La
ley natural
Homilías sobre San Mateo
Sobre el sacerdocio
(Homilías
al pueblo de Antioquía, Xll, 4-5)
Voy a
intentar demostraros que el hombre tiene por sí mismo conocimiento de la
virtud.
Cometió
Adán el primer pecado, e inmediatamente tras el pecado se escondió. Ahora
bien, de no saber que había obrado mal, ¿qué necesidad tenía de ocultarse?
Porque entonces no había Escrituras ni Ley de Moisés. ¿Por dónde, pues,
conoció el pecado y se escondió? Y no sólo se oculta, sino que, acusado,
trata de echar la culpa a otro, diciendo: la mujer que me diste me dio del
árbol y comí (Gn 2, 12). Y ella, a su vez, echa la culpa a la serpiente (...).
Lo
mismo cabe ver en la historia de Caín y Abel. Ellos fueron los primeros en
ofrecer a Dios las primicias de sus trabajos. Yo quiero demostraros que el
hombre no sólo es capaz de conocer el pecado, sino también la virtud. Que el
hombre conoce ser un mal el pecado lo demostró Adán, y que sabe que la virtud
es un bien lo puso de manifiesto Abel. Si éste ofreció aquel sacrificio, no es
porque lo aprendiera de nadie, ni porque hubiera oído entonces alguna ley que
hablara de las primicias; él mismo, su propia conciencia, fue su maestro. De
ahí que no baje con mi discurso a tiempos posteriores, sino que me detenga en
los primeros hombres, cuando no había letras, ni ley, ni profetas, ni maestros.
Allí estaba Adán solo con sus hijos, y por ahí podemos comprender que el
conocimiento de lo bueno y de lo malo era un don primero de la naturaleza.
(...)
Sin embargo, los griegos no soportan esto. Pues vamos a discurrir también
contra ellos, y sigamos en el tema de la conciencia el procedimiento que usamos
en el de la creación. No los combatiremos sólo por las Escrituras, sino
también por argumentos de razón. Ya Pablo los venció en su lucha con ellos
sobre este capítulo.
¿Qué
dicen los griegos? No tenemos—afirman—una ley que la conciencia conozca por
sí misma, ni infundió Dios nada de eso en nuestra naturaleza. Entonces,
decidme, ¿en qué se inspiraron los legisladores de ellos para establecer leyes
acerca del matrimonio, del homicidio, de los testamentos, depósitos, avaricia,
e infinitas cosas más? Los actuales acaso se inspiraron en sus antecesores,
éstos en otros, y otros en los más antiguos; pero estos antiguos y quienes al
principio legislaron entre ellos, ¿en qué se inspiraron? ¡Evidentemente, en
su conciencia! Porque no van a decir que trataron con Moisés y oyeron a los
profetas. ¡No serian entonces gentiles! No, es evidente que los antiguos
pusieron las leyes inspirándose en la ley que Dios infundió al hombre al
plasmarlo, y por ella se inventaron las artes y todo lo demás.
Del
mismo modo se constituyeron tribunales y se determinaron castigos. Que es lo
mismo que dice Pablo. Muchos gentiles le iban a replicar y decían: ¿cómo
puede juzgar Dios a los hombres anteriores a Moisés, cuando no les envió un
legislador, ni les propuso una ley, ni les mandó un profeta, ni un apóstol, ni
un evangelista? ¿Qué derecho tiene a pedirles cuentas? Mas escucha la
respuesta de Pablo, para demostrarles que tenían una ley que se sabe de suyo y
conocían claramente lo que debían hacer: cuando los gentiles, que no tienen
ley, hacen naturalmente lo que manda la ley, éstos, que no tienen ley, son ley
para sí mismos y demuestran que lo que manda la ley está escrito en sus
corazones (Rm 1, 14-15).
¿Cómo
puede hallarse escrito sin letras? Porque lo atestigua su propia conciencia y
las diferentes reflexiones que allá en su interior ya los acusan, ya los
defienden, como se verá aquel día en que Dios juzgará lo oculto de los
hombres por medio de Jesucristo, según el Evangelio que yo predico (Rm 2,
15-16). Y poco antes: cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán, y
cuantos con la ley pecaron, por medio de la ley serán juzgados (Rm 2, 12).
¿Qué quiere decir que perecerán sin ley? Que no los acusará la ley, sino sus
razonamientos y su conciencia. Ahora bien, de no tener la ley de su conciencia,
no debieran siquiera perecer pecando. ¿Cómo perecer si pecaron sin ley? Mas
cuando el Apóstol dice que pecaron sin ley, no quiere decir que no tenían ley
en absoluto, sino que no tenían ley escrita, pero si la ley de la naturaleza.
En
otro pasaje, el Apóstol escribe: gloria, honor y paz a todo el que obra el
bien, el judío primeramente y luego el griego (Rm 2, 10). Al hablar así, se
refería a los tiempos remotos anteriores al advenimiento de Cristo. Y llama
aquí griego o gentil no al idólatra, sino al adorador de un Dios único, pero
no ligado por necesidad a las observancias judaicas del sábado, de la
circuncisión o de diversas purificaciones. Se trata, en fin, de un gentil que
practique toda la virtud y religión. Pues hablando de estos gentiles, dice en
otro lugar: indignación e ira, tribulación y angustia aguardan al alma de todo
hombre que obra mal, del judío primeramente y luego del griego (Rm 2, 9).
También aquí llama griego al que está libre de la observancia judaica. Ahora
bien, si no ha oído la ley ni se ha educado con los judios, ¿cómo puede ser
objeto de indignación y de ira, de tribulación y angustia, caso de obrar mal?
Porque tiene dentro la conciencia que le da voces y le enseña e instruye sobre
todo.
¿Cómo
se prueba eso? Porque el propio gentil castiga a los que pecan, pone leyes y
establece tribunales. Pablo lo pone de manifiesto cuando dice de los que viven
en maldad: los cuales, no obstante conocer la justicia de Dios, no echaron de
ver que los que hacen tales cosas son dignos de muerte; y no sólo los que las
hacen, sino también los que aprueban a los que las hacen (Rm 1, 32). ¿Y por
dónde sabían, se dirá, que Dios quiere castigar de muerte a los que viven en
maldad? Pues por el hecho de castigar ellos a los que pecan. Porque si no
piensan que el homicidio sea un crimen, que no castiguen por sentencia al
asesino convicto. Si no piensan que el adulterio sea un mal, que absuelvan de
toda pena al adúltero que cae en sus manos. Ahora bien, respecto a los pecados
de otros promulgas leyes, determinas penas y eres juez severo, ¿qué excusa
puedes tener en lo que tú mismo pecas, con achaque de no saber lo que se debe
hacer? Habéis cometido un adulterio tú y el otro; ¿qué razón hay para que
al otro lo castigues y tú te tengas por digno de perdón? Si no sabías que el
adulterio es un crimen, tampoco había que castigar al otro. Mas si castigas a
otro y tú piensas escapar al castigo, ¿qué lógica es ésa que, siendo los
pecados iguales, no lo sean las penas? (...)
En
conclusión, puesto que Dios ha de pagar a cada uno según sus obras, y nos puso
la ley natural y más tarde la escrita, a fin de pedirnos cuentas de nuestros
pecados y coronarnos por nuestras virtudes, ordenemos con gran cuidado nuestra
vida, como quienes han de comparecer ante el tribunal severo, sabiendo que, si
después de la ley natural y la escrita, después de tanta predicación y
continua exhortación, todavía descuidamos nuestra salud, no habrá para
nosotros perdón alguno.
*
* * * *
Lectura
frecuente de la Sagrada Escritura (Homilías sobre el
Génesis, 35, 1-2)
BI/LECTURA-FRECUENTE:
Queridísimos, es una cosa muy buena la lectura de las divinas Escrituras. Da
sabiduría al alma. eleva la mente al cielo, hace al hombre agradecido, nos
impulsa a no admirar las realidades de aquí abajo, sino a vivir con el
pensamiento puesto allá arriba, a realizar todas nuestras obras con la mirada
fija en la recompensa que nos dará el Señor, a dedicarnos al trabajo de la
virtud con gran entusiasmo. Gracias a ellas, podemos conocer la providencia de
Dios, siempre dispuesta a prestar auxilio; la valentía de los justos, la bondad
del Señor, la grandeza de los premios. Nos pueden impulsar a imitar
fervorosamente la piedad de hombres generosos, para no adormecernos en las
batallas espirituales y para confiar en las promesas divinas antes de que se
cumplan.
Por
esto os exhorto: ¡leamos con mucha atención las Escrituras divinas!
Alcanzaremos su verdadera comprensión si nos dedicamos siempre a ellas. No es
posible, en efecto, que quien demuestra gran cuidado y deseo de conocer las
palabras divinas se quede en la estacada. Incluso si no tiene ningún maestro,
el Señor mismo entrará en nuestros corazones, iluminará nuestra inteligencia,
nos revelará las verdades escondidas; será Él nuestro Maestro en lo que no
comprendamos, con tal de que nosotros estemos dispuestos a hacer lo que podamos
(...).
Cuando
tomamos en nuestras manos el libro espiritual, hemos de poner en vela nuestro
espíritu, recoger nuestros pensamientos, echar fuera cualquier preocupación
terrena. Dediquémonos entonces a la lectura con mucha devoción, con gran
atención, para que se nos conceda que el Espíritu Santo nos guie a la
comprensión de lo que está escrito, sacando así gran utilidad. Aquel hombre
eunuco y bárbaro, ministro de la reina de los etíopes, que era un hombre
importante, no descuidaba la lectura de la Escritura ni siquiera cuando estaba
de viaje. Teniendo en sus manos al profeta [Isaías], leía con mucha atención,
incluso sin comprender lo que tenía ante sus ojos; pero como ponía de su parte
cuanto podía—diligencia, entusiasmo y atención—, obtuvo un guía (cfr.
Hech 8, 26-40).
Considera,
por tanto, qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura tampoco
durante los viajes, ni yendo en coche. Escuchen esto quienes ni siquiera en su
propia casa admiten que haya que leer la Sagrada Escritura, con la excusa de que
conviven con su mujer o militan en el ejército porque están preocupados por
los hijos, dedicados al cuidado de los parientes, o comprometidos en otros
negocios.
Ese
hombre era eunuco y bárbaro: dos circunstancias suficientes para que hubiese
sido negligente. Otros factores eran su dignidad y sus grandes riquezas, y el
hecho de viajar en una carroza, pues no es fácil dedicarse a la lectura cuando
se viaja así; más aún, resulta costoso. Y, sin embargo, su deseo y su celo
superaban cualquier impedimento. Hasta tal punto estaba enfrascado en la
lectura, que no decía lo que muchos repiten en el día de hoy: «No entiendo lo
que contiene, no logro comprender la profundidad de la Escritura; ¿por qué,
pues, voy a sujetarme inútilmente y sin fruto a la fatiga de leer, sin nadie
que me guie?». Nada de esto pensaba aquel hombre, bárbaro por la lengua pero
sabio por el pensamiento. Creía que Dios no le despreciaría, sino que le
mandarla pronto alguna ayuda de lo alto, con tal de que él hubiese puesto lo
que estaba de su parte, dedicándose a la lectura. Por eso, el Padre benigno,
viendo su íntimo deseo, no le descuidó ni le abandonó a sí mismo, sino que
le mandó enseguida un maestro.
Este
bárbaro está en condiciones de ser maestro de todos nosotros: de quienes
llevan una vida privada, de quienes están enrolados en el ejército, de quienes
gozan de autoridad. En una palabra, puede ser maestro de todos; no sólo de los
hombres, sino también de las mujeres—tanto más que están siempre en casa—,
y de los que han elegido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna
circunstancia es obstáculo para leer la palabra divina; que es posible hacerlo
no sólo en casa, sino en la plaza, de viaje, en compañía de otros o cuando
estamos metidos en plena actividad. Si nosotros hacemos lo que está en nuestra
mano, pronto encontraremos quien nos enseñe. Porque el Señor, viendo nuestro
afán por la realidades espirituales, no nos despreciará, sino que nos mandará
una luz del cielo e iluminará nuestra alma. No descuidemos, por tanto—os lo
ruego—, la lectura de la Escritura.
*
* * * *
La
pelea del cristiano
(Catequesis
sobre el Bautismo, Vlll, 8-15)
EU/ARMA-TENTACIONES:
El tiempo que ha precedido al Bautismo era un periodo de entrenamiento y de
ejercicio, en el que las caídas encontraban su remedio. A partir de hoy la
arena se os abre, y empieza el combate. Estáis bajo la mirada del público. Y
no sólo del género humano; también la muchedumbre de los ángeles contempla
vuestras luchas. Pues Pablo escribe en su carta a los Corintios: hemos sido
entregados en espectáculo al mundo, tanto a los ángeles como a los hombres ( I
Cor 4, 9). Los ángeles, pues, nos contemplan, y el Señor de los ángeles es
quien preside la pelea. Para nosotros, esto es un honor y una seguridad. Pues si
Aquél que ha entregado su vida por nosotros es el juez de esta lucha, ¿qué
orgullo y qué confianza no tendremos?
En
los juegos olímpicos, el árbitro permanece en medio de los dos adversarios,
sin favorecer ni al uno ni al otro, esperando el desenlace. Si el árbitro se
coloca entre los dos combatientes, es porque su actitud es neutral. En el
combate que nos enfrenta al diablo, Cristo no permanece indiferente: está por
entero de nuestra parte. ¿Cómo puede ser esto? Veis que nada más entrar en la
liza nos ha ungido, mientras que encadenaba al otro. Nos ha ungido con el óleo
de la alegría y a él le ha atado con lazos irrompibles para paralizar sus
asaltos.
Si yo
tengo un tropiezo, Él me tiende la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve a
poner de pie. Pues escrito está: pisad desde lo alto las serpientes, los
escorpiones y todo poderío del enemigo (Lc 10, 19).
El
demonio tiene la amenaza del infierno. Si yo consigo la victoria, recibo una
corona; pero él, cuando triunfa, es castigado. Y para que veas cómo es
atormentado sobre todo cuando vence, te mostraré un ejemplo. Él derrotó a
Adán, haciéndole tropezar. ¿Cuál ha sido el premio de su victoria?: te
arrastrarás sobre tu pecho y sobre tu vientre, y comerás el polvo todos los
días de tu vida (Gn 3, 14). Si Dios ha castigado con tanta severidad a la
serpiente material, ¿qué castigo no infligirá a la serpiente espiritual? Si
tal ha sido la condena del instrumento, está claro que un castigo igualmente
terrible espera a quien lo manejó. Como un buen padre que al echar mano sobre
el asesino de su hijo, además de castigarle le destroza la espada, así Cristo,
encontrando al diablo homicida, no solamente le ha reprimido, sino que ha
quebrantado su espada.
Llenémonos,
pues, de confianza y despojémonos de todo para afrontar esos asaltos. Cristo
nos ha revestido de armas más resplandecientes que el oro, más resistentes que
el acero, más ardientes que la llama, más ligeras que un leve soplo de aire.
Poseen tales propiedades que no nos doblamos bajo su peso; dan alas, aligeran
nuestros miembros, y si con ellas quieres emprender el vuelo hacia el cielo, no
te serán obstáculo. Son armas de naturaleza totalmente nueva, pues han sido
forjadas para un combate inédito. Yo, que no soy más que un hombre, me veo
obligado a asestar golpes a los demonios; yo, que estoy revestido de carne,
lucho contra las potencias incorpóreas. También Dios me ha fabricado una
coraza que no es de metal, sino de justicia; me ha preparado un escudo no de
bronce, sino de fe. Tengo en la mano una espada aguda, la palabra del Espíritu.
El otro lanza flechas, yo tengo una espada. El es arquero, yo soy lancero. Esto
nos muestra cuán cauteloso es, pues el arquero no osa aproximarse, sino que
dispara desde lejos.
¿Pero
qué? ¿Dios no te ha dado más que una armadura? No, ha preparado también un
alimento más vigoroso que cualquier arma, para que no te desmoralices en el
combate. Es necesario que tu victoria sea la de un hombre que rebosa contento.
Si el enemigo te ve regresar del festín del Señor, huye más rápido que el
viento, como quien ve un león cuya boca escupe fuego. Si le enseñas tu lengua
teñida de la preciosa sangre, no podrá apresarte; y si le muestras tu boca
empurpurada, como un ruin animal se batirá en retirada a gran velocidad.
¿Quieres
conocer la virtud de esta sangre? Volvamos a lo que fue figura de esto, a las
narraciones antiguas, a lo que ocurrió en Egipto. Dios iba a infligir a Egipto
la décima plaga. Quería suprimir sus primogénitos, porque retenían a su
pueblo primogénito. ¿Qué podía hacer para no dañar a los judíos con los
egipcios, ya que todos se encontraban en el mismo lugar? Observa la virtud de la
figura para conocer así el poder de la realidad.
El
castigo enviado por Dios iba a venir del cielo y el ángel exterminador andaba
rondando por las casas; ¿Qué hizo Moisés? Inmolad, dijo, un cordero sin
mancha y pintad vuestras puertas con su sangre (cfr. Ex 12, 21-25). ¿Qué dices
de esto? ¿La sangre de un animal irracional puede salvar a los hombres dotados
de razón? Sí, responde Moisés; no por que sea sangre, sino porque es figura
de la sangre del Señor. Del mismo modo que las estatuas de los emperadores, que
no tienen alma ni entendimiento, protegen a los hombres dotados de alma y de
razón que buscan refugio cerca de ellas, no porque sean de bronce, sino porque
representan al emperador; así esta sangre, privada de alma e inteligencia, ha
salvado a hombres dotados de alma no porque fuera sangre, sino porque
prefiguraba la sangre del Señor.
Aquel
día el ángel exterminador vio la sangre que señalaba las puertas, y no se
atrevió a entrar. En el presente, si el diablo ve no ya la sangre de la figura
señalando las puertas, sino la sangre de verdad sobre los labios de los fieles,
marcando la puerta de este santuario de Cristo en que se han convertido, con
mayor razón se guardará de intervenir. Pues si la figura ha detenido al
ángel, con mucho más motivo la verdad pondrá al diablo en retirada.
*
* * * *
Como
sal y como luz
(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 15, 6-7)
/Mt/05/13-16 CR/SAL-LUZ/CRISOSTOMO
(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 15, 6-7)
/Mt/05/13-16 CR/SAL-LUZ/CRISOSTOMO
Vosotros
sois la sal de la tierra (Mt 5, 13). Vosotros no habéis de preocuparos sólo de
vuestra propia vida, sino de la de toda la tierra. A vosotros no os envío, como
hice con los profetas, a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte, ni siquiera a una
entera nación. No. Vuestra misión se extenderá a la tierra y al mar, sin más
límites que los del mundo mismo. Y a una tierra que encontraréis mal
dispuesta.
En
efecto, por el hecho mismo de decirles: vosotros sois la sal de la tierra, el
Señor les mostró que toda la humanidad estaba insípida y podrida a causa de
los pecados. Por eso exige de sus Apóstoles aquellas virtudes que especialmente
son necesarias para el aprovechamiento de los demás. El que es manso, modesto,
misericordioso y justo, no guarda para sí solo estas virtudes, sino que procura
que estas aguas tan hermosas se derramen abundantemente para provecho de los
otros hombres. Del mismo modo, el que es limpio de corazón, el pacífico, el
que es perseguido por causa de la verdad, dispone también su vida para común
utilidad.
No
penséis—dice el Señor a sus discípulos—que os lanzo a combates sin
importancia, y que os encomiendo negocios de poca monta. No. Vosotros sois la
sal de la tierra. Entonces, ¿curaron los Apóstoles lo que estaba podrido? De
ninguna manera. Lo que el Señor renovaba y a ellos entregaba, lo que El libraba
del mal olor de la podredumbre, eso salaban ellos, conservándolo y
manteniéndolo en la novedad que del Señor había recibido. Porque librar de la
podredumbre de los pecados fue hazaña exclusiva de Cristo; mas hacer que los
hombres no volvieran a pecar fue ya obra del celo y del trabajo de sus
Apóstoles. ¿Veis cómo poco a poco el Señor les va haciendo ver que son
superiores a los profetas? Porque no les llama maestros de sola Palestina, sino
de la tierra entera; y no sólo los hace maestros, sino temibles.
Ahí
está la maravilla: que los Apóstoles no se hicieron amables a todo el mundo
porque adulasen y halagaran a todos, sino escociendo vivamente como la sal.
No os
sorprendáis—les dice—si, dejando por un momento a los demás, hablo ahora
con vosotros y os invito a tamaños peligros. Considerad a cuántas ciudades y
pueblos y naciones deseo enviaros como maestros. Por eso no quiero que seáis
prudentes vosotros solos, sino que hagáis también prudentes a los demás. ¡Y
qué prudencia han de tener aquellos de quienes depende la salvación de las
almas! ¡Qué abundancia de virtud en quienes han de ser provecho para los
otros! Porque, si no sois tales que podáis servir de provecho a los demás,
tampoco os bastaréis para vosotros mismos.
No os
irritéis, como si lo que os digo fuera cosa molesta. Si los demás se tornan
insípidos, vosotros podéis devolverles el sabor; pero, si esto os sucediera a
vosotros, con vuestra pérdida arrastraríais también a los demás. Por tanto,
cuantos mayores asuntos llevéis entre manos, mayor fervor y celo necesitaréis.
Por
eso les advierte: si la sal se torna insípida, ¿con qué se le devolverá el
sabor? Para nada vale ya, sino para ser arrojada y pisoteada de las gentes (Mt
5, 13). Los otros, en efecto, aunque mil veces desfallezcan, mil veces pueden
obtener perdón; pero, si cae el maestro, no tiene defensa posible (...).
Había
dicho el Señor a sus discípulos: cuando os insulten y persigan, y digan toda
palabra mala contra vosotros... (Mt 5, 11). Para que no se acobardaran al oír
esto, y rehusaran salir al campo de batalla, ahora parece decirles: si no
estáis preparados a sufrir todas estas cosas, vana ha sido vuestra elección.
Lo que debéis temer no es que se os maldiga, sino el ser envueltos en la común
hipocresía. En ese caso os habríais tornado insípidos, y seríais pisoteados
por la gente. Pero si seguís frotando con sal, y por ello os maldicen, alegraos
entonces. Ésa es precisamente la función de la sal: escocer y molestar a los
corrompidos. La maledicencia os seguirá forzosamente, pero no os hará ningún
daño, sino que dará testimonio de vuestra firmeza. Pero si por miedo a la
murmuración abandonáis el ímpetu que debéis tener, entonces sufriréis más
graves daños. En primer lugar, se os maldecirá lo mismo; y luego, seréis la
irrisión de todo el mundo; porque eso quiere decir ser pisoteado.
El
Señor pasa ahora a otra comparación más alta: vosotros sois la luz del mundo
(Mt 5, 14). Nuevamente se nos habla del mundo; no de una sola nación, ni de
veinte ciudades, sino de la tierra entera. Se nos habla de una luz inteligible,
mucho más preciosa que los rayos del sol, como también la sal había que
entenderla espiritualmente. Y pone primero la sal, luego la luz, para que te des
cuenta de la utilidad de las palabras enérgicas y el provecho de una enseñanza
seria. Ella nos ata fuertemente y no nos permite disolvernos. Ella nos hace
abrir los ojos, llevándonos como de la mano a la virtud.
(...)
Después de haberles mostrado su propio poder, el Señor les exige franqueza y
libertad, diciéndoles: nadie enciende una lámpara y la pone debajo del
celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los de la casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, a fin de que vean vuestras buenas
obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5, 15-16). Es
como si les dijera: yo he encendido la luz; pero que siga ardiendo, depende ya
de vuestro afán apostólico. Y eso no sólo para alcanzar vuestra propia
salvación, sino también la de aquellos que han de gozar de su resplandor, y
ser así conducidos como de la mano hacia la verdad. Si vosotros vivís con
perfección, como conviene a los que han recibido la misión de convertir a todo
el mundo, las calumnias no podrán echar ni una sombra sobre vuestro resplandor.
Llevad,
pues, una vida digna de la gracia; a fin de que, así como la gracia se predica
en todas partes, también vuestra vida esté de acuerdo con la gracia.
Por
fin, además de la salvación de los hombres, el Señor les señala otro
provecho, que es suficiente por sí solo para incitarles a la pelea y llevarles
al más intenso fervor. Porque—les dice—viviendo rectamente, no sólo
corregiréis a toda la tierra, sino que glorificaréis a Dios; de manera
semejante a como, si no vivís virtuosamente, no sólo perderéis a los hombres
sino que haréis que sea blasfemado el nombre de Dios.
*
* * * *
Recomenzar
(Exhortación
a Teodoro caído, 1, 14-15)
No
causa ninguna maravilla que los que no creen en la resurrección vivan
negligentemente y no sientan temor del juicio. Por el contrario, sería
insensatez suma que nosotros, para quienes la vida venidera es más cierta que
la presente, viviésemos tan miserablemente que no nos impresionara lo más
mínimo su recuerdo. Si quienes tenemos fe obramos como los incrédulos, y aun a
veces vivimos peor que ellos (pues no han faltado entre los infieles quienes han
brillado por su virtud), ¿qué consuelo y qué perdón nos queda ya? Muchos
mercaderes que sufrieron un naufragio no por eso se desalentaron, sino que
nuevamente reanudaron su actividad, a pesar de que el daño no les vino por
negligencia propia, sino a causa de la violencia de los vientos. Y nosotros, que
podemos mirar confiadamente al término y sabemos perfectamente que, si no
queremos, no hemos de sufrir naufragio ni otro daño alguno, ¿no pondremos
nuevamente manos a la obra para negociar como antes? ¿Vamos a quedarnos ociosos
y mano sobre mano? ¡Y ojalá sólo fuera estar mano sobre mano, y no las
volviéramos también contra nosotros mismos! Porque a veces sucede precisamente
esto, lo que es señal de suma locura.
En
efecto, si un púgil, dejando a su rival, volviera los puños contra su propia
cabeza y se destrozase la cara, ¿no le pondríamos en el número de los locos?
El diablo nos echó la zancadilla y nos derribó por tierra. Luego es menester
levantarnos y no dejarnos arrastrar nuevamente; no despeñarnos a nosotros
mismos, ni a sus golpes añadir los propios. El bienaventurado David tuvo una
caída semejante a la tuya; e incluso después sufrió otra: la del homicidio.
¿Pues qué? ¿Se quedó allí tendido? ¿No se levantó inmediatamente y se
enfrentó con el enemigo? Así fue. Y tan valerosamente le derrotó que,
después de la muerte, fue el protector de sus descendientes. Por eso a
Salomón, que cometió una enorme iniquidad haciéndose merecedor de mil
muertes, Dios le dice que dejará intacto el reino por amor de David, con estas
palabras: con escisión escindiré tu reino y se lo daré a tu sierro. Sin
embargo, no lo haré en tus días... ¿Por qué motivo? Por consideración a
David, padre tuyo, lo tomaré de la mano de tu hijo ( 1 Re 11, 11-12). Y a
Ezequías que, no obstante ser personalmente justo, estaba al borde de un grave
peligro, Dios le quiere socorrer por amor de David: Yo seré escudo de esta
ciudad para salvarla por causa de mí y de David, siervo mío (2 Re 19, 34).
Tal
es la fuerza de la penitencia. Si David hubiera pensado entonces como piensas
tú ahora, que es imposible ya aplacar a Dios; si hubiera dicho para sí mismo:
Dios me ha honrado con tan alto honor, me ha puesto en el número de los
profetas, me encomendó el mando de mis gentes, me libró de peligros sin
cuento... ¿Cómo puedo hacérmele nuevamente propicio, si le he ofendido
después de recibir tan grandes beneficios y he cometido los más graves
crímenes? De haber pensado así, no sólo no hubiera hecho lo que hizo, sino
que hubiera perdido todo lo anterior.
No
sólo las heridas del cuerpo; también las del alma, si se descuidan, producen
la muerte. Y, sin embargo, en ocasiones llegamos a tal punto de insensatez que
cuidamos con todo empeño del cuerpo, pero no hacemos ningún caso del alma. En
el cuerpo, es natural que nos sobrevengan muchas enfermedades incurables; sin
embargo, no por eso desesperamos y, a pesar de que los médicos dicen y repiten
que tal enfermedad no tiene remedio, que ningún medicamento la puede curar,
nosotros insistimos una y otra vez, y les rogamos que, al menos, nos den algo
que la alivie. En el alma, en cambio, no existe ninguna enfermedad incurable,
pues el espíritu no está sometido a la necesidad de la naturaleza. Y sin
embargo, como si se tratara de achaques ajenos, descuidamos sus males y
desesperamos de su remedio. Donde la naturaleza de las enfermedades debería
llevarnos a la desesperación, ponemos todo nuestro cuidado como si
conserváramos mil esperanzas de salud; donde no hay motivo para desalentarnos,
desistimos y nos descuidamos, como si estuviéramos desahuciados. Hasta tal
punto nos preocupamos más del cuerpo que del alma. En verdad que, por este
camino, ni el cuerpo mismo podremos salvar. El que descuida lo principal y pone
todo su empeño en lo secundario, destruye y pierde lo uno y lo otro. El que
guarda el orden debido, al salvar y cuidar lo principal, aunque descuide un poco
lo secundario, la salvación de lo primero lleva consigo la de lo otro. Es lo
que nos quiso dar a entender Cristo, cuando dijo: no temáis a los que matan el
cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede perder alma y
cuerpo en el infierno (Mt 10, 28).
¿Te
persuades de que no hay que desesperar jamás de las enfermedades del alma como
si fueran incurables, o será menester apelar a nuevos razonamientos? (...).
Aún puedes volver a la virtud y reconciliarte con la vida primera. Escucha lo
que sigue. Los ninivitas no se desalentaron al escuchar que el Profeta afirmaba
y claramente les amenazaba diciendo: de aquí a cuarenta días, Nínive será
destruida (Jan 3, 4). Ciertamente, no tenían la seguridad de aplacar a Dios,
sino la sospecha de lo contrario, pues las palabras del profeta no venian con
distinción alguna, sino que eran absolutamente categóricas. Sin embargo,
hicieron penitencia diciendo: ¿quién sabe si Dios se arrepentirá y se nos
mostrará propicio y se apartará del furor de su ira y no pereceremos? Y vio
Dios las obras de ellos cómo se habían apartado de sus caminos mulos, y se
arrepintió Dios del mal que había amenazado hacerles y no lo hizo (Jan 3,
9-10).
Pues
si hombres bárbaros y sin formación pudieron comprender eso mucho más hemos
de hacerlo nosotros, que hemos sido instruidos en las verdades divinas y hemos
visto tanta muchedumbre de ejemplos semejantes en palabras y en realidad. Porque
no son—dice el Profeta—mis pensamientos como vuestros pensamientos, ni mis
caminos como vuestros caminos. Cuanto dista el cielo de la tierra, tanto distan
mis pensamientos de los vuestros y mis designios de vuestros designios (Is 45,
8-9).
*
* * * *
Dignidad
del sacerdocio
(Sobre
el sacerdocio lll, 4-6) PBRO/DIGNIDAD/CRISOSTOMO
Cuando
contemplas al Señor sacrificado y puesto sobre el altar, y al sacerdote que ora
y asiste al sacrificio, y a todos los presentes bañados con la púrpura de
aquella sangre preciosísima, ¿acaso piensas que estás aún entre los hombres
y que pisas la tierra?, ¿no te sientes más bien trasladado a los Cielos donde,
desterrado de tu alma todo pensamiento carnal, miras con alma desnuda y mente
pura las realidades mismas de la gloria? ¡Oh maravilla! ¡Oh benignidad de
nuestro Dios! El que está sentado en la gloria junto al Padre, es tomado en
aquel momento en manos de todos, y se deja abrazar y estrechar de los que
quieren. Así lo hacen con los ojos de la fe.
¿Quieres
ver la soberana santidad de estos misterios? Imagínate, te ruego, que tienes
ante los ojos al profeta Elías; mira la ingente muchedumbre que lo rodea, las
víctimas sobre las piedras, la quietud y el silencio absoluto de todos y sólo
el profeta que ora; y, de pronto, el fuego que baja del cielo sobre el
sacrificio... Todo esto es admirable y nos llena de estupor.
Pues
trasládate ahora de ahí y contempla lo que entre nosotros se cumple: verás no
sólo cosas maravillosas, sino algo que sobrepasa toda admiración. Aquí está
en pie el sacerdote, no para hacer bajar fuego del cielo, sino para que
descienda el Espíritu Santo; y prolonga largo rato su oración, no para que una
llama desprendida de lo alto consuma las víctimas, sino para que descienda la
gracia sobre el sacrificio y, abrasando las almas de todos los asistentes, las
deje más brillantes que plata acrisolada.
¿Quién
habrá, pues, tan loco, quién tan perdido de juicio que desprecie soberbiamente
misterio tan tremendo? ¿Acaso ignoras que, sin una particular ayuda de la
gracia de Dios, no habría alma humana capaz de soportar el fuego de ese
sacrificio, sino que nos consumiría a todos absolutamente?
Si
alguien considera atentamente qué cosa significa estar un hombre envuelto aún
de carne y sangre, y poder no obstante llegarse tan cerca de aquella
bienaventurada y purísima naturaleza; ése podrá comprender cuán grande es el
honor que la gracia del Espíritu otorgó a los sacerdotes. Porque por manos del
sacerdote se cumplen no sólo los misterios dichos, sino otros que en nada les
van en zaga, ya en razón de su dignidad en sí, ya en orden a nuestra
salvación.
En
efecto, a moradores de la tierra, a quienes en la tierra tienen aún su
conversación, se les ha encomendado administrar los tesoros del Cielo, y han
recibido un poder que Dios no concedió jamás a los ángeles ni a los
arcángeles. A ninguno de éstos dijo: lo que atareis sobre la tierra será
también atado en el cielo (Mt 18, 18). Cierto que quienes ejercen autoridad en
el mundo tienen también poder de atar, pero sólo los cuerpos. La ligadura del
sacerdote toca al alma misma y penetra dentro de los cielos. Lo que los
sacerdotes hacen aquí abajo, Dios lo ratifica allá arriba; la sentencia de los
siervos es confirmada por el Señor. ¿Qué otra cosa es esto, sino haberles
concedido todo el poder celeste? A quienes perdonareis—dice—los pecados, les
serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,
23). ¿Qué poder puede haber mayor que éste? Todo el juicio se lo ha dado el
Padre al Hijo (Jn 5, 22); pero yo veo que ese juicio ha sido a su vez
enteramente puesto por el Hijo en manos de sus sacerdotes (...)
Sin
la dignidad del sacerdocio no podríamos salvarnos ni alcanzar los bienes que
nos han sido prometidos. Porque si nadie puede entrar en el reino de los cielos,
si no es regenerado por el agua y el Espíritu (cfr. Jn 3, 5), si se excluye de
la vida eterna al que no come la carne y bebe la sangre del Señor (cfr. Jn 6,
53-54), y todo esto sólo puede cumplirse por las manos santas del sacerdote,
¿cómo podría nadie escapar al fuego del infierno y alcanzar las coronas que
nos están reservadas?
Los
sacerdotes son quienes nos engendran espiritualmente, los que por el Bautismo
nos dan a luz. Por ellos nos revestimos de Cristo (cfr. Rm 13, 14; Gal 3, 27),
nos consepultamos con el Hijo de Dios (cfr. Rm 6, 4) y nos hacemos miembros de
aquella bienaventurada Cabeza. De suerte que los sacerdotes debieran merecernos
más reverencia que los magistrados y reyes, y sería incluso justo tributarles
mayor honor que a nuestros mismos padres. Porque éstos nos engendran por la
sangre y la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13), mas aquellos son autores de
nuestro nacimiento de Dios, de la regeneración bienaventurada, de la libertad
verdadera y de la filiación divina por la gracia.
Los
sacerdotes judíos tenían poder de librar de la lepra del cuerpo; digo mal:
sólo tenían poder de examinar a los ya curados de ella, y bien sabemos cuán
disputada era entonces la dignidad sacerdotal. Mas los sacerdotes cristianos han
recibido potestad, no sobre la lepra del cuerpo, sino sobre la impureza del
alma; no de examinar la lepra ya curada, sino de limpiar absolutamente de ella.
Por eso, los que desprecian al sacerdote cometen un sacrilegio mayor que Datán
y sus secuaces, y merecen más severo castigo (cfr. Num 16).
(...)
Pero no sólo en orden a castigar, sino también para hacernos bien, ha dado
Dios a los sacerdotes mayor poder que a los padres naturales. Va de los unos a
los otros la diferencia que corre entra la vida presente y la venidera, pues los
unos nos engendran para aquélla y los otros para ésta. Además, los padres no
pueden librar a sus hijos de la muerte corporal, no son capaces ni de alejar de
ellos una enfermedad que les acometa; los sacerdotes, en cambio, curan muchas
veces a un alma enferma y salvan a la que está a punto de perderse; a unas les
mitigan el castigo que merecen, a otras les impiden en absoluto caer. Y eso no
sólo por sus enseñanzas y amonestaciones, sino también con la ayuda de sus
oraciones. Y es así que los sacerdotes no sólo tienen poder de perdonar los
pecados cuando nos regeneran por el Bautismo, sino también los que cometemos
después de nuestra regeneración (...). Además, los padres naturales poco o
nada pueden hacer en favor de sus hijos, cuando éstos ofenden a algún
personaje o poderoso de la tierra los sacerdotes, en cambio, nos reconcilian
muchas veces, no ya con magistrados o emperadores, sino con el mismo Dios
irritado contra nosotros.
* * *
* *
La
educación de los hijos
(Homilías
sobre el Evangelio de San Mateo, 59, 6-7)
En la
guerra y en el campo de batalla, el soldado que sólo mira cómo salvarse por
medio de la fuga, se pierde a sí mismo y a los otros. El valiente, en cambio,
que lucha por salvar a los demás, se salva también a sí mismo. Pues nuestra
religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y pelea, y
batalla. Formemos la línea de combate tal como nuestro Rey nos ha mandado,
dispuestos siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de
todos, alentando a los que permanecen firmes y levantando a los que han caído.
Verdaderamente,
muchos hermanos nuestros yacen por el suelo en esta batalla, acribillados de
heridas y chorreando sangre; y nadie hay que se cuide de ellos: ni gente del
pueblo, ni sacerdote, ni ningún otro; ni protector, ni amigo, ni hermano. Cada
uno mira sólo por sí mismo. De ahí proviene, justamente, la mezquindad en que
vivimos.
La
mayor libertad y gloria nos viene de no preocuparnos sólo de nosotros mismos.
Si somos débiles, si tan fácilmente nos derriban los hombres y el diablo, se
debe precisamente a que nos buscamos a nosotros mismos, a que no nos protegemos
unos a otros como con un escudo, a que no nos rodeamos—como de una cerca—de
la caridad de Dios. Por el contrario, buscamos otros motivos de amistad: el
parentesco, la comunicación, la mera vecindad... Cualquier cosa nos sirve para
hacer amistad, menos la religión, cuando habría de ser esto lo que más nos
uniera a unos con otros. Ahora, sin embargo, sucede todo lo contrario: antes
somos amigos de judíos y de paganos, que de hijos de la Iglesia.
—Es
verdad—me dices—. Pero es que mi hermano en la fe es un malvado, y el otro,
judío o gentil, es bueno y modesto.
—¿Qué
dices? ¿Malvado llamas a tu hermano, cuando tienes mandado no llamarle ni
siquiera «raca», es decir, necio? ¿No te avergüenzas, no te ruborizas de
infamar públicamente a tu hermano, al que es miembro tuyo, que salió del mismo
seno y participa de la misma mesa? (...).
—Es
que realmente es un malvado, y no hay quien lo aguante.
—Pues
hazte amigo suyo para que deje de ser como es, para convertirle, para llevarle a
la virtud.
—Es
que no me hace caso—me respondes—ni aguanta un consejo.
—¿Cómo
lo sabes? ¿Le has exhortado o intentado corregirle?
—Le
he exhortado muchas veces, me contestas.
—¿Cuántas?
—Muchas;
una y otra vez.
—¿Y
eso es muchas veces? Aunque lo hubieras hecho durante toda la vida, no tendrías
que cansarte ni desesperar. ¿No ves cómo Dios nos exhorta durante toda la vida
por medio de los profetas, de los apóstoles y de los evangelistas? Y nosotros,
¿acaso cumplimos todo lo que nos dice y le hacemos caso en todo? ¡Ni mucho
menos! ¿Y ha dejado Él de exhortarnos por eso'? ¿Ha guardado silencio? (...).
Pero
¿a qué acusarnos de descuido por los extraños, si ni siquiera hacemos caso de
nuestra misma familia, de la mujer, de los hijos, de los sirvientes? Como si
estuviéramos borrachos, nos ocupamos en unas cosas por otras: que los criados
sean cuantos más mejor, y nos sirvan con el mayor cuidado; que los hijos puedan
recibir un día una pingüe herencia; que la mujer tenga oro, vestidos lujosos y
perlas... No nos preocupamos de nosotros mismos, sino de nuestras cosas, como
tampoco nos preocupamos de la mujer ni de los hijos, sino de las cosas de la
mujer y de los hijos. Nos comportamos como aquél que, teniendo la casa en
ruinas, con las paredes que se tambalean, no se preocupa de levantarlas o
reforzarlas, sino que construye una gran cerca alrededor de la casa (...).
Si un
oso, burlando la vigilancia, se escapa de la jaula, al punto cerramos las
puertas y corremos por las calles por miedo de caer en las garras de la fiera; y
aquí no es una fiera, sino muchos pensamientos los que, como fieras, desgarran
nuestra alma, y ni nos damos cuenta. En las ciudades se cuida mucho que las
fieras estén en lugares apartados, bien cerradas en sus jaulas, y no se las
deja cerca del concejo de la ciudad, ni de los tribunales, ni del palacio
imperial. Se las tiene bien atadas, lejos de estos lugares (...).
Sin
embargo, hay entre nosotros hombres peores que las animales más salvajes. Tal
es la mayor parte de nuestra gente joven. Dejándose llevar por una
concupiscencia salvaje, como ellos saltan, cocean y corren sin freno, sin tener
la más leve idea de sus deberes. Y los culpables son sus padres. Cuando se
trata de sus caballos, mandan a los caballerizos que los cuiden bien, y no
consienten que crezcan sin domarlos, y desde el principio les ponen freno y
demás arreos. Pero cuando se trata de sus hijos jóvenes, les dejan sueltos por
todas partes durante mucho tiempo, y así pierden la castidad, se manchan con
deshonestidades y juegos, y malgastan el tiempo con la asistencia a inicuos
espectáculos. Su deber sería, antes de que se dieran a la impureza, buscarles
una esposa casta y prudente (...).
—Es
mejor esperar—me dices—a que adquiera nombre y brille en las actividades
públicas.
—Sí;
pero de su alma no hacéis caso alguno, sino que consentís que se arrastre por
el suelo. Y así, porque el alma se tiene por cosa accesoria, porque se descuida
lo importante y se pone el afán en lo secundario, todo está lleno de
confusión y desorden.
¿No
sabes que el mejor favor que puedes hacer a tu hijo es guardarle limpio de la
impureza de la fornicación? Nada hay tan precioso como el alma. ¿Qué le
aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26), dice el
Señor. Pero todo lo ha trastornado el amor al dinero, que ha desterrado el
verdadero temor de Dios y se ha apoderado de las almas de los hombres como un
tirano de una ciudadela. Esta es la razón por la que descuidamos la salvación
de nuestros hijos y la nuestra propia, sin otra mira que enriquecernos lo más
posible y dejar a otros la riqueza, para que éstos se la dejen a otros, y
éstos a otros. Parece como si fuéramos meros transmisores, y no dueños de
nuestros bienes. Y ahí se origina la inmensa insensatez de que los hombres
libres estén más vilipendiados que los esclavos. Porque a los siervos les
reprendemos sus faltas: si no por interés de ellos, al menos por el interés
nuestro; pero los hombres libres no gozan de estos cuidados, sino que se les
tiene en menos que a los mismos esclavos.
Incluso
las bestias reciben más cuidados que los hijos. Más velamos por nuestros asnos
y nuestros caballos, que por nuestros hijos. El que posee una mula, se preocupa
de encontrar un buen arriero, que no sea tonto, ni ladrón, ni borracho, sino un
hombre que conozca bien su oficio. En cambio, cuando se trata de buscar un
maestro para el alma del niño, contratamos al primero que se nos presenta. Y,
sin embargo, no hay arte superior a éste. ¿Qué hay comparable con el arte de
formar un alma, de plasmar la inteligencia y el espíritu de un joven'? El que
profesa esta ciencia ha de proceder con más cuidado que un pintor o un escultor
al realizar su obra.
De este autor, D.
Ruiz BUENO ha publicado, en versión bilingüe, las Homilías sobre San Mateo,
BAC, nos. 141 y 146, Madrid 1955 y 1956; así como algunas otras obras, bajo
el título de Tratados ascéticos, BAC n. 169, Madrid 1958. Los fragmentos
que siguen están tomados de estas ediciones.
Homilías sobre San Mateo
La confesión de
Pedro (Mt 16, 13 ss.):
¿Qué hace, pues,
Pedro, boca que es de los apóstoles? Él, siempre ardiente; él, director del coro
de los apóstoles, aun cuando todos son interrogados, responde solo. Y es de
notar que cuando el Señor preguntó por la opinión del vulgo, todos contestaron a
su pregunta; pero cuando les pregunta la de ellos directamente, entonces es
Pedro quien se adelanta y toma la mano y dice: Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
¿Qué le responde Cristo?: Bienaventurado eres,
Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado.
Ahora bien, si Pedro no hubiera confesado a Jesús por Hijo natural de Dios y
nacido del Padre mismo, su confesión no hubiera sido obra de una revelación. De
haberle tenido por uno de tantos, sus palabras no hubieran merecido la
bienaventuranza. La verdad es que antes de esto, los hombres que estaban en la
barca, después de la tormenta de que fueron testigos, exclamaron:
Verdaderamente es éste Hijo de Dios. Y, sin embargo, a pesar de su
aseveración de verdaderamente, no fueron proclamados bienaventurados.
Porque no confesaron una filiación divina, como la que aquí confiesa Pedro.
Aquellos pescadores creían sin duda que Jesús, uno de tantos, era verdaderamente
Hijo de Dios, escogido ciertamente entre todos, pero no de la misma sustancia o
naturaleza de Dios Padre.
También Natanael
había dicho: Maestro, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel. Y
no sólo no se le proclama bienaventurado, sino que es reprendido por el
Señor por haber hablado muy por bajo de la verdad. Lo cierto es que el Señor
añadió: ¿Porque te dije: Te vi debajo de
la higuera, crees? Cosas mayores has
de ver. ¿Por qué, pues, Pedro es proclamado bienaventurado? Porque le
confesó Hijo natural de Dios. De ahí que en los otros casos nada semejante dijo
el Señor, mas en éste nos hace ver también quién fue el que lo reveló. Tal vez
pudiera pensar la gente que, siendo Pedro tan ardiente amador de Cristo, sus
palabras nacían de amistad y adulación y de ganas que tenía de congraciarse con
su maestro. Pues para que nadie pudiera pensar así, Jesús nos descubre quién fue
el que habló antes al alma de Pedro, y nos demos así cuenta que, si Pedro fue
quien habló, el Padre fue quien le dictó las palabras -palabras que ya no
podemos mirar como opinión humana sino creerlas como dogma divino-. Mas ¿por qué
no lo afirma el Señor mismo y dice: «Yo soy el Cristo», sino que lo va
preparando por sus preguntas, llevando a sus discípulos a confesarlo? Porque así
era entonces para Él más conveniente y necesario y de esta manera se atraía
mejor a sus discípulos a la fe de aquella misma confesión por ellos hecha. ¿Veis
cómo el Padre revela al Hijo, y el Hijo al Padre? Porque tampoco al Padre le
conoce nadie -dice Él mismo-, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo
quiera revelar. Luego no es posible conocer al Hijo sino por el Padre, ni
conocer por otro al Padre sino por el Hijo. De suerte que aún por aquí se
demuestra patentemente la igualdad y consustancialidad del Hijo con el Padre.
¿Qué le contesta,
pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de
Jonás. Tú te llamarás Ce fas. Como tú has
proclamado a mi Padre -le dice-, así también yo pronuncio el nombre de quien te
ha engendrado. Que era poco menos que decir: Como tú eres hijo de Jonás así lo
soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás.
Mas como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de
Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás, así era Él
Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo:
Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, es decir, sobre la fe de tu
confesión. Por aquí hace ver ya que habían de ser muchos los que creerían, y así
levanta el pensamiento de Pedro y le constituye pastor de su Iglesia.
Y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella. Y si contra ella no prevalecerán,
mucho menos contra mí. No te turbes, pues, cuando luego oigas que he de ser
entregado y crucificado. Y seguidamente le concede otro honor: Y
yo te daré las llaves del reino de los cielos.
¿Qué quiere decir:
Yo te daré
las llaves? Como mi Padre te ha dado que me conocieras, yo te daré las
llaves del reino de los cielos. Y no dijo: «Yo rogaré a mi Padre»; a pesar de
ser tan grande la autoridad que demostraba, a pesar de la grandeza inefable del
don. Pues con todo eso, Él dijo: Yo te
daré. ¿Y qué le vas a dar, dime?
Yo te daré las llaves del reino de los cielos: y
cuanto tú desatares sobre la tierra, desatado quedará en los cielos.
¿Cómo, pues, no ha de ser cosa suya conceder
sentarse a su derecha o a su izquierda, cuando ahora dice:
Yo te daré?
¿Veis cómo Él mismo levanta a Pedro a más alta idea de Él y se revela a sí mismo
y demuestra ser Hijo de Dios por estas dos promesas que aquí le hace? Porque
cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados, hacer
inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un
pobre pescador la firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la
tierra, eso es lo que aquí promete el Señor que le ha de dar a Pedro. Es lo que
el Padre mismo decía hablando con Jeremías: Que le haría como una columna de
bronce o como una muralla. Sólo que a Jeremías le hace tal para una sola
nación, y a Pedro para la tierra entera. Aquí preguntaría yo con gusto a quienes
se empeñan en rebajar la dignidad del Hijo: ¿Qué dones son mayores: los que dio
el Padre o los que dio el Hijo a Pedro? El Padre le hizo a Pedro la gracia de
revelarle al Hijo; pero el Hijo propagó por el mundo entero la revelación del
Padre y la suya propia, y a un pobre mortal le puso en las manos la potestad de
todo lo que hay en el cielo, pues le entregó sus llaves. Él, que extendió su
Iglesia por todo lo descubierto de la tierra y la hizo más firme que el cielo
mismo: Porque el cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará. El
que tales dones da, el que tales hazañas realizó, ¿cómo puede ser inferior? Y al
hablar así, no pretendo dividir las obras del Padre y del Hijo: Porque todo
fue hecho por Él, y sin Él nada fue hecho. No, lo que yo quiero es hacer
callar la lengua desvergonzada de quienes a tales afirmaciones se desmandan.
(54, 1-2; BAC 146,
139-143)
El perdón de los
enemigos (Mt 18, 21 ss):
Dos cosas, pues,
son las que de nosotros quiere aquí el Señor: que condenemos nuestros propios
pecados y que perdonemos los de nuestro prójimo. Y el condenar por el perdonar,
porque lo uno haga más fácil lo otro; pues aquel que considera sus propios
pecados, estará más pronto al perdón de su compañero. Y no perdonar simplemente
de boca, sino de corazón, pues de lo contrario, manteniendo el rencor, no
hacemos sino clavarnos la espada a nosotros mismos. Porque ¿qué es lo que pudo
haberte hecho tu ofensor comparado con lo que tú te haces a ti mismo cuando
enciendes tu ira y te atraes contra ti la sentencia condenatoria de Dios?
Porque, si estás alerta y sabes obrar filosóficamente, todo el mal recaerá sobre
la cabeza del ofensor y él será quien lo pague todo. Mas, si te obstinas en tu
malhumor y enfado, entonces el daño será para ti, no el que te hace tu enemigo,
sino el que te haces tú a ti mismo. No digas, pues, que te injurió y te calumnió
y te hizo males sin cuento, pues cuanto más digas, más demuestras que es un
bienhechor tuyo. Porque él te ha dado ocasión de expiar tus pecados. Si más te
hubiera agraviado, de mayor perdón hubiera sido causa. A la verdad, como
nosotros queramos, nadie será capaz de agraviarnos ni dañarnos. Nuestros mismos
enemigos nos harán los mayores favores. Y no digo sólo los hombres. ¿Puede haber
nada más perverso que el diablo? Y, sin embargo, hasta el diablo puede ser para
nosotros ocasión de la mayor gloria, como lo demuestra la historia de Job. Si,
pues, el diablo puede ser para ti ocasión de corona, ¿a qué temes a un hombre
enemigo? Mira, si no, cuánto ganas sufriendo con mansedumbre los ataques de tus
enemigos. En primer lugar, y es la mayor ganancia, te libras de tus pecados; en
segundo lugar, adquieres constancia y paciencia; y en tercer lugar, ganas
mansedumbre y misericordia. Porque quien no sabe irritarse contra quienes le
ofenden y dañan, con más razón será suave con los que le quieren. En cuarto
lugar, te limpias definitivamente de la ira. ¿Y puede haber bien comparable a
éste? Porque el que está puro de ira, evidentemente también estará libre de la
tristeza, de que es fuente la ira, y no consumirá su vida en vanos afanes y
dolores. El que no sabe irritarse, no sabe tampoco estar triste, sino que gozará
de placer y de bienes infinitos. En conclusión, cuando a los otros aborrecemos,
a nosotros mismos nos castigamos; y al revés, a nosotros mismos nos hacemos
beneficio cuando a los otros amamos. Sobre todo esto, tus mismos enemigos, aun
cuando fueren demonios, te respetarán; o, por mejor decir, con esta actitud
tuya, ni enemigos tendrás en adelante. En fin, lo que vale más que todo y es lo
primero de todo: así te ganarás la benevolencia de Dios; y, si has pecado,
alcanzarás perdón; si has practicado el bien, añadirás nuevo motivo de
confianza.
Esforcémonos, pues,
por no odiar a nadie, a fin de que Dios nos ame. Así, aun cuando le debamos diez
mil talentos, se compadecerá de nosotros y nos perdonará. ¿Pero dices que te
perjudicó tu enemigo? Pues tenle compasión, no le aborrezcas; llórale, no le
rechaces. Porque no eres tú el que ha ofendido a Dios, sino él; tú más bien has
adquirido gloria, si lo sabes llevar pacientemente. Considera que, cuando Cristo
iba a ser crucificado, se alegró por sí y lloró por los que le crucificaban. Tal
ha de ser también nuestra disposición de alma: cuanto más se nos agravie y
perjudique, tanto más hemos de llorar a quienes nos agravian y perjudican.
Porque a nosotros, sólo bien puede venirnos de ello; mas a ellos, todo lo
contrario. ¡Mas es que me insultó, es que me hirió en presencia de todo el
mundo! Luego en presencia de todo el mundo se cubrió de ignominia y deshonor y
abrió la boca de infinitos acusadores y tejió para ti más numerosas coronas y
juntó mayor coro de heraldos de tu paciencia. ¡Pero es que me calumnió delante
de los otros! ¿Y qué tiene eso que ver, cuando ha de ser Dios el que te ha de
pedir cuentas y no esos que oyeran a tu calumniador? A sí mismo fue a quien se
añadió materia de castigo, pues no sólo tendrá que dar cuenta de sus propios
actos, sino también de lo que dijo contra ti. Él te desacreditó a ti delante de
los hombres, pero él quedó desacreditado delante de Dios. Mas, si no te bastan
estas consideraciones, considera que también tu Señor fue calumniado, no sólo
por Satanás, sino también por los hombres, y calumniado ante quienes más Él
amaba. Y como el Padre, así también su Unigénito. De ahí que éste dijera:
Si al amo de casa le han llamado Belcebú, mucho
más se lo llamarán a sus familiares. Y no
sólo calumnió al Señor aquel maligno demonio, sino que se le dio crédito, y no
le calumnió en cosas de poco más o menos, sino de infamias y culpas gravísimas.
En efecto, de El hizo correr que era un endemoniado, impostor y enemigo de Dios.
Mas ¿es que después de hacer beneficio se te ha pagado con malos tratos? Pues
por eso justamente has de llorar por quien te los ha dado y alegrarte por ti,
pues has venido a ser semejante a Dios, que hace salir su sol sobre buenos y
malos.
Acaso te parezca
por encima de tus fuerzas el imitar a Dios. A la verdad, para quien vive
vigilante, ello no es dificil. Pero, en fin, si te parece superior a tus
fuerzas, yo te pondré ejemplos de hombres como tú. Ahí está José, que, después
de sufrir tanto de parte de ellos, fue el bienhechor de sus hermanos; ahí
Moisés, que, después de tanta insidia de parte de su pueblo, ruega a Dios por
él; ahí Pablo, que, no obstante no poder ni contar cuánto sufrió de parte de los
judíos, aún pedía ser anatema por su salvación; ahí Esteban, que
apedreado, rogaba al Señor no les imputara aquel pecado. Considerando también
estos ejemplos, desechemos de nosotros toda ira, a fin de que también a nosotros
nos perdone Dios nuestros pecados, por la gracia y misericordia de nuestro Señor
Jesucristo, con quien sea al Padre y al Espíritu Santo gloria, poder y honor
ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
(61, 5; BAC 146,
281-285)
El entierro del
Señor y las santas mujeres (Mt 27, 45):
Y, acercándose
José, le pidió el cuerpo. Este José es el
que se había antes escondido; mas ahora, después de la muerte de Cristo, da
muestras de grande audacia. Porque no era un hombre vulgar, de los que pasan
inadvertidos, sino que formaba parte del Consejo y era muy ilustre. De ahí el
extraordinario valor de que dio pruebas, pues se exponía a la muerte al atraerse
con su benevolencia para con Jesús la odiosidad de todos y al atreverse a pedir
el cuerpo y no cejar en su intento hasta haberlo conseguido. Y su amor para con
Jesús y su valor no se muestran sólo en tomar el cuerpo y enterrarle
suntuosamente, sino en que ello fuera en su propio sepulcro nuevo. Lo cual no
sin razón fue ordenado por la Providencia, pues así no cabía sospecha de que
hubiera resucitado uno por otro. Y María
Magdalena y la otra María estaban sentadas junto al sepulcro.
¿Por qué razón se quedan éstas allí pegadas? Porque
todavía no tenían del Señor la idea grande y elevada que debieran tener. De ahí
el traer los ungüentos y el perseverar junto al sepulcro, a ver si amainaba el
furor de los judíos y podían ellas verterlos sobre el cadáver de Cristo.
¡Qué valor, qué
amor el de estas santas mujeres! ¡Qué magnificencia en su dinero hasta la muerte
del Señor! Imitemos, hombres, a estas mujeres. No abandonemos a Jesús en
momentos de prueba. Ellas gastaron tanto con el que ya había muerto y por Él
expusieron sus vidas. Nosotros, empero (otra vez tengo que repetir lo mismo), ni
le damos de comer cuando tiene hambre, ni le vestimos cuando está desnudo. Le
vemos que nos pide y pasamos de largo. A la verdad, si le vierais en persona, no
habría quien no se desprendiese de lo que tiene. Sin embargo, también ahora es
el mismo. Él mismo nos dijo que era Él. ¿Por qué, pues, no nos desprendemos de
todo? A la verdad, también ahora le oímos decir: A mí lo hacéis. No hay
diferencia alguna en que des al Señor o a un pobre. No llevas desventaja alguna
a aquellas mujeres que en vida le alimentaron; más bien les llevas ventajas. No
os alborotéis por mi afirmación. No es, en efecto, lo mismo alimentarle a Él, si
personalmente apareciera, lo que fuera bastante para atraerse a un alma de
piedra, que, fiados en su sola palabra, cuidar del pobre, del mutilado o del
tullido. En el primer caso, la vista y la dignidad de la persona se reparten el
merecimiento en el otro, todo el premio pertenece íntegro a tu generosidad.
Mayor prueba de reverencia le das, en efecto, cuando, por sola su palabra
cuidando a un siervo suyo como tú, le das descanso en todo. Dale pues, ese
descanso, creyendo que Él es el que recibe y el que dice:
A mí me lo das.
Si no fuera Él a quien das, no te prometería el
reino de los cielos. Si no fuera Él a quien rechazas, si fuera un cualquiera a
quien desatiendes, no te mandaría por ello al infierno. Mas como es Él a quien
se desprecia, de ahí la gravedad de la culpa. Así, Él era a quien Pablo
perseguía, y por eso le dijo: ¿Por qué me persigues? Cuando demos, pues,
hagámoslo con la misma disposición de ánimo con que daríamos a Cristo en
persona. En realidad, más dignas de fe son sus palabras que nuestros ojos.
Cuando veas, pues, un pobre, acuérdate de las palabras de Cristo, por las que te
manifestó ser Él quien en el pobre es alimentado. Cierto que lo que aparece ante
tus ojos no es Cristo, pero Él es quien en esa figura te pide y recibe.
Avergüénzate, pues, cuando te pide y no le das. Porque esto sí que es vergüenza,
esto sí que merece castigo y suplicio. Que Él te pida, obra es de su bondad, y
ello ha de ser motivo de nuestro orgullo; pero no darle, lo es de tu crueldad. Y
si ahora no crees que, al pasar de largo por junto a un cristiano pobre, pasas
de largo por junto a Cristo, día vendrá en que lo creerás cuando, poniéndote
delante de ellos, te diga: Cuanto no hicisteis por éstos, por mí no lo
hicisteis. Mas no quiera Dios que tengamos que aprender así esta lección;
creamos más bien ahora: demos el fruto de nuestra fe, y merezcamos entonces oír
aquella bienaventurada palabra que nos introducirá en el reino de los cielos.
Pero tal vez dirá
alguno: Todos los días nos estás hablando de la limosna y de la caridad. Y no
dejaré por ahora de hablar de lo mismo. Aun suponiendo que ya cumplierais lo que
os digo, no habría en modo alguno que abandonar el tema, a fin de que no os
volvierais negligentes, aunque no digo que en ese caso no aflojara ya un poco.
Pero, no habiendo llegado ni a la mitad, no os quejéis de mí, sino de vosotros.
(88, 2-3; BAC 146,
703-705)
Sobre el sacerdocio
El sacerdote y la
oveja extraviada:
Pero no es esto
sólo; mucho trabajo también le espera, si quiere unir nuevamente a la Iglesia
los miembros que han sido arrancados de ella. Allá al pastor ordinario, sus
ovejas le siguen mansamente por dondequiera él las guía; y si alguna se extravía
del camino derecho y, dejando el pasto saludable, se anda paciendo por parajes
estériles y precipicios, le basta levantar un poco más la voz para recoger
nuevamente a la descarriada y juntarla al' rebaño.
Mas si un hombre se
extravía de la fe derecha, ¡cuánta diligencia, cuánta perseverancia y paciencia
no necesita el pastor de las almas! Porque no se trata aquí de arrastrarle por
la fuerza ni de obligarle por el temor, sino de atraerle, por la persuasión,
nuevamente a la verdad, de la que en hora mala se apartara. Alma a la verdad
generosa se requiere para no desalentarse, para no desesperar de la salvación de
los extraviados, para tener siempre delante y repetirse aquello del Apóstol:
Quién sabe si Dios les dará arrepentimiento para reconocer la verdad y
despierten del lazo del diablo.
Por eso, hablando
el Señor con sus discípulos, les dijo: ¿Quién es, pues, el siervo fiel y
prudente? Porque el que practica una ascesis personal, a sí mismo
circunscribe el provecho, pero el fruto de la acción pastoral pasa al pueblo
entero. Cierto que quien distribuye dinero a los necesitados o de otro cualquier
modo defiende a los oprimidos, aprovecha también, a su modo, al prójimo; pero
tanto menos que el sacerdote cuanto va del alma al cuerpo. Con razón pues, dijo
el Señor que la señal del amor que le tenemos es el celo que ponemos en guardar
su rebaño.
(2, 4; BAC 169,
631-632)
La palabra y la
ciencia, necesarias al sacerdote:
Cierto que para la
guarda de los mandamientos el ejemplo puede ayudarnos grandemente; grandemente
digo, porque no me atrevería a decir que ni ahí siquiera lo consiga el ejemplo
todo por sí solo. Mas cuando el combate se entabla en torno a los dogmas y todos
toman sus armas de las mismas Escrituras, ¿qué fuerza puede tener aquí la
ejemplaridad de la vida? ¿De qué le aprovecharán sus muchos trabajos, si,
después de tanto ,sudar, cae por su impericia en una herejía y se desgarra del
cuerpo de la Iglesia, cosa que sé yo ha acontecido a muchos? ¿De qué le sirve
toda su austeridad? ¡De nada! Como de nada tampoco sirve la sana fe, si la vida
está corrompida.
Por todas estas
causas señaladamente, el que tiene misión de enseñar a otros ha de ser
muy diestro en todos estos combates. No basta que él personalmente se mantenga
firme y para nada le afecten los ataques de sus contradictores; si la
muchedumbre de gente simple, que está bajo sus órdenes, ve que su ,guía es
vencido y no sabe contestar adecuadamente a sus contrarios, no achaca la derrota
a flaqueza del maestro, sino a debilidad de la doctrina misma, y así, por la
impericia de uno solo, todo un pueblo se precipita a su última ruina. No
es que de todo Punto se pasen al bando contrario; pero se ven forzados a dudar
de aquellos en quienes debieran tener plena confianza, y lo que habían
abrazado con fe inquebrantable ya no pueden mantenerlo con la misma firmeza.
La derrota del maestro levanta tal tormenta en sus almas que el mal puede
terminar en completo naufragio. Mas qué perdición, qué cantidad de fuego se
acumula sobre la cabeza de aquel desgraciado por la pérdida de cada una de estas
almas, no tengo por qué explicártelo yo, cuando tú lo sabes perfectamente.
Y ahora, por lo que
a mí se refiere, ¿puede llamarse orgullo, puede llamarse vanagloria que no
quisiera hacerme culpable de la pérdida de tantas almas y atraerme mayor castigo
del que ya me amenaza en la otra vida? ¿Quién osará decir tal cosa? Nadie, Si no
es que tiene ganas de criticar por criticar y gusta de filosofar en las ajenas
desgracias.
(4, 9; BAC 169,
714-716)
La dignidad del
sacerdote y el sacrificio del altar:
Mas ¿en qué orden y
jerarquía pondremos, dime, al sacerdote, cuando invoca al Espíritu Santo y
realiza aquel tremendo sacrificio y toca continuamente al Señor universal de
todos? ¿Qué pureza, qué reverencia no exigiremos de él? Considera en efecto qué
tales hayan de ser las manos que administran estos misterios y la lengua que
pronuncia aquellas palabras, qué pureza y santidad no haya de superar la
santidad del alma que en sí recibe a tan soberano espíritu. En ese momento,
hasta los ángeles rodean al sacerdote y toda la jerarquía de las celestes
potestades clama y de ellas se llena el lugar que rodea el altar para gloria del
que allí está puesto. Y para creer esto, basta considerar los misterios que allí
entonces se cumplen; mas yo oí también referir a uno que un anciano, varón
venerable y que acostumbraba ver revelaciones, le refirió cómo una vez se le
concedió tener una visióñ semejante y en aquel momento vio de pronto una
muchedumbre de ángeles, en cuanto cabe ver a los ángeles, vestidos de ropas
resplandecientes, rodeando el altar e inclinadas las cabezas, como pueden verse
los soldados formando en presencia del emperador. Y yo no tengo dificultad en
creerlo. Y otro me contó, no ya como cosa sabida de tercero, sino que le fue
concedido ver y oír él mismo, cómo a los que están para salir de este mundo, si
con pura conciencia han tomado parte en los misterios de la Eucaristía, cuando
están a punto de expirar, los ángeles les hacen la guardia por reverencia de
Aquel a quien han recibido y los trasladan de la tierra al cielo.
¿Y tú no tiemblas
todavía de introducir en iniciación tan sacrosanta a un alma como la mía y
levantar a la dignidad sacerdotal a quien está vestido de ropas sucias, siendo
así que Cristo arrojó al otro del coro de los convidados?
(6, 4; BAC 169,
736-737)
A Teodoro caído
Consideraciones a
Teodoro, que ha abandonado sus compromisos con Cristo:
Si fuera posible
poner de manifiesto por las letras las lágrimas y gemidos, llena de ellos te
envío esta carta. Y lloro no porque te ocupas en los negocios paternos, sino
porque te has borrado del catálogo de los hermanos y has faltado a tus
compromisos con Cristo. Por esto me estremezco, por esto lloro, por esto temo y
tiemblo, pues sé que el desprecio de esos compromisos acarrea condenación grande
a quienes se inscribieron en esta bella milicia y por negligencia han abandonado
su puesto. Y que el castigo de estos desertores haya de ser muy duro, lo puedes
ver por esta sencilla consideración. A un particular, nadie pudiera echarle en
cara una deserción; mas al que una vez se hizo soldado, si se le convence de
deserción, corre peligro extremo.
No es lo grave,
querido Teodoro, que quien lucha caiga, sino permanecer en la caída. No es lo
grave que uno sea herido en la guerra, sino desesperarse después de recibido el
golpe y no cuidar de la herida. Un mercader, no por haber una vez sufrido
naufragio y perdido su cargamento, deja de navegar. Otra vez vuelve al mar y
desafía las olas y atraviesa los océanos y, al cabo, recupera su riqueza. Y
vemos a muchos atletas que, después de grandes caídas, lograron ser coronados; y
muchas veces ha acontecido que un soldado que primero volvió las espaldas, dio
luego vuelta atrás y luchó como un valiente y venció al enemigo. Muchos, en fin,
que negaron a Cristo forzados por la violencia de los tormentos, volvieron luego
al combate y salieron de este mundo ceñida la corona del martirio. Si cada uno
de éstos se hubiera desalentado al primer golpe, no hubiera alcanzado los bienes
que luego alcanzó. Así también en tu caso, querido Teodoro, no porque te hayas
apartado un poco de tu estado, te precipites tú mismo hasta el abismo. No.
Resiste valerosamente y vuelve luego al puesto de donde saliste y no tengas a
deshonor haber por un tiempo recibido ese golpe. Si vieras a un soldado que
vuelve herido de la guerra, no lo tendrías a deshonor. La deshonra es arrojar
las armas y salirse del campo de batalla; pero mientras uno se mantiene firme en
su puesto combatiendo, aunque sea herido, aunque ceda unos pasos, nadie será tan
insensato ni tan inexperto en cosas de guerra que se atreva a echárselo en cara.
El no ser herido, propio es de los que no luchan; pero quienes se arrojan con
gran ímpetu contra el enemigo, natural es que alguna vez les alcance un golpe y
caigan. Que es lo que a ti te ha acontecido ahora: Quisiste de pronto matar a la
serpiente y fuiste mordido de ella. Pero ten buen ánimo; con un poco de
vigilancia no quedará ni rastro de aquella herida y hasta, con la gracia de
Dios, tú aplastarás la cabeza de la serpiente (...)
¿Qué te parece, de
las cosas del mundo, codiciable y envidiable? El mando, me dirás sin duda, la
riqueza y la gloria entre los hombres. Pero ¿qué más miserable que todo eso,
cuando se lo compara con la libertad de cristianos? El que manda está sujeto al
furor de los pueblos, a los impulsos sin razón de la muchedumbre, al miedo de
los que mandan a su vez sobre él, a las preocupaciones de sus subordinados. Y el
que ayer mandaba, hoy es un hombre privado. La vida presente no se diferencia
nada de un teatro. Allí uno es rey, otro general, otro hace papel de soldado
raso. Venida la tarde, ni el rey es rey, ni el que manda manda, ni el general es
general. Así, el día del juicio, cada uno recibirá lo que merezca no por la
persona que represente, sino por las obras que hubiere hecho. ¿Será acaso de
estimar la gloria que cae como flor de heno? ¿La riqueza, a cuyos posesores
maldice el Señor? ¡Ay de vosotros —dice— ricos! Y el salmista:
¡Ay de los que confían en su poder y se enorgullecen de la muchedumbre de su
riqueza! El cristiano jamás pasa de hombre que manda a hombre privado, de
rico a pobre, ni de glorioso a oscuro. Sigue rico cuando mendiga y es exaltado
cuando se esfuerza en humillarse. No manda sobre hombres, sino sobre los
príncipes sometidos al poder del príncipe de las tinieblas de este mundo, y ese
imperio nadie se lo puede quitar.
(Exhortación
segunda, 1.3; BAC 169, 363-364.368-371)
De la vanagloria
y de la educación de los hijos
Hay que educar a
los niños desde la primera edad:
Ahora bien, si
desde la primera edad carecen los niños de maestros, ¿qué será de ellos? Si
algunos, educados e instruidos desde el vientre de su madre hasta la vejez, no
logran triunfar, ¿qué fechorías no serán capaces de cometer quienes desde los
comienzos de su vida se acostumbran a oír palabras semejantes? Lo cierto es que
todo el mundo se afana por que sus hijos se instruyan en las artes, en las
letras y en la elocuencia; pero a nadie se le ocurre pensar en cómo se ejercite
su alma.
Yo no ceso de
exhortaros, rogándoos y suplicándoos que, antes de todas las cosas, eduquéis
bien a vuestros hijos. Si tienes consideración a tu hijo, aquí lo has de
mostrar. Por lo demás, tampoco te faltará la recompensa. Escucha lo que
te dice Pablo: Si permacieren en la fe, y en la caridad y en la santificación
con castidad. Si tu conciencia te acusa de mil pecados, busca algún consuelo
para ellos. Educa a un atleta para Cristo. No te digo que lo apartes del
matrimonio y lo mandes al desierto y le hagas abrazar la vida de los
monjes. No es eso lo que yo digo. Lo quiero ciertamente y haría votos a Dios
para que todos lo abrazaran; mas dado caso que parece carga, no pongo obligación
a nadie. Educa un atleta para Cristo, y aun permaneciendo en el mundo, enséñale
a ser piadoso desde la primera edad.
Si las buenas
enseñanzas se imprimen en el alma cuando ésta es aún blanda, luego, cuando se
hayan endurecido como una imagen, nadie será capaz de arrancárselas. Es lo que
pasa con la cera. Lo tienes ahora en tus manos cuando todavía teme, tiembla y se
espanta de tu vista, de una palabra, de cualquier gesto tuyo. Usa de tu poder
para lo que conviene. Si tienes un hijo bueno, tú eres el primero que gozas de
ese bien; luego, Dios. Para ti trabajas.
(18-20; BAC 169,
774-775)
Hay que enseñar a
los niños a no necesitar servidores para todo:
El padre mismo será
también mejor al enseñar estas cosas y tenerse que educar a sí mismo. Porque, si
no por otro motivo, siquiera por no echar a perder el modelo, el padre tiene que
ser cada vez mejor.
Aprenda, pues, el
joven a ser despreciado y postergado. No exija nada de los esclavos a título de
libre; en la mayor parte de las cosas ha de servirse él a sí mismo. Sólo en lo
que le sea imposible servirse por sí mismo han de servirle los criados. Un
hombre libre no puede, por ejemplo, ser cocinero, pues no va a dejar los
trabajos propios de un libre para dedicarse a la cocina. Pero si ha de lavarse
los pies, que no se lo haga nunca el esclavo, sino por sí mismo. Has de procurar
hacer el libre benigno y muy amable para con los esclavos. Nadie tampoco le
tenga que dar el manto. En el baño no ha de esperar la ayuda ajena, sino hacerlo
todo por sí mismo. Esto hace al joven robusto, sencillo y humano.
(70; BAC 169,
799-800)
También la madre ha
de educar a su hija:
También la madre ha
de aprender a educar de este modo a su hija, y apartarla del lujo, de los
adornos y de todo lo demás, que es propio de mujeres perdidas. Conforme a esta
ley ha de hacerlo todo, y apártela de la gula y de la embriaguez, a la joven lo
mismo que al joven. Esto contribuye mucho a la castidad. Al joven, en efecto, le
domina o molesta la concupiscencia y a la joven el amor a los adornos y a llamar
la atención. También eso hemos, pues, de reprimirlo y así agradaremos a Dios,
criándole tales atletas, y podremos alcanzar, nosotros y nuestros hijos; los
bienes prometidos a los que le aman, por la gracia y amor de nuestro Señor
Jesucristo, con el cual sea al Padre, junto con el Espíritu Santo, gloria, poder
y honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
(90; BAC 169, 809)
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