Obispo
de Esmirna y mártir, nació hacia el año 75, probablemente en el seno de una
familia que ya era cristiana.
San
Ireneo de Lyon, que lo conoció personalmente, afirma que había recibido las
enseñanzas de los Apóstoles y que el mismo San Juan le había consagrado
Obispo de Esmirna. Si esto fuera así, la figura de este santo y mártir, tal
como la conocemos por la carta que de él conservamos y por el relato de su
martirio, es muy congruente con el elogio que el Apóstol hizo del Ángel de la
Iglesia de Esmirna en el Apocalipsis. Según los intérpretes de la Sagrada
Escritura, con el nombre de Ángel se designa en ese libro inspirado a los
Obispos que presidían las Iglesias entonces establecidas en Asia Menor.
La
labor pastoral de San Policarpo debió de ser muy fecunda. Acogió con gran
afecto a San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, y recibió de este
santo Obispo una carta muy venerada desde la antigüedad. Conservamos una
epístola suya dirigida a la Iglesia de Filipos, en la que con gran solicitud
exhorta a la unidad y da consejos llenos de celo pastoral a todos los fieles:
los presbíteros, los diáconos, las vírgenes, las casadas, las viudas. No
menciona al Obispo, por lo que es lícito pensar que, en esos momentos, la sede
de Filipos no tenía al frente a su Pastor.
También
fue muy eficaz su actividad contra las herejías, consiguiendo que tornaran
numerosos seguidores de diversas sectas gnósticas. Cuando estalló una
persecución anticristiana, se escondió en una casa de campo, a ruego de sus
fieles, pero fue descubierto por la traición de un esclavo y condenado a la
hoguera. Murió en el año 155, a los ochenta y seis de edad. La comunidad
cristiana de Esmirna redactó una larga carta dirigida a la de Filomelium,
ciudad frigia, al parecer con ocasión del primer aniversario del martirio. Esta
carta, conocida con el nombre de Martirio de Policarpo, escrita por testigos
oculares, es la primera obra cristiana exclusivamente dedicada a describir la
pasión de un mártir, y la primera en usar este titulo para designar a un
cristiano muerto por la fe.
LOARTE
*
* * * *
Policarpo,
obispo de Esmirna, es, con su larga vida, como un puente entre la generación de
los apóstoles y las generaciones que vivieron la expansión doctrinal y
numérica del cristianismo. Por una parte fue discípulo del apóstol Juan, y
por otra fueron discípulos suyos los grandes maestros Papías e Ireneo. Este
último, en un pasaje de singular fuerza evocadora, apela a Policarpo como fiel
transmisor de la doctrina de los apóstoles.
Del
mismo Policarpo sólo se conserva una carta a la cristiandad de Filipos: está
escrita en un estilo sencillo y sobrio, y se reduce a una serie de vigorosas
exhortaciones, más bien de orden moral.
De
particular interés histórico y religioso son las Actas del martirio de
Policarpo, generalmente reconocidas como auténticas: son un docu mento por el
que la Iglesia de Esmirna daba a conocer a las Iglesias hermanas la manera como
su obispo juntamente con muchos de sus fieles había sufrido una muerte ejemplar
en la persecución, probablemente hacia el año 155.
JOSEP
VIVES
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* * * *
San Policarpo de
Esmirna y su epístola a los Filipenses
Según San Ireneo,
Policarpo había sido discípulo de San Juan, y hecho obispo de Esmirna por los
Apóstoles. Su prestigio era grande, y trató con el papa Aniceto de la
unificación de la fecha de la Pascua, que en las Iglesias de Asia era distinta,
sin que llegaran a un acuerdo. El año 156 Policarpo murió mártir; conocemos los
detalles de su martirio por una carta contemporánea que lo relata y que forma
por tanto parte del grupo que en sentido amplio llamamos actas de los mártires,
y que estudiaremos más adelante.
De las varias
cartas que Policarpo escribió a Iglesias vecinas y a otros obispos, de las que
tenía conocimiento Ireneo, nos ha llegado sólo una Epístola a los Filipenses,
con la que acompañaba una copia de las de San Ignacio; en realidad, es
probable que se trate de dos cartas escritas con unos años de diferencia y que
al ser copiadas juntas han llegado a unirse, pues la nota acompañando al envío
no parece estar muy de acuerdo con la extensión y el tipo de temas que se tratan
después y que recuerdan la de Clemente de Roma a los corintios. En ella insiste
en que Cristo fue realmente hombre y realmente murió; que hay que obedecer a la
jerarquía de la Iglesia (por cierto, menciona sólo
presbíteros y'diáconos en Filipos), que hay que
practicar la limosna, y que hay que orar por las autoridades civiles.
MOLINÉ
CARTA DE SAN POLICARPO DE ESMIRNA A LOS FILIPENSES
(Texto completo)
...Siendo
yo niño, conviví con Policarpo en el Asia Menor... Conservo una memoria de las
cosas de aquella época mejor que de las de ahora, porque lo que aprendemos de
niños crece con la misma vida y se hace una cosa con ella. Podría decir
incluso el lugar donde el bienaventurado Policarpo se solía sentar para
conversar, sus idas y venidas, el carácter de su vida, sus rasgos físicos y
sus discursos al pueblo. Él contaba cómo había convivido con Juan y con los
que habían visto al Señor. Decía que se acordaba muy bien de sus palabras, y
explicaba lo que había oído de ellos acerca del Señor, sus milagros y sus
enseñanzas. Habiendo recibido todas estas cosas de los que habían sido
testigos oculares del Verbo de la Vida, Policarpo lo explicaba todo en
consonancia con las Escrituras. Por mi parte, por la misericordia que el Señor
me hizo, escuchaba ya entonces con diligencia todas estas cosas, procurando
tomar nota de ello, no sobre el papel, sino en mi corazón. Y siempre, por la
gracia de Dios, he procurado conservarlo vivo con toda fidelidad... Lo que él
pensaba está bien claro en las cartas que él escribió a las Iglesias de su
vecindad para robustecerlas o, también a algunos de los hermanos,
exhortándolos o consolándolos... 1.
Policarpo
no sólo recibió la enseñanza de los apóstoles y conversó con muchos que
habían visto a nuestro Señor, sino que fue establecido como obispo de Esmirna
en Asia por los mismos apóstoles. Yo le conocí en mi infancia, ya que vivió
mucho tiempo y dejó esta vida siendo ya muy anciano con un gloriosísimo
martirio. Enseñó siempre lo que había aprendido de los apóstoles, que es lo
que enseña la Iglesia y la única verdad. De ello son testigos todas las
Iglesias de Asia, y los que hasta el presente han sido sucesores de Policarpo...
Éste, en un viaje a Roma, en tiempos de Aniceto, convirtió a muchos herejes...
a la Iglesia de Dios, proclamando que había recibido de los apóstoles la
única verdad, idéntica con la que es transmitida en la tradición de la
Iglesia. Y hay quienes le oyeron decir que Juan, el discípulo del Señor, una
vez que fue al baño en Efeso vio allí dentro al hereje Cerinto; y al punto
salió del lugar sin bañarse, diciendo que temía que se hundiesen los baños,
estando allí Cerinto, el enemigo de la verdad. El mismo Policarpo se encentro
una vez con Marción, y éste le dijo: «¿No me conoces?» Pero aquél le
contestó: <<Te conozco como a primogénito de Satanás...» 2.
II.
La carta a los de Filipos.
...Ceñidos
vuestros lomos, servid a Dios con temor y en verdad, dejando toda vana
palabrería y los errores del vulgo, teniendo fe en aquel que resucitó a
nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos y le dio gloria y el trono de su
diestra. A él le fueron sometidas todas las cosas celestes y terrestres; a él
rinde culto todo ser vivo; él ha de venir como juez de vivos y muertos, y Dios
tomará venganza de su sangre a aquellos que no creen en él...
Principio
de todos los males es el amor al dinero. Sabiendo, pues, que así como no
trajimos nada a este mundo, tampoco podemos llevarnos nada de él, armémonos
con las armas de la justicia, y aprendamos a caminar en el mandamiento del
Señor. Adoctrinad a vuestras mujeres en la fe que les ha sido dada, en la
caridad, y en la castidad: que amen con toda verdad a sus propios maridos, y en
cuanto a los demás, que tengan caridad con todos por igual en total
continencia; y que eduquen a sus hijos en la disciplina del temor de Dios. En
cuanto a las viudas, que muestren prudencia con su fidelidad al Señor, que oren
incesantemente por todos, y se mantengan alejadas de toda calumnia,
maledicencia, falso testimonio, avaricia de dinero o de cualquier otro vicio.
Que tengan conciencia de que son altar de Dios, y de que él lo escudriña todo,
sin que se le oculte nada de nuestras palabras o pensamientos o de los secretos
de nuestro corazón... Los diáconos sean irreprochables delante de su justicia,
pues son ministros de Dios y de Cristo, no de los hombres. No sean calumniadores
ni dobles de lengua; no busquen el dinero, y sean continentes en todo,
misericordiosos, diligentes, caminando conforme a la verdad del Señor, que se
hizo ministro de todos... Que los jóvenes sean irreprensibles en todo,
cultivando ante todo la castidad y refrenando todo vicio, porque es bueno
arrancarse de todas las concupiscencias que andan por el mundo... También los
presbíteros han de ser misericordiosos, compasivos para con todos, procurando
enderezar a los extraviados, visitar a todos los enfermos, sin olvidarse de la
viuda o del huérfano o del pobre; atendiendo siempre al bien delante de Dios y
de los hombres, ajenos a toda ira, acepción de personas y juicios injustos,
alejados de todo amor al dinero, no creyendo en seguida cualquier acusación, ni
precipitados en el juzgar, sabiendo que todos tenemos deuda de pecado... 2a.
*
* * * *
Consejos
de un Pastor (Epístola a los Filipenses, 4-10)
Principio
de todos los males es el amor al dinero. Ahora bien, sabiendo como sabemos que,
al modo que nada trajimos con nosotros al mundo, nada tampoco hemos de
llevarnos, armémonos con las armas de la justicia y amaestrémonos los unos a
los otros, ante todo a caminar en el mandamiento del Señor. Tratad luego de
adoctrinar a vuestras mujeres en la fe que les ha sido dada, así como en la
caridad y en la castidad: que muestren su cariño con toda verdad a sus propios
maridos y, en cuanto a los demás, ámenlos a todos por igual en toda
continencia; que eduquen a sus hijos en la disciplina del temor de Dios.
Respecto
a las viudas, que sean prudentes en lo que atañe a la fe del Señor, que oren
incesantemente por todos, apartadas muy lejos de toda calumnia, maledicencia,
falso testimonio, amor al dinero y de todo mal. Que sepan cómo son altar de
Dios, y cómo Dios escudriña todo y nada se le oculta de nuestros pensamientos
y propósitos ni de secreto alguno de nuestro corazón.
Como
sepamos, pues, que de Dios nadie se burla, deber nuestro es caminar de manera
digna de su mandamiento y de su gloria. Los diáconos, igualmente, sean
irreprochables delante de su justicia, como ministros que son de Dios y de
Cristo y no de los hombres: no calumniadores, ni de lengua doble, sino
desinteresados, continentes en todo, misericordiosos, diligentes, caminando
conforme a la verdad del Señor, que se hizo ministro y servidor de todos. Si en
este mundo le agradamos, recibiremos en pago el venidero, según Él nos
prometió resucitarnos de entre los muertos y que, si llevamos una conducta
digna de Él, reinaremos también con Él. Caso, eso sí, de que tengamos fe.
Igualmente,
que los jóvenes sean irreprensibles; que cuiden, sobre todo, la castidad y se
alejen de cualquier mal. Es cosa buena, en efecto, apartarse de las
concupiscencias que dominan en el mundo, porque toda concupiscencia milita
contra el espíritu, y ni los fornicarios, ni los afjeminados ni los deshonestos
contra naturaleza han de heredar el reino de Dios, como tampoco los que obran
fuera de ley. Es preciso apartarse de todas estas cosas, viviendo sometidos a
los presbíteros y diáconos, como a Dios y a Cristo.
Que
las vírgenes caminen en intachable y pura conciencia.
Mas
también los presbíteros han de tener entrañas de misericordia, compasivos con
todos, tratando de traer a buen camino lo extraviado, visitando a los enfermos;
no descuidándose de atender a la viuda, al huérfano y al pobre; atendiendo
siempre al bien, tanto delante de Dios como de los hombres, muy ajenos de toda
ira, de toda acepción de personas y juicio injusto, lejos de todo amor al
dinero, no creyendo demasiado aprisa la acusación contra nadie, no severos en
sus juicios, sabiendo que todos somos deudores del pecado. Ahora bien, si al
Señor le rogamos que nos perdone, también nosotros debemos perdonar; porque
estamos delante de los ojos del que es Señor y Dios, y todos hemos de
presentarnos ante el tribunal de Cristo, donde cada uno tendrá que dar cuenta
de sí mismo. Sirvámosle, pues, con temor y con toda reverencia, como Él mismo
nos lo mandó, y también los Apóstoles que nos predicaron el Evangelio, y los
profetas que, de antemano, pregonaron la venida de Nuestro Señor. Seamos
celosos del bien y apartémonos de los escándalos, de falsos hermanos y de
aquellos que hipócritamente llevan el nombre del Señor para extraviar a los
hombres vacuos.
Porque
todo el que no confesare que Jesucristo ha venido en carne, es un Anticristo, y
el que no confesare el testimonio de la cruz, procede del diablo; y el que
torciere las sentencias del Señor en interés de sus propias concupiscencias,
ese tal es primogénito de Satanás.
Por
lo tanto, dando de mano a la vanidad del vulgo y a las falsas enseñanzas,
volvámonos a la palabra que nos fue transmitida desde el principio, viviendo
sobriamente para entregarnos a nuestras oraciones, siendo constantes en los
ayunos, suplicando con ruegos al Dios omnipotente que no nos lleve a la
tentación, como dijo el Señor: Porque el espíritu está pronto, pero la carne
es flaca.
Mantengámonos,
pues, incesantemente adheridos a nuestra esperanza y prenda de nuestra justicia,
que es Jesucristo, el cual levantó sobre la cruz nuestros pecados en su propio
cuerpo: Él, que jamás cometió pecado, y en cuya boca no fue hallado engaño,
sino que, para que vivamos en Él, lo soportó todo por nosotros.
Seamos,
pues, imitadores de su paciencia y, si por causa de su nombre tenemos que
sufrir, glorifiquémosle. Porque ése fue el dechado que Él nos dejó en su
propia persona y eso es lo que nosotros hemos creído.
Os
exhorto, pues, a todos a que obedezcáis a la palabra de la justicia y
ejecutéis toda paciencia, aquella, por cierto, que visteis con vuestros propios
ojos, no sólo en los bienaventurados Ignacio, Zósimo y Rufo, sino también en
otros de entre vosotros mismos, y hasta en el mismo Pablo y los demás
Apóstoles. Imitadlos, digo, bien persuadidos de que todos éstos no corrieron
en vano, sino en fe y justicia, y que están ahora en el lugar que les es debido
junto al Señor, con quien juntamente padecieron. Porque no amaron el tiempo
presente, sino a Aquél que murió por nosotros y que, por nosotros también,
resucitó por virtud de Dios.
Así,
pues, permaneced en estas virtudes y seguid el ejemplo del Señor, firmes e
inmóviles en la fe, amadores de la fraternidad, dándoos mutuamente pruebas de
afecto, unidos en la verdad, adelantándoos los unos a los otros en la
mansedumbre del Señor, no menospreciando a nadie. Si tenéis posibilidad de
hacer bien, no lo difiráis, pues la limosna libra de la muerte. Estad sujetos
los unos a los otros, manteniendo una conducta irreprochable entre los gentiles,
para que recibáis alabanza por causa de vuestras buenas obras y el nombre del
Señor no sea blasfemado por culpa vuestra. Mas ¡ay de aquél por cuya culpa se
blasfema el nombre del Señor! Enseñad, pues, a todos la templanza, en la que
también vosotros vivís.
*
* * * *
(Carta
de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de Filomelium, 1, 7-11, 13-16)
Os
escribimos, hermanos, la presente carta sobre los sucesos de los mártires, y
señaladamente sobre el bienaventurado Policarpo, quien, como el que estampa un
sello, hizo cesar con su martirio la persecución. Podemos decir que todos los
acontecimientos que le precedieron no tuvieron otro fin que mostrarnos
nuevamente el propio martirio del Señor, tal como nos relata el Evangelio.
Policarpo, en efecto, esperó a ser entregado, como lo hizo también el Señor,
a fin de que también nosotros le imitemos, no mirando sólo nuestro propio
interés, sino también el de nuestros prójimos (Fil 2, 4). Porque es obra de
verdadera y sólida caridad no buscar sólo la propia salvación, sino también
la de todos los hermanos (...).
Sabiendo
que habían llegado sus perseguidores, bajó y se puso a conversar con ellos. Se
quedaron maravillados al ver la edad avanzada y su enorme serenidad, y no se
explicaban todo aquel aparato y afán para prender a un anciano como él. Al
momento, Policarpo dio órdenes de que se les sirviera de comer y de beber
cuanto apetecieran, y les rogó, por su parte, que le concedieran una hora para
orar tranquilamente. Se lo permitieron y, puesto en pie, se puso a orar tan
lleno de gracia de Dios, que por espacio de dos horas no le fue posible callar.
Todos los que le oían estaban maravillados, y muchos sentían remordimientos de
haber venido a prender a un anciano tan santo.
Una
vez terminada su oración, después de haber hecho en ella memoria de cuantos en
su vida habían tenido trato con él, lo montaron sobre un pollino y así le
condujeron a la ciudad, día que era de gran sábado. Por el camino se
encontraron al jefe de policía Herodes, y a su padre Nicetas, que lo hicieron
montar en su carro y sentándose a su lado, trataban de persuadirle, diciendo:
«¿Pero qué inconveniente hay en decir: César es el Señor, y sacrificar y
cumplir los demás ritos y con ello salvar la vida?»
Policarpo,
al principio, no les contestó nada; pero como volvieron a preguntar de nuevo,
les dijo finalmente: «No tengo intención de hacer lo que me aconsejáis».
Ellos, al ver su fracaso de intentar convencerle por las buenas, comenzaron a
proferir palabras injuriosas y le hicieron bajar tan precipitadamente del carro,
que se hirió en la espinilla. Sin embargo, sin hacer el menor caso, como si
nada hubiera pasado, comenzó a caminar a pie animosamente, conducido al
estadio, en el que reinaba tan gran tumulto que era imposible entender a
alguien.
En
el mismo momento que Policarpo entraba en el estadio, una voz sobrevino del
cielo y le dijo: «ten buen ánimo, Policarpo, y pórtate varonilmente». Nadie
vio al que dijo esto; pero la voz la oyeron los que de los nuestros se hallaban
presentes. Seguidamente, mientras lo conducían hacia el tribunal, se levantó
un gran tumulto al correrse la voz de que habían prendido a Policarpo.
Al
llegar a presencia del procónsul, le preguntó si él era Policarpo.
Respondiendo afirmativamente el mártir, el procónsul trataba de persuadirle
para que renegase de la fe, diciéndole: «Ten consideración a tu avanzada
edad», y otras cosas por el estilo, según tienen por costumbre, como: «Jura
por el genio del César; muda de modo de pensar; grita: ¡Mueran los ateos!».
A
estas palabras, Policarpo, mirando con grave rostro a toda la muchedumbre de
paganos que llenaban el estadio, tendiendo hacia ellos la mano, dando un suspiro
y alzando sus ojos al cielo, dijo:
—Sí,
¡mueran los ateos!
—Jura
y te pongo en libertad. Maldice de Cristo.
Entonces
Policarpo dijo:
—Ochenta
y seis años hace que le sirvo y ningún daño he recibido de Él; ¿cómo puedo
maldecir de mi Rey, que me ha salvado?
Nuevamente
insistió el procónsul, diciendo:
—Jura
por el genio del César.
Respondió
Policarpo:
—Si
tienes por punto de honor hacerme jurar por el genio, como tú dices, del
César, y finges ignorar quién soy yo, óyelo con toda claridad: yo soy
cristiano. Y si tienes interés en saber en qué consiste el cristianismo, dame
un día de tregua y escúchame.
Respondió
el procónsul:
—Convence
al pueblo.
Y
Policarpo dijo:
—A
ti te considero digno de escuchar mi explicación, pues nosotros profesamos una
doctrina que nos manda tributar el honor debido a los magistrados y autoridades,
que están establecidas por Dios, mientras ello no vaya en detrimento de nuestra
conciencia; mas a ese populacho no le considero digno de oír mi defensa.
Dijo
el procónsul:
—Tengo
fieras a las que te voy a arrojar, si no cambias de parecer.
Respondió
Policarpo:
—Puedes
traerlas, pues un cambio de sentir de lo bueno a lo malo, nosotros no podemos
admitirlo. Lo razonable es cambiar de lo malo a lo justo.
Volvió
a insistirle:
—Te
haré consumir por el fuego, ya que menosprecias las fieras, como no mudes de
opinión.
Y
Policarpo dijo:
—Me
amenazas con un fuego que arde por un momento y al poco rato se apaga. Bien se
ve que desconoces el fuego del juicio venidero y del eterno suplicio que está
reservado a los impíos. Pero, en fin, ¿a qué tardas? Trae lo que quieras
(...).
Enseguida
fueron colocados en torno a él todos los instrumentos preparados para la pira y
como se acercaban también con la intención de clavarle en un poste, dijo:
—Dejadme
tal como estoy, pues el que me da fuerza para soportar el fuego, me la dará
también, sin necesidad de asegurarme con vuestros clavos, para permanecer
inmóvil en la hoguera.
Así
pues, no le clavaron, sino que se contentaron con atarle. Él entonces, con las
manos atrás y atado como un cordero egregio, escogido de entre un gran rebaño
preparado para el holocausto acepto a Dios, levantando sus ojos al cielo dijo:
—Señor
Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendecido siervo Jesucristo, por quien
hemos recibido el conocimiento de Ti, Dios de los ángeles y de las potestades,
de toda la creación y de toda la casta de los justos, que viven en presencia
tuya:
Yo
te bendigo, porque me tuviste por digno de esta hora, a fin de tomar parte,
contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo para resurrección de eterna
vida, en alma y cuerpo, en la incorrupción del Espíritu Santo.
¡Sea
yo con ellos recibido hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable,
conforme de antemano me lo preparaste y me lo revelaste y ahora lo has cumplido,
Tú, el infalible y verdadero Dios!
Por
lo tanto, yo te alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico, por
mediación del eterno y celeste Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu siervo amado, por
el cual sea gloria a Ti con el Espíritu Santo, ahora y en los siglos por venir.
Amén.
Apenas
concluida su súplica, los ministros de la pira prendieron fuego a la leña. Y
levantándose una gran llamarada, vimos una gran prodigio aquellos a quienes fue
dado verlo; aquellos que hemos sobrevivido para poder contar a los demás lo
sucedido. El fuego, formando una especie de bóveda, rodeó por todos lados el
cuerpo del mártir como una muralla, y estaba en medio de la llama no como carne
que se abrasa, sino como pan que se cuece o como el oro y la plata que se
acendra al horno. Percibíamos un perfume tan intenso como si se levantase una
nube de incienso o de cualquier otro aroma precioso.
Viendo
los impíos que el cuerpo de Policarpo no podía ser consumido por el fuego,
dieron orden al confector para que le diese el golpe de gracia, hundiéndole un
puñal en el pecho. Se cumplió la orden y brotó de la herida tal cantidad de
sangre que apagó el fuego de la pira, y el gentío quedó pasmado de que
hubiera tal diferencia entre la muerte de los infieles y la de los escogidos.
Al
número de estos elegidos pertenece Policarpo, varón admirable, maestro en
nuestros tiempos, con espíritu de apóstol y profeta; obispo, en fin, de la
Iglesia católica de Esmirna. Toda palabra que salió de su boca, o ha tenido ya
cumplimiento o lo tendrá con certeza.
........................
1.
EUSEBIO, Historia Eclesiástica, V. 20, 3-8.
2.
IRENEO, Adversus Haereses, III, 3, 4.
3.
Carta a los Filipenses, cap. 3-6.
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