Alberto Treiyer
Doctor en Teología
La “guerra sucia” en Argentina.
Fueron los curas los que, en la misma época en que
gobernó Pinochet en Chile, arengaron a los militares para apoderarse de
Argentina, eliminar la democracia y lanzar una cruzada que terminó
llamándose “guerra sucia” por su carácter mentiroso y genocida. Ese
carácter criminal de la dictadura militar argentina fue camuflado en
aras de la patria y vergonzosamente santificada por la Iglesia Católica
como siendo querida por Dios. En efecto, seis meses antes del golpe de
estado, el Vicario General del Ejército, Monseñor Victorio Monamin dio
su Homilía a las Fuerzas Armadas el 23 de Septiembre de 1975, en
términos equivalentes a los que se usaron para justificar la guerra
civil española iniciada por los falangistas y el ejército, que terminó
elevando al poder al general Francisco Franco. Estas fueron sus palabras
premonitoras. “¿No querrá Cristo que algún día las FF.AA. estén más
allá de su función? El Ejército está expiando la impureza de nuestro
país... los militares han sido purificados en el Jordán de la sangre
para ponerse al frente de todo el país...”
a) Antes del golpe militar. Tres meses antes del
golpe, más específicamente el 29 de diciembre de 1975, Monseñor Tortolo,
Presidente C.E.A. Vicario FF.AA. profetizaría lo siguiente ante la
Cámara Argentina de Anunciantes (en el Plaza Hotel): “se avecina un
proceso de purificación”, lo que en esencia, tenía que ver con un nuevo
holocausto (“ofrenda quemada” con propósitos purificatorios). Su
discurso clérico-militar sería seguido por otra homilía de Monseñor
Bonamin el 5 de Enero de 1976, en la Iglesia Stella Maris. “La Patria
rescató en Tucumán su grandeza... Estaba escrito, estaba en los planes
de Dios que la Argentina no podía perder su grandeza y la salvó su
natural custodio: el Ejército...” Nuevamente Monseñor Tortolo, luego de
entrevistarse con el General Videla y el Almirante Massera, declaró el
día del golpe: “si bien la Iglesia tiene una misión específica, hay
circunstancias en las cuales no puede dejar de participar así cuando se
trata de problemas que hacen al orden específico del Estado...”
¿Qué es lo que encontramos en estas declaraciones?
Que la Iglesia, en condiciones normales, no recurre al poder estatal y
militar en esta era moderna para resolver los problemas políticos que la
conciernen. Pero frente al peligro de perder la unidad con el estado,
olvida todas sus proclamas de buena voluntad para con todos los
ciudadanos por igual. Lejos de restringirse a su labor espiritual
universal de salvación, se entromete en las cuestiones políticas y se
muestra solidaria de la represión militar. ¿No hará lo mismo el papado
con Europa y el mundo en general, luego que logre el reconocimiento por
el que aboga la Iglesia Católica en la constitución europea? Será
suficiente con que aparezca algo que atente contra la unidad que
pretende representar (¿terrorismo?), como para justificar la negación de
muchas de sus proclamas humanísticas actuales. Las “circunstancias” dan
libertad a la Iglesia Católica para olvidar todas sus promesas de
tolerancia anteriores.
b) La represión católico-militar. El 10 de abril de
1976, el coronel Juan Bautista Sassian declaró que “el Ejército valora
al hombre como tal porque el Ejército es cristiano” [católico]. ¿Quién
podía negar, a partir de entonces, que tanto el ejército como la Iglesia
Católica eran dos caras de la misma moneda? Un pacto que involucraba a
ambos había sido sellado, de tal manera que no podía morir ninguno sin
que muriera el otro, ni triunfar uno sin que participase de su triunfo
el otro. Por otro lado, ¿valoraron el Ejército y la Iglesia al hombre
como tal, desde una perspectiva cristiana, con tantas torturas
aplicadas, asesinatos y desapariciones producidas?
Así como en la Edad Media los sacerdotes inquisidores
tenían la tarea de bendecir los instrumentos de tortura que aplicaban a
sus víctimas—presuntos enemigos de la sociedad—así también las armas
del Ejército debían ser bendecidas ahora por Monseñor Bonamin, el 11 de
Mayo de 1976, en los mismos términos que la curia bendecía al ejército
de Musolini en su campaña contra Etiopía. “Señor Dios de los
ejércitos...”, rezaba Bonamin, “escucha la oración que te dirigimos
implorando tu bendición sobre estos sables y estas insignias y, en
especial, sobre los nuevos generales del Ejército que las reciben como
signo de la función y el poder que hoy asumen. Saben que su vida de
soldado en cumplimiento de sus funciones específicas no está ni debe
estar separada de tu Santa Religión. Estos hombres comparten la misma fe
de tu Iglesia y la quieren vivir a través de la actividad y el servicio
propio de la vocación militar que les enseñaste. Como soldados del
Evangelio..., a ejemplo de Cristo, están... comprometidos... a
restablecer la armonía del amor... quebrantada... por quienes, según
lamentaba el salmista, gritan ‘guerra' cuando todos decimos ‘paz'...”
Posteriormente, en la guerra que inició el general
Galtieri contra Inglaterra por las Islas Malvinas, volvió a verse a los
curas bendiciendo las armas de guerra, celebrando misas antes de librar
las batallas, como lo habían hecho los curas españoles cuando se unieron
al regimiento falangista que fue a apoyar a Hitler en su guerra contra
Rusia. A esas islas fueron los militares y soldados argentinos cargados
no sólo de armas y municiones, sino también de cruces y vírgenes. Pero
por más oraciones que le hicieron a la virgen, tampoco en esa
oportunidad pudo una idolatría tal por la madre de Dios hacer algo en su
favor.
El Documento de la Conferencia Episcopal Argentina
del 1 de mayo de 1976 justificaba las torturas, desaparición de personas
y exterminio de ciudadanos en los campos de concentración como “cortes
drásticos que la situación exige”, y que no permiten que “los organismos
de seguridad actuaran con pureza química de tiempos de paz”. El Nuncio
Papal para Argentina, Monseñor Pío Laghi declaró el 17 de junio de 1976
que “hay una coincidencia muy singular y alentadora entre lo que dice el
Gral. Videla de ganar la paz y el deseo del Santo Padre para que la
Argentina viva y gane la paz”. Volvía a declarar diez días más tarde
desde Tucumán que “el país tiene una ideología tradicional y cuando
alguien pretende imponer otro ideario diferente y extraño, la nación
reacciona como un organismo con anticuerpos frente a los gérmenes
generándose así la violencia”. La Iglesia, continuaba, “está insertada
en el Proceso y acompaña a” las Fuerzas Armadas.
Nuevamente, nos encontramos con una institución
religiosa que, lejos de ser una entidad que defiende la libertad de
conciencia, la suprime cuando ve que peligra su “ideología tradicional”.
En esta época de tolerancia—entiéndase bien, tolerancia, no libertad
plena—cualquiera puede pensar como quiere a condición de que su
pensamiento no altere la mayoría absoluta que ostenta la Iglesia
tradicional. La tradición es una verdad absoluta en este concepto, y no
se permite cuestionar los dogmas que acariciaron los padres, abuelos y
visabuelos..
c) Contra la democracia y el judaísmo. El mismo
nuncio, Pío Laghi, diría diez años más tarde en una misa en Córdoba, que
“los pseudo héroes que encarnan la revolución francesa en nuestra
patria desintegran la tradición hispanoamericana; la trilogía francesa
de igualdad, libertad, fraternidad es totalmente subversiva”. Con esto
revelaba estar de acuerdo con las encíclicas papales contra la
democracia y la igualdad de fines del S. XIX, como Inmortale Dei y
Sapientiae Cristianae, ambas promulgadas en 1885 por el papa León XIII,
en donde condenaba la libertad de pensamiento y hasta la libertad de
culto como “la peor de las libertades”, que “no puede ser
suficientemente maldecida o aborrecida”, algo que también el papa
Gregorio XVI en Mirari Vos (Agosto 15, 1832), ya había expresado. Esto
nos muestra que en la actualidad, la Iglesia Católica tolera la
democracia hasta que peligra su papel protagónico en la sociedad y el
reconocimiento político privilegiado que exige y en el que está siempre
involucrada.
d) El antisemitismo revivido. El mismo espíritu
antijudaico genocida que alimentó a Hitler, a Musolini y a todos los
gobiernos clero-fascistas de la Segunda Guerra Mundial, se apoderó
también de la Junta Militar Argentina, aunque más contenida por la
condenación universal que ese genocidio había tenido entonces. Los más
grandes dignatarios de la Policía Federal recomendaban y comentaban
obras de Adolfo Hitler y otros autores nazis y fascistas. De allí que la
represión contra los judíos en Argentina fue a menudo más brutal, con
insultos rascistas agregados. A algunos los pintaban con svásticas en el
cuerpo muy difíciles de borrar para que, al descubrírselas los guardias
en las duchas luego, volviesen a maltratarlos con golpes, patadas y
puñetazos. Había represores que se hacían llamar “el gran führer” y
ordenaban a los prisioneros gritar: “¡Heil, Hitler!” Era normal
escuchar también grabaciones de sus discursos por las noches. Al
torturar los judíos les decían: “¡Somos la Gestapo!”
También les gritaban “‘moishe' de mierda, con que
harían jabón”, en referencia a los jabones que hacían los nazis con el
cuerpo de los judíos muertos en las cámaras de gas. A algunos de los
judíos a quienes interrogaban sobre los asentamientos judíos en
Palestina y los nombres de otros de sus congéneres, les decían mientras
los torturaban con una picana eléctrica que “el problema de la
subversión” izquierdista era el que más les preocupaba por el momento,
pero que el “problema judío” le seguía en importancia y estaban
archivando información” para el futuro. Los obligaban a levantar la mano
y a gritar: “¡yo amo a Hitler!”. A un judío lo sacaban del calabozo y
le hacían mover la cola, exigiéndole que ladrara como un perro, que le
chupara las botas al guardia, pegándole hasta que lo hiciera a la
perfección. Luego le hacía hacer como gato.
Muchos judíos desaparecieron, aunque otros
milagrosamente lograron salvarse sin poder ver más a hermanos o hermanas
a quienes escucharon gritar por las torturas que les aplicaban en
cuartos contiguos. Los guardianes decían a los judíos apresados que “el
único judío bueno es el judío muerto”. Los acusaban de subvencionar la
subversión y les aplicaban torturas especiales como el rectoscopio que
consistía en un tubo que se introducía en el ano de la víctima o en la
vagina de las mujeres para introducir una rata que mordía los órganos
internos de la víctima buscando una salida. A mujeres embarazadas les
ponían una cuchara en la vagina a la que conectaban con una picana
eléctrica para torturar su feto, con el propósito de que delatase a
otros.
e) Estadísticas y conciencia papal de los hechos. Las
estadísticas de desaparecidos y muertos en Argentina también varían
dependiendo de la fuente. Los que escapaban de Chile caían en Argentina.
Los que escapaban de Argentina caían en Uruguay, y así
interconectadamente. La única solución, imposible para muchos, era huir a
Europa. Por tales razones, se hace difícil hacer una estadística exacta
de desaparecidos. En general, se ha avalado como en 30.000 el número de
personas desaparecidas, muchas más encarceladas, torturadas y
exiliadas. Esta cifra fue repetida por Estela Carlotto, una de las
principales Abuelas de Mayo en una entrevista que le hizo CNN, como
Embajadora de los Derechos de la Mujer del gobierno argentino ante la
ONU, en Marzo de 2004
Durante el tiempo que duró la represión, el
episcopado argentino aprobó el maltrato físico y participó aún
activamente en las torturas sicológicas de diferentes maneras como algo
lícito y querido por Dios para sanear la sociedad. Una vez que la
Iglesia Católica logró sus objetivos, comenzó a condenar los actos de
barbarie cometidos por el régimen militar, y a llamar al perdón y a la
reconciliación nacional. Esto lo hizo por la presión internacional ante
la cual los dignatarios de la Iglesia en Argentina se enfurecían durante
el régimen. Muchos sacerdotes declararon luego que no sabían lo que
realmente estaba pasando. Pero los datos históricos son demasiado
contundentes para negar su concurso en la masacre.
Al igual que los obispos y sacerdotes croatas durante
y después de la Segunda Guerra Mundial, “la Jerarquía [Católica] negó
la ‘desaparición' de personas, la existencia de centros clandestinos y
se unió a la mentira oficial sobre la existencia de una campaña
internacional antiargentina. Cuando ya no fue posible ocultar esta
verdad, trató de minimizarla y de que no tuviesen lugar los juicios
contra los culpables”, en aras de la reconciliación (Ruben Dri, Teología
y Dominación, cap 5).
El papa Juan Pablo II estaba también al tanto de todo
lo que pasaba, ya que su nuncio apostólico en Argentina, el cardenal
italiano Pío Laghi, compartía con él regularmente todo lo que allí
ocurría. Ese cardenal admitió más tarde a la prensa Argentina que tenía
conocimiento directo de casi 6000 casos de personas desaparecidas. En
1995 se supo también que tanto su oficina en Bs. As., como la Iglesia
Católica en Argentina y el mismo papado en el Vaticano, conservaban
listas secretas de muchas de las miles de personas que murieron o
desaparecieron en los campos de concentración argentinos. El Ejército
Argentino—como los inquisidores de Lima a la Suprema de España durante
los S. XVI al XVIII—reportaba regularmente toda la información tan
rápido como podía a la Embajada del Vaticano. Esa “oficina del
Excelentísimo y Reverendísimo Pío Laghi sabía exactamente quién estaba
vivo y quién estaba muerto”.
También existían otras listas secretas que llevaba la
oficina del vicariato castrense. Monseñor Grasselli, secretario del
obispo Tortolo, confeccionaba las listas marcando con una cruz los
nombres de los infelices que morían. Admitió luego haber anotado en esas
listas unos 2.000 nombres. Al mismo tiempo atormentaba sicológicamente a
los padres y familiares de los desaparecidos que recurrían a él por
información acerca del paradero de sus seres queridos. Ni el mismo papa,
enterado de tantas desapariciones, dio audiencia a grupos de padres
católicos que recurrieron a él en el Vaticano por ayuda. Pero sí
recibió, comulgó y bendijo a los jerarcas militares y religiosos que lo
visitaron en Roma, y que él mismo se dio el trabajo de visitar
personalmente en Argentina.
f) Ideología y función de los capellanes confesores.
El Vicariato de las Fuerzas Armadas mantuvo 250 sacerdotes y 130
capillas a disposición de la cruzada antimarxista desatada por los
militares argentinos. Esos capellanes servían como instructores
espirituales de los cruzados militares, alentándolos en la “noble” tarea
que emprendían “por Dios y por la patria”. Instruían a los ejecutores
del plan militar diciéndoles que la “serpiente antigua” actuaba
mimetizándose en diversas encarnaciones. Gracias al predominio de la
Iglesia Católica durante todo el medioevo, pudo mantenérsela alejada en
occidente. A partir del renacimiento comenzó, sin embargo, la apostasía.
Le siguió la Reforma, el Racionalismo, la Revolución Francesa, y el
Liberalismo Socialista y Comunista. El mensaje obvio que se escondía
detrás de esta teología era que había que aplastarle la cabeza a la
serpiente en cualquiera de esas formas. ¡Pero el método sugerido para
hacerlo era tan diferente al que empleó el Señor al vencerla mediante la
abnegación y muerte vicaria en la cruz!
También Descartes, el padre del pensamiento
científico moderno desde la perspectiva filosófica, fue otra
manifestación de ese mal—según aducían los instructores—que amenazó
mediante la duda metódica, con destruir los mismos fundamentos
sapienciales de la tradición. En armonía con las encíclicas papales del
S. XIX y primera mitad del S. XX, consideraron los obispos argentinos
que el mal se apodera de la historia cuando se rompe el dualismo del
orden espiritual sobre el material. La reversión de ese correcto
ordenamiento social, (según el pensamiento tomista de los pontífices y
obispos de la Iglesia), culmina en la violencia y ruptura de la
sociedad, impidiendo la paz. De allí que el héroe militar siga al santo
sacerdote en la escala de valores, y sin que por ello todo santo o
sacerdote no sea considerado también como héroe o militar.
Hay así, en esta concepción neo-medieval, una unidad
perfecta entre el sacerdote y el militar, el santo y el héroe, la cruz y
la espada, la Iglesia y el Estado. “El sacerdote u hombre de Iglesia es
un santo-héroe y el militar un héroe-santo... con hegemonía del santo
pero que sólo puede hacerla valer con la fuerza del héroe”. “Los
capellanes militares eran la cruz junto a la espada, el espíritu que
animaba a la materia, lo sagrado que daba sentido a lo profano, es
decir, a los secuestros, torturas y desapariciones” (ibid). De allí que
muchos militares granulaban sus rosarios en los centros clandestinos,
proclamando constantemente “los valores occidentales y cristianos” por
los que luchaban.
Los capellanes que apoyaban al ejército tenían como
misión—semejante a lo que hicieron los sacerdotes durante toda la Edad
Media en los centros secretos de la Inquisición—obtener la confesión de
la víctima mientras era torturada. Hasta participaban en la inflixión de
la tortura pateando a los estaqueados y ordenándoles que hablasen. Los
curas amenazaban a las víctimas con hablar o, de lo contrario, llamar a
los torturadores que mencionaban por nombre y cuya fama se había dado a
conocer entre las víctimas. Año tras año las Madres y después Abuelas
que desfilaban por la plaza de Mayo pedían audiencia ante los obispos
que nunca se dignaban a recibirlas, porque hubiera significado un
reconocimiento a su gestión que la Dictadura no había dado.
¿Qué hizo el papa que culminó el S. XX para detener
esas masacres que se llevaban a cabo sin escrúpulo alguno bajo la
condenación internacional? Su Santidad Juan Pablo II rechazó las fotos
de una niña desaparecida y de Azucena de De Vicenti, madre desaparecida,
aduciendo que “desaparecidos hay en todas partes del mundo. Hasta
niños, hay en todas partes”. Negó audiencias a familiares católicos
angustiados que procuraban por todos los medios tener alguna información
de sus seres queridos. Y visitó la Argentina para permitir comulgar con
él a los jerarcas militares y eclesiásticos cuando se hizo evidente el
desprestigio militar y católico en que iban a caer luego de haber
emprendido la guerra contra un país protestante.
Terrorismo de Estado.
Durante la dictadura militar argentina se encontró
una momia de un faraón egipcio cuya identificación dio que hacer a los
arqueólogos. Mientras discutían sobre su posible identificación, se
apareció un militar argentino que pidió que le permitieran investigarla.
Para sorpresa de todos, salió al rato diciendo que se trataba del
famoso faraón Komunitón que había vivido a comienzos del segundo milenio
antes de Cristo. Pasmados por la seguridad de su testimonio, los
científicos reunidos le preguntaron cómo llegó a esa conclusión. El
militar argentino les respondió, sin inmutarse: “Muy simple, señores. La
hice hablar”.
Chistes de esta naturaleza circulaban por Francia y
Europa en general, durante todo el período de la Guerra Sucia. Lo mismo
podría haberse dicho de todo el período de supremacía del anticristo
medieval romano, que torturó y destruyó a su gusto a toda persona que se
atrevió a pensar diferente en materia religiosa. En ocasión del
gobierno militar argentino, sin estar yo enterado de muchos pormenores,
les dije a varios amigos europeos que había que mirar el cuadro de los
dos lados. Me respondían con nítida claridad: “Nosotros ya pasamos por
esa etapa acá. Eso es ‘terrorismo de estado', y hay que prevenir su
reaparición. Nada puede justificar la desaparición de personas sin que
gente imparcial pueda verificar las sentencias. Juicios secretos y
desapariciones sin explicación alguna no se aceptan en ninguna nación
libre y civilizada. Tampoco se aceptan condenas pura y simplemente por
convicciones políticas, religiosas o raciales”.
Como dijimos anteriormente, muchos fueron torturados
miserablemente y murieron sin escrúpulo alguno, y sin tener nada que ver
con la así llamada subversión. Si no los fusilaban como en Chile, para
enterrarlos en fosas comunes y secretas, les daban pastillas para
hacerlos dormir y los tiraban de un avión como en Paraguay, con manos y
pies atados en el río más ancho del mundo, el Río de la Plata (en
Paraguay los tiraban en la selva). Otras veces los encerraban en un
cuarto con una garrafa de gas encendida, le propinaban un terrible golpe
en la nuca que los desmayaba, con el propósito de que el peritaje
posterior calificase su muerte como suicidio. Por gracia y milagro de
Dios un pastor adventista a quien le aplicaron ese tratamiento se salvó.
¿Qué hacían con los que eran torturados sin prueba
alguna en su contra y se salvaban por fortuna de morir? ¿Cómo trataban a
los familiares que por casualidad llegaron a enterarse de la
equivocación cometida al asesinar a un hijo, a un marido o a una esposa?
El ejército les decía, sin pedir excusa alguna: “¡Aquí no pasó nada!
¿Entendió?”. Repetían esa misma frase hasta que los familiares de las
víctimas inocentes asintiesen clara y definidamente como habiendo
entendiendo perfectamente lo que se quería decirles de esa manera. Así
procuraba el ejército tapar oficialmente el crimen y la inmundicia, y
amenaza hasta hoy en Chile y en Argentina a quienes quieren hablar para
limpiar su alma de tan terrible criminalidad. Pero como está sucediendo
después de medio siglo de la Segunda Guerra Mundial, y un cuarto de
siglo después de la Guerra Sucia, diferentes tipos de archivos siguen
soltándose, y más testimonios de víctimas que sobrevivieron al atropello
de Estado se atreven a expresarse. Las piezas del rompecabezas siguen
apareciendo y apuntando, en ambos eventos—fascismo europeo y
sudamericano—a una misma fuente de inspiración: la Iglesia Católica
Romana.
Hoy el terrorismo proviene, mayormente, de
movimientos disidentes clandestinos a los cuales la comunidad
internacional persigue implacablemente. En general, las naciones
civilizadas procuran alcanzarlos sin perder la paciencia como pasó en
Sudamérica. Procuran mantener por todos los medios posibles una clara
diferenciación entre los criminales y los inocentes. Los mismos poderes
internacionales que ejercen la autoridad en este mundo han condenado el
terrorismo de estado no sólo de Argentina y Chile, sino de todos los
estados europeos fascistas que los precedieron en Europa. Pero, ¿cuánto
tiempo lograrán mantenerse bajo control los que ostentan el poder en los
estados actuales, frente a una violencia equivalente a la que precedió
al diluvio, a medida que el Espíritu de Dios se retira de la tierra?
h) El gobierno divino no es terrorista.
¡Cuando pensamos en el terrorismo de estado que se
dio en las dictaduras catoliconas de sudamérica, nos quedamos impactados
al ver cuán lejos estuvieron los representantes de la Iglesia Romana de
representar el carácter real de Dios! Gracias al Dios del cielo porque
vemos que su gobierno no tiene ninguna traza de terrorismo estatal.
¡Cuánta paciencia ha tenido Dios para con este mundo! Aunque su juicio
finalmente se revelará sobre toda la tierra, “es paciente con nosotros,
porque no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento” (2 Ped 3:9). Dio a su Hijo para que muriese “en rescate
por muchos” (Mr 10:45), de tal manera que “todo aquel que crea en él no
se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16).
El juicio final de Dios será terrible para los que se
pierdan. Pero será llevado a cabo delante del universo entero, no sin
antes que todos puedan verificar la justicia de su sentencia y
respaldarla (Dan 7:9-10,22; Apoc 20:11-15). ¿Por qué razón? Porque nada
que contraríe el amor de Dios podrá prevalecer. Para que todas las
criaturas del universo no se asustasen, el gobierno divino debía
erradicar toda atmósfera de terrorismo. Por eso dice Pablo que a través
de la predicación del evangelio y de la reacción del mundo a ese
mensaje, así como mediante la transformación de tantas vidas que deberán
ser investigadas en el juicio final, la Deidad se propone revelar su
sabiduría a las inteligencias celestiales (Ef 3:9-10; Col 1:20; 1 Ped
1:12).
Desde una perspectiva jurídica, no hay cosa más
extraordinaria que el plan de salvación para resolver el problema del
mal en el universo. Sólo la sabiduría divina podía concebir un plan
mediante el cual pudiese ejercer misericordia y amor para con el
culpable, y esto sin sacrificar su justicia. “El amor y la verdad se
encontraron, la justicia y la paz se besaron” (Sal 85:10). “Justicia y
juicio son el fundamento de tu trono, el amor y la verdad van ante ti.
¡Dichosos los que saben aclamarte! Andarán a la luz de tu rostro, Señor”
(Sal 89:14-15; 97:2). Mediante el perfecto equilibrio ejercido entre la
justicia y el amor divinos, vemos a Dios protegiendo a su creación de
caer, por un lado, en la presunción de creer que la humanidad puede
salvarse sin transformación y redención, y por el otro de vivir presas
del terror por una justicia severa e implacable, sin escape y liberación
posibles.
El amor de Dios se revela, en efecto, “para que
tengamos confianza en el día del juicio”. Pues “en el amor no hay temor.
Antes el amor perfecto elimina el temor, porque el temor mira el
castigo. De donde el que teme, aún no está perfecto en el amor” (1 Jn
4:17-18). ¿Podría el universo haber sido perfeccionado en el amor—y más
aún nosotros tan necesitados como estamos de ese amor divino—si Dios
comenzase a hacer desaparecer a unos y otros sin explicación alguna, e
impusiese un terrorismo de estado en el universo? ¡Gracias a Dios porque
su juicio no se da sin discriminación!
La única manera en que tanto los militares como los
sacerdotes católicos de Argentina, Chile y demás países de sudamérica
tienen de librarse del juicio final, es confesando pública y
honestamente su falta, porque público fue su crimen. En la etapa final
de restauración que Dios ofrece libremente a todo hombre aún criminal,
en esta tierra, deberán procurar reparar los asesinos de Estado, hasta
donde les sea posible, el daño cometido. En ese día final no los librará
una iglesia que pretende ser desvergonzadamente infalible y que apaña a
hijos criminales a los que considera útiles para cumplir con sus
permanentes proyectos de dominio y supremacía. Sólo hay salvación
mediante arrepentimiento y confesión, no mediante una vindicación de una
iglesia criminal y una institución militar igualmente genocida.
“No os engañéis, Dios no puede ser burlado. Todo lo
que el hombre sembrare, eso también segará” (Gál 6:7). “El que encubre
sus pecados no prosperará. Mas el que los confiesa y se aparta,
alcanzará misericordia” (Prov 28:13).
Conclusión.
Si las naciones en este siglo de “derechos humanos”
no aceptan que se mate a mansalva, sin discriminar entre el criminal y
el inocente, ¿aceptaría el Señor tamaña barbarie de quienes presumieron
obrar en su nombre? La sangre inocente que era derramada, según la
Biblia, “contaminaba” la tierra en medio de la cual el Señor habitaba
(Núm 34:33-34). Por tal razón, al vindicar al Hijo de Dios recientemente
condenado por la nación judía, las autoridades públicas de entonces
interpelaron a los apóstoles con la siguiente declaración: “¿Quéreis
echar sobre nosotros la sangre de ese hombre?” (Hech 5:28).
En referencia directa al fin del mundo, el profeta
Isaías retoma este concepto, dando a entender la razón por la cual la
maldición iba a caer sobre toda la tierra. “La tierra se contaminó bajo
sus habitantes, porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho,
quebrantaron el pacto eterno. Por eso la maldición consumió la tierra, y
sus habitantes fueron desolados” (Isa 24:5-6). Esto no lo dice Isaías
refiriéndose a una degeneración de la justicia pura y simplemente
callejera. En el anuncio inmediatamente precedente el profeta incluye,
en efecto, a los gobernantes y religiosos de las naciones de la tierra
que participarían igualmente en la obstrucción de la justicia
internacional “Y sucederá lo mismo al sacerdote y al pueblo, al siervo y
a su señor, al que compra y al que vende, al que presta y al que toma
prestado, al que da a logro y al que lo recibe... Se enlutó la tierra y
se marchitó, enfermó, cayó el mundo; languidecieron los nobles [gente
elevada] de los pueblos de la tierra” (Isa 24:2,4).
El clamor apocalíptico que asciende a Dios implorando
su juicio dice: “¿Hasta cuándo, Señor, justo y verdadero, no juzgas y
vengas nuestra sangre de los que moran en la tierra?” (Apoc 6:10). Esta
es una clara referencia al terrorismo de estado que predominó durante
1260 años mayormente en Europa, contra los que asumían el testimonio de
“la Palabra de Dios” y morían por causa “del testimonio que llevaban”
(Apoc 6:9). “‘Babilonia la grande' fue ‘embriagada de la sangre de los
santos' [Apoc 17:6]. Los cuerpos mutilados de millones de mártires
clamaban a Dios venganza contra aquel poder apóstata” (CS, 64). “Hubo
horribles matanzas de tal magnitud que nunca será conocida hasta que sea
manifestada en el día del juicio” (CS, 626).
A comienzos del S. XX, E. de White advertía: “Si el
lector quiere saber cuáles son los medios que se emplearán en la
contienda por venir, no tiene más que leer la descripción de los que
Roma empleó con el mismo fin en siglos pasados” (CS, 630). Esto se
cumplió parcialmente en los cuadros horrorosos y miserables que se
revivieron durante la mayor parte del S. XX, aquí y allí, doquiera el
Vaticano lograba apoderarse en forma absoluta y autoritaria del poder.
“Roma está aumentando sigilosamente su poder”, advertía E. de White
siempre al comenzar el S. XX. En sus “secretos recintos reanudará sus
antiguas persecuciones. Está acumulando ocultamente sus fuerzas y sin
despertar sospechas para alcanzar sus propios fines y para dar el golpe
en su debido tiempo... Pronto veremos y palparemos los propósitos del
romanismo. Cualquiera que crea u obedezca a la Palabra de Dios incurrirá
en oprobio y persecución” (CS, 638; véase Apoc 12:17; 13:15; 14:12).
Los genocidios del S. XX, inspirados por tantos
siglos de despotismo clerical no tuvieron, sin embargo, como foco
principal a los que “guardan los mandamientos de Dios y tienen el
testimonio de Jesucristo” (Apoc 12:17). Aún así, el clamor de los impíos
que se ven entrampados y enredados en la crueldad de este mundo también
llega a Dios, como ascendió el cielo el clamor de Sodoma y Gomorra y de
tantas otras ciudades prototipos antiguas (Gén 18:20-21). Aunque
terrible fue el genocidio del S. XX, los vientos fueron retenidos para
que no predominase una facción en forma absoluta (Apoc 7:1-3). Ráfagas
huracanadas llegaron a Sudamérica también, pero no pudieron prevalecer.
Toda esa sangre derramada cruelmente a lo largo de
los siglos, saldrá finalmente a la luz y será vengada. En la destrucción
de Babilonia, la ciudad simbólica apóstata de Roma, se habrá entonces
simbólicamente “hallado la sangre de los profetas, de los santos, y de
todos los que han sido sacrificados en la tierra” (Apoc 18:24). La
sangre inocente no podrá más permanecer encubierta. “Porque el Señor
viene de su morada, para castigar por sus pecados a los habitantes de la
tierra. Y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no
encubrirá más sus muertos” (Isa 26:21).
¡Sí, “las puertas del infierno” prevalecerán contra
Roma, porque no es la Iglesia que fundó el Señor! El Apocalipsis dice
que Roma, bajo el símbolo de Babilonia, no es “la ciudad eterna”, sino
que será finalmente destruída. “Entonces un ángel poderoso alzó como una
gran piedra de molino, y la echó al mar, diciendo: ‘Con tanto ímpetu
será derribada Babilonia, esa gran ciudad, y nunca jamás será hallada'”
(Apoc 18:21). “¡Alégrate sobre ella, cielo! ¡Alegraos vosotros, santos,
apóstoles y profetas! Dios ha pronunciado juicio en vuestro favor contra
ella” (Apoc 18:20).
Los hombres podrán escapar al juicio internacional
gracias a la típica obstrucción de la justicia y doble moral que una
presunta Santa Madre Iglesia que entiende a la perfección a sus hijos
criminales, lleva a cabo por diferentes medios aquí en la tierra.
Babilonia es, en efecto, “madre de rameras” y “de las abominaciones de
la tierra” (Apoc 17:5). Pero ningún criminal, por más alto cargo que
haya ostentado aquí en la tierra, podrá escapar al juicio de Dios. La
única opción para toda alma atormentada es confesar su falta, y
arrepentirse de todo corazón invocando el perdón divino en virtud del
pago ofrecido por el Hijo de Dios al dar su vida por el pecador (Hech
2:37-29).
Pronto llegará la crisis final. Esto tendrá lugar
cuando el foco del genocidio buscado sea, equivalente al de la Edad
Media, un “remanente” de la cristiandad, más definidamente los que
“guardan los mandamientos de Dios y tienen la fe de Jesús” (Apoc 14:12).
Esta vez, sin embargo—aunque a través de la tribulación final que lo
purificará—ese “remanente” triunfará, porque el Señor mismo se
interpondrá. Ningún terrorismo de estado podrá extirpar de la tierra a
aquellos a quienes el Apocalipsis identifica como “llamados, escogidos y
fieles”, porque están con el Señor que murió por ellos (Apoc 17:14),
esto es, tienen su ley, su sello de aprobación (Apoc 7:3-4; 14:1).
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