El
corazón de María consoladora, Paráclito85 y nutricio de la Iglesia
vivió siempre en un crecimiento constante en la caridad, que fue más
rápido después de la Pascua de su Hijo. Teniendo siempre delante de los
ojos “la figura de Jesucristo crucificado” (cf. Gál 3, 1) y viendo sin
cesar, en la Iglesia, los poderosos efectos de su Resurrección (cf. Ef
3,20), llevó una vida de “dolor y de muerte (...) El amor hace nacer su
dolor, y este dolor debía darle la muerte; y el amor venía en su auxilio
para hacerla vivir con el fin de hacer vivir también al dolor (...)
Siempre veía a Jesucristo en las agonías de la Cruz; siempre tenía no
tanto los oídos sino el fondo del alma atravesado por ese último grito
de su Bien amado espirante; grito verdaderamente terrible y capaz de
desgarrar el corazón”, dice magníficamente Bossuet87. Su Corazón
inmaculado, que no había merecido la muerte, moría, a diario (1 Cor 15,
31), de amor por Cristo Crucificado; mucho más que San Pablo, María
podía decir: “estoy crucificada con Cristo”(Gál 2, 19). El mismo amor
que hacía palpitar su Corazón virginal en unión con la Pasión de Cristo,
detuvo sus latidos en una muerte física en el preciso instante en que
llegaba, en su último acto de libertad, a su punto culminante: en el
momento de la muerte María era “más llena de gracia, más santa, más
bella, más divinizada, incomparablemente más que los más grandes santos o
los ángeles más sublimes, separados o reunidos”88, y también más llena
de amor. Que el corazón de María murió, es una verdad cierta enseñada
por el Magisterio ordinario de la Iglesia89. Una verdad llena de
enseñanzas salvíficas para la vida del pueblo de Dios, y que la Iglesia
podría inclusive definir solemnemente si lo juzga oportuno. Para el fin
que nos proponemos aquí, ilustrémosla, ayudados de la liturgia bizantina
y de San Juan Damasceno. El Corazón de María no murió como los otros,
porque su muerte fue privilegiada en su causa, en su naturaleza y en sus
efectos. Su causa: “no es de asombrarse que la Virgen salvadora del
mundo haya muerto, si el mismo Creador del mundo murió en la carne”90;
no convenía que María, criatura de Cristo y redimida por Él, fuese
preservada de la muerte. María no es Dios, sino la Madre de Dios “que no
saca de ella el nacimiento intemporal de su divinidad”, “no la llamamos
diosa – muy lejos de nosotros esas fábulas de la impostura griega -
puesto que anunciamos su muerte”, y es precisamente por ello que “la
reconocemos como Madre del Dios encarnado”91; la muerte de María viene a
confirmar el carácter histórico del dogma mariano, muy lejano de
cualquier docetismo. ¡“Murió, pues, la fuente de la vida, la Madre de mi
Señor! Sí, hacía falta que el ser formado de la tierra retornase a la
tierra y por esta vía subiese al cielo (...)”92. Su naturaleza: “¡Oh
incomparable tránsito que te valió la gracia de emigrar hacia Dios!
Porque si esta gracia es concedida por Dios a todos los servidores que
tienen su espíritu, sin embargo la diferencia es infinita entre los
esclavos de Dios y su Madre. Entonces, ¿cómo llamaremos a este misterio
que se verifica en ella? ¿Una muerte? Pero si tu alma toda santa y
bienaventurada es separada de un cuerpo bendito e inmaculado, y ese
cuerpo es depositado en la tumba; no permanece en la muerte y no es
destruido por la corrupción. Por aquella, cuya virginidad permaneció
intacta después del parto, al partir de esta vida, el cuerpo fue
conservado sin descomposición y colocado en una morada mejor y más
divina, lejos de los alcances de la muerte, capaz de durar por toda la
infinidad de los siglos. Tu cuerpo desaparece en la muerte, sin embargo
tú haces brotar para nosotros los raudales inagotables de la vida
inmortal”93. En una palabra, el Corazón de María, Corazón virginal,
murió, pero no conoció la corrupción del cadáver. ¿Cómo imaginarnos los
últimos momentos de María? El doctor de Damasco lo hizo con no menos
esplendor poético que profundidad teológica; he aquí la oración que pone
en labios de María agonizante: “En tus manos, Hijo mío, entrego mi
alma. Recibe mi alma que te es querida y que preservaste de toda falta. A
ti, y no a la tierra, entrego mi cuerpo (...) Llévame cerca de ti, para
compartir tu morada. Me apresuro en regresar a ti, que descendiste
hacía mí suprimiendo toda distancia. En cuanto a mis hijos 94 bien
amados que tú quisiste llamar tus hermanos, consuélalos tú mismo por mi
partida. Agrega a la que ya tienen, una nueva bendición, por la
imposición de mis manos”. Pero la Iglesia peregrinante, piensa el
Damasceno, desea conservar a María : “Quédate con nosotros, tú que eres
nuestro consuelo, nuestra única confortación sobre la tierra. No nos
dejes huérfanos, oh Madre; a nosotros que enfrentamos el peligro por tu
Hijo compasivo. ¡Que podamos guardarte como descanso en nuestros
trabajos, como refresco en nuestros sudores! Si te vas tú, morada de
Dios, déjanos partir contigo a nosotros los llamados tu pueblo a causa
de tu Hijo. En ti tenemos la única consolación que nos ha sido dejada
sobre la tierra. ¡Dichosos de vivir contigo si vives; de seguirte en la
muerte si mueres! ¿Pero qué decimos si mueres? Para ti hasta la muerte
es una vida, y una vida mejor, preferible, sin punto de comparación con
la vida presente. Pero para nosotros ¿la vida seguirá siendo vida si
estamos privados de tu compañía? Tales eran las palabras, concluye S.
Juan Damasceno, que los Apóstoles, “con todo el conjunto de la Iglesia”,
dirigían a la Bienaventurada Virgen95”. Se capta el pensamiento
subyacente a este magnífico lirismo; la Iglesia de todos los tiempos,
hija y pueblo de María, porque es el pueblo de Dios en Jesucristo, debe
reunirse místicamente alrededor del lecho mortuorio de su Madre, para
luego hacerlo en su tumba96 , para morir con ella en el mundo y pasar a
Dios. El diálogo con el corazón agonizante de María forma parte de la
estructura de la vida eclesial. ¿Cómo no van a estar presentes los hijos
de María en la muerte de su Madre? Por esto, como lo exponemos más
adelante97 desearíamos la transformación, en el rito latino, de la
vigilia de la Asunción en fiesta de la Dormición de María (fiesta que
existe en el rito copto). Hay también en el símbolo de la bendición de
María, la conciencia vivida de que muriendo, María no abandona el mundo,
como lo dice claramente la liturgia bizantina: “En tu maternidad
conservaste la virginidad; después de tu Dormición, no abandonaste el
mundo, Madre de Dios; fuiste trasladada a la Vida, tú que eres la Madre
de la Vida, para que por tu intercesión liberes nuestras almas de la
muerte”98. No obstante, lo que está ausente del grandioso pensamiento
del Oriente cristiano, sobre la muerte de María, es la idea de una
ofrenda hecha por María, a través de su Corazón, en unión con la Pasión
de su Hijo para la salvación del mundo: la idea de una muerte
co-sacrificial. Sin embargo, el Damasceno habla, rápidamente por cierto,
de los efectos de la muerte de María: “No fue solamente la muerte quien
te volvió dichosa, sino fuiste tú misma que hiciste resplandecer la
muerte; disipaste su tristeza y mostraste que es alegría”99. La muerte
de María, como un sol, hace resplandecer la nuestra, a la que comunica
su alegría. Para aquella que rompió “los lazos de la muerte”, la muerte
será un puente que conduzca a la vida, un paso a la inmortalidad”100.
San Juan Damasceno, como la liturgia bizantina, afirma la resurrección
de María, lo que subraya nuevamente su muerte previa. “Hacía falta que,
una vez arrojado el peso terrestre y opaco de la mortalidad, la carne
convertida en crisol de la muerte incorruptible, resucitara de la tumba
revestida del brillo de la incorruptibilidad”101, “Tu muerte te
transporta a una vida verdaderamente divina y permanente, oh Inmaculada,
para contemplar en la dicha a tu Hijo y Señor”, comenta la liturgia
bizantina”102. El corazón de María, cuyos latidos se detuvieron por amor
a los hombres mortales, palpita de nuevo, gloriosamente resucitado, con
indefectible amor por la humanidad entera. Se le puede aplicar lo que
dice San Juan Damasceno del cuerpo de María: es este Corazón maternal y
virginal “la fuente de toda resurrección” (to tês pantôn anastaseôs
aition) 103. En el pensamiento del Damasceno, la Asunción se presenta
como una glorificación espiritual y corporal de los méritos del Corazón
inmaculado de María. Espiritual ante todo, coloca sobre los labios de la
Iglesia esta oración elevada a Jesús en favor de su Madre, antes de su
muerte: “¡Desciende, desciende, Oh Soberano, ven a dar a tu Madre la
recompensa que merece por haberte nutrido! Abre tus manos divinas;
recibe el alma maternal, tú que sobre la cruz encomiendas tu espíritu en
las manos del Padre. Dirígele un dulce llamado: me hiciste tomar parte
de tus bienes, ven a disfrutar de lo que me pertenece”104. Glorificación
inclusive corporal de los méritos de la Virgen compasiva: “(María)
debía ser arrancada de la tumba y asociada a su Hijo (...) Hacía falta
que aquella que había contemplado a su Hijo en la cruz y recibido
entonces en el Corazón (egkardion) la espada de dolor que le había
ahorrado en su nacimiento, lo contemplara sentado al lado de su
Padre.105 Vemos entonces que el Corazón de María mereció -mérito de
conveniencia- su propia glorificación privilegiada en el misterio de la
Asunción. El Doctor de Damasco, que es tal vez más el poeta y el cantor
de la muerte amante de María que de su gloriosa resurrección, y que
parece experimentar, frente a la partida de la Madre de Dios, algo de la
compasión de los medievales frente a los dolores de María al pie de la
Cruz, no concibe que la Iglesia no se reúna en un duelo a la vez triste y
alegre para celebrar el último latido del Corazón mortal de la
Inmaculada y el primer latido de su Corazón inmortal y resucitado. Para
él -las citas que hemos hecho lo muestran suficientemente-, es
indudablemente como Corazón de la Iglesia que el Corazón de María muere y
resucita: muerto por y para los pecados de los hombres; resucitado por
el despliegue pleno de su justificación, con el fin de que María pudiese
interceder físicamente por ellos. (Cf. Rm 14, 7-9). Y “ella murió por
todos, con el fin de que los vivos no vivan más para ellos mismos, sino
por aquella que murió y resucitó por ellos” (cf. 2 Co 5, 15). María
puede decir a todos “Hágannos un lugar en sus corazones (...) están en
mi corazón para vida y para muerte (cf 2 Co 7, 2-3). La resurrección
gloriosa del Corazón de María, como lo ha dicho muy bien el padre
Schillebeeckx a propósito de la Asunción, es “la cumbre de la eminente
redención de María; marca nuevamente el carácter único de su sublime
redención”, al mismo tiempo que es la condición de su parte privilegiada
en la distribución de los frutos de la Redención. “María, dice además
el teólogo dominico, participa por su Asunción en el poder de Jesús como
Señor. Su resurrección es en ella la “puesta en potencia” de su
maternidad hacia los hombres (cf. Rm 1,4). La realeza de la Virgen es el
fruto por excelencia de su redención y de su colaboración en la
redención; es participación en la glorificación de su Hijo sentado a la
derecha del Padre, como Redentor de María y del Mundo”106. Para
nosotros, seres corporales, que no vemos nuestras almas inmortales, el
aspecto más sensible del misterio de la Asunción concierne al cuerpo de
María; pero para María el punto decisivo es relativo a su alma. La
glorificación de María es ante todo, la entrada inmediata, en el momento
de la muerte, de su alma inmortal en el acto único, permanente y
definitivo de la visión cara a cara de su Hijo y Creador. Aquí, abajo,
el alma de María no veía - al menos no habitualmente - la divinidad de
su Hijo, en la que creía como nosotros, pero más que nosotros. Para
ella, el instante de la muerte física es también el de la inefable
sorpresa espiritual concerniente a la misteriosa Persona divina de su
Hijo, oculta hasta ese momento. El Corazón de María descubre la persona
de su Hijo que es Luz y Amor. Pero el instante de la muerte es también,
para la Virgen Santa, aquello que marca, con el término de su único
trayecto terrestre (He 9, 27; LG 48, 59) la imposibilidad de hacer en el
futuro nuevos actos meritorios de libertad. Bendita imposibilidad, más
importante que la ausencia de toda corrupción en su cuerpo muerto,
separado de su alma. Tal como cada uno de nosotros debe aceptar los
límites inherentes a su condición de criatura, María comulga, en alegría
y en acción de gracias, con la voluntad de las tres Personas divinas,
eliminando de manera irrevocable su posibilidad de crecer en la caridad y
de merecer nuevos incrementos de gloria celeste. Límite interno de su
libertad, coincidente con el alcance bienaventurado del punto culminante
del poder de esta libertad; a saber, su grado definitivo e insuperable
de caridad por su Creador y Redentor. Para María, la hora de la muerte
implica el descubrimiento de la Trinidad bienaventurada, presente en las
más íntimas profundidades de su alma desde su Concepción inmaculada;
visión de la eterna generación de su Hijo por el Padre y de la eterna
espiración del Espíritu de amor por el Padre y el Hijo, que une el
ósculo de este Espíritu. Descubrimiento pleno: ha caído el velo del
cuerpo. La vida entera de María fue un peregrinaje de fe, de esperanza y
de caridad en medios de las angustias y de los sufrimientos; una
carrera velozmente e intensamente amante (cf. 1 Co 9, 24-27). Su alma,
ontológicamente inmortal, no conoció nunca la muerte del pecado:
sobrenaturalmente inmortal, mereció para su cuerpo una resurrección
anticipada. Este mérito conoció dos momentos claves: - por un lado,
María mortal, consintiendo en la Encarnación confiere al Verbo eterno
una carne mortal para la salvación de todos aquellos que han muerto en
Adán, como consecuencia de su pecado; Agustín lo comprendió: para él,
Cristo debe a María la posibilidad misma de morir por nuestra salvación,
puesto que recibió y asumió de ella una naturaleza mortal; - por otro
lado, para San Francisco de Sales (sermón 61), María murió de la herida
mortal del amor recibido al pie de la Cruz; su muerte, intencionalmente
presente, aceptada y ofrecida al pie de la Cruz, forma parte de su
cooperación única con el único Redentor. En dependencia de Él y gracias a
Él, mereció nuestra salvación y de esta forma, muriendo con Él, nos
engendró - nueva Raquel - (cf Gn 35, 16-19) en la vida eterna. Concebido
de esta manera, el misterio de la muerte de María está en cierta manera
integrado en el misterio de su Asunción gloriosa y abarca casi todo el
tiempo de la Iglesia terrestre por sus implicaciones y consecuencias. El
corazón, la inteligencia y la voluntad de la Inmaculada Madre de Dios
ven y aman al Cristo total, que incluye su cuerpo social y místico, la
Iglesia, pero no totalmente, en el sentido que la infinitud divina del
Salvador permanece incomprensible para María glorificada; es decir no
puede ser comprendida y amada por su Madre tanto como es cognoscible y
amable. Jesús trasciende a María eternamente. Nuestra hermana no puede
penetrar, dice Suárez, ni todos los pensamientos ni todos los actos
interiores de su humanidad, que también la sobrepasa. Sin embargo,
durante su exilio terrestre, aceptando desconocer todo lo irrelevante
para el ejercicio de su misión, María mereció conocer ahora - en el
Verbo, su Hijo, visto cara a cara - nuestras miserias y considerarlas en
su misericordiosa y poderosa intercesión, más poderosa que aquí abajo.
Conoce en nosotros nuestras oraciones y ora con nosotros y por nosotros,
supliendo su indignidad y su enfermedad de tal manera que todo recae en
su gloria, en la de su Hijo y en la nuestra. En otros términos, en el
Corazón resucitado de María, como en los otros elegidos, pero más, el
acto de la visión beatífica apunta también sobre objetos secundarios,
vistos en el objeto primario, el Dios uno y trino. Por consecuencia,
María no conoce sólo de manera global los peligros a los que estamos
expuestos sino, además, de manera particular las necesidades
espirituales de cada uno de nosotros. Orando por la salvación de sus
hijos terrestres, María ora en ese mismo acto por el cumplimiento pleno
de su propia beatitud accidental (aquella que deviene de las otras
criaturas racionales); conoce además, en el seno de su gloria, su
carencia actual y su plenitud futura. El Corazón de María permanece en
una especie de carencia en tanto el número de los elegidos no sea
completado (cf. Ap 6,11). María, necesitada de nosotros para la plenitud
de su propia alegría, nos atrae sin cesar hacia ella, por su piedad por
nosotros. Los que recitan los misterios del Rosario han tenido esta
dichosa experiencia. Es lo que el Misal mariano expresa en el prefacio
de la fiesta de María Reina del Universo:
“La Virgen María, tu humilde servidora soportó el dolor y la afrenta
de la cruz de su Hijo, tú la elevaste por encima de los Ángeles, ella
reina en la gloria con Cristo, intercediendo por todos los hombres,
Abogada de gracia y Reina del universo”
Muriendo por amor a nosotros y resucitando por nuestra justificación, el Corazón de María no deja de querer encaminarnos hacia la visión de su Hijo, hacia una camaradería corporal con Él.
NOTAS:
85. Cf. S. Ireneo, Démonstration de la prédication apostolique, § 33; ver los comentarios de P. D. Unger, O. F. M. Cap. : Iræni doctrina de Maria socia Jesu in recapitulationes (Maria et Ecclesia, Roma, 1959, t IV, pp. 85-91) sobre la frase de S. Ireneo: “Virgo virginis advocata”.S.J.(D.II,8) llama a María: Nuestra consolación”, “emetera paraklesis”.
87. Bossuet, Sermon II sur l`Assomption, 1er punto, Lebarcq, T, IV.
88. Discurso de Pío XII del 13 de mayo de 1946 (mensaje radiofónico en Fátima).
89. Cf. J. Galot, S.J. Maria, Beauchesne, 1964, que consagra 20 páginas al análisis teológico provocado por la muerte de María, y nos da a continuación una abundante bilbiografía (191-211, 234-7). A la luz de los tránsitos, hay que considerar como un hecho histórico la muerte de María (Maria, t. VI, pp.135-145-6, 153).
90. Maitines de la Asunción de la liturgia del rito bizantino: ver el texto en Mercenier, Prières des Églises du rite byzantin, Amay, 1939, t. II, p.303.
91. S. J. Damasceno, D. II,11 (V, 161-3). No hemos podido consultar el trabajo de G. Chevalier, La Marialogie de S.J. Damascène, Orient. Christ. Analecta, CIX, Rome, 1936.
92. S. Juan Damasceno, D. III, 3(V, 187).
93. S. J. Juan Damasceno, D. I, 10 (V, 109). Se notará que el Damasceno no dice explícitamente, sino que parece insinuar, casi, que es por esa misma muerte que María hace brotar para nosotros la fuente de la inmortalidad.
94. Tenemos aquí dos afirmaciones de la maternidad de María que consideramos claras. Parecen haberse escapado, a pesar de su perspicacia, al investigador Mons. Jouassard: no remarcó más que aquella que señalamos en segundo lugar (la primera en el texto del S. Doctor: D. II,8). Pero traduce el texto de tal manera que concluye en lo que parece ser un verdadero contrasentido: “No nos dejes huérfanos, expuestos al peligro, tú, la Madre de tu Hijo lleno de compasión” y puede concluir así que la idea de maternidad espiritual está ausente, en el plano explícito, en el Damasceno (Études Mariales, Maternité spirituelle de Marrie, I,Lethielleux, 1959, p. 78). La traducción del P. Voulet, que hemos utilizado, nos parece que toma en cuenta de mejor manera el concepto original griego: de una parte, si los Apóstoles dirigiéndose a María muriente para pedirle permanecer con ellos, le piden no dejarlos huérfanos, e inmediatamente después la dicen Madre, y es de cree que la consideraban como su Madre (a los ojos del Damasceno); de otro lado, el verbo “pokinduneuo” se construye con el genitivo y permanece sin complemento en la traducción de Mons. Jouassard. La traducción, posterior, del P. Voulet (aparecida en 1962) nos parece más fiel. De una manera más general, parece que un estudio serio del contenido teológico de los transitus (cf. Maria, VI, 73-156, el brillante estudio de Cothenet) conducirá a percibir que la afirmación de la maternidad espiritual estuvo ya consignada en sus escritos más tempranos, precisamente con ocasión de la descripción de la muerte de María. Voulet (op. Cit., p. 30) muestra cuál fue el discernimiento para usarlos a propósito de la muerte de María. ¿Por qué no deberle a ellos también, su enseñanza sobre la maternidad espiritual? Remarquemos, finalmente, que la súplica recogida por el Damasceno en D.II, 8 (cf, el texto citado en nuestro 89) es dirigida a la madre de Dios no sólo por los Apóstoles, sino también por “la multitud de santos vivos que la rodeaban”. Esto, tal vez, y a pesar de Jouassard (op. Cit. P.77, nota 96) no es una creación de los Apócrifos, sino la afirmación a través de ellos de una tradición eclesial, parecida a ese “antíquísimo relato (de la muerte de María) que hemos recibido de padres a hijos” (S. Juan Damasceno, D, II,4). Cf A. Rivera, En Ephemerides Marialigicæ, 1957. 359 ss.
95. S. Juan Damasceno, D, II, 8-9 (V, 145-7)
96. El Doctor de Damas termina su última homilía sobre la muerte y la Asunción de Maria, pronunciada en Getsemaní, delante de la tumba de la Virgen, con este asombroso desenlace: “Todos en espíritu dejamos este mundo con Aquella que se va. ¡Sí, por el impulso del corazón, descendamos todos también con Aquella que desciende a la tumba! (...) Coloquémonos alrededor de la tumba inmaculada, y consigamos la gracia divina. ¡Vengan para abrazarnos en espíritu y llevemos el cuerpo siempre virginal! Entremos al sepulcro, muramos con ella, rechazando las pasiones del cuerpo, pero vivamos con ella una vida sin codicia y sin mancha” (D. III, 52; V, 193-5). (Hay que recordar que cuando pronunció esta homilía el Doctor de Damas era ya un anciano por lo que su propia tumba debía parecerle como abierta a sus pies. ). Y el Damasceno compara la tumba de María “llena de gloria” con un “recinto de bodas”desde donde ella se eleva hasta las bodas, “después de legar su misma tumba como lecho nupcial a aquellos que permanecen la tierra, para procurar “no la unión de los cuerpos, sino la vida de las almas santas; es decir estar en presencia de Dios, condición mejor y más dulce que toda otra” (D, III,2). Dicho de otra manera: la Iglesia de la tierra se reúne delante de la tumba de María como delante del lecho nupcial de su unión con Dios.
97. Ver el anexo.
98. Mercenier, op. Cit., t. II, p.295.
99. S. J. Damasceno, D, I,12 (V, 115).
100. S. J. Damasceno, D, II, 8 (V, 145).
101. S. J. Damasceno, D, III, 3 (V, 187).
102. Mercenier, op. Cit, t.II, p. 301.
103. S. J. Damasceno, D, III, 4 (V, 189).
104. S. J. Damasceno, D, III, 4 (V, 191).
105. S. J. Damasceno, D, II, 14 (159).
106. Schillebeeckx, op. Cit., pp. 82-83 y 96-7. Las últimas reflexiones de Schillebeeckx evocan un texto tal vez poco estudiado de S. Ireneo: “Era necesario y digno de perfeccionar nuevamente a Adan en el Cristo, para que lo que es mortal sea absorbido por la inmortalidad, y Eva en María” (adv. Haer. III, 22, 3-4). Uno se puede preguntar si este texto no insinúa la Resurrección y la Asunción de María como la glorificación de Jesús. En este caso, constituiría uno de los más antiguos testimoni
Bertrand de Margerie S.J.
Muriendo por amor a nosotros y resucitando por nuestra justificación, el Corazón de María no deja de querer encaminarnos hacia la visión de su Hijo, hacia una camaradería corporal con Él.
NOTAS:
85. Cf. S. Ireneo, Démonstration de la prédication apostolique, § 33; ver los comentarios de P. D. Unger, O. F. M. Cap. : Iræni doctrina de Maria socia Jesu in recapitulationes (Maria et Ecclesia, Roma, 1959, t IV, pp. 85-91) sobre la frase de S. Ireneo: “Virgo virginis advocata”.S.J.(D.II,8) llama a María: Nuestra consolación”, “emetera paraklesis”.
87. Bossuet, Sermon II sur l`Assomption, 1er punto, Lebarcq, T, IV.
88. Discurso de Pío XII del 13 de mayo de 1946 (mensaje radiofónico en Fátima).
89. Cf. J. Galot, S.J. Maria, Beauchesne, 1964, que consagra 20 páginas al análisis teológico provocado por la muerte de María, y nos da a continuación una abundante bilbiografía (191-211, 234-7). A la luz de los tránsitos, hay que considerar como un hecho histórico la muerte de María (Maria, t. VI, pp.135-145-6, 153).
90. Maitines de la Asunción de la liturgia del rito bizantino: ver el texto en Mercenier, Prières des Églises du rite byzantin, Amay, 1939, t. II, p.303.
91. S. J. Damasceno, D. II,11 (V, 161-3). No hemos podido consultar el trabajo de G. Chevalier, La Marialogie de S.J. Damascène, Orient. Christ. Analecta, CIX, Rome, 1936.
92. S. Juan Damasceno, D. III, 3(V, 187).
93. S. J. Juan Damasceno, D. I, 10 (V, 109). Se notará que el Damasceno no dice explícitamente, sino que parece insinuar, casi, que es por esa misma muerte que María hace brotar para nosotros la fuente de la inmortalidad.
94. Tenemos aquí dos afirmaciones de la maternidad de María que consideramos claras. Parecen haberse escapado, a pesar de su perspicacia, al investigador Mons. Jouassard: no remarcó más que aquella que señalamos en segundo lugar (la primera en el texto del S. Doctor: D. II,8). Pero traduce el texto de tal manera que concluye en lo que parece ser un verdadero contrasentido: “No nos dejes huérfanos, expuestos al peligro, tú, la Madre de tu Hijo lleno de compasión” y puede concluir así que la idea de maternidad espiritual está ausente, en el plano explícito, en el Damasceno (Études Mariales, Maternité spirituelle de Marrie, I,Lethielleux, 1959, p. 78). La traducción del P. Voulet, que hemos utilizado, nos parece que toma en cuenta de mejor manera el concepto original griego: de una parte, si los Apóstoles dirigiéndose a María muriente para pedirle permanecer con ellos, le piden no dejarlos huérfanos, e inmediatamente después la dicen Madre, y es de cree que la consideraban como su Madre (a los ojos del Damasceno); de otro lado, el verbo “pokinduneuo” se construye con el genitivo y permanece sin complemento en la traducción de Mons. Jouassard. La traducción, posterior, del P. Voulet (aparecida en 1962) nos parece más fiel. De una manera más general, parece que un estudio serio del contenido teológico de los transitus (cf. Maria, VI, 73-156, el brillante estudio de Cothenet) conducirá a percibir que la afirmación de la maternidad espiritual estuvo ya consignada en sus escritos más tempranos, precisamente con ocasión de la descripción de la muerte de María. Voulet (op. Cit., p. 30) muestra cuál fue el discernimiento para usarlos a propósito de la muerte de María. ¿Por qué no deberle a ellos también, su enseñanza sobre la maternidad espiritual? Remarquemos, finalmente, que la súplica recogida por el Damasceno en D.II, 8 (cf, el texto citado en nuestro 89) es dirigida a la madre de Dios no sólo por los Apóstoles, sino también por “la multitud de santos vivos que la rodeaban”. Esto, tal vez, y a pesar de Jouassard (op. Cit. P.77, nota 96) no es una creación de los Apócrifos, sino la afirmación a través de ellos de una tradición eclesial, parecida a ese “antíquísimo relato (de la muerte de María) que hemos recibido de padres a hijos” (S. Juan Damasceno, D, II,4). Cf A. Rivera, En Ephemerides Marialigicæ, 1957. 359 ss.
95. S. Juan Damasceno, D, II, 8-9 (V, 145-7)
96. El Doctor de Damas termina su última homilía sobre la muerte y la Asunción de Maria, pronunciada en Getsemaní, delante de la tumba de la Virgen, con este asombroso desenlace: “Todos en espíritu dejamos este mundo con Aquella que se va. ¡Sí, por el impulso del corazón, descendamos todos también con Aquella que desciende a la tumba! (...) Coloquémonos alrededor de la tumba inmaculada, y consigamos la gracia divina. ¡Vengan para abrazarnos en espíritu y llevemos el cuerpo siempre virginal! Entremos al sepulcro, muramos con ella, rechazando las pasiones del cuerpo, pero vivamos con ella una vida sin codicia y sin mancha” (D. III, 52; V, 193-5). (Hay que recordar que cuando pronunció esta homilía el Doctor de Damas era ya un anciano por lo que su propia tumba debía parecerle como abierta a sus pies. ). Y el Damasceno compara la tumba de María “llena de gloria” con un “recinto de bodas”desde donde ella se eleva hasta las bodas, “después de legar su misma tumba como lecho nupcial a aquellos que permanecen la tierra, para procurar “no la unión de los cuerpos, sino la vida de las almas santas; es decir estar en presencia de Dios, condición mejor y más dulce que toda otra” (D, III,2). Dicho de otra manera: la Iglesia de la tierra se reúne delante de la tumba de María como delante del lecho nupcial de su unión con Dios.
97. Ver el anexo.
98. Mercenier, op. Cit., t. II, p.295.
99. S. J. Damasceno, D, I,12 (V, 115).
100. S. J. Damasceno, D, II, 8 (V, 145).
101. S. J. Damasceno, D, III, 3 (V, 187).
102. Mercenier, op. Cit, t.II, p. 301.
103. S. J. Damasceno, D, III, 4 (V, 189).
104. S. J. Damasceno, D, III, 4 (V, 191).
105. S. J. Damasceno, D, II, 14 (159).
106. Schillebeeckx, op. Cit., pp. 82-83 y 96-7. Las últimas reflexiones de Schillebeeckx evocan un texto tal vez poco estudiado de S. Ireneo: “Era necesario y digno de perfeccionar nuevamente a Adan en el Cristo, para que lo que es mortal sea absorbido por la inmortalidad, y Eva en María” (adv. Haer. III, 22, 3-4). Uno se puede preguntar si este texto no insinúa la Resurrección y la Asunción de María como la glorificación de Jesús. En este caso, constituiría uno de los más antiguos testimoni
Bertrand de Margerie S.J.
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