DIOS PADRE
Pronunciada
en Jerusalén, sobre la palabra «Padre» del Símbolo. La lectura de base es de
la epístola a los Efesios: «Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien
toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3,14-15)1
Transición
al nuevo tema: Dios Padre
1.
El día de ayer os hablamos suficientemente del señorío del único Dios2. Digo
«suficientemente» y no lo que pedía la dignidad del tema, pues llegar hasta
ahí es totalmente imposible a la naturaleza mortal; en cuanto nos fue concedido
a nuestra debilidad, perseguimos, apoyados en la fe, las erróneas desviaciones
de los herejes sin Dios. Una vez expulsada su basura, pernicioso veneno para las
almas, y reteniendo sus hechos en la memoria, no nos sentimos como heridos sino
que concebimos un mayor odio hacia ellos. Pero volvamos ahora a nosotros mismos
y acojamos los dogmas saludables de la verdadera fe, uniendo a la dignidad del
Dios único la prerrogativa paterna y creyendo en un único Dios Padre. No se
debe creer simplemente en un Dios único: acojamos también piadosamente al
Padre de su único Hijo nuestro SeñorJesucristo.
La
afirmación de que Dios es Padre de Cristo, más allá de la imagen de Dios en
los judíos
2.
Y es por razón de los judíos por lo que hemos de sentir estas cosas más
sublimes. Pues ellos admiten en sus enseñanzas que sólo hay un único Dios (a
pesar de que a veces lo han negado mediante el culto a los ídolos). Pero no lo
aceptan como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Con lo cual son de sentir
contrario a sus propios profetas, que afirman en la Sagrada Escritura: «Tú
eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7)3. Viven agitados hasta el día
de hoy y «conspiran aliados contra Dios y contra su Ungido» (Sal 2,2),
creyendo Fpoder conseguir el favor del Padre sin mostrar piedad hacia el Hijo.
Con ello ignoran que nadie va al Padre sino por el Hijo (cf. Jn 14,6), que dice:
«Yo soy la puerta» (Jn 10,9) y «Yo soy el camino» (Jn 14,6). Así, pues,
quien rechaza el camino que conduce al Padre y niega la puerta, ¿cómo podrá
tener con honor acceso hasta Dios? Contradicen lo que está escrito en el Salmo
89: «El me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi salvación! Y yo
haré de él el primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra»4. Si
estas cosas se hubiesen dicho en referencia a David o a Salomón o a cualquier
sucesor suyo, que muestren cómo «su trono» (Sal 89,30), que, en su opinión,
es a lo que se refiere el profeta, es como los días del cielo, y «su trono
será como el sol ante mí» y «por siempre se mantendrá como la luna» (vv.
37-38). ¿Cómo no sienten temor ante aquello que está escrito: «Desde el
seno, antes de la aurora, te he engendrado» (Sal 110,3)5. Y aquello otro:
«Durará tanto como el sol, como la luna de edad en edad» (Sal 72,5). Pero
esto, referido al hombre, es expresión de máxima ingratitud.
Centrarse
en que Dios es Padre de Cristo
3.
Pero los judíos son a menudo víctimas, y ello voluntariamente, de la
enfermedad de la incredulidad según los pasajes aducidos u otros de la
Escritura. Acojamos nosotros, sin embargo, la piedad que la fe nos enseña,
adorando al Dios único, Padre de Cristo, que concede a todos la fuerza de
engendrar (cf. Ef 3,15) y a quien no se podría con buena conciencia suplantarlo
en tal dignidad. Y creamos en un único Dios Padre ya antes de que pongamos en
claro las cuestiones acerca de Cristo. La fe en el Hijo único debe quedar
grabada en el alma de los que escuchan sin que se pueda separar lo más mínimo
de lo que se diga acerca del Padre.
Un
solo Dios, pero Dios Padre y Dios Hijo
4.
Pues el nombre de Padre, por su misma denominación, fija en el ánimo a la vez
el conocimiento del Hijo, del mismo modo que también quien pronunció el nombre
del Hijo ha tenido inmediatamente también la idea del Padre: pues el Padre es
Padre del Hijo, y el Hijo es Hijo del Padre. Por tanto, que nadie por el hecho
de que decimos «en un solo Dios, Padre todopoderoso; creador del cielo y de la
tierra, de todo lo visible y lo invisible», y porque después añadimos: «y en
un solo Señor Jesucristo», sospeche alevosamente que es posterior en lugar y
orden al cielo y a la tierra. Por consiguiente, antes de llamar Dios a cada uno
de ellos, hemos hablado del Padre, pero de modo que, a la vez que pensamos en el
Padre, en el mismo acto pensemos en el Hijo. Y entre el Hijo y el Padre no
existe ninguna otra realidad intermedia6.
Dios
es por naturaleza Padre de Cristo desde toda la eternidad
5.
De manera abusiva se considera padre de muchas cosas a Dios, pero por naturaleza
y en verdad es Padre de su Hijo único nuestro Señor Jesucristo. Y no es que
haya llegado a ser Padre en el transcurso del tiempo, sino que existe
eternamente como Padre de su Hijo unigénito. Pues no ha sucedido que, no
teniendo anteriormente descendencia, haya llegado después a ser Padre, sino que
Dios tiene toda la dignidad paterna anteriormente a toda sustancia y a todo
sentido, antes de los tiempos y de todos los siglos. Y la tiene en mayor medida
que todos los demás títulos. No ha recibido la paternidad de un modo pasivo7 o
por una mutación de sí mismo; no por un añadido o por ignorancia; tampoco
porque haya fluido algo de sí ni porque se haya hecho más pequeño o haya
sufrido alteración. Pues «toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo
alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de
rotación» (Sant 1,17)8. El Padre, perfecto, engendró perfecto al Hijo
entregándole todo a quien engendró: «Todo me ha sido entregado por mi Padre»
(Mt 11,27), y el Padre es honrado por el Hijo único; pues «yo, dice el Hijo,
honro a mi Padre» (Jn 8,49) y, además: «... como yo he guardado los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,10). Decimos así,
pues, a una con el Apóstol: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo!» (2 Cor1,3), y
aquello de «doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda
paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3,14-15). Lo glorificamos juntamente
con su único Hijo9, reconociendo a Cristo Jesús como Señor «para gloria de
Dios Padre» (c{. Flp 2,11).
El
Dios vivo del Evangelio
6.
Adoramos así, pues, al Padre de Cristo, hacedor del cielo y de la tierra, Dios
de Abraham, de Isaac y de Jacob, en cuyo honor fue construido primeramente aquel
templo y ahora este, situado en la parte opuesta10. No nos apoyaremos11 en los
herejes que separan totalmente el Antiguo Testamento del Nuevo, sino que
escucharemos a Cristo cuando dice en el templo: «¿No sabíais que yo debía
estar en las cosas que miran al servicio de mi Padre?» (Lc 2,49) o lo de
«Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado».
Con estas palabras declaró de modo muy evidente que aquel templo de Jerusalén
era la casa de su Padre. Pero si alguien, ante los que no creen, desea
ávidamente recibir más pruebas de que el Padre de Cristo es el mismo que el
creador del mundo, oígale de nuevo a él diciendo: «¿No se venden dos
pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el
consentimiento de vuestro Padre, que está en el cielo» (Mt 10,29); y: «Mirad
las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro
Padre celestial las alimenta» (Mt 6,26), o aquello otro: «Mi Padre trabaja
hasta ahora, y yo también trabajo» (Jn 5,17).
Por
su bondad nos ha hecho Dios hijos suyos como adoptivos
7.
Pero para que nadie por simpleza o por astuta maldad atribuya a Cristo la misma
dignidad que a otros hombres justos, por lo que él mismo dice: «Subo a mi
Padre y vuestro Padre» (Jn 20,17), será bueno prevenirle de que un mismo
nombre de «Padre» tiene distintos significados. Dándose cuenta de lo cual,
dijo con cautela: «Voy a mi Padre y a vuestro Padre». Y no dijo «a nuestro
Padre», sino que hizo la distinción anterior, señalando primeramente lo que
es propio suyo, «a mi Padre», que lo era por naturaleza. Y entonces añadió
«y vuestro Padre», que lo era por adopción12. Pues aunque nos concedió,
especialmente en las súplicas, decir; «Padre nuestro, que estás en los
cielos» (Mt 6,9 par.), le llamamos así por benignidad suya, pues no le
llamamos Padre porque hayamos sido engendrados por él de modo natural en el
cielo, sino que, trasladados de la esclavitud a la adopción, nos ha sido
concedido con bondad inefable por gracia del Padre, por el Hijo y el Espíritu
Santo.
8.
Pero quien quiera llegar a saber por qué llamamos «Padre» a Dios oiga al gran
pedagogo que es Moisés, que dice: «¿No es él tu padre, el que te creó, el
que te hizo y te fundó?» (Dt 32,ó)13; y al profeta Isaías: «Pues bien,
Yahvé, tú eres nuestro Padre; nosotros la arcilla, y tú nuestro alfarero, la
hechura de tus manos todos nosotros» (Is 64,7). El don del profeta explicó con
toda claridad (o la gracia, hablando por el profeta) que, si le llamamos Padre,
es por gracia y adopción de Dios.
9.
Y para que sepas con más cuidado que no sólo se llama «padre» en las
Escrituras al que lo es por naturaleza, escucha a Pablo: «Pues aunque hayáis
tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo
quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (I Cor 4,15). No porque
les hubiese engendrado según la carne, sino porque los había instruido y los
había regenerado por el Espíritu. Por eso era Pablo padre de los corintios.
Oye también a Job cuando dice: «Era el padre de los pobres» (29,16),
llamándose a sí mismo padre, no porque hubiese engendrado a todos, sino porque
los había tomado a su cuidado. Que también el Hijo unigénito de Dios, cuando
fue clavado en la cruz según la carne, viendo a María, madre de su propia
carne, y a Juan, el predilecto de sus discípulos, le dijo a éste: «Ahí
tienes a tu madre»; y a María: «Ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26-27), hacia
el que ella en lo sucesivo había de mostrar su caridad. Con las cuales palabras
se vio claro indirectamente lo dicho por Lucas: «Su padre y su madre estaban
admirados» (Lc 2,33). De tales palabras se apoderan los herejes cuando enseñan
que él nació de un hombre y una mujer. Igualmente María es llamada madre de
Juan por la caridad14, no porque lo hubiese engendrado. Así también José es
llamado padre de Cristo, y no por razón de generación (pues «no la conocía
hasta que ella dio a luz un hijo» (Mt 1,25), sino por el cuidado puesto en
alimentarlo y educarlo.
Más
explicaciones de la paternidad de Dios hacia los hombres
10.
Esto, por consiguiente, se os ha dicho a vosotros de paso como advertencia. Pero
añadamos también otro testimonio para mostrar que Dios es llamado en sentido
amplio padre de los hombres. Pues en Isaías se dice refiriéndose a Dios:
«Porque tú eres nuestro Padre, que Abraham no nos conoce, ni Israel nos
recuerda» (Is 63,15)15 ¿Puede aducirse todavía algo más? Cuando dice el
salmo: «Padre de los huérfanos y tutor de las viudas es Dios en su santa
morada» (68,6ó). ¿Acaso no es a todos manifiesto que, cuando a Dios se le
llama padre de los huérfanos, si éstos perdieron poco antes a sus padres, no
es porque Dios los haya engendrado, sino porque toma a su cargo el cuidado y la
defensa de los mismos? De los hombres, por consiguiente, como queda dicho, es
padre sólo en un sentido amplio. Pues Dios es, por naturaleza, sólo padre de
los hombres, aunque de Cristo lo es antes de los tiempos, como él mismo dice:
«Ahora, Padre, glorificame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado,
antes que el mundo existiese» (Jn 17,5).
11.
Creemos, pues en un solo Dios Padre, irrastreable e indescriptible. A él no lo
ha visto hombre alguno; sólo «el Hijo único lo ha contado» (Jn 1,18), pues
«aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre» (Jn 6,46). Los ángeles
en el cielo ven continuamente su rostro (cf. Mt 18,10), cada uno según la
medida de su propio orden y lugar. Pero la pura visión del esplendor del Padre
está propiamente y de modo real reservada al Hijo juntamente con el Espíritu
Santo.
12.
Pero al llegar a este punto de nuestro discurso, estimulado por el recuerdo de
lo que poco antes decía de que a Dios se le llama Padre de los hombres, me
sorprende en gran medida la ingratitud de los hombres, pues, en su inefable
bondad, Dios ha querido ser llamado padre de los hombres: quien está en los
cielos, padre de los que habitan en el mundo; el autor de los siglos, padre de
los que viven en el tiempo; el que «abarcó con su palmo la dimensión de los
cielos» (Is 40,12) es padre de los que habitan la tierra como saltamontes (cf.
Is 40,22). Pero el hombre, abandonando a su padre del cielo, ha dicho al leño:
«Tú eres mi padre», y a la piedra: «Tú me has engendrado». Y por lo tanto,
según me parece, es a la naturaleza humana a la que habla el salmo: «Olvida a
tu pueblo y la casa de tu padre» (Sal 45,11), el padre a quien elegiste y a
quien hiciste llamar para tu perdición.
El
diablo, padre de la mentira. La paternidad divina
13.
Y no sólo a los leños y a las piedras, sino al mismo Satanás, que pierde a
las almas, eligieron algunos como padre. A ellos decía el Señor
increpándoles: «Vosotros hacéis las obras de vuestro padre» (Jn 8,41), es
decir, del diablo, que no es padre de los hombres por naturaleza, sino a causa
del engaño. Pues al modo como Pablo, a causa de la enseñanza piadosa que les
había transmitido a los Corintios, es llamado padre de los mismos (1 Cor 4,15),
así también el diablo es llamado padre de quienes se van con él (cf. Sal
50,18) por propia voluntad. No toleraremos, pues, a quienes torcidamente
interpretan aquello de «en esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del
Diablo» (I Jn 3,10), como si existiesen algunos entre los hombres que por
naturaleza hubieran de salvarse o perderse16. Pues a la santa adopción que
hemos mencionado no somos llevados por necesidad, sino por decisión libre de
nuestra alma. Tampoco Judas fue traidor (cf. Lc 6,16b) por naturaleza, hijo del
diablo y de la perdición (cf.Jn 17,12); pues, si no fuese así, no habría
arrojado desde el principio a los demonios en el nombre de Cristo. Pues Satanás
no expulsa a Satanás (cf. Mc 3,23-25), ni a su vez Pablo fue cambiado de
perseguidor en anunciador, sino que se trató de una opción totalmente
voluntaria, según dice Juan: «Pero a todos los que lo recibieron les dio poder
de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» Un 1,12). Pues no antes
de creer, sino por la fe fueron considerados dignos de llegar a ser hijos de
Dios por su libre albedrío.
Confianza
en Dios Padre
14.
Conociendo pues, esto, caminemos según el espíritu, para llegar a ser dignos
de la adopción divina. «Pues todos los que son guiados por el espíritu de
Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14). Pues de nada nos serviría haber conseguido
el nombre de cristianos, si a ello no siguen las obras, no sea que tal vez se
nos diga aquello: «Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham» (Jn
8,39). Pues si llamamos Padre a quien juzga sin acepción de personas según las
obras de cada uno, pasemos el tiempo temiendo por nuestra vida, sin amar «al
mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no
está en él» (1 Jn 2,15). Por consiguiente, queridos hijos, demos gloria por
nuestras obras al Padre que está en los cielos, para que vean nuestras buenas
obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16). Confiémosle
todas nuestras preocupaciones (cf. I Pe 5,7), pues nuestro Padre sabe de qué
tenemos necesidad (cf. Mt 6,8).
Amor
a Dios y amor a los padres
15.
Y honrando a nuestro Padre celestial, sigamos los pasos de «nuestros padres
según la carne» (Hebr 12,9), como manifestó abiertamente el Señor en la Ley
y los Profetas diciendo: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen
tus días sobre la tierra» (Ex 20,12). Y este mandamiento oíganlo sobre todo,
de entre los presentes, quienes tienen padre y madre. «Hijos, obedeced a
vuestros padres en el Señor, porque esto es justo. Pues no dijo el Señor:
"El que ama a su padre o a su madre no es digno de mí", de modo que
interpretases torcidamente, por ignorancia, lo que estaba bien escrito, sino que
añadió: «más que a mí»". Pues cuando nuestros padres en la tierra
pensasen lo contrario del Padre que está en los cielos, habría que seguir
entonces lo dicho; pero si no nos presentan ningún impedimento para la piedad,
nosotros, arrastrados por el furor de un ánimo ingrato, olvidándonos de los
beneficios que de ellos hemos recibido, los despreciamos. Hay lugar entonces
para aquella sentencia: «Quien maldiga a su padre o a su madre, morirá» (Éx
21,17).
El
deber de piedad para con los padres
16.
La primera virtud de los cristianos es la piedad, honrar a los padres, remunerar
los trabajos de quienes nos dieron la vida y procurarles con el mayor afán lo
que les sea de ayuda. Pues, por mucho que les demos, nunca podremos darles la
vida como ellos nos la dieron a nosotros. De modo que, al disfrutar ellos de la
alegría que les proporcionamos (cf. Ecclo 3,3 es), nos fortalezcan a su vez con
las bendiciones que el suplantador Jacob obtuvo astutamente (cf. Gén 27,36). Y
el Padre celestial, aceptando gratamente nuestra buena voluntad, nos haga dignos
de que resplandezcamos como el sol en el Reino del Padre (cf. Mt 13,43), a quien
sea la gloria con el Hijo único y protector nuestro Jesucristo, y con el
Espíritu Santo vivificador, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.
Amén.
........................
1.
La expresión traducida por «paternidad» quizá es literalmente más bien «lo
engendrado por un Padre», y en este sentido podría tal vez entenderse como
«familia» o «descendencia».
2.
De hecho el tema ha sido también algo así como lo que los dogmáticos llaman
De Deo uno, es decir, el tratado dogmático sobre Dios en cuanto Dios único.
Pero la anterior catequesis trató acerca de Dios con intención de rebatir todo
lo referente al dualismo maniqueo, razón por la que se produjeron las
abundantes digresiones mencionadas. Desde la presente catequesis hasta la XVII
la exposición sigue más bien la articulación trinitaria del Credo.
3.
Sal 2,7 debe verse en su contexto y en relación con otros pasajes de la
Escritura. Puede decirse que todo el Salmo 2 es una descripción del drama del
Mesías-Siervo contra el que arremeterán muchos de los que han sido
interpelados por él. Sal 2,7-9 es prácticamente la respuesta de Dios a la
agitación de las naciones, los pueblos, los reyes y los caudillos «contra Dios
y contra su Ungido» (vv. 1-2). La interpretación mesiánica de Sal 2 es, pues,
evidente, sobre todo relacionándolo con Sal 110 y con los poemas del Siervo de
Yahvé en el Deuteroisaías.
4.
Sal 89,27-28, versículos que también se interpretan en sentido cristológico.
5.
La versión que se ofrece del versículo es la correspondiente al texto griego.
6.
Estas explicaciones de Cirilo son un claro esfuerzo, características de la
tradición patrística desde el concilio de Nicea (año 325) y Atanasio, por
expresar simultáneamente la unidad de Dios, tal como se vio en la catequesis
anterior, pero al mismo tiempo la pluralidad trinitaria, Padre, Hijo y Espiritu,
en la unidad divina sustancial, en la que en el párrafo que acaba de terminar
Padre e Hijo gozan de exactamente igual dignidad. Las catequesis de Cirilo se
convierten así en una transmisión exacta de la fe objetiva de la Iglesia
contenida en el Símbolo.
7.
No «ha sido hecho» Padre, es decir, no ha recibido de nadie la paternidad ni
tampoco ha llegado a ella a través de ninguna evolución.
8.
El Padre es calificado así como Dios de los astros, pero en él no se dan las
variaciones y las rotaciones que se dan en el firmamento.
9.
De nuevo añade Cirilo entre paréntesis como si fuese una nota: «Pues
"todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre") y, a su vez:
'Quien confiesa al Hijo posee también al Padre' (I Jn 2,23b)». Las
afirmaciones de I Jn, en el contexto de lo que es el contenido de la carta,
tienen un carácter más bien cristocéntrico que trinitario. En general puede
decirse que el Nuevo Testamento parte siempre, a la hora de exponer el misterio
de Dios, no de la perspectiva general de Dios ni de un concepto abstracto de la
divinidad, sino del acontecimiento y de la realidad de Jesucristo, verdadero
punto focal desde el que debe entenderse la relación del hombre con Dios y toda
la Historia de la salvación. Es el mantenimiento del debido equilibrio de las
relaciones internas en la unidad sustancial del Padre y el Hijo lo que llevó a
la formulación de la dogmática trinitaria. Esto tuvo, sin embargo, la
contrapartida tal vez inevitable de que los aspectos salvíficos de la
confesión de fe cristiana quedaron en los Símbolos en un cierto segundo plano.
10.
Alusión al lugar del templo en el que Cirilo está pronunciando la catequesis
11.
Al exponer la cuestión de que aquí se trata.
12.
Lo inaudito de la relación que en el cristianismo se establece entre el hombre
y Dios reside en que el hombre puede llamar a Dios «Padre», pues, aunque no es
hijo de Dios por naturaleza, sí lo es en Cristo por adopción. La expresión de
Jesús, en Jn 20,17b: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro
Dios» se interpreta seguramentc de un modo más adecuado entendiendo que,
precisamente por la resurrección de Jesús, los hombres han sido hechos hijos
de Dios. Con la resurrección de Jesús, se les da también a los hombres el
Espíritu, «que se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos
hijos de Dios» (Rm 8,16). Rom 8,15 expone también que por el Espíritu podemos
llamar «Padre» a Dios: «Pues no recibisteis un espiritu de esclavos para
recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que
nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!». Cf. anteriormente, cat. 4, nota 19.
13.
Conviene recordar que todo Dt 32 tiene un carácter épico. Como cántico hace
memoria de la historia de salvación que Dios ha hecho con Israel. Está puesto
en boca de Moisés (Dt 32,44), pero probablemente tuvo existencia independiente
antes de ser introducido en el Deuteronomio. Es uno de los numerosos casos en
que la confesión de fe se hace en medio de la historia concreta de salvación
de Israel. Cf. también, por ejemplo, los salmos 78, 105 y 136. El acertado
procedimiento de insertar la salvación en la historia se aplica también en el
Nuevo Testamento, por ejemplo, en numerosos anuncios kerigmáticos del libro de
los Hechos.
14.
«Por la caridad» por la que se le ha encargado tener hacia Juan actitud de
madre.
15.
En la Biblia, el versículo añade además: «Tú, YaLvé, eres nuestro Padre,
tu nombre es "EI que nos rescata desde siempre".
16.
Cf. cat. 4, núm. 20.
17.
Cf., para toda la frase, Mt 10,37: «El que ama a su padre o a su madre más que
a mí, no es digno de mi», que se prolonga con el correlato siguiente: «el que
ama a su hijo o a su hija más que a mi, no es digno de mi». Se trata de la
expresión, en el terreno del amor entre padres e hijos, de la contundente
prescripción de Dt 6,5: «Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu fuerza», que se hace presente en el Evangelio cuando
a Jesús se le pregunta cuál es el primer mandamiento (Mc 12,38-34 par.).
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