El
mundo ha cumplido veintiún años y se sacude las tutelas. Que esté
maduro o no es otra cuestión, pero es innegable que la sociedad moderna
se considera capaz de enfrentarse con sus problemas y tiene buenas
esperanzas de resolverlos. A pesar de los hechos en contrario, el
hambre, la guerra y el cáncer no parecen enemigos invencibles; el hombre
maneja cromosomas para orientar la herencia, envía satélites para
controlar ciclones y se promete incluso crear la vida. Para nada de eso
pide permiso a Dios ni a la religión; es terreno suyo, se considera
autónomo.
Los hijos de Dios han llegado a la edad adulta, se sienten libres y responsables de sus actos. Esta nueva atmósfera se respira en el mundo entero, incluyendo a la comunidad cristiana. La relación hijo-Padre respecto a Dios toma nuevos matices. Dios ha conseguido que su hijo ande solo, y se alegra. Su reino no es un jardín de infancia, sino una ciudad. Ciertos aspectos de la religiosidad desaparecen, hay más píldoras que novenas, más conferencias internacionales que rogativas. No hay que imaginarse que Dios se queje; se retira, contento de que el hombre pueda acudir a él más desinteresadamente, sin verse acuciado por necesidades elementales.
Para la Iglesia, secundar la acción de Dios consiste en promover la adultez del hombre; ahora que es mayor de edad no hay que intentar volverlo a la infancia, sino ayudarlo a madurar. Imitando al Padre, a medida que la madurez avance, la Iglesia se irá retirando, y se alegrará de no ser necesaria. Cuando el candidato al volante aprueba el examen, aunque no tenga seguro de accidentes, cesa el cometido del instructor.
Siempre quedará paño por cortar. Pero, en último caso, no es la tarea la que termina el día. Marta se afanaba y protestaba, impaciente por sentarse como su hermana. ¡Con qué alegría, acabado el trabajo, se pondrían los tres a la mesa! El fin de la jornada reserva lo mejor, la amistad.
Los hijos de Dios han llegado a la edad adulta, se sienten libres y responsables de sus actos. Esta nueva atmósfera se respira en el mundo entero, incluyendo a la comunidad cristiana. La relación hijo-Padre respecto a Dios toma nuevos matices. Dios ha conseguido que su hijo ande solo, y se alegra. Su reino no es un jardín de infancia, sino una ciudad. Ciertos aspectos de la religiosidad desaparecen, hay más píldoras que novenas, más conferencias internacionales que rogativas. No hay que imaginarse que Dios se queje; se retira, contento de que el hombre pueda acudir a él más desinteresadamente, sin verse acuciado por necesidades elementales.
Para la Iglesia, secundar la acción de Dios consiste en promover la adultez del hombre; ahora que es mayor de edad no hay que intentar volverlo a la infancia, sino ayudarlo a madurar. Imitando al Padre, a medida que la madurez avance, la Iglesia se irá retirando, y se alegrará de no ser necesaria. Cuando el candidato al volante aprueba el examen, aunque no tenga seguro de accidentes, cesa el cometido del instructor.
Siempre quedará paño por cortar. Pero, en último caso, no es la tarea la que termina el día. Marta se afanaba y protestaba, impaciente por sentarse como su hermana. ¡Con qué alegría, acabado el trabajo, se pondrían los tres a la mesa! El fin de la jornada reserva lo mejor, la amistad.
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