Sobre la Santísima Trinidad.
(Comentario al Evangelio de San Mateo, 10, 1-5)
El fundamento de la unidad de los cristianos:
Si es verdad que la Palabra se hizo carne, también lo
es que en el sagrado alimento recibimos a la Palabra hecha carne; por eso hemos
de estar convencidos que permanece en nosotros de un modo connatural aquel que,
al nacer como hombre, no sólo tomó de manera inseparable la naturaleza de
nuestra carne, sino que también mezcló, en el sacramento que nos comunica su
carne, la naturaleza de esta carne con la naturaleza de la eternidad. De este
modo somos todos una sola cosa, ya que el Padre está en Cristo, y Cristo en
nosotros. Por su carne, está él en nosotros, y nosotros en él, ya que, por él,
lo que nosotros somos está en Dios.
Él mismo atestigua en qué alto grado estamos en él, por el
sacramento en que nos comunica su carne y su sangre, pues dice: El mundo ya
no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo seguiré viviendo y vosotros
también: porque yo estoy en mi Padre, y vosotros estáis en mí y yo estoy
en vosotros. Si se hubiera referido sólo a la unidad de voluntades,
no
hubiera usado esa cierta gradación y orden al hablar de la consumación
de esta
unidad, que ha empleado para que creamos que él está en el Padre por su
naturaleza divina, que nosotros, por el contrario, estamos en él por su
nacimiento corporal, y que él, a su vez, está en nosotros por el
misterio del
sacramento. De este modo se nos enseña la unidad perfecta a través del
Mediador,ya que, permaneciendo nosotros en él, él permanece en el Padre
y,
permaneciendo en el Padre, permanece en nosotros: y, así, tenemos acceso
a la
unidad con el Padre, ya que, estando él en el Padre por generación
natural,
también nosotros estamos en él de un modo connatural, por su presencia
permanente y connatural en nosotros.
A qué punto esta unidad es connatural en nosotros lo
atestigua él mismo con estas palabras: El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí, y yo en él. Para estar en él, tiene él que estar en
nosotros, ya que sólo él mantiene asumida en su persona la carne de los que
reciben la suya.
Ya antes había enseñado la perfecta unidad que obra este
sacramento, al decir: Así como me envió el Padre que posee la vida y yo vivo
por el Padre, de la misma manera quien me coma vivirá por mí. Él, por tanto,
vive por el Padre; y, del mismo modo que él vive por el Padre, así también
nosotros vivimos por su carne.
Emplea, pues, todas estas comparaciones adecuadas a nuestra
inteligencia, para que podamos comprender, con estos ejemplos, la materia de que
se trata. Ésta es, por tanto, la fuente de nuestra vida: la presencia de Cristo
por su carne en nosotros, carnales; de manera que nosotros vivimos por él a la
manera que él vive por el Padre.
(8, 13-16; Liturgia de las Horas)
Sobre los salmos
¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos!
Hay que advertir que, siempre que en las Escrituras se nos habla del temor del
Señor, nunca se nos habla de él solo, como si bastase para la perfección de la
fe, sino que va siempre acompañado de muchas otras nociones que nos ayudan a
entender su naturaleza y perfección; como vemos en lo que está escrito en el
libro de los Proverbios: Si invocas a la inteligencia y llamas a la
prudencia, si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces
comprenderás el temor del Señor.
Vemos, pues, cuántos pasos hay que dar previamente para llegar,
al temor del Señor.
Antes, en efecto,
hay que invocar a la inteligencia, llamar a la prudencia, procurarla como el
dinero y buscarla como un tesoro. Así se llega a la comprensión del temor del
Señor. Porque el temor, en la común opinión de
los hombres, tiene otro sentido.
El temor, en efecto, es el miedo que experimenta la debilidad
humana cuando teme sufrir lo que no querría. Se origina en nosotros por la
conciencia del pecado, por la autoridad del más poderoso, por la violencia del
más fuerte, por la enfermedad, por el encuentro con un animal feroz, por la
amenaza de un mal cualquiera.
Esta clase de temor no necesita ser enseñado, sino que surge
espontáneo de nuestra debilidad natural. Ni siquiera necesitamos aprender lo que
hay que temer, sino que las mismas cosas que tememos nos infunden su temor.
En cambio, con respecto al temor del Señor, hallamos escrito:
Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Así, pues,
el temor de Dios ha de ser aprendido, ya que es enseñado. No radica en el miedo,
sino en la instrucción racional; ni es el miedo connatural a nuestra condición,
sino que consiste en la observancia de los preceptos, en las obras de una vida
inocente, en el conocimiento de la verdad.
Para nosotros, el temor de Dios radica en el amor, y en el
amor halla su perfección. Y la prueba de nuestro amor a Dios está en la
obediencia a sus consejos, en la sumisión a sus mandatos, en la confianza en sus
promesas. Oigamos lo que nos dice la Escritura: Ahora, Israel, ¿qué es lo
que te exige el Señor tu Dios? Que temas al Señor tu Dios, que sigas sus caminos
y lo ames, que guardes sus preceptos con todo el corazón y con toda el alma,
para tu bien.
Muchos son los caminos del Señor, aunque él en persona es el
camino. Y, refiriéndose a sí mismo, se da a sí mismo el nombre de camino, y nos
muestra por qué se da este nombre, cuando dice: Nadie va al Padre sino por
mí.
Por lo tanto, hay que buscar y examinar muchos caminos e
insistir en muchos de ellos para hallar, por medio de las enseñanzas de muchos,
el único camino seguro, el único que nos lleva a la vida eterna. Hallamos, en
efecto, varios caminos en la ley, en los profetas, en los evangelios, en los
apóstoles, en las distintas obras mandadas; dichosos los que, movidos por el temor
de Dios, caminan por ellos.
(127, 1-3; Liturgia de las Horas)
Las
armas del apóstol.
(Comentario al Evangelio de San Mateo, 10, 1-5)
Al
ver a las multitudes se llenó de compasión, porque estaban maltratadas y
abatidas...(Mt 9, 36).
Es
necesario escudriñar el significado de las palabras no menos que el de los
hechos, pues, como habíamos dicho, la clave para comprender el significado
reside tanto en las palabras como en las obras. El Señor siente compasión de
las multitudes maltratadas y abatidas, como ovejas dispersas sin pastor. Y dice
que la mies es mucha, pero los obreros pocos, y que es preciso rogar al dueño
de la mies para que envíe muchos obreros a su mies (cfr. Mt 9, 37-38). Y,
llamando a los discípulos, les dio poder para arrojar a los espíritus inmundos
y para curar toda enfermedad y dolencia (cfr. Mt 10, 1). Aunque estos hechos se
refieren al presente, es necesario considerar lo que significan para el futuro.
Ningún
agresor había asaltado a las multitudes y, sin embargo, estaban postradas sin
que ninguna adversidad o desventura las hubiese golpeado. ¿Por qué siente
compasión, viéndolas maltratadas y abatidas? Evidentemente, el Señor se
apiada de una muchedumbre atormentada por la violencia del espíritu inmundo,
que la tiene bajo su dominio, y enferma bajo el peso de la Ley, porque aún no
tenía un pastor que le restituyese la protección del Espíritu Santo (cfr. 1
Pe 2, 25). A pesar de que el fruto de este don era abundante, ninguno lo había
recogido. Su abundancia supera el número de los que lo alcanzan, pues, aunque
todos tomen cuanto quieran, permanece siempre sobreabundante para ser dispensado
con generosidad. Y puesto que es necesario que muchos lo distribuyan, exhorta a
rogar al dueño de la mies, para que mande muchos obreros a su mies, es decir,
muchos segadores, para recoger el don del Espíritu Santo que había preparado,
un don que Dios distribuye por medio de la oración y de la súplica. Y para
mostrar que esta mies y la multitud de los segadores debían propagarse a partir
de los doce Apóstoles, los llamó a Sí y les dio el poder de arrojar los
demonios y de curar toda enfermedad. Con este poder recibido como don, podían
expulsar al fautor del mal y curar la enfermedad.
/Mt/10/05-10:
Conviene ahora recoger el significado de estos preceptos, considerándolos uno
por uno. Los exhorta a mantenerse alejados de las sendas de los paganos (cfr. Mt
10, 5), no porque no los haya enviado también a salvar a los paganos, sino para
que se abstengan de las obras y del modo de vivir de la ignorancia pagana.
Igualmente les prohíbe entrar en la ciudad de los samaritanos (cfr. Ibid.).
Pero ¿no ha curado Él mismo a una samaritana? En realidad, les exhorta a no
entrar en las asambleas de los herejes, pues la perversión no difiere en nada
de la ignorancia. Los envía a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt
10, 6); y, sin embargo, ellas se han encarnizado contra Él con lenguas de
víbora y fauces de lobo. Como la Ley debería recibir el Evangelio en primer
lugar, Israel iba a tener menos disculpas por su crimen, en cuanto que habría
experimentado una solicitud mayor en la exhortación.
El
poder de la virtud del Señor se transmite enteramente a los Apóstoles. Los que
habían sido formados en Adán a imagen y semejanza de Dios, reciben ahora de
modo perfecto la imagen y la semejanza de Cristo (cfr. 1 Cor 15, 49). Su poder
no difiere en nada del poder del Señor, y los que antes habían sido hechos de
la tierra, se convierten ahora en celestes (cfr. 1 Cor 15, 48). Deben predicar
que el Reino de los cielos está próximo (cfr. Mt 10, 7), es decir, que se
recibe ahora la imagen y semejanza de Dios a través de la comunión en la
verdad, que permite a todos los santos, designados con el nombre de los cielos,
reinar con el Señor (cfr. 1 Cor 4, 8). Deben curar enfermos, resucitar muertos,
sanar leprosos, arrojar demonios (cfr. Mt 10, 8). Todos los males causados en el
cuerpo de Adán por instigación de Satanás, los debían a su vez sanar
mediante la participación en el poder del Señor. Y para conseguir de modo
completo, según la profecía del Génesis (cfr. Gn 1, 26), la semejanza con
Dios, reciben la orden de dar gratuitamente lo que gratuitamente recibieron
(cfr. Mt 10, 8). Deben ofrecer de balde el servicio de un don que han recibido
gratis.
Les
prohíbe guardar en la faja oro, plata, dinero; llevar alforja para el camino,
coger dos túnicas, sandalias y un bastón en la mano, porque el obrero tiene
derecho a su salario (cfr. Mt 10, 10). No hay nada de malo, pienso, en guardar
un tesoro en la faja. ¿Qué significa la prohibición de poseer oro, plata o
moneda de cobre en la propia faja? La faja es una prenda de servicio, y se ciñe
para realizar un trabajo. Se nos exhorta, por tanto, a que no haya venalidad en
nuestro servicio, a evitar que el premio de nuestro apostolado sea la posesión
del oro, de la plata o del cobre.
Ni
alforja para el camino (Mt 10, 10). Es decir, hay que dejar a un lado la
preocupación por los bienes presentes, ya que todo tesoro terreno es
perjudicial, desde el momento en que nuestro corazón está allí donde
guardamos nuestro tesoro. Ni dos túnicas (Mt 10, 10). En efecto, basta con que
nos revistamos de Cristo una vez (cfr. Gal 3, 27), sin revestirnos seguidamente
de otro traje, como la herejía o la Ley mosaica, a causa de una perversión de
nuestra inteligencia. Ni sandalias (cfr. Mt 10, 10). ¿Tal vez los débiles pies
de los hombres pueden soportar la desnudez? En realidad, donde debemos
permanecer con pies desnudos es sobre la tierra santa, no cubierta por las
espinas y los aguijones del pecado, como fue dicho a Moisés (cfr. Ex 3, 5), y
se nos exhorta a no tener otro calzado para entrar, que el recibido de Cristo.
Ni bastón en la mano (Mt 10, 10), es decir, las leyes de un poder extranjero,
pues tenemos el bastón de la raíz de Jesé (cfr. Is 11, 1). Todo poder, que no
sea ése, no procede de Cristo.
Según
el discurso precedente, hemos sido convenientemente provistos de gracia,
viático, vestido, sandalias, poder, para recorrer hasta el final los caminos de
la tierra. Trabajando en estas condiciones seremos dignos de nuestra paga (cfr.
Mt 10, 10). Es decir, gracias al cumplimiento de estas prescripciones,
recibiremos la recompensa de la esperanza celestial.
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