Hay
cristianos que buscan en la Iglesia sólo su salvación individual. ¿Han
entendido el designio de Dios? Cristo no murió solamente por los
cristianos, sino por el mundo entero; pero la salvación que él obtuvo,
¿está toda concentrada en la Iglesia o administrada por ella? Según la
Carta a los Hebreos, la fe que se requiere para agradar a Dios se limita
a este artículo: hay un Dios que no es indiferente a los esfuerzos del
hombre que lo busca (Heb 11,6). Y hace mucho tiempo que hablan los
teólogos de un bautismo implícito, suficiente para salvarse.
De hecho, la Iglesia se presenta en el evangelio como sal de la tierra, cuantía mínima respecto a la masa total y dispersa en ella. La metáfora de la luz del mundo supone también un vasto espacio oscuro donde brilla.
Sin embargo, la intención de Dios al enviar a su Hijo era salvar al mundo, a la humanidad entera, no a un grupo determinado (Jn 3,16-17; 1 Jn 2,2). La acción salvadora de Dios tiene, por tanto, que ejercerse también fuera de los muros de la ciudad que invoca su nombre.
La actividad de Dios en el mundo es misteriosa e imposible de indagar; por lo que Cristo expone en las parábolas del reino, es una acción paciente y sujeta a mil fracasos, por culpa de la superficialidad, inconstancia o ambición de los hombres (Mt 13,1-9; 18,23 y parals.). Esa humildad divina encabritaba a muchos judíos, que anhelaban una manifestación fulgurante. La acción de Dios está tan entremezclada con las realidades humanas que toda prudencia es poca para no confundir el trigo con la cizaña (Mt 13,24-30). A pesar de todas las oposiciones, la obra va adelante, como germina la simiente (Mc 4,26-29) o fermenta la levadura (Mt 13,33), duerma el hombre o vigile. Coge a uno por sorpresa, mientras cava un campo o trafica en perlas (Mt 13,44-46).
Aunque no podemos medir la acción de Dios ni diseñar su mapa, sí sabemos que consiste en promover el amor entre los hombres. Donde se percibe un avance en la fraternidad humana, cuando se oye el derrumbe de una valla, allí está Dios que empuja.
Su campo es el mundo (Mt 13,38). A ciertos hombres, en mayor o menor número según sus planes y las vicisitudes históricas, descubre su esplendor, reflejado en el rostro de Cristo ( 2 Cor 4,6), llamándolos a la fe. La Iglesia es un fruto visible de la acción universal de Dios, el que lleva su etiqueta. Los demás son anónimos; tantos hijos tendrá Dios en el mundo que no reconocen al Padre, aunque él da el apellido a toda familia en cielo y tierra (Ef 3,14-15). Algunos, sin embargo, lo han visto y lo han reconocido en Jesús (Jn 14,7); son los cristianos.
En Palestina no formó Jesús un grupo esotérico de discípulos; si eligió a doce, fue para enviarlos a todo Israel (Mt 10,1-6). El predicaba en las sinagogas y a cielo descubierto, llamaba a todos, buenos y malos, piadosos y descreídos. No empezó una nueva secta; al contrario, tiró abajo las barreras levantadas por los fariseos, tras las cuales los no versados en la ley vivían sin religión pensando quedar fuera del grupo de elegidos. Jesús enfrentó a todos con la decisión que exigía el reino.
La Iglesia nació de la negativa de Israel. La constituyeron los que creían en Jesús como Mesías prometido y Salvador enviado por Dios. Fue el fruto visible de la obra de Cristo en medio de todo su pueblo.
No conocemos los modos ni las etapas de la salvación que Dios actúa entre los no cristianos. Para el hombre que llega a la fe, el bautismo perdona sus pecados, lo incorpora a Cristo y le infunde el Espíritu; ésta es la salvación. No es fruto laborioso de una vida de esfuerzo, sino regalo generoso de Dios. Culminará en el futuro del reino, pero está ya concebida. “Con esta esperanza nos salvaron” (Rom 8,24); la garantía y el sello es el Espíritu (Ef 1,13-14).
La salvación que Dios concede no exime de responsabilidad, exige la respuesta de la fe, que es la entrega a Dios en el cumplimiento de su voluntad; y su voluntad manda que el hombre ame al hombre, su hermano.
De hecho, la Iglesia se presenta en el evangelio como sal de la tierra, cuantía mínima respecto a la masa total y dispersa en ella. La metáfora de la luz del mundo supone también un vasto espacio oscuro donde brilla.
Sin embargo, la intención de Dios al enviar a su Hijo era salvar al mundo, a la humanidad entera, no a un grupo determinado (Jn 3,16-17; 1 Jn 2,2). La acción salvadora de Dios tiene, por tanto, que ejercerse también fuera de los muros de la ciudad que invoca su nombre.
La actividad de Dios en el mundo es misteriosa e imposible de indagar; por lo que Cristo expone en las parábolas del reino, es una acción paciente y sujeta a mil fracasos, por culpa de la superficialidad, inconstancia o ambición de los hombres (Mt 13,1-9; 18,23 y parals.). Esa humildad divina encabritaba a muchos judíos, que anhelaban una manifestación fulgurante. La acción de Dios está tan entremezclada con las realidades humanas que toda prudencia es poca para no confundir el trigo con la cizaña (Mt 13,24-30). A pesar de todas las oposiciones, la obra va adelante, como germina la simiente (Mc 4,26-29) o fermenta la levadura (Mt 13,33), duerma el hombre o vigile. Coge a uno por sorpresa, mientras cava un campo o trafica en perlas (Mt 13,44-46).
Aunque no podemos medir la acción de Dios ni diseñar su mapa, sí sabemos que consiste en promover el amor entre los hombres. Donde se percibe un avance en la fraternidad humana, cuando se oye el derrumbe de una valla, allí está Dios que empuja.
Su campo es el mundo (Mt 13,38). A ciertos hombres, en mayor o menor número según sus planes y las vicisitudes históricas, descubre su esplendor, reflejado en el rostro de Cristo ( 2 Cor 4,6), llamándolos a la fe. La Iglesia es un fruto visible de la acción universal de Dios, el que lleva su etiqueta. Los demás son anónimos; tantos hijos tendrá Dios en el mundo que no reconocen al Padre, aunque él da el apellido a toda familia en cielo y tierra (Ef 3,14-15). Algunos, sin embargo, lo han visto y lo han reconocido en Jesús (Jn 14,7); son los cristianos.
En Palestina no formó Jesús un grupo esotérico de discípulos; si eligió a doce, fue para enviarlos a todo Israel (Mt 10,1-6). El predicaba en las sinagogas y a cielo descubierto, llamaba a todos, buenos y malos, piadosos y descreídos. No empezó una nueva secta; al contrario, tiró abajo las barreras levantadas por los fariseos, tras las cuales los no versados en la ley vivían sin religión pensando quedar fuera del grupo de elegidos. Jesús enfrentó a todos con la decisión que exigía el reino.
La Iglesia nació de la negativa de Israel. La constituyeron los que creían en Jesús como Mesías prometido y Salvador enviado por Dios. Fue el fruto visible de la obra de Cristo en medio de todo su pueblo.
No conocemos los modos ni las etapas de la salvación que Dios actúa entre los no cristianos. Para el hombre que llega a la fe, el bautismo perdona sus pecados, lo incorpora a Cristo y le infunde el Espíritu; ésta es la salvación. No es fruto laborioso de una vida de esfuerzo, sino regalo generoso de Dios. Culminará en el futuro del reino, pero está ya concebida. “Con esta esperanza nos salvaron” (Rom 8,24); la garantía y el sello es el Espíritu (Ef 1,13-14).
La salvación que Dios concede no exime de responsabilidad, exige la respuesta de la fe, que es la entrega a Dios en el cumplimiento de su voluntad; y su voluntad manda que el hombre ame al hombre, su hermano.
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