerco de las ocupaciones... A veces me introduces en un sendero
interior del todo desconocido e indefiniblemente dulce que, cuando llegue a
alcanzar en mí su plenitud, no sé decir cuál va a ser; ciertamente no será esta
vida" [227]. Si se suman estas experiencias a la penetración teológica y psicológica de
Agustín y a su rara capacidad como escritor, se comprende cómo pudo describir
con tanta precisión las ascensiones místicas, hasta el punto de que alguien haya
podido llamarlo príncipe de los místicos.
No obstante el amor predominante de la contemplación, Agustín aceptó la "carga"
del Episcopado y enseñó a los demás a hacer lo mismo, respondiendo así con
humildad a la llamada de la Iglesia Madre
[228], pero enseñó también con el ejemplo y los escritos cómo conservar, en medio de
las ocupaciones de la actividad pastoral, el gusto por la oración y por la
contemplación. Vale la pena citar la síntesis —ya clásica— que nos ofrece en
La Ciudad de Dios. "El amor de la verdad busca el descanso de la
contemplación, el deber del amor acepta la actividad del apostolado. Si nadie
nos impone este peso, hay que dedicarse a la búsqueda y a la contemplación de la
verdad; pero si nos lo imponen, hay que asumirlo por deber de caridad. Pero aun
en este caso no se deben abandonar los consuelos de la verdad, para que no
suceda que, privados de esta dulzura, nos veamos aplastados por aquella
necesidad" [229]. La profunda doctrina expuesta en estas palabras merece una larga y atenta
reflexión. Resulta más fácil y eficaz si se mira al mismo Agustín, que dio
espléndido ejemplo de cómo conciliar ambos aspectos, aparentemente contrarios,
de la vida cristiana: oración y acción.
III. El Pastor
No será inoportuno dedicar un recuerdo a la acción pastoral de este obispo a
quien nadie encontrará dificultad de catalogar entre los más grandes Pastores de
la Iglesia. También esta acción tuvo origen en su conversión, pues de ella nació
el propósito de servir a Dios solamente. "Ya no amo más que a Ti... y a Ti solo
quiero servir..." [230]. Cuando después se dio cuenta de que este servicio debía extenderse a la acción
pastoral; no duda en aceptarla; con humildad, con temor, con pena, pero la
acepta por obedecer a Dios y a la Iglesia
[231].
Tres fueron los campos de esta acción, campos que se fueron ampliando como tres
círculos concéntricos: la Iglesia local de Hipona, no grande pero inquieta y
necesitada; la Iglesia africana, miserablemente dividida entre católicos y
donatistas; la Iglesia universal, combatida por el paganismo y por el
maniqueísmo, y agitadas por movimientos heréticos.
El se sintió en todo siervo de la Iglesia
—"siervo de los siervos de Cristo"
[232]—, sacando de este presupuesto todas las consecuencias, incluso las más
atrevidas, como la de exponer su vida por los fieles
[233]. Efectivamente, pedía al Señor poder amarles hasta el punto de estar dispuesto
a morir por ellos, "o en la realidad o en la disposición"
[234]. Estaba convencido de que quien, puesto al frente del pueblo, no tuviera esta
disposición, más que obispo se parecía "al espantapájaros que está en la viña"
[235]. No quiere verse salvo sin sus fieles
[236] y está preparado a cualquier sacrificio con tal de poder llevar de nuevo a
los descarriados al camino de la verdad
[237]. En un momento de extremo peligro a causa de la invasión de los Vándalos,
enseña a los sacerdotes a permanecer en medio de sus fieles, incluso con peligro
de la propia vida [238]. Con otras palabras, quiere que obispos y sacerdotes sirvan a los fieles como
Cristo les sirvió. "¿En qué sentido es servidor quien preside? En el mismo
sentido en que fue siervo el Señor"
[239]. Este fue su programa.
En su diócesis, de la que no se alejó nunca sino por necesidad
[240], fue asiduo en la predicación
—predicaba el sábado y el domingo y con
frecuencia durante toda la semana [241]—, en la catequesis
[242], en la "audientia episcopi", a veces durante toda la jornada, olvidándose hasta
de comer [243], en el cuidado de los pobres
[244], en la formación del clero
[245], en la guía de los monjes, muchos de los cuales fueron llamados al sacerdocio y
al episcopado [246], y de los monasterios de las "sanctimoniales"
[247]. Al morir "dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como también
monasterios de hombres y de mujeres repletos de personas consagradas a la
continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas..."
[248].
Trabajó igualmente sin descanso en favor de la Iglesia africana: se prestó a la
predicación dondequiera que le llamaran
[249], estuvo presente en los numerosos Concilios regionales, no obstante las
dificultades del viaje, se dedicó con inteligencia, asiduidad y pasión a
terminar con el cisma donatista que dividía en dos a aquella Iglesia. Fue ésta
su gran tarea, pero también, en vista del éxito obtenido, su gran mérito.
Ilustró con numerosas obras la historia y la doctrina del donatismo, propuso la
doctrina católica sobre la naturaleza de los sacramentos y de la Iglesia,
promovió una conferencia ecuménica entre obispos católicos y donatistas, la
animó con su presencia, propuso y obtuvo que se eliminaran todos los obstáculos
que se oponían a la reunificación, incluido el de la eventual renuncia de los
obispos donatistas al episcopado [250], divulgó las conclusiones de dicha conferencia
[251] y preparó para un éxito definitivo el proceso de pacificación
[252]. Perseguido a muerte, una vez salió indemne de las manos de los "circumceliones"
donatistas porque el guía se equivocó de camino
[253].
Para la Iglesia universal compuso muchas obras, escribió numerosas cartas, y en
favor de la misma sostuvo innumerables controversias. Los maniqueos, los
pelagianos, los arrianos y los paganos fueron el objeto de su preocupación
pastoral en defensa de la fe católica. Trabajó infatigablemente de día y de
noche [254]. En los últimos años de su vida todavía dictaba de noche una obra y, cuando
estaba libre, otra de día [255]. Al morir, a los 76 años, dejó incompletas tres. Son ellas el testimonio más
elocuente de su continua laboriosidad y de su insuperable amor a la Iglesia.
IV. Agustín a los hombres de hoy
A este hombre extraordinario queremos preguntarle, antes de terminar, qué tiene
que decir a los hombres de hoy. Pienso que tenga realmente mucho que decir,
tanto con su ejemplo como con sus enseñanzas.
A quien busca la verdad le enseña que no pierda la esperanza de encontrarla. Lo
enseña con su ejemplo —él la encontró después de muchos años de laboriosa
búsqueda— y con su actividad literaria, cuyo programa fija en la primera carta
que escribió después de su conversión. "A mí me parece que hay que conducir de
nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad"
[256]. Y así, enseña a buscarla "con humildad, desinterés y diligencia"
[257], a superar: el escepticismo mediante el retorno a sí mismo, donde habita la
verdad [258]; el materialismo, que impide a la mente percibir su unión indisoluble con las
realidades inteligibles [259]; el racionalismo, que, al rechazar la colaboración de la fe, se pone en
condición de no entender el "misterio" del hombre
[260].
A los teólogos, que justamente se afanan por comprender mejor el contenido de la
fe, deja Agustín el patrimonio inmenso de su pensamiento, siempre válido en su
conjunto, y especialmente el método teológico al que se mantuvo firmemente fiel.
Sabemos que este método suponía la adhesión plena a la autoridad de la fe, una
en su origen —la autoridad de Cristo [261]—, se manifiesta a través de la Escritura, la Tradición y la Iglesia; el
ardiente deseo de comprender la propia fe —"aspira mucho a comprender"
[262], dice a los demás y se aplica a sí mismo
[263]—; el sentido profundo del misterio— "es mejor la ignorancia fiel", exclama
Agustín, "que la ciencia temeraria"
[264]—; la seguridad convencida de que la doctrina cristiana viene de Dios y tiene
por lo mismo una propia originalidad que no sólo hay que conservar en su
integridad —es ésta la "virginidad" de la fe, de la que él hablaba—, sino que
debe servir también como medida para juzgar filosofías conformes o contrarias a
ella [265].
Se sabe cuánto amaba Agustín la Escritura, cuyo origen divino exalta
[266], así como también su inerrancia
[267], su profundidad y riqueza inagotable
[268], y cuánto la estudiaba. Pero él estudia y quiere que se estudie toda la
Escritura, que se ponga de relieve su verdadero pensamiento o, como él dice, su
"corazón" [269], poniéndola, cuando sea preciso, de acuerdo consigo misma
[270]. A estos dos presupuestos los considera leyes fundamentales para entenderla.
Por esto la lee en la Iglesia, teniendo en cuenta la Tradición, cuyas
propiedades [271] y fuerza obligatoria
[272] pone de relieve. Es célebre su expresión: "Yo no creería en el Evangelio
si no me indujera a ello la autoridad de la Iglesia católica"
[273].
En las controversias que nacen en torno a la interpretación de la Escritura
recomienda que se discuta "con santa humildad, con paz católica, con caridad
cristiana" [274], "hasta que la verdad salga a flote, verdad que Dios ha puesto en la cátedra de
la unidad" [275]. Entonces se podrá constatar cómo la controversia no surgió inútilmente, puesto
que se ha convertido en "ocasión de aprender"
[276], ocasionando un progreso en la inteligencia de la fe.
Hablando un poco más a propósito sobre las enseñanzas de Agustín a los hombres
de hoy, a los pensadores les recuerda el doble objeto de toda investigación que
debe ocupar la mente humana: Dios y el hombre. "¿Qué quieres conocer?", se
pregunta a sí mismo. Y responde: "Dios y el hombre". "¿Nada más? Absolutamente
nada más" [277]. Frente al triste espectáculo del mal, recuerda a los pensadores además que
tengan fe en el triunfo final del bien, esto es, de aquella Ciudad "donde la
victoria es verdad, la dignidad santidad, la paz felicidad y la vida eternidad"
[278].
A los hombres de ciencia les invita también a reconocer en las cosas creadas las
huellas de Dios [279] y a descubrir en la armonía del universo las "razones seminales" que Dios
ha depositado en ellas [280]. Finalmente, a los hombres que tienen en sus manos los destinos de los pueblos
les recomienda que amen sobre todo la paz
[281] y que la promuevan no con la lucha, sino con los métodos pacíficos,
porque, escribe él sabiamente, "es título de gloria más grande matar la guerra
con la palabra que los hombres con la espada, y procurar o bien mantener la paz
con la paz, no con la guerra" [282].
Para terminar, voy a dedicar una palabra a los jóvenes, a quienes Agustín amó
mucho como profesor antes de su conversión
[283], y como Pastor, después
[284]. Él les recuerda su gran trinomio: verdad, amor, libertad; tres bienes supremos
que se dan juntos. Y les invita a amar la belleza, él que fue un gran enamorado
de ella [285]. No sólo la belleza de los cuerpos, que podría hacer olvidar la del espíritu
[286], ni sólo la belleza del arte
[287], sino la belleza interior de la virtud
[288], y sobre todo la belleza eterna de Dios, de la que provienen la belleza de los
cuerpos, del arte y de la virtud. De Dios, que es "la belleza de toda belleza"
[289], "fundamento, principio y ordenador del bien y de la belleza de todos los seres
que son buenos y bellos" [290]. Agustín, recordando los años anteriores a su conversión, se lamenta
amargamente de haber amado tarde esta "belleza tan antigua y tan nueva"
[291], y quiere que los jóvenes no le sigan en esto, sino que, amándola siempre y por
encima de todo, conserven perpetuamente en ella el esplendor interior de su
juventud [292].
V. Conclusión
He recordado la conversión y he trazado rápidamente un panorama del pensamiento
de un hombre incomparable, de quien todos en la Iglesia y en Occidente nos
sentimos de alguna manera discípulos e hijos. Una vez más manifiesto el vivo
deseo de que se estudie y sea ampliamente conocida su doctrina y de que se imite
su celo pastoral, para que el magisterio de tan gran Doctor y Pastor continúen
en la Iglesia y en el mundo en beneficio de la cultura y de la fe.
El XVI centenario de la conversión de San Agustín brinda una ocasión muy
propicia para incrementar los estudios y para difundir la devoción a él. A tal
fin y compromiso exhorto especialmente a las Órdenes religiosas —masculinas y
femeninas— que llevan su nombre, viven bajo su patrocinio o de cualquier modo
siguen su regla y le llaman padre. Que todos ellos aprovechen esta ocasión para
revivir y hacer revivir más intensamente sus ideales.
Con ánimo agradecido y con los mejores augurios de bien estaré presente en las
diversas iniciativas y celebraciones que con este motivo se organicen por todas
partes. Para cada una de ellas invoco de corazón la protección celestial y el
auxilio eficaz de la Virgen María, a la que el obispo de Hipona exaltó como
Madre de la Iglesia [293]. Sea prenda de ello mi bendición apostólica, que me es grato impartir mediante
esta Carta.
Roma, junto a San Pedro, 28 de agosto de 1986, fiesta de San Agustín, Obispo y
Doctor de la Iglesia, año VIII de mi pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
Notas
[1] Celestino I, Ep. Apostolici verba, mayo 431: PL 50, 530 A.
[2] Cf. León XIII, Carta Encícl.
Aeterni Patris, 4 agosto 1879: Acta
Leonis XIII, I, Roma 1881, pág. 270.
[3] Cf. Pío XII, Carta Encícl.
Ad salutem humani generis, 22 abril
1930: AAS 22, 1930, pág. 233.
[4] Pablo VI,
Discurso a los religiosos de la Orden de San Agustín con
ocasión de la inauguración del Instituto Patrístico “Augustinianum”, 4 mayo
1970: AAS 62, 1970, pág. 426; L'Osservatore Romano, Edición en
Lengua Española, 31 mayo 1970, pág. 10.
[5] Juan Pablo II,
Discurso a los profesores y alumnos del Instituto
Patrístico “Augustinianum” de Roma, 7 mayo 1982: AAS 74, 1982, pág.
800; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 julio 1982, pág. 9.
[6] Juan Pablo II, Discurso al capítulo general de la Orden de San Agustín,
25 agosto 1983; L'Osservatore Romano Edición en Lengua Española, 11 septiembre
1983, pág. 12.
[7] Cf. San Agustín,
Serm. 93, 4; 213, 7: PL 38, 575; 38, 1063.
(En adelante, donde no se cita expresamente el nombre del autor, léase “San Agustín”).
(En adelante, donde no se cita expresamente el nombre del autor, léase “San Agustín”).
[8] Cf.
De beata vita, 4: PL 32, 961; Contra Acad., 2, 2,
4-6: PL 32, 921-922; Solil., 1, 1, 1-6: PL 32, 869-872.
[9] De dono persev., 20, 53: PL 45 1026.
[10] Cf. Confess., 1, 11, 17:
PL 32, 669.
[11] Cf. Confess., 9, 8, 17-9, 13, 17:
PL 32, 771-780.
[12] Cf. Confess., 6, 5, 8:
PL 32, 723.
[13] Confess., 3, 4, 8:
PL 32, 686; ib., 5, 14, 25: PL 32,
718.
[14] Contra Acad., 2, 2, 5:
PL 32, 921.
[15] Confess.,
3, 4, 7: PL 32, 685.
[16] Confess., 3, 6, 10: PL 32, 687.
[17] De beata vita, 4:
PL 32, 961.
[18] Serm., 51, 5, 6:
PL 38, 336.
[19] De utilitate cred., 1, 2:
PL 42, 66.
[20]
De utilitate cred., 1, 2: PL 42, 66.
[21] Cf. Confess., 5, 3, 3:
PL 32, 707.
[22] Cf. Confess., 5, 10, 19; 5, 13, 23; 5, 14, 24:
PL 32, 715,
717, 718.
[23] De beata vita, 4: PL 32, 961; cf. Confess., 5, 9, 19; 5, 14, 25; 6,
1, 1: PL 32, 715, 718, 719.
[24] Cf. De utilitate credendi, 8, 20: PL 42, 78-79.
[25] Confess., 6, 11, 18:
PL 32, 729.
[26] Cf. Confess., 3, 12, 21:
PL 32, 694.
[27] Cf. Contra Acad., 3, 20, 43:
PL 32, 957; Confess., 6,
5, 7: PL 32, 722-723.
[28] De ordine,
2, 9, 26: PL 32, 1007.
[29] Cf. Confess., 7, 19, 25: PL
32, 746.
[30] Cf. Confess., 6. 5, 7; 6, 11, 19; 7, 7, 11:
PL 32, 723, 729,
739.
[31] Cf. Confess.; 7, 7, 11:
PL 32. 739.
[32] Confess., 7, 10, 16:
PL 32, 742.
[33] Cf. Confess., 7, 1, 1; 7, 7, 11: PL 32, 733, 739.
[34] Cf. Confess., 7, 5, 7:
PL 32, 736.
[35] Confess., 7, 13, 19:
PL 32, 743.
[36] Cf. Confess., 7, 12, 18: PL 32, 743.
[37] Cf. Confess., 7, 3, 5: PL 32, 735.
[38] Confess., 8, 10, 22: PL 32, 759; cf.
ib., 8, 5,
10-11: PL 32, 753-754.
[39] Cf. Confess., 7, 17, 23: PL 32, 744-745.
[40] Cf. Confess., 7, 21, 26: PL 32, 749.
[41] Confess., 7, 21, 27:
PL 32, 747.
[42] Contra Acad., 2, 2, 6: PL 32, 922.
[43] Cf. Confess., 7, 21, 27:
PL 32, 748.
[44] Confess., 1, 11, 17:
PL 32, 669.
[45] Cf. Confess., 6, 11, 18; 8, 7, 17:
PL 32, 729, 757.
[46] Cf. Confess., 8, 5, 11-12:
PL 32, 754.
[47] Cf. Confess., 6, 12, 21: PL 32, 730.
[48] Cf. Confess., 6, 6, 9: PL
32, 730.
[49] Cf. Confess., 6, 15, 25: PL 32, 732.
[50] Cf. Confess., 8, 1, 2:
PL 32, 749.
[51] Cf. Confess., 8, 6, 13-15:
PL 32, 755-756.
[52] Confess., 8, 11, 27: PL 32, 761.
[53] Cf. Confess., 8, 7, 16-12, 29:
PL 32, 756-762.
[54] Confess., 8, 12, 30:
PL 32, 762.
[55] Cf. Confess., 9, 2, 2-4:
PL 32, 763.
[56] Cf. Confess., 9, 4, 7-12:
PL 32, 766-769.
[57] Cf. Confess., 9, 5, 13:
PL 32, 769.
[58] Confess., 9, 6, 14:
PL 32, 769.
[59] Cf. Confess., 9, 6, 14: PL
32, 769.
[60] Cf. Confess., 9, 12; 28 S.
PL 32, 775 s.
[61] Cf. De mor. Eccl. cath., 1, 33, 70:
PL 32, 1340.
[62] Posidio, Vita S. Augustini, 3, 1:
PL 32, 36.
[63] Cf. Serm., 355, 2:
PL 39, 1569.
[64] Cf. Posidio,
Vita S. Augustini, 11, 2: PL 32, 42.
[65] Cf. L. Verheijen, La règle de Saint Augustin, París 1967, I-II.
[66] Confess., 9, 2, 3:
PL 32, 764; cf. ib., 10, 6, 8: PL 32, 782.
[67] Tractatus in Io, 26, 5: PL 35, 1609.
[68] De Trin., 1, 5, 8:
PL 42, 825.
[69] Contra Acad., 3, 20, 43:
PL 32, 957.
[70] Cf. De ordine, 2, 9, 26:
PL 32, 1007.
[71] Cf. Serm., 43. 9:
PL 38, 258.
[72] Cf. De utilitate credendi: PL 42, 65-92.
[73] Cf. Confess., 6, 4, 6:
PL 32, 722; De serm. Domini in
monte. 2, 3, 14: PL 34, 1275.
[74] Cf. Ep., 118, 5, 32:
PL 33, 447.
[75] Cf. Serm., 51, 5, 6: PL 38, 337.
[76] Cf. De quantitate animae, 7, 12: PL 32, 1041-1042.
[77] De vera relig., 24, 45:
PL 34, 1041-1042.
[78] Ep., 120, 2, 8:
PL 33, 456.
[79] De praed. sanctorum, 2, 5:
PL 44, 962-963.
[80] Contra ep. Man., 4, 5:
PL 42, 175.
[81] Cf. p. es. De civ. Dei, 2, 29, 1-2: PL 41, 77-78.
[82] De civ. Dei, 19, 17:
PL 41, 645.
[83] Cf. Solil., 1, 2, 7:
PL 32, 872.
[84] Confess., 1, 5, 5: PL 32, 663.
[85] Serm., 117, 5: PL 38, 673.
[86] Ep., 120, 3, 13: PL 33, 459.
[87] De Trin., 5, 1, 2: PL 42, 912; cf. Confess., 4, 16,
28: PL 32, 704.
[88] De civ. Dei, 8, 4:
PL 41, 228.
[89] De civ. Dei, 8, 10, 2:
PL 41, 235.
[90] Confess., 9, 4, 10:
PL 32, 768.
[91] Cf. Confess., 1, 4, 4:
PL 32, 662.
[92] Ep., 187, 4, 14: PL 33, 837.
[93] Cf. De magistro, 11, 38-14, 46:
PL 32, 1215-1220.
[94] Cf. Confess., 13, 9, 10:
PL 32, 848-849.
[95] Confess., 3, 6, 11:
PL 32, 687-688.
[96] Confess., 10, 27, 38:
PL 32, 795.
[97] Confess., 5, 2, 2: PL 32, 707.
[98] Confess., 1, 1, 1:
PL 32, 661.
[99] De Trin., 14, 8, 11: PL 42, 1044.
[100] De Trin., 14, 4, 6: PL
42, 1040.
[101] De civ. Dei, 12, 1, 3: PL 41, 349.
[102] De vera relig., 39, 72: PL 34, 154.
[103] Cf. Confess., 13, 9, 10:
PL 32, 848-849.
[104] Cf. De bono coniugali, 1, 1: PL 40, 373.
[105] De civ. Dei, 12, 27:
PL 41, 376.
[106] Confess., 4, 14, 22:
PL 32, 702.
[107] Confess., 4, 4, 9:
PL 32, 697.
[108] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo,
Gaudium et spes, n. 10; cf. nn. 12-18.
[109] De civ. Dei, 12, 27: PL 41, 376.
[110] De Trin., 13, 19, 24:
PL 42, 1034.
[111] Ep., 118, 5, 33:
PL 33, 448.
[112] De civ. Dei, 11, 10, 1:
PL 41, 325.
[113] De Trin., 4, 20, 29:
PL 42, 908.
[114] Cf.
De Trin., 15, 17, 29: PL 42, 1081.
[115] Cf. De Trin., 15, 27, 50: PL 42, 1097; ib., 1, 5, 8:
PL 42, 824-825; 9, 12, 18: PL 42, 970-971.
[116] De Trin., 1, 2, 4:
PL 42, 822.
[117] Cf. Confess., 7, 19, 25:
PL 32, 746.
[118] De dono persev., 24, 67:
PL 45, 1033-1034.
[119] Serm., 186, 1, 1: PL 38, 999.
[120] Serm., 294, 9:
PL 38, 1340.
[121] Serm., 293, 7:
PL 38, 1332.
[122] Cf.
Tractatus in Io, 66, 2: PL 35, 1810-1811.
[123] Cf.
Serm., 47, 12-20: PL 38, 308-312.
[124] Cf. Confess., 10, 42, 68:
PL 32, 808.
[125] De civ. Dei, 10, 32, 2:
PL 41, 315.
[126] De Trin., 4, 13, 17:
PL 42, 899.
[127] De Trin., 4, 13, 16: PL 42, 898.
[128] De Trin., 4, 14, 19: PL 42, 901.
[129] De gratia Christi et de pecc. orig. 2, 24 28:
PL 44, 398.
[130] Serm., 151, 5:
PL 38, 817.
[131] Enarr. in ps., 70, d. 2, 1: PL
36, 891.
[132] De nupt. et concup., 2, 12, 25:
PL 44, 450-451.
[133] De pecc. mer. et rem., 1, 26, 39:
PL 44, 131.
[134] Tractatus in lo, 21, 8:
PL 35, 1568.
[135] Serm., 267, 4:
PL 38, 1231.
[136] Serm., 71, 12, 18: PL
38, 454.
[137] Serm., 71, 20, 33: PL 38, 463-464.
[138] Cf. Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia,
Lumen
gentium, nn. 13-14; 21 etc.
[139] Cf. De civ. Dei, 1, 35; 18, 50:
PL 41, 46; 612.
[140] Cf. p. es.
De unitate Ecclesiae: PL 43, 391-446.
[141] Ep., 43, 7: PL
33, 163.
[142] Cf. De civ. Dei, 18, 51: PL 41, 613.
[143] Cf. Retract., 2, 18: PL 32, 637.
[144] Cf.
Confess., 6, 11, 18: PL 32, 728-729.
[145] De mor. Eccl. cath., 1, 30, 62: PL
32, 1336.
[146] Cf. Confess., 7, 7, 11:
PL 32, 739.
[147] Cf.
Ep., 48, 2: PL 33, 188.
[148] Serm., 22, 10:
PL 38, 154.
[149] Cf. p. es. Psalmus contra partem Donati, epilogus: PL 43,
31-32.
[150] Cf.
Tractatus in Io, 6, 15: PL 35, 1432.
[151] De catech. rud., 15, 23: PL 40, 328.
[152] Cf. Serm., 188, 4:
PL 38, 1004.
[153] Cf.
Confess., 7, 7, 11: PL 32, 739.
[154] Cf.
De bapt., 3, 2, 2: PL 43, 139-140.
[155] Contra litt. Petil., 3, 9, 10: PL
43, 353.
[156] Cf. Enarr. in ps., 88, d. 2, 14: PL 37, 1140.
[157] Tractatus in lo, 32, 8:
PL 35, 1646.
[158] Cf.
Confess., 8, 10, 22; 7, 18, 24: PL 32, 759-745.
[159] Cf. p. es. Confess., 8, 9, 21; 8, 12, 29: PL 32, 758-759;
762.
[160] Cf. De libero arb., 3, 1, 3: PL 32, 1272;
De duabus
animabus, 10, 14: PL 42, 104-105.
[161] Cf. Confess., 4, 3, 4:
PL 32, 694-695.
[162] Cf. De civ. Dei, 5, 8: PL
41, 148.
[163] Cf. De libero arb. 3, 4, 10-11:
PL 32, 1276; De civ. Dei,
5, 9, 1-4: PL 41, 148-152.
[164] Ep., 157, 2, 10:
PL 33, 677.
[165] Serm., 169, 11, 13:
PL 38, 923.
[166] Cf.
De gratia et lib. arb.; 2, 2-11, 23: PL 44, 882-895.
[167] Cf.
Ep., 214, 6: PL 33, 970.
[168] Cf.
De pecc. mer. et rem., 2, 18, 28; PL 44, 124-125.
[169] Cf.
De gratia Christi et de pecc. orig., 47, 52: PL 44,
383-384.
[170] Ep., 214, 2:
PL 33, 969.
[171] De natura et gratia, 43, 50: PL 44, 271; cf.
Conc. Trid.,
DS.
[172] De natura et gratia, 26, 29: PL 44, 261.
[173] Cf. Ep., 130:
PL 33, 494-507.
[174] De dono perserv., 16, 39:
PL 45, 1017.
[175] De pecc. mer. et rem., 2, 17, 2: PL 44, 167.
[176] De spiritu et littera, 3, 5: PL 44, 203.
[177] Contra duas epp. Pel., 4, 5, 11: PL 44, 617.
[178] Ep., 105, 2, 10: PL 33, 400.
[179] Cf.
De libero arb., 2, 13, 37: PL 32, 1261.
[180] De corrept. et gratia, 12, 33: PL 44, 936.
[181] Cf.
Confess., 8, 5, 10; 8, 9, 21: PL 32, 753; 758-759.
[182] Cf.
Confess., 9, 4, 10: PL 32, 768.
[183] Cf. De vera relig., 10, 19:
PL 34, 131.
[184] Cf.
Enarr. in ps., 70, d. 2, 3: PL 36, 893.
[185] Cf.
Ep. 187: PL 33, 832-848.
[186] Enarr. in p., 49, 2:
PL 36, 565.
[187] Cf.
De pecc. mer. et rem., 2, 7, 9: PL 44, 156-157; Serm.,
166, 4: PL 38, 909.
[188] Tractatus in lo, 26, 25:
PL 35, 1607-1609.
[189] Contra Iulianum, 3, 112:
PL 45, 1296.
[190] De gratia Christi et de pecc. orig., 1, 13, 14:
PL 44, 368.
[191] Ep. 167, 6, 19: PL 33, 740.
[192] Enarr. in ps., 101, d. 2, 10: PL 37, 1311-1312.
[193] Cf.
Confess., lib. 11°: PL 32, 809-826.
[194] Tractatus in lo, 38, 10: PL 35, 1680.
[195] De Gen. ad litt., 11, 15, 20: PL 34, 437.
[196] De civ. Dei, 19, 13: PL 41, 840.
[197] Confess., 9, 13, 37:
PL 32, 780.
[198] Contra Iulianum, 6, 15:
PL 45, 1535.
[199] Cf. De serm. Domini in monte, 2, 5, 14:
PL 34, 1236.
[200] Enarr. in ps., 37, 14: PL
36, 404.
[201] De dono perserv., 22, 60:
PL 45, 1029.
[202] Enarr. in ps., 85, 1:
PL 37, 1081.
[203] Cf.
De quantitate animae, 33, 73-76: PL 32, 1075-1077.
[204] Cf. De natura et gratia, 70, 84: PL 44, 290.
[205] Cf.
De serm. Domini in monte, 1, 1, 3-4: PL 34, 1231-1232;
De doctr. Christ., 2, 7, 9-11: PL 34, 39-40.
[206] Cf. De serm. Domini in monte, 2, 11, 38: PL 34, 1286.
[207] Cf. De sancta virginitate, 28, 28:
PL 40, 411.
[208] De Trin., 8, 7, 10:
PL 42, 956.
[209] De catech. rudibus, 4, 8:
PL 40, 315.
[210] Cf.
De Trin., 14, 10, 13: PL 42, 1047.
[211] Cf.
Ep., 137, 5, 17: PL 38, 524.
[212] Cf.
De catech. rudibus, 12, 17: PL 40, 323.
[213] Cf.
Ep., 137, 5, 17; 138, 2, 15: PL 38, 524; 531-532.
[214] Cf. De natura et gratia, 70, 84:
PL 44, 290.
[215] Cf.
Tractatus in lo, 87, 1: PL 35, 1852.
[216] Cf.
Tractatus in ep. Io, 7, 8; 10, 7: PL 35, 1441;
1470-1471.
[217]
Tractatus in lo, 32, 8: PL 35, 1646.
[218] Cf.
De bono viduitatis, 21, 26: PL 40, 447.
[219] Cf. De catech. rudibus, 12, 17: PL 40, 323.
[220] Cf.
Serm., 169, 18: PL 38, 926; De perf. iust. hom.:
PL 44, 291-318.
[221] Cf.
Enarr. in ps., 53, 10: PL 36, 666-667.
[222] Tractatus in ep. Io, prol.: PL 35, 1977.
[223] Cf.
De civ. Dei, 15, 22: PL 41, 467.
[224] De gratia et lib. arb., 18, 37:
PL 44, 903-904.
[225] Cf.
De Trin., 12, 15, 25: PL 42, 1012.
[226] Cf. Confess., 9, 10, 24:
PL 32, 774.
[227] Confess., 10, 40, 65: PL 32, 807.
[228] Cf.
Ep., 48, 1: PL 33, 188.
[229] De civ. Dei, 19, 19:
PL 41, 647.
[230] Solil., 1, 1, 5:
PL 32, 872.
[231] Cf. Serm., 335, 2: PL 39, 1569.
[232] Ep., 217: PL 33, 978.
[233] Cf.
Ep., 91, 10: PL 33, 317-318.
[234] Miscellanea Ag., I, 404.
[235] Miscellanea Ag., I, 568.
[236] Cf.
Serm., 17, 2: PL 38, 125.
[237] Cf. Serm., 46, 7, 14: PL 38, 278.
[238] Cf. Ep., 128, 3: PL 33, 489.
[239] Miscellanea Ag., I, 565.
[240] Cf.
Ep., 122, 1: PL 33, 470.
[241] Cf.
Miscellanea Ag., I, 353; Tractatus in lo, 19, 22: PL
35, 1543-1582.
[242] Cf.
De catech. rudibus: PL 40, 309 s.
[243] Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 19, 2-5: PL 32, 57.
[244] Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 24, 14-25: PL 32, 53-54;
Serm., 25. 8: PL 38, 170; Ep., 122, 2: PL 33, 471-472.
[245] Cf. Serm., 335, 2:
PL 39, 1569-1570: Ep., 65: PL
33, 234-235.
[246] Cf. Posidio,
Vita S. Augustini, 11, 1: PL 32, 42.
[247] Cf. Ep., 211, 1-4: PL 33, 958-965.
[248] Posidio, Vita S. Augustini, 31, 8:
PL 32, 64.
[249] Cf. Retract., prol., 2: PL
32, 584.
[250] Cf. Ep., 128, 3:
PL 33, 489; De gestis cum Emerito,
7: PL 43, 702-703.
[251] Cf.
Post collationem contra Donatistas: PL 43, 651-690.
[252] Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 9-14: PL 32, 40-45.
[253] Cf. Posidio,
Vita S. Augustini, 12, 1-2: PL 32, 43.
[254] Cf. Posidio,
Vita S. Augustini, 24, 11: “ ...in die laborans et in
nocte lucubrans”: PL 32, 54.
[255] Cf. Ep., 224, 2:
PL 33, 1001-1002.
[256] Ep., 1, 1:
PL 33, 61.
[257] De quantitate animae, 14, 24:
PL 32, 1049; cf. De vera
relig., 10, 20: PL 34, 131.
[258] Cf.
De vera relig., 39, 72: PL 34, 154.
[259] Cf. Retract., 1, 8, 2: PL 32, 594: 1, 4, 4:
PL 32,
590.
[260] Cf. Ep., 118, 5, 33:
PL 33, 448.
[261] Cf.
Contra Acad., 3, 20, 43: PL 32, 957.
[262] Ep., 120, 3, 13:
PL 33, 458.
[263] Cf. De Trin., 1, 5, 8:
PL 42, 825.
[264] Serm., 27, 4:
PL 38, 179.
[265] Cf. De doctrina Christ., 2, 40, 60: PL 34, 55;
De civ.
Dei, 8, 9: PL 41, 233.
[266] Cf. Enarr. in ps., 90, d. 2, 1: PL 37, 1159-1160.
[267] Cf. Ep., 28, 3, 3:
PL 33, 112; 82, 1. 3: PL 33, 277.
[268] Cf.
Ep., 137, 1, 3: PL 33, 516.
[269] De doctrina Christ., 4, 5, 7:
PL 34, 91-92.
[270] Cf.
De perf. iust. hom., 17, 38: PL 44, 311-312.
[271] Cf. De baptismo, 4, 24, 31:
PL 43, 174-175.
[272] Cf.
Contra Iulianum, 6, 6-11: PL 45, 1510-1521.
[273] Contra ep. Man.
5, 6: PL 42, 176: cf. C. Faustum, 28, 2: PL 42, 485-486.
[274] De baptismo, 2, 3, 4:
PL 43, 129.
[275] Ep., 105, 16: PL 33, 403.
[276] De civ. Dei, 16, 2, 1: PL 41, 477.
[277] Solil., 1, 2, 7:
PL 32, 872.
[278] De civ. Dei, 2, 29, 2:
PL 41, 78.
[279] Cf. De diversis quaestionibus, 83. q. 46, 2:
PL 40, 29-31.
[280] Cf. De Gen. ad litt., 5, 23, 44-45: 6, 6; 17-6, 12, 20: PL
34, 337-338: 346-347.
[281] Cf.
Ep., 189, 6: PL 33, 856.
[282] Ep., 229, 2:
PL 33, 1020.
[283] Cf. Confess., 6, 7, 11-12: PL
32, 725; De ordine, 1,
10, 30: PL 32, 991.
[284] Cf.
Ep., 26: 118; 243; 266: PL 33, 103-107; 431-449;
1054-1059; 1089-1091.
[285] Cf. Confess., 4, 13, 20:
PL 32, 701.
[286] Cf.
Confess., 10, 8, 15: PL 32, 785-786.
[287] Cf.
Confess., 10, 34, 53: PL 32, 801.
[288] Cf.
Ep., 120, 4, 20: PL 33, 462.
[289] Confess., 3, 6, 10: PL
32, 687.
[290] Solil., 1, 1, 3:
PL 32, 870.
[291] Confess., 10, 27, 38:
PL 32, 795.
[292] Cf.
Ep. 120, 4, 20: PL 33, 462.
[293] Cf. De sancta virginitate, 6, 6:
PL 40, 339.
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