El pecado, ruptura con los hombres y con Dios, pesaba sobre la humanidad
entera. Tal es la afirmación de san Pablo: “Todos, judíos y paganos,
están bajo el dominio del pecado”, “el mundo entero queda convicto ante
Dios” (Rom 3,9-19).
A la hostilidad del hombre correspondía la “ira” o reprobación que “Dios revela, contra toda impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad” (Rom 1,18). La “ira de Dios”, sin embargo, no es una pasión como en el hombre; esa expresión simbólica designa la inflexible resistencia de Dios al mal y su determinación de arrasarlo en cualquier forma que se presente. Dios no hace pactos con la maldad, que será implacablemente destruida; el reino de Dios es el reino del bien absoluto. Al expatriarse el hombre a la zona maldita del pecado, cayó bajo la “ira” de Dios y estaba destinado a la ruina.
A la hostilidad del hombre correspondía la “ira” o reprobación que “Dios revela, contra toda impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad” (Rom 1,18). La “ira de Dios”, sin embargo, no es una pasión como en el hombre; esa expresión simbólica designa la inflexible resistencia de Dios al mal y su determinación de arrasarlo en cualquier forma que se presente. Dios no hace pactos con la maldad, que será implacablemente destruida; el reino de Dios es el reino del bien absoluto. Al expatriarse el hombre a la zona maldita del pecado, cayó bajo la “ira” de Dios y estaba destinado a la ruina.
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