Es el fundador del monacato occidental. Nació en Nursia alrededor del
año 480. Murió en Montecasino en 543. La única auténtica vida de Benito
de Nursia es la que está contenida en los “Diálogos” de San Gregorio, y
es más bien un bosquejo de su carácter que una biografía. Consistente
mayoritariamente de eventos milagrosos que, si bien iluminan la vida del
Santo, poco ayudan para hacer una descripción cronológica de su vida.
Las fuentes de san Gregorio fueron, según lo que él mismo cuenta,
algunos discípulos del Santo: Constantino, que lo sucedió como abad de
Montecasino, y Honorato, que era abad de Subiaco cuando san Gregorio
escribía los “Diálogos”.
Benito fue hijo de un noble romano de Nursia, pequeña población cercana a Espoleto. Hay una tradición, aceptada por san Beda, que afirma que Benito fue gemelo de su hermana Escolástica. Pasó su niñez en Roma, donde vivió con sus padres y asistió a la escuela hasta que llegó a la educación superior. Fue en este punto cuando “habiendo regalado a otros sus libros, y dejando la casa y la riqueza de su padre, deseoso de servir sólo a Dios, se dio a la búsqueda de un sitio donde pudiera lograr ese santo propósito. Fue así que abandonó Roma, instruido por una ignorancia culta y provisto de una sabiduría no aprendida” (“Diálogos”, san Gregorio, II, Introducción, en Migne, P.L. LXVI). No hay concordancia de opiniones acerca de la edad de Benito en ese momento. Generalmente se ha afirmado que fue a los catorce años, pero un examen minucioso de la narración de san Gregorio hace imposible suponer que eso sucedió antes de los 19 ó 20 años. Tenía edad suficiente para haber estado en medio de sus estudios literarios, para entender el significado real y el valor de las vidas disolutas y licenciosas de sus compañeros, y para haber sido él mismo afectado profundamente por el amor de una mujer (Ibid. II, 2). Era perfectamente capaz de sopesar todos esos elementos y compararlos con la vida que se aconsejaba en los Evangelios, y de optar por esta última. Estaba iniciando su vida; tenía a su alcance los medios para hacer una carrera en la nobleza romana. No era ciertamente un chiquillo. San Gregorio afirma: “estaba en el mundo y era libre de disfrutar de las ventajas que el mundo le ofrecía, pero dio un paso atrás del mundo, en donde ya había puesto el pie” (Ibid. Introducción). Si se acepta el año 480 como la fecha de su nacimiento, podremos pensar que el abandono de sus estudios y de su hogar sucedió alrededor del año 500 d.C.
No parece que Benito haya salido de Roma con el objeto de convertirse en eremita, sino simplemente de encontrar un lugar alejado de la vida de la gran ciudad. Basta observar que se llevó con él a su anciana nodriza para que lo sirviera, y se estableció en Enfide, cerca de un templo dedicado a san Pedro, en compañía de “hombres virtuosos” que compartían sus sentimientos y su perspectiva sobre la vida. La tradición de Subiaco identifica Enfide como la actual Affile, que se encuentra en las montañas Simbrucini, alrededor de cuarenta millas de Roma y dos de Subiaco. Está sobre la cima de un risco que se levanta abruptamente desde el valle hacia una cadena de montañas, y que vista desde el valle se asemeja a una fortaleza. Según describe la narrativa de san Gregorio, y lo confirman las ruinas del pueblo antiguo y las inscripciones encontradas en los alrededores, Enfide era un sitio de mayor importancia que la población actual. Fue en Enfide donde Benito operó su primer milagro restaurando a su condición original una criba de trigo hecha de barro que su anciana sierva había roto accidentalmente. El renombre que ese milagro le dio a Benito hizo que éste buscara irse más lejos aún de la vida social y “escapó secretamente de su nodriza y buscó el rincón más apartado de Subiaco”. Había sido transformado el propósito de su vida. Originalmente había escapado de los males de la gran ciudad; ahora estaba determinado a ser pobre y a vivir de su propio trabajo. “Por Dios escogió deliberadamente las durezas de la vida y el cansancio del trabajo” (Ibidem 1).
A una corta distancia de Efide está la entrada de un valle angosto y oscuro que penetra en la montaña y conduce directamente a Subiaco. Al otro lado del río Anio y desviándose a la derecha, el sendero asciende siguiendo la cara izquierda del precipicio y pronto llega al sitio de la villa de Nerón y de la enorme masa formada por el extremo inferior del lago central. En el otro extremo del valle están las ruinas de los baños romanos de los cuales aún subsisten algunos grandes arcos y trozos de los muros. Sobresale de entre veinticinco arcos bajos, cuyos cimientos pueden ser perceptibles aún hoy día, el puente que une la villa y los baños, y bajo el cual fluye en cascada el agua del lago central al lago inferior. Las ruinas de esos amplios edificios y el ancho caudal de la cascada cerraban el paso de Benito al llegar éste de Enfide. Hoy día el valle yace abierto ante nosotros, cerrado solamente por las lejanas montañas. El sendero continúa ascendiendo mientras el lado del precipicio, sobre el que corre, se hace más y más empinado hasta llegar a una cueva sobre la que la montaña se eleva casi perpendicularmente. A su lado derecho desciende rápidamente hasta donde estaban, en tiempos de san Benito, las azules aguas del lago. La boca de la cueva es de forma triangular y tiene unos diez pies de profundidad. De camino desde Efide, Benito encontró a un monje, Romano, cuyo monasterio estaba en la montaña sobre el precipicio donde estaba la cueva. Romano discutió con Benito el propósito del viaje que había llevado este último a Subiaco, y le dio un hábito monacal. Por consejo de Romano, Benito se convirtió en eremita y así vivió por tres años, desconocido de la gente, en esa cueva sobre el lago. San Gregorio dice poco de ese tiempo, pero ya no dice que Benito era un joven (puer) sino un hombre (vir) de Dios. Dos veces nos dice que Romano sirvió al Santo en todo lo que pudo. Parece ser que el monje visitaba frecuentemente a Benito y le llevaba comida en ciertos días. Durante esos años de soledad, rotos sólo por algunos encuentros casuales con el mundo exterior y por las visitas de Romano, maduró en mente y en carácter, en el conocimiento de si mismo y de sus hermanos hombres, y al mismo tiempo no solamente su nombre se fue haciendo famoso sino que conquistó el respeto de quienes vivían a su alrededor. Su nombre era tan respetado que, a la muerte del abad de un monasterio vecino (identificado por algunos como Vicovaro), la comunidad lo buscó para pedirle que aceptara ser el nuevo abad. Benito conocía la vida y la disciplina de ese monasterio y también sabía que “su estilo de vida era distinto al suyo y que nunca podrían estar totalmente de acuerdo, pero, después de un tiempo, vencido por su insistencia, aceptó” (Ibid. 3). La experiencia fracasó. Los monjes intentaron envenenarlo, de modo que Benito volvió a su cueva. A partir de ese tiempo sus milagros se hicieron más frecuentes, y muchas personas, atraídas por su santidad y su carácter, llegaron a Subiaco para ponerse bajo su guía. Benito construyó doce monasterios en el valle para acomodar a esas personas. En cada uno de ellos puso a un superior con doce monjes. El vivía en el treceavo, con “unos cuantos, a los que él consideraba que su presencia sería más útil y podrían ser instruidos mejor” (Ibid., 3). Pero él se convirtió en el abad y el padre de todos. Con el establecimiento de esos monasterios comenzaron las escuelas para niños, y entre éstos, unos de los primeros fueron Mauro y Plácido.
El resto de la vida de Benito fue dedicada a llevar a cabo el ideal de monacato que nos ha dejado plasmado en su Regla. Antes de seguir con la breve narración cronológica de su vida que nos transmite san Gregorio, será mejor examinar el ideal que, para san Gregorio, constituye la verdadera biografía de Benito (Ibid. 36). Aquí trataremos de la Regla solamente en cuanto que ésta es un elemento primordial en la vida de san Benito. Para considerar la influencia que la Regla tuvo en el monacato de las épocas anteriores y en los gobiernos civiles y religiosos occidentales, y sobre la vida de los cristianos, (vease MONACATO y SAN BENITO)
LA REGLA BENEDICTINA
1. Antes de ponernos a estudiar la Regla de san Benito hace falta señalar que fue escrita para seglares, no para clérigos. No era el propósito del Santo establecer una orden de clérigos con obligaciones y funciones clericales, sino una organización y unas normas apropiadas para la vida doméstica de los seglares que quisiesen vivir en la forma más plena posible la vida sugerida por el Evangelio. “Mis palabras- dice san Benito- se dirigen a ti que, renunciando a tu propia voluntad, te revistes de la fuerte y brillante armadura de la obediencia para pelear por nuestro Señor Cristo, nuestro verdadero Rey” (Prólogo a la Regla). Más tarde, la Iglesia impuso el estado clerical a los benedictinos, y con él se impusieron las obligaciones de las funciones clericales y sacerdotales, pero siempre ha permanecido la impronta del origen seglar de los benedictinos, y ello constituye quizás una de las señales distintivas de esa orden frente a otras de origen posterior.
2. Otra característica de la Regla del Santo es su perspectiva del trabajo. La así llamada orden no se estableció para llevar a cabo algún trabajo en particular ni para solucionar alguna crisis de la Iglesia en particular, como sucedió en otras órdenes. Para Benito, el trabajo de sus monjes era simplemente un medio para llegar a lo bueno de la vida. La gran fuerza disciplinaria de la naturaleza humana es el trabajo; el ocio es su ruina. El objetivo de su Regla era llevar a los hombres “de regreso a Dios por el trabajo obediente, del que se habían alejado por el ocio de la desobediencia”. El trabajo es la primera condición de crecimiento en el bien. Fue precisamente para que su propia vida se “fatigara con el trabajo en nombre de Dios” que san Benito dejó Enfide para ir a la cueva de Subiaco. San Gregorio comenta que es necesario que los elegidos de Dios se “fatiguen con labores y penas” al inicio, cuando las tentaciones son más fuertes. En el proceso de regeneración de la naturaleza humana en el orden de la disciplina, incluso la oración tiene un segundo lugar, detrás del trabajo, ya que en el alma del ocioso la gracia se encuentra con el rechazo. Cuando “el Godo” (uno del que habla san Gregorio) “dejó el mundo” y subió a Subiaco, san Benito le entregó un azadón y lo envió a desbrozar un campo para hacer un jardín. “Ecce!, Labora!”, ve y trabaja. El trabajo no era, como afirmaban las civilizaciones contemporáneas, una condición peculiar de los esclavos. Es el destino de todo hombre, necesario para su bienestar como persona humana y esencial como cristiano.
3. La vida religiosa, según la concibió san Benito, es esencialmente social. Una vida alejada de los demás, la vida de los eremitas, si quiere ser sana e integral, sólo es buena para unos cuantos, y éstos deben haber alcanzado una etapa avanzada de auto disciplina a través de la vida comunitaria (Regla, 1). La Regla se ocupa totalmente de la reglamentación de la vida de una comunidad de varones que oran, comen y trabajan juntos y sirve no solamente como estrategia didáctica, sino como un elemento permanente de su vida. La Regla concibe al superior como alguien siempre presente y en continuo contacto con cada miembro del gobierno, el cual es descrito como patriarcal o paternal (Ibid. 2, 3, 64). El superior es la cabeza de la familia. Todos son miembros permanentes de un hogar. Gran parte de la enseñanza espiritual de la Regla queda escondida entre una normatividad que parece ser simplemente social y la organización doméstica (Ibid. 22-23, 35-41). Todo el marco y la enseñanza de la Regla están de tal modo conectados con la vida doméstica que se puede pensar que un benedictino, más que entrar a una orden religiosa parece entrar a una familia. El carácter social de la vida benedictina ha encontrado su expresión en un tipo fijo de monasterios y en la clase de trabajos emprendidos por los benedictinos. Además, está asegurado por un absoluto comunismo en las posesiones (Ibid. 33, 34, 54, 55), por la rigurosa supresión de todo rango mundano- “nadie de noble cuna puede ser (por esa razón) ser puesto en una posición superior a quien antes era esclavo” (Ibid., 2)-, y por la presencia forzada de todos en las rutinas diarias de la casa.
4. Si bien la Regla prohíbe estrictamente la propiedad privada, en el concepto que san Benito tenía de la vida monástica no entraba el que los mojes, como cuerpo, debieran desprenderse de toda riqueza y vivir de las limosnas de los fieles. Su propósito era más bien limitar los requerimientos individuales a sólo aquello que es estrictamente necesario y simple, y asegurar que el uso y administración de las posesiones comunes se realizaran de acuerdo al Evangelio. La idea benedictina de pobreza es muy distinta de la franciscana. Los benedictinos no hacen un voto explícito de pobreza. Su único voto es de obediencia según la Regla. La Regla permite todo lo que es necesario al individuo, junto con ropa suficiente y variada, comida abundante (excepción hecha de carne de cuadrúpedos), vino y suficiente sueño (Ibid. 39, 40, 41, 55). Las posesiones pueden ser tenidas en común, pueden ser muchas, pero siempre deben ser administradas a favor del trabajo de la comunidad y para el beneficio de otros. El monje individual es pobre, pero el monasterio debe estar en posibilidad de dar limosnas y no obligado a recibirlas. Hay que aliviar al pobre, vestir al desnudo, visitar al enfermo, enterrar a los muertos, auxiliar a los afligidos (Ibid. 4), acoger a los forasteros (Ibid. 3). Los pobres se acercaban a Benito para obtener medios de pagar sus deudas (Dial. San Gregorio, 27); se acercaban a él para saciar su hambre (Ibid. 21, 28).
5. San Benito diseñó una forma de gobierno que merece atención. Está contenido en los capítulos 2, 3, 31, 64, 65 de la Regla y en ciertas frases claves dispersas en los demás capítulos. Al igual que la Regla, también su modelo de gobierno no está diseñado para una orden sino para una comunidad. Presupone que los miembros de la comunidad se han unido, por la promesa de estabilidad, comprometidos a pasar sus vidas juntos bajo la Regla. El superior es elegido por medio de sufragio universal y libre. Se puede decir que su gobierno es una monarquía, pero sometida a la Regla como constitución. Todo se deja a la discreción del abad, dentro del marco de la Regla, y cualquier posible abuso de autoridad es controlado por la religión (Regla, 2), por el debate abierto sobre los asuntos importantes en la comunidad, y por la discusión con los ancianos acerca de los asuntos menores (Ibid. 3). La realidad de esta vigilancia sobre la voluntad del gobernante sólo se puede apreciar debidamente cuando se recuerda que tanto el gobernante como la comunidad están unidos de por vida, que todos están inspirados por el propósito común de llevar a cabo la concepción de la vida que aparece en el Evangelio, y que la relación de los miembros de la comunidad entre si y con el abad, y del abad hacia ellos, está sublimada y espiritualizada por un misticismo que se inspira en las enseñanzas del Sermón de la Montaña, acogidas éstas como verdades que deben ser vividas en la vida real.
6. (a) Cuando un hogar cristiano, o una comunidad, ha sido organizada sobre la aceptación voluntaria de los deberes y responsabilidades sociales de cada miembro, sobre la obediencia a una autoridad y, más aún, sobre la disciplina continua de trabajo y auto negación, el siguiente paso en la regeneración de los miembros, en su conversión a Dios, es la oración. La Regla habla directa y explícitamente de la oración pública. A ella le asigna Benito los salmos y cánticos, con lecturas de la Sagrada Escritura y de los Padres. Dedica 11 de los 27 capítulos de su Regla a la normatividad de la oración pública. Es característico de la libertad de su Regla, y de la “moderación” del Santo, que él concluye sus cuidadosas enseñanzas diciendo que si algún superior no está de acuerdo con lo que él indica puede libremente modificarlo. Únicamente insiste en que todo el salterio debe ser recitado en una semana. Añade que la práctica de los Santos Padres era indiscutiblemente “recitar en un solo día lo que nosotros, los tibios monjes, apenas hacemos en una semana” (Ibid. 18). Por otra parte, advierte en contra del celo excesivo al establecer la regla general de que “la oración hecha en comunidad siempre debe ser breve” (Ibid.. 20). Es muy difícil sistematizar la enseñanza de san Benito acerca de la oración, sobre todo porque, desde su perspectiva acerca del carácter cristiano, la oración es algo que debe coexistir con la vida toda, y la vida, a su vez, no es completa si no está empapada por la oración.
(b) San Benito llama “el primer grado de humildad” a la oración que cubre todas nuestras horas de vigilia. Consiste en estar en presencia de Dios (Ibid. 7). El primer paso se da cuando lo espiritual se une a lo meramente humano, o, como lo expresa el Santo, es el primer escalón de una escalera que va del cuerpo al alma. La habilidad para practicar este tipo de oración se refuerza con el cuidado del “corazón”, sobre el que insiste frecuentemente el Santo. El corazón se libra de la disipación resultante de las relaciones sociales gracias al hábito mental de ver a Jesucristo en todos los demás. “Hay que servir en todo al enfermo como si fuera el mismo Cristo” (Ibid.. 36). “Que los visitantes que se acerquen a nosotros sean recibidos como Cristo” (Ibid.. 53). “Ya seamos libres, ya esclavos, todos somos uno en Cristo y tenemos igual rango en el servicio de Nuestro Señor” (Ibid.. 2)
(c) En segundo lugar está la oración. Esta debe ser breve y se debe decir en intervalos durante la noche y en siete distintas ocasiones durante el día, de modo que, de ser posible, no se darán largos intervalos sin que haya una llamada a la oración formal, vocal (Ibid.. 16). El lugar que Benito da a la oración pública, común, se puede describir diciendo que él la estableció como el centro de la vida comunitaria a la que se vinculan sus monjes. Se trata nada menos que de la consagración, no del individuo, sino de la comunidad entera a Dios a través de la repetición diaria de actos públicos de fe, de alabanza y de adoración al Creador. Este acto público de culto a Dios, este “opus Dei”, debería ser la tarea principal de sus monjes, a la vez que la fuente de la que todas las demás faenas tomaran su inspiración, dirección y fuerza.
(d) En último lugar está la oración privada. Sobre ella no da ninguna norma el Santo. Debe apegarse a los dones personales: “Si alguno desea orar en privado, déjesele ir en silencio al oratorio a orar, no en voz alta, sino con lágrimas y fervor de corazón” (Ibid.. 52). “Nuestra oración debe ser breve y con pureza de corazón, aunque puede ser prolongada por la inspiración de la gracia divina” (Ibid.. 20). Si san Benito no da más normas acerca de la oración privada es porque toda la condición y el modo de vida asegurado por la Regla, así como el carácter derivado de la observancia de esta última, conduce naturalmente a estados más elevados de oración. El Santo escribe: “Tú, quienquiera que tengas prisa por ir hacia la Patria Celestial, cumple con la ayuda de Cristo esta pequeña regla que he escrito para los principiantes, y a la larga llegarás, bajo la protección de Dios, a las altas cimas de la doctrina y virtud de las que hablamos más arriba” (Ibid. 73). Refiere Benito al lector a los Padres, a Basilio y a Casiano para guía acerca de esos estados más elevados.
De este corto examen de la Regla y su sistema de oración, parece obvio que describir la orden benedictina como contemplativa es un error, si es que se usa el término en su acepción técnica moderna, que excluye el trabajo activo. Lo “contemplativo” indica una forma de vida marcada por diferentes circunstancias y con un propósito distinto al de san Benito. La Regla, incluyendo su sistema de oración y la salmodia pública, está hecha para toda clase de mentes y para cada grado de conocimiento. No sólo fue redactada para los cultos y para las almas avanzadas en la perfección, sino que organiza y dirige completamente la vida de las personas sencillas y los pecadores, para que puedan cumplir los mandamientos y comenzar una vida de bien. “Hemos escrito esta Regla- escribe san Benito- para que a base de cumplirla en los monasterios podamos demostrarnos a nosotros mismos que tenemos un cierto grado de bondad en la vida y el inicio de la santidad. Pero para aquellos que desean acelerar su camino a la perfección de la religión, ahí están las enseñanzas de los Santos Padres, cuyo seguimiento puede llevar a los hombres al culmen de la perfección” (Ibid.. 73). Antes de abandonar el tema de la oración será bueno señalar de nuevo que al ordenar la recitación pública y el canto del salterio, san Benito no estaba poniendo sobre sus monjes obligaciones claramente clericales. El salterio era la forma común de oración de todos los cristianos. No debemos ver en la Regla algunas características que edades posteriores y la disciplina han convertido en algo inseparable de la recitación pública del Oficio Divino.
Podemos ahora retomar la historia de san Benito. No sabemos cuánto tiempo permaneció en Subiaco. El Abad Tosti conjetura que debe haber sido hasta el año 529. De esos años san Gregorio se contenta con narrar algunas historias que describen la vida de los monjes y el carácter y gobierno de san Benito. Esta última función la realizó san Benito al intentar llevar a cabo en los doce monasterios su concepto de vida monástica. A partir de la Regla podemos intentar completar muchos detalles. Por experiencia propia y por su conocimiento de la historia del monacato, Benito sabía que la regeneración del individuo, fuera de casos excepcionales, no se logra a través de la soledad, ni de la austeridad, sino siguiendo el camino trillado del instinto social del hombre, con sus condiciones necesarias de obediencia y trabajo. Sabía también que ni la mente ni el cuerpo pueden ser sobrecargados en su esfuerzo de evitar el mal (Ibid.. 64). Por eso en Subiaco no encontramos solitarios, ni eremitas conventuales, ni grandes austeridades, sino únicamente varones reunidos en comunidades organizadas con el objeto de llevar vidas buenas, trabajando en lo que les llegaba a sus manos: portando agua hasta la cima de pronunciadas montañas, haciendo faenas de casa, construyendo los doce claustros, limpiando el terreno, haciendo jardines, enseñando a los niños, predicando a los campesinos, leyendo y estudiando al menos cuatro horas diarias, acogiendo a los forasteros, recibiendo y entrenando a los nuevos monjes, participando en las horas regulares de oración, recitando y cantando el salterio. La vida de Subiaco y el carácter de san Benito atrajeron a muchos a los nuevos monasterios, pero con los números cada vez mayores, y su creciente influencia, llegaron también inevitablemente los celos y las persecuciones, que alcanzaron su punto culminante cuando un sacerdote vecino intentó escandalizar a los monjes llevándoles una mujer desnuda para que bailara en el patio del monasterio donde residía san Benito (Dial. San Gregorio, 8). Para proteger a sus seguidores de ulteriores persecuciones, Benito abandonó Subiaco y se dirigió a Monte Casino. .
Sobre la cima de Monte Casino “había una antigua capilla en la que la gente simple del campo, según la costumbre de los antiguos gentiles, daba culto al dios Apolo. Alrededor y sobre ella, en todos lados, había madera para el servicio de los demonios, y en ella, hasta ese día, la loca multitud de infieles ofrecían los más perversos sacrificios. El hombre de Dios, acercándose, hizo pedazos el ídolo, destruyó el altar y puso fuego a la madera, y en lo que había sido el templo de Apolo construyó el oratorio de san Martín; donde había estado el altar del mismo Apolo construyó un oratorio para san Juan. Gracias a su continua predicación llevó a los pobladores de la región a abrazar la fe cristiana” (Ibid.. 8). Fue en este sitio que el Santo edificó su monasterio. Su experiencia de Subiaco le había aconsejado cambiar sus planes, por lo que en esta ocasión en vez de construir varias casas, con una comunidad pequeña en cada una, puso a todos los monjes en el mismo monasterio y cuidó de su gobierno nombrando a un prior y varios decanos (Regla, 65, 21). En la Regla- que probablemente fue redactada en Montecasino- no encontramos pista alguna que nos ayude a entender porqué construyó esos doce monasterios en Subiaco. La vida de la que hemos sido testigos en Subiaco se reanudó en Montecasino, pero el cambio de la situación y de las condiciones locales produjeron una modificación en el trabajo adoptado por los monjes. Subiaco es un valle lejano, perdido en las montañas y de difícil acceso. Casino está en una de las carreteras más transitadas del sur de Italia, y no está lejos de Capua. Eso ocasionó que el monasterio estuviera más en contacto con el mundo exterior. Pronto se convirtió en un centro de gran influencia en un distrito muy poblado, en el que había varias diócesis y otros monasterios. Los abades llegaban a consultar a Benito. Había visitas continuas de gentes de toda clase, y entre los amigos de Benito se contaban nobles y obispos. Había también en la cercanía monasterios de monjas a los que los monjes acudían para predicar y enseñar. Hay un poblado cercano en el que Benito predicó e hizo muchos conversos (Dialog. San Gregorio, 19). El monasterio se convirtió en un protector de los pobres y su garante (Ibid.. 13), su refugio en la enfermedad, en las angustias, en los accidentes y en la necesidad.
Durante la vida del Santo hay una cosa que siempre ha permanecido como una característica inmutable de las casas benedictinas: sus miembros aceptan cualquier trabajo que se adapte a sus circunstancias peculiares; el que sea dictado por sus necesidades. Así encontramos a los benedictinos enseñando en escuelas pobres y en universidades, practicando las bellas artes y haciendo faenas de agricultura, teniendo cuidado de las almas o consagrándose enteramente al estudio. Ninguna labor es ajena al benedictino, con la condición de que sea compatible con la vida comunitaria y con el rezo del Oficio Divino. Tal libertad de elección laboral es indispensable en una Regla que tenía el propósito de ser útil para en tiempo y lugar, pero sobre todo era el fruto natural de la perspectiva de san Benito, lo que lo hace diferente de los fundadores de órdenes religiosas posteriores. Éstos tenían en mente un trabajo especializado al que deseaban que se dedicaran sus seguidores. El objetivo de san Benito era crear una Regla que pudiera ser observada por cualquiera que quisiera seguir los consejos evangélicos, en la vida, en la oración y en el trabajo, para salvar su alma. La narración que hace san Gregorio del establecimiento de Montecasino únicamente nos da pequeñas pinceladas desconectadas de escenas que dibujan la vida diaria de la vida monacal. Hay algunos datos biográficos novedosos. Desde Montecasino san Benito fundó otro monasterio cerca de Terracina, en la costa, como a cuarenta millas de distancia (Ibid.. 22). Añadiremos el don de la profecía a la sabiduría de la larga experiencia y a las maduras virtudes de la santidad. San Gregorio nos da muchos ejemplos. Entre estos, el caso más celebrado es el de la visita de Totila, Rey de los Godos, en el año 543, cuando el Santo lo “regañó por sus malas acciones y en pocas palabras le advirtió sobre todo lo que le iba a suceder, diciéndole: “Haces diariamente mucho mal, y has cometido muchos pecados; abandona ya tu vida de pecado. Entrarás a la ciudad de Roma, y cruzarás el mar; has de reinar nueve años y al décimo dejarás esta vida mortal”. Al oír esas palabras, el Rey se atemorizó, y se alejó, deseando que el santo varón hiciera oración a Dios por él. Desde entonces nuca fue tan cruel como antes. Poco después fue a Roma, viajó por mar a Sicilia, y al décimo año de su reinado perdió el reino y la vida (Ibid.. 15).
La fecha de la visita de Totila a Montecasino, 543, es la única fecha de la vida del Santo de la que tenemos certeza. Debe haber acontecido cuando Benito ya era de edad avanzada. Como otros biógrafos, el Abad Tosti data la muerte del Santo en ese mismo año. Poco antes de su muerte oímos hablar por primera vez de su hermana Escolástica. “Ella había sido dedicada al Señor desde su infancia, y llegaba a visitar a su hermano cada año. Y el hombre de Dios se alejaba un poco de la puerta, a un sitio que pertenecía a la abadía, para platicar con ella” (Ibid.. 33). Su último encuentro sucedió tres días antes de la muerte de Escolástica, en un día “en que el cielo estaba tan claro que no se veía ninguna nube”. La hermana le rogó a Benito que pasaran la noche juntos, pero “nada lo hizo acceder a ello, diciendo que por ningún motivo podía él pasar la noche fuera de la abadía... La monja, habiendo oído la negación de su hermano, juntó sus manos, las colocó sobre la mesa e, inclinándose sobre ellas, oró a Dios Todopoderoso. Al levantar la cabeza de la mesa, súbitamente se desató una terrible tempestad de rayos y truenos, y tan copiosa lluvia, que ni el venerable Benito, ni los monjes que lo acompañaban, pudieron sacar la cabeza fuera de la puerta” (Ibid.. 33).Tres días después “Benito observó cómo el alma de su hermana, separada de su cuerpo, en forma de paloma, ascendía al cielo. Lleno de regocijo de ver su gran gloria, dio gracias Dios todopoderoso con himnos y alabanzas, y comunicó la noticia de la muerte de su hermana a los monjes, a quienes mandó llevar su cadáver a la abadía, para enterrarlo en la tumba que él había preparado para si mismo” (Ibid.. 34). Debe haber sido por ese mismo tiempo que Benito tuvo esa maravillosa visión, en la cual él estuvo tan cerca de ver a Dios cuanto es posible a un ser humano en esta vida. Los santos Gregorio y Buenaventura dicen que Benito vio a Dios y que en esa visión de Dios también vio todo el mundo. Santo Tomás niega que eso haya sido posible. Sin embargo, Urbano VIII no duda en afirmar que “el Santo, aún estando en esta vida, merecía ver a Dios en persona y, en Él, todo lo que está bajo Él”. Si no fue al Creador a quien vio, ciertamente vio la luz que reside en el Creador, y en esa luz, dice san Gregorio: “vio todo el mundo reunido como si estuviera bajo un rayo de sol. Al mismo tiempo vio el alma de Germano, Obispo de Capua, siendo llevado por los ángeles al cielo en un globo de fuego” (Ibid. 35). Una vez más se le revelaron las cosas escondidas de Dios, y él avisó a sus hermanos, tanto “a los que habían vivido con él diariamente como a los que vivían lejos” de su próxima muerte. “Seis días antes de morir dio órdenes de que se abriera su sepulcro y siendo preso de una calentura, con tremenda fiebre comenzó a perder el sentido. Como la enfermedad empeorase día a día, al sexto día ordenó a sus monjes que lo llevaran al oratorio, en donde se armó por la recepción del Cuerpo y sangre de Nuestro Salvador Jesucristo. Sostenido por los brazos de sus discípulos, se irguió con los brazos hacia el cielo, y orando de esa manera entregó su espíritu” (Ibid, 37). Fue sepultado en la misma tumba que su hermana “en el oratorio de San Juan Bautista, que él mismo había edificado cuando derribó el altar de Apolo” (Ibid). Existen ciertas dudas sobre si los restos del Santo reposan en Montecasino, o si fueron llevados a Fleury. El Abad Tosti, en su “Vida de San Benito”, discute ese punto con profundidad (cap. XI) y decide la controversia a favor de Montecasino.
Quizás los rasgos más notables de san Benito sean su profundo y amplio sentimiento humano y su moderación. Lo primero se revela en muchas anécdotas registradas por san Gregorio. Lo vemos en su simpatía y cuidado por el más sencillo de los monjes; su prisa por ayudar al pobre godo que había perdido su azada; su pasar horas durante la noche en la montaña para evitar a sus monjes la carga de acarrear agua y así quitar de sus vidas una “causa justa de molestia”; quedarse tres días en un monasterio para enseñar a uno de los monjes a “quedarse quieto durante la oración como los demás monjes”, en vez de salirse de la capilla y vagar por ahí “buscando ocuparse en asuntos terrenales y pasajeros”. Permite al cuervo del bosque vecino acercarse diariamente, mientras los demás están cenando, para alimentarlo él mismo. Su pensamiento siempre está con los ausentes. Sentado en su celda sabe que Plácido ha caído en un lago; tiene una visión en la que acontece un accidente a unos constructores y les manda avisar; en espíritu y en una especie de presencia real, está con sus monjes “comiendo y refrescándose” durante un viaje de estos últimos, con su amigo Valentiniano de camino al monasterio, con un monje recibiendo de las monjas un regalo, con la nueva comunidad de Terracina. A lo largo de la narración de san Gregorio, siempre aparece como el mismo hombre amante de la paz, quieto, gentil, digno, fuerte, que gracias a la sutil fuerza de su simpatía se convierte en el centro de las vidas e intereses de todos los que lo rodean. Lo vemos en el templo con sus monjes, durante la lectura, a veces en los campos, pero más normalmente en su celda donde los mensajeros frecuentemente lo hallan “llorando silenciosamente en su oración”, y durante las horas de la noche de pie “junto a su ventana en la torre, ofreciendo a Dios sus oraciones”. A veces también, como lo descubrió Totila, está sentado fuera de la puerta de su celda, o “ante el portón del monasterio, leyendo un libro”. Benito nos ha dejado un retrato de si mismo en su descripción del abad ideal (Regla, 64):
“Es propio del abad estar siempre haciendo algo bueno a favor de sus hermanos, en vez de presidir sobre ellos. Debe por tanto, estar educado en la ley de Dios, para saber cuándo debe sacar cosas nuevas y viejas; debe ser casto, sobrio y misericordioso, siempre prefiriendo la misericordia que la justicia, para que él también obtenga misericordia. Odie el pecado y ame a sus hermanos. Aún al corregirlos, actúe con prudencia, sin ir muy lejos, porque un afán desmedido de quitar aprisa la herrumbre puede causar que se rompa el vaso. Nunca pierda de vista su propia fragilidad y recuerde que no se debe romper la vara raspada. Con lo cual no queremos decir que se debe soslayar el vicio, sino que debe erradicarlo con prudencia y caridad, en la forma más conveniente a cada persona, como ya dijimos. Busque mejor ser amado que temido. Que no sea violento o demasiado ansioso; ni exigente u obstinado; ni celoso o suspicaz. Porque si no lo hace así, jamás podrá descansar. Al dar órdenes, ya temporales ya espirituales, siempre hágalo en forma prudente y considerada. Cuando deba imponer trabajos, sea discreto y moderado, teniendo en mente la discreción del santo Jacob cuando dijo: “Si canso demasiado a mi rebaño, todas las ovejas perecerán en un día”. Con tales testimonios sobre la discreción, la madre de todas las virtudes, sacados de estas o parecidas palabras, siempre actúe moderadamente, de modo que el fuerte siempre tenga algo porque luchar y el débil nada de que temer”.
Fuente: Ford, Hugh. "St. Benedict of Nursia." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/02467b.htm>.
Traducido por Javier Algara Cossío
Benito fue hijo de un noble romano de Nursia, pequeña población cercana a Espoleto. Hay una tradición, aceptada por san Beda, que afirma que Benito fue gemelo de su hermana Escolástica. Pasó su niñez en Roma, donde vivió con sus padres y asistió a la escuela hasta que llegó a la educación superior. Fue en este punto cuando “habiendo regalado a otros sus libros, y dejando la casa y la riqueza de su padre, deseoso de servir sólo a Dios, se dio a la búsqueda de un sitio donde pudiera lograr ese santo propósito. Fue así que abandonó Roma, instruido por una ignorancia culta y provisto de una sabiduría no aprendida” (“Diálogos”, san Gregorio, II, Introducción, en Migne, P.L. LXVI). No hay concordancia de opiniones acerca de la edad de Benito en ese momento. Generalmente se ha afirmado que fue a los catorce años, pero un examen minucioso de la narración de san Gregorio hace imposible suponer que eso sucedió antes de los 19 ó 20 años. Tenía edad suficiente para haber estado en medio de sus estudios literarios, para entender el significado real y el valor de las vidas disolutas y licenciosas de sus compañeros, y para haber sido él mismo afectado profundamente por el amor de una mujer (Ibid. II, 2). Era perfectamente capaz de sopesar todos esos elementos y compararlos con la vida que se aconsejaba en los Evangelios, y de optar por esta última. Estaba iniciando su vida; tenía a su alcance los medios para hacer una carrera en la nobleza romana. No era ciertamente un chiquillo. San Gregorio afirma: “estaba en el mundo y era libre de disfrutar de las ventajas que el mundo le ofrecía, pero dio un paso atrás del mundo, en donde ya había puesto el pie” (Ibid. Introducción). Si se acepta el año 480 como la fecha de su nacimiento, podremos pensar que el abandono de sus estudios y de su hogar sucedió alrededor del año 500 d.C.
No parece que Benito haya salido de Roma con el objeto de convertirse en eremita, sino simplemente de encontrar un lugar alejado de la vida de la gran ciudad. Basta observar que se llevó con él a su anciana nodriza para que lo sirviera, y se estableció en Enfide, cerca de un templo dedicado a san Pedro, en compañía de “hombres virtuosos” que compartían sus sentimientos y su perspectiva sobre la vida. La tradición de Subiaco identifica Enfide como la actual Affile, que se encuentra en las montañas Simbrucini, alrededor de cuarenta millas de Roma y dos de Subiaco. Está sobre la cima de un risco que se levanta abruptamente desde el valle hacia una cadena de montañas, y que vista desde el valle se asemeja a una fortaleza. Según describe la narrativa de san Gregorio, y lo confirman las ruinas del pueblo antiguo y las inscripciones encontradas en los alrededores, Enfide era un sitio de mayor importancia que la población actual. Fue en Enfide donde Benito operó su primer milagro restaurando a su condición original una criba de trigo hecha de barro que su anciana sierva había roto accidentalmente. El renombre que ese milagro le dio a Benito hizo que éste buscara irse más lejos aún de la vida social y “escapó secretamente de su nodriza y buscó el rincón más apartado de Subiaco”. Había sido transformado el propósito de su vida. Originalmente había escapado de los males de la gran ciudad; ahora estaba determinado a ser pobre y a vivir de su propio trabajo. “Por Dios escogió deliberadamente las durezas de la vida y el cansancio del trabajo” (Ibidem 1).
A una corta distancia de Efide está la entrada de un valle angosto y oscuro que penetra en la montaña y conduce directamente a Subiaco. Al otro lado del río Anio y desviándose a la derecha, el sendero asciende siguiendo la cara izquierda del precipicio y pronto llega al sitio de la villa de Nerón y de la enorme masa formada por el extremo inferior del lago central. En el otro extremo del valle están las ruinas de los baños romanos de los cuales aún subsisten algunos grandes arcos y trozos de los muros. Sobresale de entre veinticinco arcos bajos, cuyos cimientos pueden ser perceptibles aún hoy día, el puente que une la villa y los baños, y bajo el cual fluye en cascada el agua del lago central al lago inferior. Las ruinas de esos amplios edificios y el ancho caudal de la cascada cerraban el paso de Benito al llegar éste de Enfide. Hoy día el valle yace abierto ante nosotros, cerrado solamente por las lejanas montañas. El sendero continúa ascendiendo mientras el lado del precipicio, sobre el que corre, se hace más y más empinado hasta llegar a una cueva sobre la que la montaña se eleva casi perpendicularmente. A su lado derecho desciende rápidamente hasta donde estaban, en tiempos de san Benito, las azules aguas del lago. La boca de la cueva es de forma triangular y tiene unos diez pies de profundidad. De camino desde Efide, Benito encontró a un monje, Romano, cuyo monasterio estaba en la montaña sobre el precipicio donde estaba la cueva. Romano discutió con Benito el propósito del viaje que había llevado este último a Subiaco, y le dio un hábito monacal. Por consejo de Romano, Benito se convirtió en eremita y así vivió por tres años, desconocido de la gente, en esa cueva sobre el lago. San Gregorio dice poco de ese tiempo, pero ya no dice que Benito era un joven (puer) sino un hombre (vir) de Dios. Dos veces nos dice que Romano sirvió al Santo en todo lo que pudo. Parece ser que el monje visitaba frecuentemente a Benito y le llevaba comida en ciertos días. Durante esos años de soledad, rotos sólo por algunos encuentros casuales con el mundo exterior y por las visitas de Romano, maduró en mente y en carácter, en el conocimiento de si mismo y de sus hermanos hombres, y al mismo tiempo no solamente su nombre se fue haciendo famoso sino que conquistó el respeto de quienes vivían a su alrededor. Su nombre era tan respetado que, a la muerte del abad de un monasterio vecino (identificado por algunos como Vicovaro), la comunidad lo buscó para pedirle que aceptara ser el nuevo abad. Benito conocía la vida y la disciplina de ese monasterio y también sabía que “su estilo de vida era distinto al suyo y que nunca podrían estar totalmente de acuerdo, pero, después de un tiempo, vencido por su insistencia, aceptó” (Ibid. 3). La experiencia fracasó. Los monjes intentaron envenenarlo, de modo que Benito volvió a su cueva. A partir de ese tiempo sus milagros se hicieron más frecuentes, y muchas personas, atraídas por su santidad y su carácter, llegaron a Subiaco para ponerse bajo su guía. Benito construyó doce monasterios en el valle para acomodar a esas personas. En cada uno de ellos puso a un superior con doce monjes. El vivía en el treceavo, con “unos cuantos, a los que él consideraba que su presencia sería más útil y podrían ser instruidos mejor” (Ibid., 3). Pero él se convirtió en el abad y el padre de todos. Con el establecimiento de esos monasterios comenzaron las escuelas para niños, y entre éstos, unos de los primeros fueron Mauro y Plácido.
El resto de la vida de Benito fue dedicada a llevar a cabo el ideal de monacato que nos ha dejado plasmado en su Regla. Antes de seguir con la breve narración cronológica de su vida que nos transmite san Gregorio, será mejor examinar el ideal que, para san Gregorio, constituye la verdadera biografía de Benito (Ibid. 36). Aquí trataremos de la Regla solamente en cuanto que ésta es un elemento primordial en la vida de san Benito. Para considerar la influencia que la Regla tuvo en el monacato de las épocas anteriores y en los gobiernos civiles y religiosos occidentales, y sobre la vida de los cristianos, (vease MONACATO y SAN BENITO)
LA REGLA BENEDICTINA
1. Antes de ponernos a estudiar la Regla de san Benito hace falta señalar que fue escrita para seglares, no para clérigos. No era el propósito del Santo establecer una orden de clérigos con obligaciones y funciones clericales, sino una organización y unas normas apropiadas para la vida doméstica de los seglares que quisiesen vivir en la forma más plena posible la vida sugerida por el Evangelio. “Mis palabras- dice san Benito- se dirigen a ti que, renunciando a tu propia voluntad, te revistes de la fuerte y brillante armadura de la obediencia para pelear por nuestro Señor Cristo, nuestro verdadero Rey” (Prólogo a la Regla). Más tarde, la Iglesia impuso el estado clerical a los benedictinos, y con él se impusieron las obligaciones de las funciones clericales y sacerdotales, pero siempre ha permanecido la impronta del origen seglar de los benedictinos, y ello constituye quizás una de las señales distintivas de esa orden frente a otras de origen posterior.
2. Otra característica de la Regla del Santo es su perspectiva del trabajo. La así llamada orden no se estableció para llevar a cabo algún trabajo en particular ni para solucionar alguna crisis de la Iglesia en particular, como sucedió en otras órdenes. Para Benito, el trabajo de sus monjes era simplemente un medio para llegar a lo bueno de la vida. La gran fuerza disciplinaria de la naturaleza humana es el trabajo; el ocio es su ruina. El objetivo de su Regla era llevar a los hombres “de regreso a Dios por el trabajo obediente, del que se habían alejado por el ocio de la desobediencia”. El trabajo es la primera condición de crecimiento en el bien. Fue precisamente para que su propia vida se “fatigara con el trabajo en nombre de Dios” que san Benito dejó Enfide para ir a la cueva de Subiaco. San Gregorio comenta que es necesario que los elegidos de Dios se “fatiguen con labores y penas” al inicio, cuando las tentaciones son más fuertes. En el proceso de regeneración de la naturaleza humana en el orden de la disciplina, incluso la oración tiene un segundo lugar, detrás del trabajo, ya que en el alma del ocioso la gracia se encuentra con el rechazo. Cuando “el Godo” (uno del que habla san Gregorio) “dejó el mundo” y subió a Subiaco, san Benito le entregó un azadón y lo envió a desbrozar un campo para hacer un jardín. “Ecce!, Labora!”, ve y trabaja. El trabajo no era, como afirmaban las civilizaciones contemporáneas, una condición peculiar de los esclavos. Es el destino de todo hombre, necesario para su bienestar como persona humana y esencial como cristiano.
3. La vida religiosa, según la concibió san Benito, es esencialmente social. Una vida alejada de los demás, la vida de los eremitas, si quiere ser sana e integral, sólo es buena para unos cuantos, y éstos deben haber alcanzado una etapa avanzada de auto disciplina a través de la vida comunitaria (Regla, 1). La Regla se ocupa totalmente de la reglamentación de la vida de una comunidad de varones que oran, comen y trabajan juntos y sirve no solamente como estrategia didáctica, sino como un elemento permanente de su vida. La Regla concibe al superior como alguien siempre presente y en continuo contacto con cada miembro del gobierno, el cual es descrito como patriarcal o paternal (Ibid. 2, 3, 64). El superior es la cabeza de la familia. Todos son miembros permanentes de un hogar. Gran parte de la enseñanza espiritual de la Regla queda escondida entre una normatividad que parece ser simplemente social y la organización doméstica (Ibid. 22-23, 35-41). Todo el marco y la enseñanza de la Regla están de tal modo conectados con la vida doméstica que se puede pensar que un benedictino, más que entrar a una orden religiosa parece entrar a una familia. El carácter social de la vida benedictina ha encontrado su expresión en un tipo fijo de monasterios y en la clase de trabajos emprendidos por los benedictinos. Además, está asegurado por un absoluto comunismo en las posesiones (Ibid. 33, 34, 54, 55), por la rigurosa supresión de todo rango mundano- “nadie de noble cuna puede ser (por esa razón) ser puesto en una posición superior a quien antes era esclavo” (Ibid., 2)-, y por la presencia forzada de todos en las rutinas diarias de la casa.
4. Si bien la Regla prohíbe estrictamente la propiedad privada, en el concepto que san Benito tenía de la vida monástica no entraba el que los mojes, como cuerpo, debieran desprenderse de toda riqueza y vivir de las limosnas de los fieles. Su propósito era más bien limitar los requerimientos individuales a sólo aquello que es estrictamente necesario y simple, y asegurar que el uso y administración de las posesiones comunes se realizaran de acuerdo al Evangelio. La idea benedictina de pobreza es muy distinta de la franciscana. Los benedictinos no hacen un voto explícito de pobreza. Su único voto es de obediencia según la Regla. La Regla permite todo lo que es necesario al individuo, junto con ropa suficiente y variada, comida abundante (excepción hecha de carne de cuadrúpedos), vino y suficiente sueño (Ibid. 39, 40, 41, 55). Las posesiones pueden ser tenidas en común, pueden ser muchas, pero siempre deben ser administradas a favor del trabajo de la comunidad y para el beneficio de otros. El monje individual es pobre, pero el monasterio debe estar en posibilidad de dar limosnas y no obligado a recibirlas. Hay que aliviar al pobre, vestir al desnudo, visitar al enfermo, enterrar a los muertos, auxiliar a los afligidos (Ibid. 4), acoger a los forasteros (Ibid. 3). Los pobres se acercaban a Benito para obtener medios de pagar sus deudas (Dial. San Gregorio, 27); se acercaban a él para saciar su hambre (Ibid. 21, 28).
5. San Benito diseñó una forma de gobierno que merece atención. Está contenido en los capítulos 2, 3, 31, 64, 65 de la Regla y en ciertas frases claves dispersas en los demás capítulos. Al igual que la Regla, también su modelo de gobierno no está diseñado para una orden sino para una comunidad. Presupone que los miembros de la comunidad se han unido, por la promesa de estabilidad, comprometidos a pasar sus vidas juntos bajo la Regla. El superior es elegido por medio de sufragio universal y libre. Se puede decir que su gobierno es una monarquía, pero sometida a la Regla como constitución. Todo se deja a la discreción del abad, dentro del marco de la Regla, y cualquier posible abuso de autoridad es controlado por la religión (Regla, 2), por el debate abierto sobre los asuntos importantes en la comunidad, y por la discusión con los ancianos acerca de los asuntos menores (Ibid. 3). La realidad de esta vigilancia sobre la voluntad del gobernante sólo se puede apreciar debidamente cuando se recuerda que tanto el gobernante como la comunidad están unidos de por vida, que todos están inspirados por el propósito común de llevar a cabo la concepción de la vida que aparece en el Evangelio, y que la relación de los miembros de la comunidad entre si y con el abad, y del abad hacia ellos, está sublimada y espiritualizada por un misticismo que se inspira en las enseñanzas del Sermón de la Montaña, acogidas éstas como verdades que deben ser vividas en la vida real.
6. (a) Cuando un hogar cristiano, o una comunidad, ha sido organizada sobre la aceptación voluntaria de los deberes y responsabilidades sociales de cada miembro, sobre la obediencia a una autoridad y, más aún, sobre la disciplina continua de trabajo y auto negación, el siguiente paso en la regeneración de los miembros, en su conversión a Dios, es la oración. La Regla habla directa y explícitamente de la oración pública. A ella le asigna Benito los salmos y cánticos, con lecturas de la Sagrada Escritura y de los Padres. Dedica 11 de los 27 capítulos de su Regla a la normatividad de la oración pública. Es característico de la libertad de su Regla, y de la “moderación” del Santo, que él concluye sus cuidadosas enseñanzas diciendo que si algún superior no está de acuerdo con lo que él indica puede libremente modificarlo. Únicamente insiste en que todo el salterio debe ser recitado en una semana. Añade que la práctica de los Santos Padres era indiscutiblemente “recitar en un solo día lo que nosotros, los tibios monjes, apenas hacemos en una semana” (Ibid. 18). Por otra parte, advierte en contra del celo excesivo al establecer la regla general de que “la oración hecha en comunidad siempre debe ser breve” (Ibid.. 20). Es muy difícil sistematizar la enseñanza de san Benito acerca de la oración, sobre todo porque, desde su perspectiva acerca del carácter cristiano, la oración es algo que debe coexistir con la vida toda, y la vida, a su vez, no es completa si no está empapada por la oración.
(b) San Benito llama “el primer grado de humildad” a la oración que cubre todas nuestras horas de vigilia. Consiste en estar en presencia de Dios (Ibid. 7). El primer paso se da cuando lo espiritual se une a lo meramente humano, o, como lo expresa el Santo, es el primer escalón de una escalera que va del cuerpo al alma. La habilidad para practicar este tipo de oración se refuerza con el cuidado del “corazón”, sobre el que insiste frecuentemente el Santo. El corazón se libra de la disipación resultante de las relaciones sociales gracias al hábito mental de ver a Jesucristo en todos los demás. “Hay que servir en todo al enfermo como si fuera el mismo Cristo” (Ibid.. 36). “Que los visitantes que se acerquen a nosotros sean recibidos como Cristo” (Ibid.. 53). “Ya seamos libres, ya esclavos, todos somos uno en Cristo y tenemos igual rango en el servicio de Nuestro Señor” (Ibid.. 2)
(c) En segundo lugar está la oración. Esta debe ser breve y se debe decir en intervalos durante la noche y en siete distintas ocasiones durante el día, de modo que, de ser posible, no se darán largos intervalos sin que haya una llamada a la oración formal, vocal (Ibid.. 16). El lugar que Benito da a la oración pública, común, se puede describir diciendo que él la estableció como el centro de la vida comunitaria a la que se vinculan sus monjes. Se trata nada menos que de la consagración, no del individuo, sino de la comunidad entera a Dios a través de la repetición diaria de actos públicos de fe, de alabanza y de adoración al Creador. Este acto público de culto a Dios, este “opus Dei”, debería ser la tarea principal de sus monjes, a la vez que la fuente de la que todas las demás faenas tomaran su inspiración, dirección y fuerza.
(d) En último lugar está la oración privada. Sobre ella no da ninguna norma el Santo. Debe apegarse a los dones personales: “Si alguno desea orar en privado, déjesele ir en silencio al oratorio a orar, no en voz alta, sino con lágrimas y fervor de corazón” (Ibid.. 52). “Nuestra oración debe ser breve y con pureza de corazón, aunque puede ser prolongada por la inspiración de la gracia divina” (Ibid.. 20). Si san Benito no da más normas acerca de la oración privada es porque toda la condición y el modo de vida asegurado por la Regla, así como el carácter derivado de la observancia de esta última, conduce naturalmente a estados más elevados de oración. El Santo escribe: “Tú, quienquiera que tengas prisa por ir hacia la Patria Celestial, cumple con la ayuda de Cristo esta pequeña regla que he escrito para los principiantes, y a la larga llegarás, bajo la protección de Dios, a las altas cimas de la doctrina y virtud de las que hablamos más arriba” (Ibid. 73). Refiere Benito al lector a los Padres, a Basilio y a Casiano para guía acerca de esos estados más elevados.
De este corto examen de la Regla y su sistema de oración, parece obvio que describir la orden benedictina como contemplativa es un error, si es que se usa el término en su acepción técnica moderna, que excluye el trabajo activo. Lo “contemplativo” indica una forma de vida marcada por diferentes circunstancias y con un propósito distinto al de san Benito. La Regla, incluyendo su sistema de oración y la salmodia pública, está hecha para toda clase de mentes y para cada grado de conocimiento. No sólo fue redactada para los cultos y para las almas avanzadas en la perfección, sino que organiza y dirige completamente la vida de las personas sencillas y los pecadores, para que puedan cumplir los mandamientos y comenzar una vida de bien. “Hemos escrito esta Regla- escribe san Benito- para que a base de cumplirla en los monasterios podamos demostrarnos a nosotros mismos que tenemos un cierto grado de bondad en la vida y el inicio de la santidad. Pero para aquellos que desean acelerar su camino a la perfección de la religión, ahí están las enseñanzas de los Santos Padres, cuyo seguimiento puede llevar a los hombres al culmen de la perfección” (Ibid.. 73). Antes de abandonar el tema de la oración será bueno señalar de nuevo que al ordenar la recitación pública y el canto del salterio, san Benito no estaba poniendo sobre sus monjes obligaciones claramente clericales. El salterio era la forma común de oración de todos los cristianos. No debemos ver en la Regla algunas características que edades posteriores y la disciplina han convertido en algo inseparable de la recitación pública del Oficio Divino.
Podemos ahora retomar la historia de san Benito. No sabemos cuánto tiempo permaneció en Subiaco. El Abad Tosti conjetura que debe haber sido hasta el año 529. De esos años san Gregorio se contenta con narrar algunas historias que describen la vida de los monjes y el carácter y gobierno de san Benito. Esta última función la realizó san Benito al intentar llevar a cabo en los doce monasterios su concepto de vida monástica. A partir de la Regla podemos intentar completar muchos detalles. Por experiencia propia y por su conocimiento de la historia del monacato, Benito sabía que la regeneración del individuo, fuera de casos excepcionales, no se logra a través de la soledad, ni de la austeridad, sino siguiendo el camino trillado del instinto social del hombre, con sus condiciones necesarias de obediencia y trabajo. Sabía también que ni la mente ni el cuerpo pueden ser sobrecargados en su esfuerzo de evitar el mal (Ibid.. 64). Por eso en Subiaco no encontramos solitarios, ni eremitas conventuales, ni grandes austeridades, sino únicamente varones reunidos en comunidades organizadas con el objeto de llevar vidas buenas, trabajando en lo que les llegaba a sus manos: portando agua hasta la cima de pronunciadas montañas, haciendo faenas de casa, construyendo los doce claustros, limpiando el terreno, haciendo jardines, enseñando a los niños, predicando a los campesinos, leyendo y estudiando al menos cuatro horas diarias, acogiendo a los forasteros, recibiendo y entrenando a los nuevos monjes, participando en las horas regulares de oración, recitando y cantando el salterio. La vida de Subiaco y el carácter de san Benito atrajeron a muchos a los nuevos monasterios, pero con los números cada vez mayores, y su creciente influencia, llegaron también inevitablemente los celos y las persecuciones, que alcanzaron su punto culminante cuando un sacerdote vecino intentó escandalizar a los monjes llevándoles una mujer desnuda para que bailara en el patio del monasterio donde residía san Benito (Dial. San Gregorio, 8). Para proteger a sus seguidores de ulteriores persecuciones, Benito abandonó Subiaco y se dirigió a Monte Casino. .
Sobre la cima de Monte Casino “había una antigua capilla en la que la gente simple del campo, según la costumbre de los antiguos gentiles, daba culto al dios Apolo. Alrededor y sobre ella, en todos lados, había madera para el servicio de los demonios, y en ella, hasta ese día, la loca multitud de infieles ofrecían los más perversos sacrificios. El hombre de Dios, acercándose, hizo pedazos el ídolo, destruyó el altar y puso fuego a la madera, y en lo que había sido el templo de Apolo construyó el oratorio de san Martín; donde había estado el altar del mismo Apolo construyó un oratorio para san Juan. Gracias a su continua predicación llevó a los pobladores de la región a abrazar la fe cristiana” (Ibid.. 8). Fue en este sitio que el Santo edificó su monasterio. Su experiencia de Subiaco le había aconsejado cambiar sus planes, por lo que en esta ocasión en vez de construir varias casas, con una comunidad pequeña en cada una, puso a todos los monjes en el mismo monasterio y cuidó de su gobierno nombrando a un prior y varios decanos (Regla, 65, 21). En la Regla- que probablemente fue redactada en Montecasino- no encontramos pista alguna que nos ayude a entender porqué construyó esos doce monasterios en Subiaco. La vida de la que hemos sido testigos en Subiaco se reanudó en Montecasino, pero el cambio de la situación y de las condiciones locales produjeron una modificación en el trabajo adoptado por los monjes. Subiaco es un valle lejano, perdido en las montañas y de difícil acceso. Casino está en una de las carreteras más transitadas del sur de Italia, y no está lejos de Capua. Eso ocasionó que el monasterio estuviera más en contacto con el mundo exterior. Pronto se convirtió en un centro de gran influencia en un distrito muy poblado, en el que había varias diócesis y otros monasterios. Los abades llegaban a consultar a Benito. Había visitas continuas de gentes de toda clase, y entre los amigos de Benito se contaban nobles y obispos. Había también en la cercanía monasterios de monjas a los que los monjes acudían para predicar y enseñar. Hay un poblado cercano en el que Benito predicó e hizo muchos conversos (Dialog. San Gregorio, 19). El monasterio se convirtió en un protector de los pobres y su garante (Ibid.. 13), su refugio en la enfermedad, en las angustias, en los accidentes y en la necesidad.
Durante la vida del Santo hay una cosa que siempre ha permanecido como una característica inmutable de las casas benedictinas: sus miembros aceptan cualquier trabajo que se adapte a sus circunstancias peculiares; el que sea dictado por sus necesidades. Así encontramos a los benedictinos enseñando en escuelas pobres y en universidades, practicando las bellas artes y haciendo faenas de agricultura, teniendo cuidado de las almas o consagrándose enteramente al estudio. Ninguna labor es ajena al benedictino, con la condición de que sea compatible con la vida comunitaria y con el rezo del Oficio Divino. Tal libertad de elección laboral es indispensable en una Regla que tenía el propósito de ser útil para en tiempo y lugar, pero sobre todo era el fruto natural de la perspectiva de san Benito, lo que lo hace diferente de los fundadores de órdenes religiosas posteriores. Éstos tenían en mente un trabajo especializado al que deseaban que se dedicaran sus seguidores. El objetivo de san Benito era crear una Regla que pudiera ser observada por cualquiera que quisiera seguir los consejos evangélicos, en la vida, en la oración y en el trabajo, para salvar su alma. La narración que hace san Gregorio del establecimiento de Montecasino únicamente nos da pequeñas pinceladas desconectadas de escenas que dibujan la vida diaria de la vida monacal. Hay algunos datos biográficos novedosos. Desde Montecasino san Benito fundó otro monasterio cerca de Terracina, en la costa, como a cuarenta millas de distancia (Ibid.. 22). Añadiremos el don de la profecía a la sabiduría de la larga experiencia y a las maduras virtudes de la santidad. San Gregorio nos da muchos ejemplos. Entre estos, el caso más celebrado es el de la visita de Totila, Rey de los Godos, en el año 543, cuando el Santo lo “regañó por sus malas acciones y en pocas palabras le advirtió sobre todo lo que le iba a suceder, diciéndole: “Haces diariamente mucho mal, y has cometido muchos pecados; abandona ya tu vida de pecado. Entrarás a la ciudad de Roma, y cruzarás el mar; has de reinar nueve años y al décimo dejarás esta vida mortal”. Al oír esas palabras, el Rey se atemorizó, y se alejó, deseando que el santo varón hiciera oración a Dios por él. Desde entonces nuca fue tan cruel como antes. Poco después fue a Roma, viajó por mar a Sicilia, y al décimo año de su reinado perdió el reino y la vida (Ibid.. 15).
La fecha de la visita de Totila a Montecasino, 543, es la única fecha de la vida del Santo de la que tenemos certeza. Debe haber acontecido cuando Benito ya era de edad avanzada. Como otros biógrafos, el Abad Tosti data la muerte del Santo en ese mismo año. Poco antes de su muerte oímos hablar por primera vez de su hermana Escolástica. “Ella había sido dedicada al Señor desde su infancia, y llegaba a visitar a su hermano cada año. Y el hombre de Dios se alejaba un poco de la puerta, a un sitio que pertenecía a la abadía, para platicar con ella” (Ibid.. 33). Su último encuentro sucedió tres días antes de la muerte de Escolástica, en un día “en que el cielo estaba tan claro que no se veía ninguna nube”. La hermana le rogó a Benito que pasaran la noche juntos, pero “nada lo hizo acceder a ello, diciendo que por ningún motivo podía él pasar la noche fuera de la abadía... La monja, habiendo oído la negación de su hermano, juntó sus manos, las colocó sobre la mesa e, inclinándose sobre ellas, oró a Dios Todopoderoso. Al levantar la cabeza de la mesa, súbitamente se desató una terrible tempestad de rayos y truenos, y tan copiosa lluvia, que ni el venerable Benito, ni los monjes que lo acompañaban, pudieron sacar la cabeza fuera de la puerta” (Ibid.. 33).Tres días después “Benito observó cómo el alma de su hermana, separada de su cuerpo, en forma de paloma, ascendía al cielo. Lleno de regocijo de ver su gran gloria, dio gracias Dios todopoderoso con himnos y alabanzas, y comunicó la noticia de la muerte de su hermana a los monjes, a quienes mandó llevar su cadáver a la abadía, para enterrarlo en la tumba que él había preparado para si mismo” (Ibid.. 34). Debe haber sido por ese mismo tiempo que Benito tuvo esa maravillosa visión, en la cual él estuvo tan cerca de ver a Dios cuanto es posible a un ser humano en esta vida. Los santos Gregorio y Buenaventura dicen que Benito vio a Dios y que en esa visión de Dios también vio todo el mundo. Santo Tomás niega que eso haya sido posible. Sin embargo, Urbano VIII no duda en afirmar que “el Santo, aún estando en esta vida, merecía ver a Dios en persona y, en Él, todo lo que está bajo Él”. Si no fue al Creador a quien vio, ciertamente vio la luz que reside en el Creador, y en esa luz, dice san Gregorio: “vio todo el mundo reunido como si estuviera bajo un rayo de sol. Al mismo tiempo vio el alma de Germano, Obispo de Capua, siendo llevado por los ángeles al cielo en un globo de fuego” (Ibid. 35). Una vez más se le revelaron las cosas escondidas de Dios, y él avisó a sus hermanos, tanto “a los que habían vivido con él diariamente como a los que vivían lejos” de su próxima muerte. “Seis días antes de morir dio órdenes de que se abriera su sepulcro y siendo preso de una calentura, con tremenda fiebre comenzó a perder el sentido. Como la enfermedad empeorase día a día, al sexto día ordenó a sus monjes que lo llevaran al oratorio, en donde se armó por la recepción del Cuerpo y sangre de Nuestro Salvador Jesucristo. Sostenido por los brazos de sus discípulos, se irguió con los brazos hacia el cielo, y orando de esa manera entregó su espíritu” (Ibid, 37). Fue sepultado en la misma tumba que su hermana “en el oratorio de San Juan Bautista, que él mismo había edificado cuando derribó el altar de Apolo” (Ibid). Existen ciertas dudas sobre si los restos del Santo reposan en Montecasino, o si fueron llevados a Fleury. El Abad Tosti, en su “Vida de San Benito”, discute ese punto con profundidad (cap. XI) y decide la controversia a favor de Montecasino.
Quizás los rasgos más notables de san Benito sean su profundo y amplio sentimiento humano y su moderación. Lo primero se revela en muchas anécdotas registradas por san Gregorio. Lo vemos en su simpatía y cuidado por el más sencillo de los monjes; su prisa por ayudar al pobre godo que había perdido su azada; su pasar horas durante la noche en la montaña para evitar a sus monjes la carga de acarrear agua y así quitar de sus vidas una “causa justa de molestia”; quedarse tres días en un monasterio para enseñar a uno de los monjes a “quedarse quieto durante la oración como los demás monjes”, en vez de salirse de la capilla y vagar por ahí “buscando ocuparse en asuntos terrenales y pasajeros”. Permite al cuervo del bosque vecino acercarse diariamente, mientras los demás están cenando, para alimentarlo él mismo. Su pensamiento siempre está con los ausentes. Sentado en su celda sabe que Plácido ha caído en un lago; tiene una visión en la que acontece un accidente a unos constructores y les manda avisar; en espíritu y en una especie de presencia real, está con sus monjes “comiendo y refrescándose” durante un viaje de estos últimos, con su amigo Valentiniano de camino al monasterio, con un monje recibiendo de las monjas un regalo, con la nueva comunidad de Terracina. A lo largo de la narración de san Gregorio, siempre aparece como el mismo hombre amante de la paz, quieto, gentil, digno, fuerte, que gracias a la sutil fuerza de su simpatía se convierte en el centro de las vidas e intereses de todos los que lo rodean. Lo vemos en el templo con sus monjes, durante la lectura, a veces en los campos, pero más normalmente en su celda donde los mensajeros frecuentemente lo hallan “llorando silenciosamente en su oración”, y durante las horas de la noche de pie “junto a su ventana en la torre, ofreciendo a Dios sus oraciones”. A veces también, como lo descubrió Totila, está sentado fuera de la puerta de su celda, o “ante el portón del monasterio, leyendo un libro”. Benito nos ha dejado un retrato de si mismo en su descripción del abad ideal (Regla, 64):
“Es propio del abad estar siempre haciendo algo bueno a favor de sus hermanos, en vez de presidir sobre ellos. Debe por tanto, estar educado en la ley de Dios, para saber cuándo debe sacar cosas nuevas y viejas; debe ser casto, sobrio y misericordioso, siempre prefiriendo la misericordia que la justicia, para que él también obtenga misericordia. Odie el pecado y ame a sus hermanos. Aún al corregirlos, actúe con prudencia, sin ir muy lejos, porque un afán desmedido de quitar aprisa la herrumbre puede causar que se rompa el vaso. Nunca pierda de vista su propia fragilidad y recuerde que no se debe romper la vara raspada. Con lo cual no queremos decir que se debe soslayar el vicio, sino que debe erradicarlo con prudencia y caridad, en la forma más conveniente a cada persona, como ya dijimos. Busque mejor ser amado que temido. Que no sea violento o demasiado ansioso; ni exigente u obstinado; ni celoso o suspicaz. Porque si no lo hace así, jamás podrá descansar. Al dar órdenes, ya temporales ya espirituales, siempre hágalo en forma prudente y considerada. Cuando deba imponer trabajos, sea discreto y moderado, teniendo en mente la discreción del santo Jacob cuando dijo: “Si canso demasiado a mi rebaño, todas las ovejas perecerán en un día”. Con tales testimonios sobre la discreción, la madre de todas las virtudes, sacados de estas o parecidas palabras, siempre actúe moderadamente, de modo que el fuerte siempre tenga algo porque luchar y el débil nada de que temer”.
Fuente: Ford, Hugh. "St. Benedict of Nursia." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/02467b.htm>.
Traducido por Javier Algara Cossío
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