D. Ruiz BUENO ha publicado las
Cartas de San Jerónimo en
edición latina y castellana, BAC nn.
219 y 220, Madrid 1962; de esta edición tomamos las cartas que siguen.
Carta
de Jerónimo a los anacoretas; de antes de retirarse al
desierto de Calcis, en el 374.
¡Cuánto, cuánto me holgara de hallarme ahora entre vosotros
y, aunque estos ojos míos no merecen mirarla, abrazar, con todo el júbilo de mi
alma, vuestra admirable compañía! Ahí contemplaría un desierto más deleitoso que
cualquier ciudad; vería lugares desamparados de moradores, sitiados, a manera de
un paraíso, por ejércitos de santos. Pero mis culpas han hecho que una cabeza
cargada de todo linaje de crímenes no se junte con un coro de bienaventurados.
Por eso, yo os suplico, ya que no dudo lo podéis alcanzar, que por vuestras
oraciones me libréis de las tinieblas de este siglo. Ya os lo dije antes
presente, y ahora por carta no ceso de manifestaros mi deseo: mi alma es
arrebatada por el ansia más ardiente hacia esa manera de vida; a vosotros toca
ahora que a la voluntad siga el efecto. A mí me toca el querer; a vuestras
oraciones, que no sólo quiera, sino que pueda.
Yo soy como la oveja enferma descarriada del resto de la
manada, y, si el buen pastor no me vuelve sobre sus hombros al aprisco, mis
pasos resbalarán y, en el intento mismo de levantarme, daré conmigo mismo en el
suelo. Yo soy aquel hijo pródigo que he malbaratado toda la parte de hacienda
que mi padre me diera; y aún no me he postrado a los pies del que me engendrara,
todavía no he empezado a repudiar los halagos de mis pasadas demasías. Y ahora
que un tantico he comenzado no tanto a dejar mis vicios cuanto a quererlos
dejar, el diablo trata de envolverme en nuevas redes. Ahora me pone ante los
ojos nuevos obstáculos y rodea todo mar y todo océano. Ahora, puesto en medio de
este elemento, no puedo ni avanzar ni retroceder. Sólo me queda que por vuestras
oraciones me empuje el soplo del Espíritu Santo y me conduzca al puerto de la
codiciada orilla.
(Carta 2; BAC 219, 41-42)
Carta
de Jerónimo al papa Dámaso, insistiendo en que
intervenga en el cisma meleciano de Antioquía; hacia los años 376-377.
La mujer importuna de que nos habla el Evangelio mereció
finalmente ser oída; y el amigo, no obstante estar cerrada la puerta y acostados
los criados y ser medianoche, logró los panes de su amigo; y Dios mismo, que por
ninguna fuerza contraria puede ser sobrepujado, se dejó vencer por las oraciones
del publicano; la ciudad de Nínive, que estaba perdida por sus pecados, se
mantuvo en pie por sus lágrimas. ¿A qué fin este exordio traído de tan lejos?
Pues a que mires, grande, a un pequeño, y a que no desprecies, pastor rico, a
una oveja enferma. Cristo levantó al ladrón de la cruz al paraíso y, porque
nadie piense que la conversión es nunca tardía, hizo de un suplicio por
homicidio un martirio. Cristo, digo, abraza con gozo al hijo pródigo que vuelve;
y; dejadas las noventa y nueve sanas, el buen pastor trae sobre sus
hombros la sola ovejuela que se quedara rezagada. Pablo es hecho de perseguidor
predicador, queda ciego de los ojos carnales para que vea mejor con los del
espíritu, y el que conducía encadenados ante el sanhedrín de los judíos a los
siervos de Cristo, se gloría más adelante de las cadenas que lleva por Cristo.
Viniendo, pues, al grano, como ya anteriormente te escribí,
yo recibí la vestidura de Cristo en la ciudad de Roma y ahora estoy encerrado
entre la frontera bárbara con Siria. Y no pienses fue otro quien dictó contra mí
esta sentencia. No, yo mismo fui quien determiné lo que merecía. Pero, como
canta el poeta gentil, de cielo muda quien allende el mar corre, mas no de
alma. Así a mí el enemigo incansable me ha venido siguiendo a las espaldas,
de suerte que sufro ahora en la soledad más cruda guerra. De un lado se
embravece aquí el furor arriano sostenido por los poderes del mundo; de otro, la
Iglesia está escindida en tres facciones y cada una tiene empeño en atraerme a
sí. La antigua autoridad de los monjes que moran en los contornos se levanta
contra mí. Yo entre tanto no ceso de dar voces: El que se adhiera a la
cátedra de Pedro es mío. Melecio, Vital y Paulino dicen estar arrimados a
ti. Yo pudiera creerlo si fuera uno solo quien lo afirmara; más ahora o mienten
dos o mienten todos. Por eso conjuro a tu beatitud por la cruz del Señor, por su
pasión, honor esencial de nuestra fe -así sigas a los apóstoles en merecimientos
como los sigues en dignidad, así te sientes en un trono para juzgar con los Doce, así otro te ciña de viejo como a Pedro,
así con Pablo logres el derecho de ciudadano del cielo-, que me indiques con
tus letras con quién debo estar en comunión aquí en Siria. No desprecies un alma
por la que murió Cristo.
(Carta 16; BAC 219, 88-90)
Carta
de Jerónimo a Marcela, monja en el Aventino (Roma),
sobre el sentido de algunos términos de la Escritura; año 384.
Estando hace unos días juntos, me preguntaste no por carta,
como antes solías, sino presente, de viva voz, qué significan originariamente
las palabras que han pasado del hebreo al latín sin traducción y por qué se han
dejado sin traducir como son: «Aleluya», «amén», «maran atha», «efod» y otras
que están dispersas por las Escrituras y que tú recordaste.
Como tengo tan poco tiempo para dictar, te voy a responder
brevemente. Tanto los setenta intérpretes como los apóstoles tuvieron mucho
cuidado, ya que la primitiva Iglesia estaba compuesta de judíos, de no innovar
nada para evitar el escándalo de los creyentes. Luego, cuando la palabra del
Evangelio se hubo dilatado por todas las naciones, no fue ya posible cambiar lo
comúnmente recibido. Orígenes, en los libros que llama exegéticos, da
otra razón y es que cada lengua tiene sus peculiaridades propias y lo que se
dice originariamente no puede sonar del mismo modo entre extraños. De ahí que es
preferible dejarlas sin traducir, que no debilitar su sentido por la traducción.
Así, pues, aleluya quiere decir: «Alabad al Señor».
Efectivamente, la es uno de los diez nombres de Dios en hebreo. Así, en
el salmo en que nosotros leemos: Alabad al Señor, porque es bueno salmodiar,
se lee en el texto hebreo: «Aleluia qui tob zammer».
En cuanto
a amén,
Aquila lo traduce por pepistomenos
que nosotros podemos reproducir por «fielmente». Es un adverbio tomado del
nombre de la fe amuna. Los Setenta lo traducen por génoito, es
decir, «fiat». Así, al fin de los libros del Salterio -pues éste se divide entre
los hebreos en cinco rollos-, lo que en el texto hebreo se lee «amen, amen», los
Setenta lo tradujeron «fiat, fiat», con lo que se intenta confirmar ser verdad
todo lo anteriormente dicho. De ahí también que afirme Pablo no poder nadie
responder amén, es decir, confirmar lo que antes se ha dicho, si no entiende lo que se predica.
Maran atha es más bien siríaco que hebreo, si bien,
puesto entre los confines de ambas lenguas, tiene también alguna resonancia
hebraica. Su traducción es: «Nuestro Señor viene»; de modo que el sentido del
paso paulino es: Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema. Y
pues se trata de un hecho cumplido, se añade: Nuestro Señor ha venido,
pues es superfluo obstinarse con odio pertinaz contra quien consta haber ya
venido.
También quería escribirte algo sobre el diapsalma, que
en hebreo se dice cela, y del ephod, del pro aieleth, que
se pone en la inscripción de algún salmo y de otros puntos por el estilo. Pero
sobrepasaría los límites del estilo epistolar y el diferir las cuestiones puede
aumentar tu avidez de saber. Es efectivamente refrán trillado que mercancía
espontáneamente ofrecida no es estimada. Por eso me callo adrede lo que tenía
que decir para que tengas más ganas de oír lo que se ha callado.
(Carta 26; BAC 219, 216-218)
Carta
de Jerónimo a Tranquilino, del que no se tienen más
noticias, sobre la manera como hay que leer a Orígenes; probablemente, del 397
o comienzos del 398.
Los vínculos del espíritu son, sin duda, más fuertes que los
de la carne. Si alguna vez has podido dudar de ello, ahora lo compruebo, al ver
cuán de corazón se apega a mí tu santidad y cómo me uno yo contigo por el amor
de Cristo. Con toda verdad y sencillez voy a hablar a tu pecho candidísimo: el
papel mismo y los rasgos de las letras, con ser mudos, respiran el afecto de tu
alma para conmigo.
Sobre lo que me dices haber muchos que son engañados por el
error de Orígenes y que mi hijo Océano combate su locura, es cosa que me
entristece a par que me alegra, pues veo que a los sencillos se les arma la
zancadilla y, por otra parte, un varón docto acude en socorro de los que yerran.
Y, pues preguntas el parecer de mi pequeñez sobre si hay que rechazar a carga
cenada a Orígenes, como quiere el hermano Faustino, o si ha de leérselo, como
quieren otros, de este último partido soy yo.
Yo opino que hay que leer, de cuando en cuando, a
Orígenes a la manera como leemos a Tertuliano y Novato, a Arnobio y
Apolinar y algunos otros escritores eclesiásticos, lo mismo griegos que latinos;
es decir, hemos de elegir lo que tienen de bueno y evitar lo contrario, según el
dicho del apóstol Pablo: Examinadlo todo, retened sólo lo bueno.
Por lo demás, los que, por su gusto depravado, se dejan
llevar de amor u odio excesivo contra él, paréceme que caen bajo la maldición
del profeta: ¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal
al bien, que hacen de lo amargo dulce y de lo dulce amargo! Y
es así que ni por razón de su erudición han de
aceptarse sus tesis erróneas, ni por el error de sus tesis han de
rechazarse de todo punto los comentarios útiles sobre las Escrituras que dio a
luz. Ahora bien, si sus entusiastas y detractores tiran cada uno de la punta de
una cuerda de contienda y no quieren saber nada de término medio y moderación,
sino que han de aprobarlo o reprobarlo todo, yo escogeré de mejor gana una
piadosa rusticidad que una erudita blasfemia. El santo hermano Taciano te saluda
a su vez con todo cariño.
(Carta 62; BAC 219, 557-558).
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