SUMARIO: I. Método
y ámbito del tratado - II. Cuadro de problemas y experiencias
litúrgico-musicales en las distintas épocas hasta el Vat. II: 1. La expresión
vocal en la liturgia primitiva; 2. Aspectos litúrgico-musicales de la época
patrística: a) El pensamiento sobre la música, b) Desarrollo de formas
musicales; 3. Panorámica de liturgias y de prácticas de canto; 4. Las épocas
romano-franca y romano-germánica de la liturgia; 5. Del canto para una cierta
liturgia a una liturgia para la música: a) Síntesis conceptual, b) Puntos
salientes de la praxis y de la legislación litúrgico-musical - III. Síntesis de
las perspectivas litúrgico-musicales del Vat. II - IV. La historia reciente - V.
Rito - Cultura - Música: 1. El proyecto ritual; 2. Las implicaciones culturales;
3. El quehacer musical - VI. Perspectivas.
Puesto que aquí se va a tratar de canto y música en la liturgia cristiana en cuanto son formas, y más que formas, del culto en espíritu y verdad traducido ritualmente, el lema puede precisarse así: la expresión vocal e instrumental en la experiencia celebrativa de la iglesia. Con el término experiencia se debe abarcar la perspectiva diacrónica (histórica), en cuanto reveladora de constantes y de variables relativas, ya a la realidad musical en sí misma, ya a la diversa relación de la misma con los proyectos celebrativos, ya a los resultados del impacto en los procesos de transformación cultural.
II. Cuadro de problemas y experiencias litúrgico-musicales en las distintas épocas hasta el Vat. II
IIl. Síntesis de las perspectivas litúrgico-musicales del Vat. II
V. Rito - cultura - música
VI. Perspectivas
Puesto que aquí se va a tratar de canto y música en la liturgia cristiana en cuanto son formas, y más que formas, del culto en espíritu y verdad traducido ritualmente, el lema puede precisarse así: la expresión vocal e instrumental en la experiencia celebrativa de la iglesia. Con el término experiencia se debe abarcar la perspectiva diacrónica (histórica), en cuanto reveladora de constantes y de variables relativas, ya a la realidad musical en sí misma, ya a la diversa relación de la misma con los proyectos celebrativos, ya a los resultados del impacto en los procesos de transformación cultural.
Con una óptica de esta naturaleza se hace posible una exposición suficientemente
seria del tema, cuyo tratamiento supone y comprende un extenso conjunto de
datos, así como su interacción. Cada uno de dichos datos exigiría ya de por sí
una documentación y un análisis que, aun limitándose a una visión sincrónica, no
dejarían de ser bastante complejos y de necesitar unas aportaciones
especializadas e interdisciplinares en la medida en que nos ponen en relación
con las más antiguas etapas de la adaptación ritual, de la evolución
lingüístico-musical y de la relación ad intra: música-liturgia, y ad
extra: liturgia-sociedad-historia, por lo que no podemos menos de acudir a
los principales elementos en juego, que deberán entenderse en síntesis orgánica
siempre que se hable de música ritual. Se resumen tales elementos en la tríada:
música-liturgia-cultura, magnífica forma de indagación y de reflexión en los
cotejos del pasado con la actualidad.
Música. Bajo este término, en su sentido más
general, deberán comprenderse todos los fenómenos acústicos, emitidos por
distintas fuentes (aisladas o conjuntas), variadamente organizados según
selecciones o acoplamientos de uno o más elementos de formalización (timbre,
ritmo...), estructuradossegún gramáticas y sistemas de diversa índole (modos,
escalas...). En nuestro caso se extiende desde la señal de un crótalo hasta el
concierto de campanas, desde un solo de trompa hasta una sinfonía de órgano,
desde el recitativo entonado por un ministro de la palabra hasta la floritura
melismática de un vocalista, desde la intervención solista hasta la coralidad de
la más articulada polifonía. Música es todo esto; y una historia de las
experiencias musicales (no sólo en la liturgia) debiera ocuparse de ello sin
selecciones ideológicas preconcebidas ni discriminaciones apriorísticas.
Liturgia. La entendemos aquí como el aspecto
fenoménico, ritualmente organizado, de las realidades teológico-antropológicas
constitutivas del diálogo salvífico en la perspectiva de la revelación bíblica.
Liturgia es entonces, ante todo, palabra (dada-recibida-restituida) que resuena
moduladamente a través de una amplia gama de funciones-formas-protagonistas. El
canto, en conexión con la palabra, es acción sacramental (a distintos niveles),
que normalmente no obra ni produce su efecto sino en base a su significación;
como, a la inversa, no significa sino en relación a su autenticidad operativa.
Liturgia es entonces expresión icónica y comunicación de lo divino en el momento
en que toma cuerpo en la limitación y en el cambio histórico; y es imagen
determinada de iglesia (constitución, vitalidad, metas...), que se establece, se
construye o se expresa en el juego simbólico, responsablemente participado por
todos los que intervienen en la celebración. Realidad litúrgica es
acontecimiento a partir de dos o tres congregados en el nombre de Cristo,
incluso antes de un específico papel institucional e independientemente del rango social, de la índole
cultural, de la situación geográfica de los presentes y del mismo programa
celebrativo más o menos codificado.
Cultura. Dada la casi omnicomprensividad de
significados del término, justo es precisar en qué sentido se utiliza aquí. En
relación con nuestro tema musical, entendemos por cultura el peso de aquellos
elementos que los procesos de producción y dirección litúrgica han recibido de
diversos contextos humanos (espontáneos o institucionalizados). Los -> ritos, con
otras palabras, reflejan —y a veces hasta inventan— la aventura histórica. Se
crean, y se transmiten después culturalmente superdeterminados; en ocasiones
continúan sobreviviendo cargados de significados originarios, que se volvieron
más tarde incomprensibles u oscuros y carentes ya de vitalidad sin unas
relecturas o interpretaciones. Ello es mucho más fácil cuando un rito se ha
vinculado a determinados proyectos o a prácticas musicales particulares. Cambia
el mundo de las motivaciones, prevalece el uso seductivo o alterno de una o más
prácticas musicales según combinaciones múltiples, surgen las preferencias de
época por sistemas gramaticales particulares, se descubren las huellas de
improntas estilísticas subsiguientes, se diferencian los criterios
interpretativos y valorativos de los productos musicales (obras y repertorios).
En buena cantidad de ritos, por lo demás, cambia la eclesiología y la
composición-participación de las -> asambleas, según una gama de variables casi
infinitas.
Poner como base de un estudio sobre canto y música un programa de atención a los
ejes señalados, ymás aún a la red de asociaciones referencias-reclamos que
derivan de su lectura por conjuntos, no deja de parecer algo temerario. Nadie
puede sentirse capaz de aventurarse ni de proseguir tal camino. Una historia
nueva y exhaustiva del canto cristiano, que integre las coordenadas
fundamentales aludidas, seguirá siendo —tal vez durante mucho tiempo— un sueño
apasionante, si bien están ya cooperando a escribirla muchos pacientes análisis
y los esfuerzos de recomposición de conjuntos sectoriales, obtenidos sabiamente
de una escucha más crítica y menos mítica de la tradición y fecundados con la
aportación vital de cada elemento ofrecido por la interdisciplinariedad de la
investigación.
No parecen superfluas tales consideraciones desde el momento en que la
literatura corriente sobre nuestro tema, especialmente en el ámbito
eclesiástico, da la impresión de no valorarlas apenas o de ignorarlas, creando
desequilibrios informativos por exceso o por defecto. Por exceso, cuando las
indagaciones, moviéndose dentro de los laboratorios de una sutil
especialización, renuncian a aperturas exploratorias y a esfuerzos de
contextualización que proporcionarían una lectura más orgánica de los fenómenos
estudiados, suscitando seguramente nuevos interrogantes, desvaneciendo ideas e
imágenes convencionales, insertando en el potencial del resultado científico
aquella toma de corriente que pudiera aportar luz sobre los problemas de hoy.
Piénsese, sólo por poner un ejemplo, en el sentido que se debe dar a ciertas
indagaciones actuales sobre el canto gregoriano, que corren el peligro de
parecer un anacrónico academismo, en la medida en que no se explicita su
importancia ni se ilustran sus consecuencias, gusten o no. Por el otro lado, o
por defecto, el desatender las perspectivas arriba mencionadas puede llevar a
una fácil apologética; a una repropuesta de modelos culturales, considerados,
sin comprobación, como legítimos y ejemplares; a una reiteratividad de esquemas
mentales y de juicios prefabricados; a una fabulación-ocultamiento de datos para
mantener una determinada forma de poder y de visión ideológica. Piénsese en
expresiones mixtificadoras corrientes, como, "el gran patrimonio de la música
sagrada", "el pensamiento de la iglesia sobre el canto", "el órgano, rey de los
instrumentos", "la universalidad del canto gregoriano", etc.
Es un hecho que los ensayos, incluso parciales, verdaderamente magistrales o
ejemplares sobre nuestra temática, en cuanto a contenido y a espíritu, son
escasos, a pesar de las abundantes historias de la música o de la liturgia. Las
primeras tratan de música ritual, casi siempre prescindiendo del tipo de
liturgia celebrada o del tipo de una expresa comunidad; faltan frecuentemente
las más elementales referencias al cuadro celebrativo y a las funciones de la
música, aun cuando fueren la única justificación de una forma musical; no se
alude al tipo de protagonistas o de destinatarios del canto ni al tipo de
ambiente o de experiencias eclesiales. Las segundas, aun describiendo el marco
ritual o la experiencia eclesial que lo determina, son muy avaras en alusiones a
canto y música y, sin embargo, infravaloran las formas concretas de la
ritualidad en las que el juego de la imagen sonora es siempre (positiva o
negativamente) bastante determinante. Además, los estudios de -> teología
litúrgica (aparte de su escasa atención a los textos cantados) ofrecenunos
cuadros hipotéticos e intelectualísticos (sin decirlo), ya que no valoran ese
plus o esa diversidad de contenido que confiere a un texto (por ejemplo, un
prefacio) una determinada inmersión sonora, o bien el marco festivo o ferial, la
ejecución coral o solística, etc.
Tras esta amplia premisa metodológica, que tiene validez aun prescindiendo de la
continuación de nuestro discurso, queda por esclarecer la línea de orientación
en que va a moverse el resto del tratado. Con la humildad que sin más nos
imponen las reflexiones anteriores, pero con la franqueza también de un discurso
que no quiere ser convencional, se fijarán, como en una radiografía,
algunos momentos de la gesta litúrgico-musical entre los que, por diversas
razones, parecen más significativos. Se tratará de rasgos históricos tan
esenciales que parecerán reductivos, hasta casi en aparente contraste con las
exigencias anteriormente aludidas; pero se reserva una particular atención al
discurso sobre hoy (-> infra, IV-V), dado que ahí confluyen y vuelven a
reaparecer en un cuadro extremadamente vivaz los diversos puntos fundamentales
de la gesta histórica.
II. Cuadro de problemas y experiencias litúrgico-musicales en las distintas épocas hasta el Vat. II
1. LA EXPRESIÓN VOCAL EN LA LITURGIA PRIMITIVA. El momento
más difícil de estudiar es el de los comienzos, sin dejar de ser, al mismo
tiempo, el más sugestivo por las riquezas que descubre. Las pistas de
aproximación que se han ensayado no dejan de ser variadas: por ejemplo, la
teoría evolucionista desde el canto hebraico hasta el cristiano, y las
investigaciones de la musicología comparada aplicada a las más antiguas (o
supuestamente tales) melodías cristianas. Tales estudios no sólo no han dado
satisfactorios resultados, sino que hoy parecen incluso metodológicamente poco
correctos. El camino más apropiado para trazar un cuadro lo menos hipotético
posible parece ser el de una lectura musicológica de las fuentes literarias
cristianas a partir del NT, pero con
referencia atenta y crítica a los hechos vocales y musicales que son propios,
según sabemos, de la cultura contemporánea y circunstante.
Del espíritu de la expresión cristiana se deducen la primacía del logos,
la importancia de la didajé, las funciones del melos, valorado,
sí, pero en oposición a las prácticas encantatorias o máginas del paganismo. De
la vigilancia pastoral deriva el temor a influencias culturales-cultuales. En
particular, aparece ligada a ciertos momentos y a ciertas áreas geográficas la
puesta en guardia contra fenómenos fuertemente señalados, como los aspectos
rítmico-métricos de la poesía o la tímbrica ligada a prácticas religiosas o a
usos sociales. Sin embargo, en el seno de las iglesias locales está viva una
rica gestualidad vocal, inspirada en la praxis común, que permite a los fieles
intervenir en las celebraciones, ya se trate de proclamar la Escritura o bien de
dar gracias, de aclamar, de condolerse, de orar, de meditar. Se tiene una
liturgia a menudo carismática y, en todo caso, no tan formalizada como para
excluir actitudes ordinarias y familiares.
Cierto que el valor terminológico de las expresiones vocálico-musicales es
bastante fluctuante y hasta más bien dudoso. Se consideran, por ejemplo, como
salmos, además de los poemas bíblicosveterotestamentarios bien conocidos de las
fuentes del NT, los mismos himnos cristianos con su original procedimiento, que
se aleja tanto de la rítmica hebraica como de la métrica grecorromana. Tales
himnos combinan libremente estructuras sálmicas y contenidos aclamatorios,
doxológicos e invocativos. Los textos, destinados probablemente o con toda
certeza al canto, que se han conservado son bastante numerosos; como son
asimismo numerosos los testimonios sobre la práctica del canto: son célebres los
pasajes de la carta de Plinio a Trajano, los de la carta de san Ignacio de
Antioquía a los efesios, los del Pedagogo de Clemente Alejandrino y del
De anima de Tertuliano. En cambio, ninguna melodía ha llegado hasta
nosotros, a no ser el épainos a la Trinidad del papiro de Oxirinco (que
no parece destinado a la liturgia), el cual se remonta al s. III; y después la
antiquísima, pero que no es fechable con precisión, Laus magna, de la que
procederá el Gloria de la misa.
Uno de los criterios para imaginar el proceso y el sabor de las melodías
arcaicas es tener en cuenta algunos procedimientos compositivos comunes a muy
diversas áreas culturales, incluida la mediterránea: se trata del uso de
melodías de centón y de la técnica
de las variaciones de estructura. Mas por encima de tales datos, de la
documentación en su conjunto nace una visión bastante positiva: riqueza de
motivaciones del canto, vitalidad de prácticas diferenciadas, ritualidad capaz
de liberar más que de bloquear los comportamientos humanos, escucha cultural
crítica y actitud receptiva. Se está en el polo opuesto a la concepción de una
música en sí en las confrontaciones del rito, y de un rito en sí
en las confrontaciones de la vida; la celebración misma de los misterios
cristianos no es extrapolación de la cultura-ambiente, sino en la medida en que
el juicio evangélico desenmascara ídolos o denuncia estructuras opresivas.
Hoy, después de múltiples experiencias en diversos
sentidos, tal concepción y tal praxis aparecen, en su conjunto, como las más
"modernas" de la historia de la liturgia. Y son dimensiones que habrán de
recuperarse, para volver a encontrar una identidad de cristianos en el culto y
de ciudadanos en el mundo.
2. ASPECTOS
LITÚRGICO-MUSICALES DE LA ÉPOCA PATRÍSTICA. Con esta rápida reseña, que
prescinde hasta de sucesiones cronológicas y de concretas localizaciones
geográficas, se intentan destacar dos aspectos de notable riqueza: la evolución
de un pensamiento cristiano cada vez más rico sobre la música y la aparición de
algunas formas litúrgico-musicales diversamente estructuradas y variadamente
funcionales.
a) El pensamiento
sobre la música. El interés bastante vivo
en la sociedad por las prácticas musicales (fiestas, banquetes, cultos, ritos
fúnebres...) lleva a los padres a una confrontación, a una profundización
especulativa y espiritual, a una vigilancia unas veces promocional y otras
polémica. La preocupación celebrativa y ética orienta el discurso patrístico
(¡felizmente para nosotros!) hacia la vertiente de la música práctica, es
decir, hacia aquel usus desdeñado por los doctos, para quienes la música
era ciencia especulativa. Solamente san Agustín es contemporáneamente
testimonio de preocupaciones espirituales en sus Confessiones, pastorales
en sus Enarrationes y científicas en el De musica. Entre los más
calificados testimonios del tema litúrgico-musical se han de recordar, al menos,
san Ambrosio, Clemente de Alejandría, Eusebio de Cesarea, Gregorio Nazianceno y
Gregorio Niseno, Jerónimo, Juan Crisóstomo, Nicetas, Orígenes, Teodoreto,
Tertuliano (perdónesenos el orden puramente alfabético).
Los padres encomian el canto litúrgico por diversas razones. Se atienen ante
todo a los ejemplos escriturísticos, multiplicando, a su manera, las
interpretaciones bíblicas: se extienden desde el Éxodo hasta los Salmos, desde
los profetas hasta el Apocalipsis, desde los libros de los Reyes hasta los
evangelios. Su lectura bíblica no es exclusivamente espiritualista, sino que
acoge y engloba los valores antropológicos y los efectos psicológicos de las
diversas prácticas de canto, que producen alegría espiritual, salud física o
psíquica, emotividad tan intensa que resulta ambigua: medicina para los hombres
carnales, pero impedimento para los espirituales. Se pusieron sobre todo de
relieve los aspectos simbólicos y celebrativos de la coralidad en sus múltiples
formas: es servicio de la palabra, cohesión comunitaria (signo y prueba
de unidad), sacrificio espiritual, profecía del reino, comunión con los coros
angélicos y anticipación escatológica. La práctica litúrgica del canto se
inserta en una visión mistérico-sacramental, hasta el punto de que los textos
que hablan de él pertenecen más al género de la mistagogia que al del tratado.
No dejan tampoco los padres de tener presentes las problemáticas del impacto
cultural: conocen el fascinante poder de los
cantos inmorales y la fuerza contagiosa de los cantos heréticos; son conscientes
de los peligros de retorno a situaciones idolátricas
implicadas en la fuerza evocativa de melodías y timbres instrumentales; no
ignoran la encantadora seducción ni el mágico poder de algunas prácticas; como
consecuencia de todo lo cual establecen reservas y tratan de prevenir contra
particulares situaciones que, por otra parte, encierran elementos interesantes o
incluso normativos para toda época. En resumen, parece lícito hablar también de
una modernidad de los padres en el tratado global sobre la música. Su
visión más bien es amplia y articulada, tiene en cuenta una multiplicidad de
prácticas y proyectos, refleja una situación celebrativa no alejada de la vida
ni del pueblo y todavía no dominada por la estaticidad de normas rubricales
intangibles.
b) Desarrollo de formas musicales. Signo de una liturgia en vital
expansión celebrada con lenguajes usuales, ni siquiera reservada en exclusiva
para adeptos de raigambre levítica, lo es igualmente el desarrollo de formas
musicales variadamente funcionales y convergentes. En el campo de la salmodia se
apoyan en la ejecución directivo-solista (frecuentemente virtuosista con la
asamblea a la escucha) nuevos tipos de ejecución: la directivo-colectiva
(colectiva o alterna), en la que también participa el pueblo con un número
determinado de salmos escogidos; la de frases intercaladas, aleluyáticas o
responsoriales (el estribillo está atestiguadísimo por los padres); finalmente,
las formas diversamente antifonadas, que combinan escucha e intervención y
liberan funciones ministeriales. En el campo de la himnodia, después de una
feliz gestación en Oriente, en Africa y hasta en Europa, tanto en los ámbitos
heréticos (gnosticismo, arrianismo) como enlos ortodoxos (desde Bardesano
[+ 222] hasta Arrio [+ 336] o Efrén [+ 373], desde
Mario Victorino hasta Hilario [+ 336]), se llega a un estadio de madurez por
obra de san Ambrosio (+ 397). Su fina intuición pastoral y su interés por los
misterios celebrados en la asamblea son gérmenes de vitalidad sembrados por todo
Occidente.
Así es como salmodia e himnodia, revigorizadas y relanzadas en los círculos
celebrativos, presentan unas asambleas en las que la unidad no está tejida de
uniformidad. Como sabemos, en la celebración bien inserta, en los ritmos de la
vida y en el tejido experiencial de las comunidades pueden resonar (solamente en
Roma no llega a aprovecharse de tal apertura), además de la palabra bíblica, las
palabras que la cultura viva, traducida en vena poética o creatividad eucológica,
forja como respuesta eclesial. Algunas hipótesis hacen remontar hasta los ss. tv-v
la fundación de las scholae cantorum, comprobadas documentalmente en
algunas localidades. La creación de tal institución en un contexto litúrgico
rico en aportaciones participativas podría significar un máximo enriquecimiento
en la estructuración ministerial de las asambleas. Sabemos igualmente que bien
pronto se verán envueltas tales scholae, al. menos como concausas, en un
proceso disgregador y de decadencia celebrativa, al ritmo del contrastante
camino ascensional del arte.cambios e influjos más dispares. Y cada liturgia
local se expresa con sus correspondientes hábitos musicales. Es el triunfo del
pluralismo litúrgico-musical, aceptado y hasta respetado por la misma iglesia de
Roma, no solamente para las áreas geográfica y culturalmente distantes, sino
también para la misma Italia.
No podemos ocuparnos aquí del Oriente litúrgico con sus ramificaciones. En
cuanto a Occidente, tenemos noticia de una tradición africana, del mundo
visigótico con sus diversas escuelas y redacciones locales en Iberia, de las
exuberancias creativas en el ámbito galicano, de las aportaciones originarias de
las regiones célticas. Por lo que se refiere a las producciones musicales, hoy
es difícil y no pocas veces imposible discernir, precisar y reconducir hasta su
fuente costumbres y repertorios: está, por lo demás, documentada la vitalidad
creativa y la recíproca fecundación de diversas aportaciones. En lo que
concierne, finalmente, a Italia, todo grupo eclesial consistente, sobre todo si
es políticamente importante, está dotado de su propio conjunto de textos y
entonaciones. De la riqueza de algunas regiones o ciudades no queda ni recuerdo;
de otras quedan rastros y hasta noticias bastante considerables (Campana, zona
ravenense, área aquileyense); se conserva, en cambio, el patrimonio orgánico y
codificado de las ciudades de Benevento, Milán y Roma. Sin entrar en cuestiones
que los estudiosos están orientando en diversas direcciones
—histórica-litúrgica-textual-paleográfica-semiológica-musicológica—, baste una
alusión a la estructuración (cada vez más compleja y a la vez precisa) de las
grandes celebraciones sacramentales, de la oración diaria con sus múltiples
programas o del memorial anual del misterio de Cristo. Dentro de tales
celebraciones se ponen a punto las diversas formas de canto, ya las ligadas a
funciones de base comunes a todas las liturgias (por ejemplo, el introito de la
misa, con las distintas nomenclaturas según los diversos ritos), ya las que
acompañan a costumbres características de uno o más ritos. En cuanto a la
iglesia de Roma, es notoria la atención de los pontífices al ordenamiento ritual
en general y a la puntualización del antifonario en particular. Por sus influjos
determinantes y por los resultados prácticos en el campo litúrgico-musical no se
pueden olvidar ni el dinamismo de la expansión misionera ni la floración
monástica.
Sin embargo, y a pesar de tanto trabajo creativo o de adaptación, hay un
elemento importante de la celebración que siempre va a menos: el de la
participación-encuentro asambleario. Adquieren espacio la especialización
teológico-bíblica de los compiladores de textos (¡magníficos!), la gestualidad
escenográfica de los ministros, el afinamiento melódico de los adscritos a las
scholae, mientras que al pueblo pertenecerán las sustituciones que se le
ofrecen (también musicalmente) o que él mismo busca y perfecciona o realiza.
Cultura y música elitistas son las que invaden el espacio litúrgico; la
ritualidad busca cada vez más influencias pontificias y regias, alejadas de la
experiencia ordinaria. La celebración se configura como espléndido
opus al que acudir, y a sus protagonistas se
les reconocen poderes misteriosos: el alejamiento cultural comienza a ser así
distanciamiento sacra/. El progreso musical no es enteramente inocente,
junto cpn otros factores, en lo tocante al distanciamiento entre liturgia y
vida. La música se prepara para llegar a ser, como el latín, una lengua
culta: la lengua de otra iglesia, que es la institución y su clero.
4. LAS ÉPOCAS
ROMANO-FRANCA Y ROMANO-GERMÁNICA DE LA LITURGIA. Los siglos que transcurren
entre Gregorio Magno (t 604) y Gregorio VII (t 1085) muestran las huellas y
esconden el secreto de complicadísimas vicisitudes litúrgico-musicales: el canto
desempeña un papel mucho más que secundario. En Roma la liturgia va madurando
una adaptación y alcanzando una codificación fundamental en lo relativo a
textos, ritos y usos de canto. La eficacia de la schola cantorum está
garantizada por maestros de alta especialización y por alumnos formados en el
arte desde su tierna edad. Tal complejo ritual y musical es capaz de suscitar
admiración, emulación y hasta tal vez envidia. Bien pronto va a comenzar su
trasplante a las regiones del norte, primero por contagio y con el apoyo
de libres iniciativas, y después con el favor y el poder de los reyes. El
intercambio de maestros de canto entre Roma, Francia, Alemania, Suiza (como, por
lo demás, la migración de los libros litúrgicos) va acompañado de la progresiva
romanización de las antiguas liturgias locales. El proceso está apoyado
(devoción que encubre en no pequeña medida una estrategia política) primero por
Pipino y después por Carlomagno. Por lo que se refiere al canto, mantiene éste,
de una manera determinante, el prestigio que le viene de su atribución al gran
pontífice Gregorio I: de la leyenda nace una tradición literaria e iconográfica.
La operación de trasplante no termina, naturalmente, ni en una sustitución ni en
una mezcla coherente en ningún campo; dará más
bien lugar a unos conjuntos demasiado híbridos. La
yuxtaposición cultural producirá• reacciones o resistencias o también
movimientos anárquicos; hasta desembocará en floraciones de una imprevisible e
incontrolable creatividad.
Dentro de este trabajo se sitúa el fenómeno de la fecundación y del feliz parto
de un arte melifluo de primera calidad: el denominado
canto -> gregoriano. Las hipótesis de
los estudiosos sobre el origen de esta perfeccionadísima praxis (que se
establecerá más tarde como repertorio) pueden reducirse sustancialmente a dos
principales, muy distintas entre sí. Se hace referencia aquí a ellas a grandes
rasgos y sin entrar en todos los detalles necesarios. a) El gregoriano es canto
de la Urbe, reelaborado en refinadísimos ambientes romanos y llevado al norte
con la difusión de los textos del antifonario (desde este momento coherente y
completo). Pero en Roma sigue en vigor otra tradición distinta de canto (antiguo
romano), que vendrá escrito en notación a partir del s. xI y que allí se
utilizará todavía durante algún siglo. b) El gregoriano floreció en las
Galias, entre el Rin y el Sena, sobre todo en torno a las catedrales y en los
centros monásticos, provistos de scholae así como de scriptoria,
de donde saldrán los códices con notación. Los textos son naturalmente los del
antifonario y del responsorial romano; pero las melodías son geniales creaciones
(en el sentido y según los sistemas de la época) de artistas anónimos de los ss.
vmax, favorecidos por el renacimiento carolingio y atentos a la sensibilidad de
la cultura transalpina. Perfeccionan dichos artistas costumbres, reelaboran
materiales, teorizan para dar homogeneidad, organicidad y sentido práctico al
nuevo repertorio. De hecho, los codices
neumati más antiguos (incomparables por
su precisión gráfica, la cual transparenta una alta musicalidad, una
perfeccionadísima vocalidad y una auténtica espiritualidad al abordar el texto
bíblico) proceden de las Galias y de Suiza. En Roma, por el contrario, no
aparece tal canto documentado sino mucho más tarde (s. xuI) y en su fase
decadente.
Si es justo recordar tales hipótesis, ya no es del
caso pronunciarse en pro o en contra de posiciones acerca de una cuestión que
probablemente nunca será posible esclarecer adecuadamente. Siguiendo la línea de
reflexión que nos hemos propuesto desde el principio, nos parece más necesario
hacer algunas observaciones: a) La calificación de los ritos y la
especialización en el canto impulsan a la liturgia, de forma definitiva e
irreversible durante siglos, por un carril que solamente podrá ser controlado y
gestionado por adictos a esos trabajos, es decir, por el mundo clerical y
monástico. Impresiona el hecho de que, paralelamente al espléndido florecimiento
del canto (que sigue produciendo textos y melodías para tropos, secuencias,
responsorios, aleluyas, nuevos oficios, etc.), se sienta la piedad cristiana
obligada a refugiarse en formas moralizantes y ascéticas y en tonos
psicológico-sentimentales, fomentados por el alegorismo y la dramaturgia
celebrativa, por la cuantificación concomitante de la descalificación de las
fiestas y por la hipertrofia ritual diirectamente proporcional a la incuria
pastoral en los encuentros del pueblo congregado para las celebraciones. De ahí
que tal canto, nativa y constitucionalmente ligado a ese estado de cosas (y
sobre todo a la imposible participación de los fieles), continúe siendo el
indicado como repertorio normativo del canto eclesial (latino) y popular para
toda época. b) No es demasiado pedir que la idealización del gregoriano
(provenga ésta de estetas o de documentos eclesiales) se mantenga dentro de
límites cultural y eclesiológicamente razonables y se mueva en el ámbito de bien
claras intenciones. No se pueden desatender las problemáticas que suscita tal
repertorio cuando se quiere indebidamente absolutizarlo o reponerlo en el ámbito
cultual: ¿quién lo ejecutaba?, ¿cómo?, ¿para quién?, ¿representa un fenómeno de
comunión eclesial o de marginación?, ¿es plenamente positivo el hecho de haberse
extendido a costa del silencio de otras voces, marginadas hasta cierto punto o
acalladas irreparablemente (piénsese en los patrimonios locales que no
sobrevivieron, a excepción del canto ambrosiano; y sobre todo en el canto
visigótico, ligado a una gloriosa tradición litúrgica, truncada por Gregorio VII)?
Con este tipo de reflexión no se quita lo más mínimo al valor intrínseco ni a la
refinada espiritualidad del mundo gregoriano. Pero se le contextualiza en una
experiencia eclesial más amplia (incluidos los cambios litúrgicos) y se sopesan
tanto los valores que han de conservarse como los límites que no han de
sobrepasarse.
5. DEL CANTO PARA
UNA CIERTA LITURGIA A LA LITURGIA PARA LA MÚSICA. a) Síntesis conceptual.
Un tratado que globalmente aspire a considerar el mundo de la música en la
iglesia a partir del s. XIII hasta los tiempos más recientes difícilmente logra
esquivar dos escollos: por un lado, el que, sobre bases apologéticas, registra
los, fastos de una iglesia cuna y protectora del progreso cultural-artístico;
por el lado opuesto, el que, basado en el sentido crítico de una cultura sanamente
laica, lleva a individualizar los miedos, las lentitudes, las tardías posiciones
de recuperación de una gestión de poder que se siente amenazada por las
transformaciones culturales y que reacciona, hasta encubrir como amor a la
tradición un deseo de autoconservación. Ambas posiciones tienen algo de verdad,
pero no pueden constituir el punto de partida para una valoración racional. En
efecto, el punto de vista estético-musical lleva a absolutizar, a posteriori,
la herencia de un thesaurus acumulado durante siglos; mientras tanto,
la vía del análisis socio-cultural, prefiriendo en la indagación la novedad de
los fenómenos incluso estéticos en su impacto con las estructuras de la época,
corre el peligro de olvidar el peso de la continuidad en el rito y el problema
político implicado en la oración misma.
En esta relectura se prefiere, una vez más sin absolutizarla, una tercera vía de
aproximación: la liturgia en su vertiente celebrativa, que implica una visión
teológica. Tal postura, a diferencia de las otras dos más periféricas, llega
mejor al nudo de la cuestión. En efecto, el conjunto de datos estéticos o
culturales, y aun la misma serie de acontecimientos históricos reseñados,
vuelven a entrar en unos cauces lógicos y encuentran una explicación más
oportuna cuando se redimensionan, a nivel de efectos, desde las confrontaciones
de una causalidad verdaderamente básica: la de una liturgia que vive una crisis
cada vez más grave y prolongada.
De esta variada y extensa documentación se deduce el dato de unas celebraciones
vacías y en decadencia: cumplimiento más que vocación eclesial, repertorio que
ejecutar más que inspiración, conjunto de cosas sagradas que tratar más que
autenticidad de un comportamiento humano, movimiento representativo de una
burocracia en el culto en vez de una acción coral del pueblo, dramaturgia en
exhibición más que misterio participado, supervaloración de un cuadro
religioso-cultual más que acogida de un Dios que dialoga y se da dentro de una
auténtica lógica de encarnación. Después de la estación gregoriana, la floración
de la polifonía (con sus aspectos lingüísticos y gramaticales revolucionarios y
sus osadas experiencias) se inserta en los distritos de tal situación
celebrativa. La búsqueda sonora tiene una vitalidad incansable; los mismos
ajustes sociales nuevos y cambiantes están abiertos al gusto cada vez más
exquisito del progreso artístico, hecho de mezclas armónicotímbricas, de juegos
y simbologías rítmicas, de prestaciones profesionales por parte de los nuevos
músicos, que no son ya, como en otro tiempo, especuladores de armonías esféricas
ni combinadores de números místicos, sino artistas de la materia. El impulso
autonómico de la música no conoce verdaderos obstáculos, dado que su relación
con el rito es extrínseca. Se llegó a la desaparición de las formas y al
oscurecimiento de las funciones rituales; por eso son posibles la reducción a
señal festiva de las composiciones desmesuradas y a veces extravagantes, la
contraposición de modelos ajustados al genio o a la cultura de los detentores
del monopolio melódico-instrumental. La concepción exterior de la fiesta y el
vacío teológico de la solemnidad litúrgica se crean sus propios sucedáneos: un
tipo de participación reducido a percepción global de lo sagrado; una
afectividad orientada por los aspectos descriptivos y narrativos del rito; unas
repercusiones psicológicas favorecidas por las aportaciones audiovisuales del
programa; un encantamiento provocado por la gestualidad musical conjugada con la
materialidad un tanto sensual de la tímbrica, con la fascinación de las
cambiantes armonías, con las caleidoscópicas evoluciones del ritmo. Cada uno de
estos aspectos tiene, sin embargo, igualmente sus facetas positivas; en efecto,
la iniciativa popular busca y encuentra desembocaduras significativas en ritos
marginales (procesiones, peregrinaciones, bendiciones...) y celebraciones en la
frontera de lo litúrgico (via crucis, sepulcros, pesebre...), ricos, sin
embargo, en valores simbólicos, en elementos añadidos (cf las cofradías) y en
nuevos repertorios de canto en lengua viva (por ejemplo, los laudes).
La misma liturgia oficial no podrá ya desde ahora subestimar la nueva música;
pero el torbellino musical se convertirá, dentro de la celebración, en algo así
como la proverbial serpiente en el seno. Se intenta solamente exorcizar sus
amenazas y curar sus mordeduras más agudas; salvo que se busque la manera de
gloriarse, a distancia y después de varias caídas, de las heridas cicatrizadas
como de unos trofeos conquistados.
Se escuchan protestas y lamentaciones por parte de hombres de probada piedad y
por parte de espíritus particularmente reaccionarios, pero son como voces en el
desierto. La autoridad legisladora se mueve a su vez torpemente y con inevitable
ineficacia. Los intentos de intervención, desatendiendo las verdaderas causas
del mal, se limitan a hacer algunos reparos. Sus directrices muestran su
extravío ante una realidad litúrgica cada vez mas deteriorada en su recorrido
por los caminos de la música. Tras lacorteza literal y efectiva de las
providencias pontificias o sinodales o de las denuncias de testimonios
particulares, que se multiplicarán con la decadencia que reaparece, puede
componerse este cuadro:
• Preferencia fundamental por viejas formas compositivas y por repertorios
fijos, socializados e inocuos, frente a las novedades. "Novis omnibus vetera
praeponantur..." (1279): es un programa. La búsqueda, absolutamente justifica-da
como salvaguardia de la continuidad, desemboca sobre todo en estas vías: la
congelación ritual —es la primera vía— de los tonos de la lectura, de la
oración, de los diálogos, de las moniciones, de las salmodias (que, por lo
demás, se consideran cantus más que música): es la estilización a
ultranza de gestos orales de diversa índole, pero incomprendidos y planificados.
Segunda: la reposición constante del gregoriano, fijo en los libros rituales, a
pesar de lo degradado de sus funciones. Es un repertorio que conserva poco más
que un papel signológico o genéricamente connotativo; su vestimenta originaria
se ha manchado con manipulaciones de todo género, realizadas como homenaje a las
nuevas sensibilidades culturales y a los fluctuantes gustos retóricos. El mismo
gregoriano llega a yuxtaponerse (en formas alternas) a composiciones monódicas o
policorales de espíritu muy distinto; ofrece más bien un soporte de conexión del
tejido polifónico (cantus firmus, frecuentemente irreconocible).
• Esfuerzo de puntualización de un estatuto sacral de la música. A las
composiciones que llegan a madurar como fruto de un nuevo pensar y sentir se les
quiere imponer —condición de su acceso al templo y de concordada compatibilidad
con el rito— una etiqueta de garantía, que puede obtenerse mediante la
adecuación a determinadas selecciones estilísticas, la adopción de ambientes, la
calidad de mociones: necesitan propiedades como la castitas, o al menos
la honestas, y sobre todo la gravitas, de suerte que las armonías
resultantes auditum demulceant, devotionem provocent, psallentium Deo animos
torpere non sinant. En la vertiente opuesta se implantan la vigilancia y la
resistencia a las presiones de lo profano, que se manifiesta diversamente
como adopción de temas populares, como mezcla y contaminación de textos, como
divismo canoro, como incapacidad ejecutiva: "Magna bestialitas! —clama J. de
Muris (1370) . Asinus pro homine, capra pro Leone, ovis pro pisce...".
• Preocupación por salvaguardar al menos la integridad material de la palabra
litúrgica, redactada en latín, que no es ya de uso común; olvidada y, más tarde,
ya incomprensible; a veces se tiene la impresión de que se la utiliza como
simple material fonético. Este mal por defecto desembocará en otro mal por
exceso: el uso inadecuadamente retórico y teatral de la palabra cuando la música
pretenda colorear el texto, en vez de limitarse a prestarle la voz.
• Intención estratégica de controlar los centros de operación y los modelos de
comportamiento musical, con el mantenimiento institucional de la relación
clérigo-músico de iglesia.
• Falta de atención a la constante histórica, que revela exigencias
participativas en el campo celebrativo y devocional. La amplísima y sugestiva
producción laudística (en lengua viva y melódicamente próxima al sentir del
espíritu popular) sigue estando, de hecho y de derecho, en contraposición a la
liturgia oficial.
• Justificación de la cesión inevitable frente a la eclosión del arte
vocal-instrumental. Viene englobada dentro de la visión de la majestad incluso
temporal de la iglesia, en la perspectiva apologética de la victoria de la
ortodoxia católica; y se concilia con el proyecto pastoral de un saludable
atractivo y de un santo entretenimiento: es suscitadora de piadosos afectos de
signo opuesto a los creados por la lascivia del siglo, aun con los mismos
módulos musicales.
• Recurso a un viraje reaccionario cuando, considerada la pasividad del balance
del compromiso, se idee y actúe en el sentido de una contracultura católica,
restableciendo arquetipos remitificados y supersacralizados.
• Exigencia final de una orgánica codificación jurídica de la música, que fije
con autoridad proyectos, modelos, comportamientos.
b) Puntos salientes de la praxis y de la legislación litúrgico-musical.
La síntesis conceptual que hemos trazado, aparentemente aproximativa, pero en
realidad fiel y documentable en sus diversos enunciados, sirve como fondo y como
encuadramiento de la experiencia celebrativa en su vertiente musical, así como
de las intervenciones normativas que tienen lugar entre el s. xut y el Vat. II.
En la imposibilidad de trazar la historia musical de tantos siglos, ni aun
limitándose al ámbito eclesial euroculto, aludiremos a alguna etapa y a algún
hecho digno de mención por su valor documental o por el potencial de reflexión
que suscita.
En 1324-25 aparece la Doctasanctorum Patrum, de Juan XXII, primer gran
texto pontificio sobre la música litúrgica. Se puntualiza la situación en orden
a rectificar su ruta. El primer dato que destaca en el cuadro es la corrupción
del canto gregoriano, en contraste con épocas anteriores (¿de oro?). El papa,
desde Aviñón, lamenta la involución ejecutiva y la ignorancia teórica de los
principios que imposibilitan al canto tradicional el fomento de la devoción,
vinculada a un flujo melódico respetuoso frente a la transparencia del texto.
Son responsables del mal las novedades de la cultura: se trata de la poética y
de la técnica del Ars nova, ya brevemente descritas. A pesar de la
intencionalidad restauradora, la intervención deja entrever la conciencia de un
cambio ya definitivo en el mundo de la práctica y de la percepción musical.
Mientras toma clara posición contra las innovaciones rítmicas y la disolución
del texto litúrgico, el pontífice se muestra más abierto a los análisis de los
usos armónicos, al menos los recibidos y de alguna manera abonados.
Tal política de contención se aplica a una realidad que había ya desbordado los
cauces señalados como lícitos. La polifonía no está ya en gestación, sino en
expansión; está abierta a experiencias compositivas fantásticas y a la vez
calculadas; va en busca de equilibrios vocales experimentales y a la vez
regulados; está más ebria que sedienta de un mundo poético y sonoro inédito, por
lo que, al lado de los antifonarios gregorianos redactados en notación cuadrada,
en las iglesias importantes aparecen nuevos códigos con las partes polifónicas;
muchos de ellos están espléndidamente miniados, como expresando la belleza que
se le reconoce al nuevo canto. En lacelebración de la misa, junto al altar y en
torno a un gran atril, un grupo de cantores (e instrumentistas cuando es
necesario) trata el ordinario de la misa como una arquitectura sonora (el
propio se ejecutará a lo sumo en gregoriano), mientras el celebrante se
concentra en el acto personal y casi enteramente privado de la ofrenda del
sacrificio, y el público se entretiene ad libitum según distintos polos
de atención. El modelo litúrgico básico es el principesco, con toda su lógica de
etiqueta, de poder y hasta de consiguiente mercado; en las épocas siguientes
llegará a ser regio, angélico, mistérico-arcaico. Ello se refiere a la liturgia
solemne, equivalente a la cantada; la liturgia leída, ferial, así como la rural,
no es más que una coexistencia de devocionalismos privados. En un contexto como
el descrito es donde se sitúan las experiencias relatadas por toda historia de
la música acerca de la polifonía.
En este período es Flandes la fuente y el depósito mejor surtido para un riego
artístico que iba a durar por lo menos cuatro generaciones. Pero son los
cambios, los viajes, los matrimonios, los encuentros principescos y hasta las
mismas guerras los que desempeñan la función de canales a través de los cuales
se difundirá la polifonía como una koiné centroeuropea; ésta se
consolidará merced a experiencias locales innumerables (todavía poco
estudiadas), que acompañan a los múltiples y diversos fermentos humanísticos y
renacentistas. Aun cuando se trate de un mundo fascinante, será menester
sustraerlo a toda fácil idealización. Las obras de algunos polifonistas, tal
como hoy las conocemos, seleccionadas e inventadas como bienes culturales, se
nos están ofreciendo a través de refinadas ejecuciones discográficas
concertísticas (o también litúrgicas, pero dentro de un nuevo mundo celebrativo).
La realidad de la época presenta desgraciadamente también otra cara, si hemos de
dar crédito a las quejas de los cronistas acerca de ejecuciones intolerables ("clamoribus
horridulis, inconditu garritu"), a las anotaciones de los liturgistas sobre la
evolución ritual (listas de abusos), a las voces de responsables que condenan
hábitos y costumbres de músicos (generalmente clérigos).
Hasta el mismo concilio de Trento llega la discusión de los pros y de los
contras en torno a la música polifónica; pero los elementos censurables de las
composiciones y de las ejecuciones se atribuirán a la impericia, y no al arte.
Tal estado de cosas no cambia de rumbo; y sólo se exigirá para la música, dentro
de un cuadro ritual reformado pero inalterado, el bautismo artístico; lo cual
significa, desde este momento, componer a la romana, sobre todo a lo Palestrina.
Sólo que, desde el instante en que se acepta semejante ideal (de indiscutible
valor artístico), se muestra ya superado por el caminar de la experiencia
artístico-cultural.
Había nacido ya una nueva música y un nuevo modo de sentirla, como habían
cambiado las sociedades y las costumbres. Apareció aquel mundo musical (nueva
práctica, estilo concertante, bajo continuo, alianza música-retórica,
poética de los sentimientos...) que casi doscientos años más tarde la
tratadística ceciliana valorará, muy severamente, como viraje corrompido y
corruptor. Efectivamente, la distancia que separa música de iglesia y música
profana (de cámara, de entretenimiento, de teatro) es casi insignificante
bajo el aspecto estilístico formal (solo, aria, intermedios, coros...) y llega a
dar, tantoa la Sagrada Escritura como al rito de la misa, apariencias de un
simple soporte o de un cuadro temporal (cf decreto de la Congregación de ritos
bajo Urbano VIII, 1643).
Alejando VII después, en la constitución Piae sollicitudinis studio
(1657), toma posiciones para extirpar de la ciudad de Roma, con vocación a la
ejemplaridad, la licencia de usar textos litúrgicos no aprobados, desde luego en
lengua vulgar, como ya lo había hecho la herejía protestante. Tales
intervenciones, aun fustigando las prácticas notoriamente más abusivas, no
presentan alternativas de fondo e indican la sustancial aceptación de los
proyectos musicales vigentes; no podía ser de otra manera. En efecto, no se
puede negar la compleja adecuación de la música barroca a la magnilocuente
ritualidad de la liturgia contrarreformística; ni su coherencia con la
concepción de un orden monárquico y jerárquico ejemplar que desde Dios, a través
de jerarcas y reyes, llega hasta el clero y los nobles civiles. De esta manera,
en las iglesias, director de coro y organista podrán y deberán pontificar,
despertando mayor interés en el presidente; el órgano será rey, y hasta émulo
monumental del altar; el lenguaje melódico, sobre el bajo continuo de
implantación armónica bien codificada, será tan elocuente que tornará, en cierto
modo, familiar y accesible al pueblo la misma lengua muerta del latín; el juego
alternante, el contraste tímbrico, el tejido contrapuntístico serán capaces de
expresar, mejor que el más calificado predicador, el sentido de la fiesta; la
amplia gama de convenciones retóricas llegará a simbolizar todo lo demás: el
llanto, la lucha, el gozo angélico.
Es, por consiguiente, un juicio aproximativo y no del todo justo el que
anatematiza reduccionísticamente el repertorio de iglesia del barroco y,
posteriormente, del clasicismo. Ese repertorio nutre la devoción, exalta la
sensibilidad personal y colectiva y mantiene una visión al menos religiosa de la
realidad cristiana, dado que el secreto de los misterios es inviolable
por parte del pueblo. Sin embargo, ello lleva también, dentro del catolicismo, a
un deslizamiento hacia el culto del esteticismo, así como a una integración
entre iglesia y sociedad, entre religión y cultura, con todas las ambigüedades
posibles.
La intervención de Benedicto XIV, con su doctísima carta Annus qui (1749)
a la diócesis de Roma, es un verdadero índice de la situación efectiva, frente a
la cual una ponderada valoración vale más que una serie de penas conminatorias.
La encíclica se presenta como una mesa redonda de amplia consulta; las mismas
medidas disciplinarias están calculadas partiendo de horizontes más amplios para
combatir objetivos más concretos.
En el s. xix, por el contrario,
prevalecerá el ataque (fomentado por el cecilianismo) contra la música profana y
el estilo teatral; lucha justificada realmente frente al precipitarse de
elementos abusivos, pero no estratégicamente orientada. Contribuye a tal
posición, sobre todo en el norte de Europa, la restaurada visión romántica de un
medievo litúrgico idealizado. En realidad, el nuevo celo de purificación del
templo se basa en un diagnóstico desacertado del mal que se pretendía remediar.
No se advierte que el verdadero estrago radica en la condición y orientación
litúrgicas. Mientras los cuadros ceremoniales, jurídicamente protegidos, son
incapaces de significar algo que no se difumine en la polisemia de un algo sacro
indiferenciado, no se puede evitar que una religiosidad genérica o episódica
busque satisfacción en expedientes emotivos y estéticos. No es sólo la música la
que hace de los templos un lugar de concierto; es la celebración la que reclama
una música culturalmente interesante como medio apropiado para entretener a los
fieles. En esta época, la música verdaderamente contemporánea, capaz de
despertar atractivo, es la galante y dramática, que tiene su epicentro en la
ópera. No es ya sólo la música ligada a los poderosos de un tiempo; es también
patrimonio de la burguesía que se está consolidando; los mismos pobres se
acercan, al menos en las iglesias, al banquete de esta fiesta musical. Para el
catolicismo decimonónico lo que debiera haber sido verdaderamente escandaloso
(el rito anacrónico en la lengua, en los símbolos, en los gestos) es, por el
contrario, la posesión pacífica, ribeteada de nobleza, sacralidad e
intangibilidad; por otra parte, lo que es enteramente natural y obvio, como un
sentir musical vinculado a la vida y a sus dramas, deseos y aspiraciones,
constituye escándalo e intolerable contaminación del templo. No queda más que
una vía: expulsar la música actual de la iglesia, sustituyéndola por otra que
sea, como el mundo ritual, ajena a la existencia, pero dotada de tradicionalidad
y de artisticidad-fijeza, controlables por un centro de poder. Se toma la vía
del regreso cultural: plagio compositivo de los estilos ya pasados y reposición
de viejos repertorios, relativamente conocidos, pero debidamente mitificados
(los númenes tutelares son san Gregorio y Palestrina). En su carácter arcaico y
en su desacostumbrado sabor se reconoce el distanciamiento suficiente
para justificar su relectura con categoría
de sagrado. Gregoriano y polifonía (romana) quedan
elevados a la categoría de música litúrgica arquetípica, fuente de garantizada
inspiración, único patrimonio mediante el cual obtener una auténtica riqueza.
Así es como son absolutizados dos momentos históricos de la cultura relativos a
contextos transitorios, hasta el punto de llegar a deducir de los mismos las
propiedades normativas de la verdadera música sagrada.
Desgraciadamente, el motu proprio de Pío X ínter pastoralis officii
sollicitudines (1903) es ampliamente deudor de tal visión; en efecto, al
avalarla en lo sustancial con tono autoritario, provoca (independientemente de
las indudables ventajas en el campo de la extirpación de macroscópicos abusos)
un frenazo al pensamiento y a la praxis en el sector de la música ritual;
agranda la distancia entre la liturgia y la necesidad cada vez más notoria de
formas expresivas y participativas, no sólo a nivel espiritual; comunica vigor,
a su vez, a la ideología culturalmente miope y teológicamente vana de una
música sagrada.
Desde Pío X hasta el Vat. II es la reiteratividad conceptual lo que caracteriza
los documentos, y una imitación estandarizada de módulos musicales lo que
caracteriza los repertorios de nueva hechura: todo ello en la medida en que los
documentos tienen carácter oficial, y los repertorios carácter de reconocida
ortodoxia. A la larga siguen siendo sospechosas las voces proféticas; se
esquivan o se frenan algunos generosos intentos de reformular las cuestiones de
fondo y de revalorizar la praxis celebrativa. Los frutos del movimiento
litúrgico parecen muy codiciosos en lo que concierne a canto y música, puesto
que incluso una instrucción de 1958 (a pesar de la concesión de adaptaciones
rituales y de una cierta ampliación de la .problemática) recodifica la situación
de impasse y el cúmulo de contradicciones que se han producido en el
largo caminar, aunque extra
viam.
IIl. Síntesis de las perspectivas litúrgico-musicales del Vat. II
Si bien los documentos del Vaticano II revelan la existencia de dos almas,
presentes en la formulación de algunos textos explícitamente referidos al tema
musical litúrgico (la adhesión a una concepción y a una terminología adoptada en
los documentos pontificios se yuxtapone a instancias y principios que,
arrancando de la teología litúrgica y de la celebración presentada en clave
pastoral, son capaces de liberar a la problemática de sus antiguas trabas y a la
praxis de un carril muerto), existe todavía, dentro del dictado conciliar
global, el signo de una maduración y la voluntad de una evolución cualitativa,
ya en el enfoque de los ideales y objetivos de la renovación litúrgica, ya en la
fundamentación de una nueva visión de la iglesia y de sus relaciones con las
culturas y la historia.
Los puntos firmes del empeño por una renovación providencial de la práctica de
la música litúrgica son los siguientes: a) Desde el momento en que la liturgia
es misterio pascual celebrado por el pueblo de Dios como ejercicio, en Cristo y
en el Espíritu, del nuevo sacerdocio, en el rito cristiano la actuación de las
personas (todas), en plenitud y autenticidad, es un valor primario. b) Canto y
música son un gesto vivo, antes de ser una obra codificada que ejecutar; un
comportamiento simbólico actual,antes que un repertorio (histórico o moderno) al
que adecuarse; una ofrenda viviente de sí mismos, antes que la formalización de
actitudes o de modalidades expresivas legalmente sagradas. c) Canto y
música participan de la dimensión sacramental de la liturgia; son elementos
simbólicos de realidades esenciales, y no adorno exterior; encarnación en
estructuras comunicativas de la palabra y de las palabras del diálogo salvífico,
y no ingredientes vagamente místico-estéticos de un culto religioso. d) Canto y
música no tienen autonomía en las confrontaciones de la ritualidad litúrgica
que, no obstante y por estar bien articulada, ofrece sus espacios y reclama sus
cometidos (formas-funciones-actores); canto y música tampoco son privilegio
exclusivo de algunas personas que los crean o ejecutan, ni deleite estético de
quienes los disfrutan: son patrimonio celebrativo de todos, aun cuando la acción
corresponda a uno solo. e) Canto y música deben estar dotados de verdad
expresiva y de autenticidad implicativa a partir de bases antropológicas y de
los mundos culturales de los creyentes. Es necesaria la bondad de las formas,
pero no es medible únicamente a partir de cánones estéticos o jurídicos
preestablecidos. f) Los repertorios del
pasado y hasta las nuevas obras no son bienes culturales que se hayan de airear
para dar prestigio a la institución o para solemnizar vacuamente el rito, sino
posibilidades simbólicas que actualizar con su adecuada inserción en contextos
significativos y en conjuntos participativos (animación, dirección).
Esta serie de anotaciones, deducidas del espíritu más que de la letra del Vat.
II, permite entrever la riqueza de un mundo musical diverso, después de tantas
experiencias desorientadas y alocadas. Puede cerrarse la vieja aventura
musical y movilizarse, a su vez, la responsabilidad del pueblo de Dios para
hacer brotar toda la riqueza de ministerios y carismas en la vida y en la
celebración, de tal modo que cante su identidad, dé cuenta de su
esperanza y revele a todos el rostro del Padre de Jesucristo. Esta vocación se
halla estimulada por la conciencia de que lo sacro y lo profano, como
contrapuestos, pertenecen solamente a los imposibles territorios no visitados
por Dios; y se nutre con la fe en la desaparición de los poderes y privilegios,
de las barreras étnicas y culturales (en todas las dimensiones), ya que todo
hombre y todo lenguaje están llamados a la alabanza. En labios de comunidades
evangélicamente nuevas, eclesialmente abiertas, culturalmente contemporáneas a
sí mismas puede florecer el canto nuevo. Pero no debemos olvidar cuán largo y
duro va a ser este camino hacia tal novedad, que, por lo demás, tampoco se verá
libre de caídas y de desvíos.
F. Rainoldi
IV. La historia reciente
A veinte años de la conclusión del Vat. II vale la pena intentar un primer
balance, provisional y rápido, del movimiento creado por la reforma litúrgica en
el sector de la música y del canto para la liturgia. Esta breve panorámica
permitirá encuadrar mejor los problemas todavía abiertos, para articularlos más
adecuadamente con las perspectivas que teoría y praxis han elaborado durante
este mismo período. Las lecciones de tal historia recentísima, aunque de difícil
comprensión global todavía, son un dato que la misma reflexión debe recoger y
con el que debe enfrentarse. Tomando también en este caso tres polos (el rito,
la cultura, la música) [-> supra, I] como elementos determinantes y
mutuamente influyentes, podemos concretar en las asambleas cristianas algunos
comportamientos que prevalecieron durante este breve período de tiempo.
Todo el que haya sido más sensible a las actuales transformaciones culturales y
a los cambios más evidentes en el campo de la "creación musical", no ha dejado
de privilegiar la adhesión al dato efectivo, es decir, a la sectorialización y
fragmentación de las culturas, a la preocupación del hacer sobre el completar,
dando así vida, por ejemplo, a repertorios de canto denominados juveniles y a
celebraciones caracterizadas por un dilatado empleo de módulos y formas típicas
de la música corriente o de entretenimiento. El cambio ritual se ha recibido
como apertura indiscriminada a nuevos estilos, más que como programa, renovado,
sí, pero puntual y exigente.
Quien, por el contrario, ha tenido más en cuenta las nuevas estructuras y
funciones celebrativas, frecuentemente no ha sabido renovarse bajo el aspecto
cultural ni ha sentido la necesidad de interrogarse sobre los aspectos actuales
de la música. De ahí que se haya dado lugar a una irrelevante creatividád,
ampliamente deudora a escuelas musicales académicas o neoclásicas, correctas
pero limitadas en el plano de la composición, y a una gestión del rito poco
literal, miope y de cortas perspectivas. Se ha dado una segunda actitud
francamente reaccionaria en todos los frentes: acogida reticente de los nuevos
ritos, empleo desmedido de repertorios musicales nacidos en el pasado paraun
mundo litúrgico diverso, rechazo manifiesto de toda realidad musical
contemporánea tanto docta como popular; análisis inexistente de datos culturales
generales, preeminencia acrítica dada a comportamientos celebrativos poco o
nada valorativos del papel de la asamblea.
Quien, finalmente, ha tratado de enfrentarse con toda la compleja red de datos
que un musicólogo litúrgico tiene delante, frecuentemente ha caminado a tientas,
sin llegar a dominar la fase actual del cambio en toda su amplitud. Se ha
tratado, en todo caso, de minorías activas, dislocadas, aunque no de manera
uniforme, dependientes de los talentos individuales o de un grupo más que de un
amplio movimiento de opinión y de práctica. Entre los éxitos de esta última
tendencia podemos citar: una visión dinámica y funcional de los ritos renovados;
un intento de efectiva animación de las asambleas, consideradas dentro de sus
características culturales y llamadas a articularse, incluso musicalmente, de
forma diferenciada y activa; una utilización despreocupada, pero en el fondo
aguda y coherente, de un extenso arco de repertorios musicales, incluso
históricos; la multiplicación de las intervenciones instrumentales frente al
monopolio del órgano; el esfuerzo en procurar medios de reflexión, formación y
orientación práctica, mediante libros, revistas, cursos, escuelas, ediciones
discográficas y musicales. La creciente publicación de discos y casetes, en
particular, ha influido no poco en la praxis musical de iglesia, con resultados
que bien merecerían atentos análisis. Pero, más allá de los conocidos círculos
editoriales, se ha desarrollado también un repertorio de cantos, nacido y
crecido en el ámbito de gruposlocales; de movimientos particulares y de
comunidades monásticas, que evocamos como un fenómeno digno también de nota,
pero a título de inventario, ya que con frecuencia se ha realizado sin apenas
valor artístico y como señal de una aproximación espontánea más que de una
meditada exigencia celebrativa.
Para dibujar un panorama realista, debe, finalmente, mencionarse toda una
extensa franja de praxis litúrgica, en la que la música se aproxima al cero, y
ello por varios motivos. Además de la sordera y los incumplimientos eclesiales,
la razón principal es tal vez una consciente y larvada desconfianza respecto a
una adecuada celebración y al cuidado por hacerla significativa. Frente a
problemas considerados como más urgentes (avanzada descristianización,
conflictos sociales...), todo esto se tiene por superfluo, y en todo caso como
secundario. Como los demás aspectos del rito, tampoco la música ha dejado de
pagar su tributo en este punto.
V. Rito - cultura - música
La época es, pues, de transición. Saliendo de un largo y secular período en el
que, dentro de la música litúrgica, han prevalecido el escuchar sobre el hacer,
una atmósfera globalmente considerada como sagrada sobre una acción
ritual específica, los ejecutores musicales capaces de producir música para la
escucha (y, por tanto, los problemas de una cierta calidad
compositivo-ejecutiva) sobre una gestión a su vez más asamblearia, compacta Y
popular de lá celebración con música —pasando ahora a proyectos más
caracterizados bajo el aspecto ritual, a una atención máslúcida por las
peculiaridades de las culturas locales, a un tipo de intervención musical más
vinculado a los dos polos anteriores , es menester formular proyectos, programas
y normas prácticas según una visión más dialéctica, más amplia y más abierta a
soluciones de diversa índole.
1. EL PROYECTO RITUAL. La reforma de los ritos —por haberse realizado en un
período histórico agitado, es decir, vivido bajo el doble signo de la rápida
evolución de la vida y de la proliferación de culturas locales reconocidas y
valoradas— no puede ciertamente considerarse como definitiva, ni siquiera a
medio camino: se ha realizado, pero hay todavía no poco que hacer; no solamente
como realización de comportamientos aplicables (ritos y rúbricas), sino también
como búsqueda incesante de los significados perseguidos, bajo el acicate de las
exigencias que progresivamente se manifiestan en las iglesias locales. Dentro de
esta perspectiva, es útil leer los libros litúrgicos bajo la ya aludida
distinción entre proyecto (la inspiración, el significado, los valores en
juego), programa o modelo (elementos, estructuras, normas) y orientación
concreta (disposiciones prácticas, dirección conjunta). Así, por ejemplo, en un
rito bautismal podemos concretar: sus significados fundamentales, una
articulación del tipo acogida-palabra-sacramento-despedida, un nexo entre las
partes, un dinamismo que imprimir a la celebración, una serie de atenciones,
criterios, medios concretos, capacidad de intervención y de servicio, a fin de
que el gran acontecimiento sacramental se realice de la manera más fructífera
para todos. En un conjunto así se inserta fácilmente el canto y hasta la misma
música instrumental; de lo contrario, tendrían éstos que soportar una pura
ejecución ritualista del rito, ya del aludido, ya de cualquier otro. Para
iluminar tal inserción, más que enumerar los pasajes concretos y señalados, en
los que las rúbricas indican canto o música, es preferible resumir, aunque sea
muy a grandes rasgos, los grandes proyectos-programas de la liturgia. La
expresión cantada o la producción instrumental adquieren sentido y orientación
concreta precisamente mediante la relación entre el significado del rito y sus
estructuras prácticas.
Toda celebración tiene un comienzo y un final: dirigir la asamblea dentro del
rito, imprimiéndole un paso no formalista sino participativo, y, en última
instancia, reacompañarla en el vivir de cada día no mediante ruptura, sino en
continuidad con el rito celebrado. Para tales proyectos prevén normalmente los
programas rituales un canto englobado en el rito inicial y alguna fórmula de
breve aclamación (del tipo Demos gracias a Dios) como gesto conclusivo.
Son, cabalmente, programas fijos, de alguna manera complicados por residuos poco
integrados de estructuras prerreforma (como en el caso del Gloria de la
misa festiva), por lo que conviene mantener con cierta elasticidad la norma de
su realización: una gama de soluciones, desde la simple escucha (canto coral,
parte instrumental o, en última instancia, también música grabada) hasta el
canto alterno entre asamblea y coro; desde formas hímnicas, más de masa, hasta
un desarrollo más rico y articulado, puesto en música mediante el despliegue de
medios apropiados (por ejemplo, tropario). Serán las variables de lugar y
tiempo, las personas, las fiestas, las que orienten laelección. De forma
parecida, la conclusión del rito puede expresarse perfectamente con una
auténtica aclamación, así como también con un canto más extenso, o bien mediante
una música instrumental de transición.
Toda celebración tiene, pues, siempre un gran momento de escucha/respuesta: una
liturgia de la palabra de Dios y de la palabra de la asamblea. Las fórmulas
abarcan elementos y acentos distintos: desde un predominio de la proclamación
bíblica (el modelo más extenso es el de la vigilia, como la pascual) hasta una
mayor importancia dada a la meditación sapiencia] (como, por ejemplo, en la
salmodia de las horas); pero de la escucha nace siempre una oración de súplica.
La intervención musical puede tener lugar tanto en la propuesta como en la
respuesta: la proclamación de los textos escriturísticos puede reforzarse y
--según los distintos géneros literarios— hacerse más lírica o más impresionante
mediante el empleo eventual de recitativos, de acompañamientos, lecturas con
música de fondo, etc. En la vertiente de la respuesta son dignas de aplauso
distintas aclamaciones (¡Aleluya!, ¡Gloria a ti, Señor!) o diversas formas de
salmodia: responsorial breve o largo, alterno, directo. La misma profesión de fe
puede revalorizarse mediante un recitado colectivo o mediante concisas
afirmaciones cantadas. La súplica puede expresarse mediante la repetición de una
invocación-grito que, cuando no se distancia mucho, da lugar a una letanía
verdadera y propia. En ciertas celebraciones de la palabra, sobre todo en las
propiamente tales, se puede apelar igualmente al uso del himno estrófico,
compendio lírico y respuesta apasionada al anuncio recibido.
Los grandes gestos sacramentales, en el acto de su celebración, son los tiempos
fuertes del culto cristiano: renuevan la alianza entre Dios y su pueblo, es
decir, preparan un pueblo nuevo, capaz de ser levadura en el mundo. Los modelos
rituales de que hoy disponemos son fundamentalmente de dos tipos: el de la gran
oración bendicional (eucaristía, ordenaciones y consagraciones) y el del diálogo
breve, que se integra en un gesto determinado (bautismo, matrimonio, etc.).
Canto y música tienen, aunque bajo diferente título, aplicación en uno y otro
caso: el recitado puede dar mayor cuerpo y solemnidad a la palabra del ministro;
la aclamación puede reforzar más intensamente la adhesión, si no de cada cual,
sí ciertamente de toda la asamblea que lo rodea.
Finalmente, la liturgia tiende a manifestar el valor oculto del transcurrir del
tiempo, desplegando así la riqueza del misterio cristiano, haciendo del año una
consecuencia ritual, a la vez memoria y presencia y profecía. Mediante un
alternarse las ferias y las fiestas, así como mediante la conjugación cíclica de
los misterios de Cristo y de sus santos, el tiempo queda estructurado y
caracterizado por celebraciones peculiares. Uno de los signos de la fiesta es,
por experiencia universal, el canto o la música. Volveremos sobre esta función
específica; pero ya desde ahora recordamos la necesidad de que las estructuras
habituales de los ritos cuenten con una dirección sonora mas generosa en los
días y períodos festivos, sin dejar tampoco de aludir a lo que una sobria
utilización de algunos medios musicales (formas de recitado, ciertos tipos de
instrumentos) puede aportar a su vez a los días feriales, hasta el uso
intencionado del -> silencio, de la ausencia de toda sonorización, como
contraste.
Para una adecuada gestión del hecho musical no sólo es indispensable la
articulación entre proyecto, programa y normativa, sino que deben abordarse
ahora de manera específica el mismo encuentro dialéctico entre el rito y los
otros polos en cuestión.
2. LAS IMPLICACIONES CULTURALES. Al hablar de cultura, la entendemos como
un conjunto de valores y comportamientos vividos y compartidos por un grupo
humano. Se trata, concretamente, de determinar el tipo específico de cultura
dentro del cual se encuentra toda comunidad cristiana local, incluso, en última
instancia, toda asamblea litúrgica. Es obvio que en el término cultura
entra también para nosotros el aspecto eclesial: hablamos de una asamblea de
iglesia. Podemos, pues, preguntarnos por esto: ¿qué liturgia y qué música para
qué iglesia? El problema de fondo es, por tanto, eclesiológico, en su conjunto
indescifrable de valores seculares y religiosos, de temas y modelos sociales, en
los que se inserta una de las posibles visiones y prácticas de la iglesia. Para
mayor claridad podemos distinguir los dos planos, pero sin olvidar su recíproca
interdependencia.
En un plano cultural más general, podemos servirnos del análisis, hoy corriente,
que distingue entre culturas integradas y culturas fragmentadas: las primeras
tienden a ser homogéneas y tradicionales; las segundas son dispares,
heterogéneas, conflictivas. Las comunidades eclesiales viven en una u otra
situación, con frecuencia también en situaciones de tránsito Entre una y otra.
Los modos de pensar y de comportarse no dejan de estar influenciados por ellas;
las prácticas culturales están también influenciadas por ellas; lengua y
lenguajes, figuraciones, modos de comunicarse, valores y jerarquías, tradiciones
y creatividad están consiguientemente sometidos a fuertes variaciones. De ahí
también la diversa aproximación de la liturgia y de la música. La sociedad
integrada tiende a vivir fácilmente y con satisfacción una ritualidad bien
codificada, en la que todo tiene su puesto, pero oportuno y adecuado, incluida
la fiesta. Estará, pues, cómodamente con un repertorio musical conocido, carente
de sorpresas de tipo signológico, pero portador a su manera de significados
estándar, reiterativos, unánimemente valorados y hasta solicitados. Modos y
papeles ejecutivos están igualmente codificados, y no admiten, en general,
variantes. En cambio, las sociedades en crisis, y ya sin unidad cultural, están
sometidas a tensiones y fuerzas divergentes: en particular, se muestran abiertas
a evoluciones y experiencias en el campo litúrgico; pero frecuentemente a costa
de contrastes, exceptuadas unas poquitas islas donde parece recrearse una unidad
perdida. Musicalmente, de forma similar, aparecen líneas dispares, ya en los
repertorios de canto, ya en la práctica ejecutiva, a veces con acentuaciones
unilaterales, más frecuentemente en un clima de búsqueda que suscita problemas y
mantiene a la vez una viveza de perspectivas y de soluciones.
Por el contrario, en el plano estrictamente eclesial, y más específicamente en
el de cada asamblea, se vislumbran diversos modos de pensar y de concretar la
vida de la iglesia, y por tanto la celebración. Simplificándolos, se pueden
resumir así según tres modelos: la gestión monolítica, la asamblearia yla
carismática. En la primera todo recae sobre el responsable (párroco, superior
religioso, líder laico), quien acumula la mayor parte de papeles, manifestándolo
en una celebración igualmente compacta y monocorde. Sus opciones son las que
valen; la doctrina del partido se
aplica inflexiblemente. Las consecuencias dependen de las premisas, sean del
tipo, color o escuela que fueren. La asamblea está alineada: canta o no canta,
canta esto o aquello, según la línea oficial local. En la gestión asamblearia,
en cambio, la vitalidad está más garantizada, la movilidad y la participación
mejor promovidas: se palpan sus consecuencias en la liturgia. Se solicitan los
ministerios [-> Asamblea,
III], se subdividen las funciones, se desarrollan
las capacidades. Una atención privilegiada al papel celebrante de la asamblea,
una adecuada variedad y riqueza de medios corales e instrumentales, un
justificado eclecticismo en la selección de repertorios o, en todo caso, una
línea más compartida, son, en general, el marco de una mayor participación. Mas
no carecen de dificultades en la coordinación, lo cual puede dar lugar a
tensiones insolubles o bien a periódicas revisiones y a graduales modificaciones
de perspectivas. La gestión carismática, finalmente, se caracteriza por la
valoración ilimitada de los talentos creativos, pero con escasa reflexión sobre
los fundamentos de la acción eclesial y frecuentemente con el superpoderío de
una aunque cambiante— oligarquía. Hay mucha generosidad y a veces genialidad,
capacidad de intuir situaciones y soluciones, creatividad espontánea, libertad
expresiva, atmósfera de fiesta; pero no deja de existir al mismo tiempo el
peligro de prevaricación de unos pocos sobre otros muchos, de un rebrotar
incontrolado de posturas acríticas, de una efectiva
reducción de comportamientos expresivos, incluidos canto y música, a unos pocos
módulos y a estilos estereotipados: paradójicamente tal tipo de iglesia, de
culto y de asamblea termina solidarizándose, al menos bajo ciertos aspectos, con
el primero o monolítico.
En conclusión, todo tipo de gestión eclesial y asamblearia tiene la liturgia y
la música que se merece; es decir, termina por moldearlas, en modos y estilos, a
su propia imagen y semejanza. Algunas consecuencias: por un lado, el hecho
inequívoco de que la práctica musical no es nunca abstracta o sectorial, sino
que viene siempre envuelta en el complejo intercambio entre el producto musical
(por ejemplo, tal canto, tal instrumento) y sus usuarios (por ejemplo, tal
asamblea en tal cultura); de donde se deriva una notable movilidad y relatividad
en los juicios de valor, ya que en lo referente a los caracteres formales
(bello/feo, moderno/arcaico, docto/popular, etc.), ya en lo relativo a las
exigencias espirituales (sagrado/profano, devoto/divertido, sentimental/austero,
festivo/monótono, etcétera). Un sentido correcto de la encarnación y de lo que
ésta implica, lejos de enjuiciar como reduccionista tal perspectiva, se aplicará
a desarrollarla coherentemente y con un inteligente discernimiento. Por otro
lado, la misma fidelidad a las exigencias del rito, es decir, la necesidad de
encontrar formas capaces de encarnar las distintas funciones rituales, no podrán
prescindir de los condicionamientos culturales, incluido el sector del canto y
de la música. Por ejemplo, no se habrá de destruir inmediatamente un repertorio
tradicional de cantos en una sociedad tradicional; se. tratará más bien, si
fuese necesario, de realizar un proceso gradualde evolución partiendo de sus
antecedentes globalmente culturales, a la vez seculares y religiosos. E
igualmente convendrá aceptar situaciones complejas y tal vez contradictorias en
el seno de comunidades no homogéneas ya: modos de actuar, estilos y obras, tipos
de coparticipación, etc., podrán convivir dentro supongamos- de una misma
parroquia, a condición, sin embargo, de promover cada cual un nivel musical
serio y exigente, sin dejar de pedir a todos una generosa capacidad de
comprensión, la cual, más que simple tolerancia, ha de ser la medida de la
autenticidad de una convivencia eclesial.
3. EL QUEHACER MUSICAL. Si consideramos aparte, aunque siempre conexos entre sí,
el polo canto/música, no es porque él se contraponga al polo más amplio de la
cultura. Sin embargo, dados su peculiaridad y su peso específico en la
celebración, reclama un análisis que pueda señalar sus funciones propias y su
impacto en el conjunto del rito. La expresión
quehacer musical subraya el nacer del
fenómeno sonoro mediante la acción humana y privilegia ese mismo hecho, dejando
en segundo plano la obra realizada. Señala la implicación somática que tiene
lugar en el cantar-danzar-tocar y en el acto mismo de escuchar. Ahora bien, en
la celebración hay elementos que son más implicativos que la simple palabra, al
suponer una mayor generosidad de espíritu, de expresión, de dilatación
perceptiva, de coordinación con la actuación de los demás: son precisamente los
elementos musicales. El antiguo adagio qui cantal bis oral toma algo de
este empleo de energías más corpóreo, y por tanto más total, en la oración
cantada.
La liturgia cristiana, nacida también como contraste
frente a ciertas formas orgiásticas de algunos cultos contemporáneos, pone desde
el principio en un primer plano la palabra, como expresión lúcida y moderada de
la acción mistérica. Pero es una palabra que se integra en los gestos del cuerpo
y se dilata con la aparición del canto. Con el canto se habla menos y a la vez
más: se despliega y se reduce el discurso, pero adquiere también intensidad y
fervor. Cuenta más el cómo que el qué; pero cabalmente el cómo
expresa en el culto una participación más plena. De ahí la posible
ambigüedad: canto como actitud de entrega más plenaria o, por el contrario, como
fuga a lo irracional. El control de las resonancias somáticas y afectivas,
personales y de grupo, sigue siendo, pues, problema permanente. Pero,
positivamente, el canto da origen a gestos celebrativos a los que la sola
palabra muy difícilmente llega: proclamar, aclamar, meditar, alabar, invocar. A
ello puede añadirse una función mnemotécnica, que tiene sus reflejos pedagógicos
y, en nuestro caso, igualmente catequéticos. Si consideramos, pues, los valores
meramente sociales del cantar, es evidente que él es creador de valores nuevos.
Recordemos ante todo la efectiva cohesión del grupo mediante la imagen sonora
que él mismo recibe de sí propio y merced al refuerzo de su identidad provocado
por cantos conocidos, familiares y algo así como abanderados del grupo
mismo. Además, el canto crea fiesta; es señal y signo de celebración y de
festividad, intensificando la expresión coral, creando nuevas dimensiones
poéticas y concentrando a toda la asamblea. La intervención instrumental estaría
en una línea más o menos similar. Prolongación del gesto corporal,apoyo y
contrapunto del canto, fabricación de objetos sonoros (de piezas musicales),
proyección simbólica de mitos sociales y religiosos, creación de cifras y
estilemas tan característicos que puedan remitir a sus peculiares grupos o
ambientes, la actuación de los elementos musicales participa, aun dentro de su
independencia, en el complejo juego de significados a que da lugar la acción
cantada. En conclusión, la liturgia necesita el canto y sus instrumentos: el
hacer música como expresión propia es de suyo una actitud coherente con la
intención participativa de toda celebración; la música como impresión,
coimplicación, presión sobre el grupo, entra en el objetivo de crear una
asamblea unida y de llevarla a actuar en un clima intenso, festivo,
comprometido, sentido; la música como comunicación (o lenguaje) remite a los
múltiples mensajes que todos los elementos celebrativos transmiten a los
miembros de la asamblea; la música como creación de materiales sonoros, con su
poder fascinante y su fuerza simbólica, es un hecho perfectamente coordinable
con los aspectos más significativos del rito, el cual necesita una permanente
tensión simbólica. En definitiva, muchos de los proyectos con sentido por
parte de quien hace música son los proyectos mismos de quien celebra. Si canto y
música no son rigurosamente indispensables, su presencia en la liturgia es, sin
embargo, insustituible: no es posible cambiarla por otras cosas. Su sistemática
ausencia privaría a la celebración de valores fundamentales.
El hacer música remite, finalmente, a quien
la hace. El es promotor de papeles y de servicios en la asamblea. Cuando utiliza
materiales sencillos, cantos practicables, instrumentos corrientes, es decir,
cuando es una música para todos, se está subrayando el importantísimo
papel de la asamblea como tal. Cuando, por el contrario, se hacen intervenir
composiciones más elaboradas y ejecuciones más profesionales, el hacer música
concentra su atención en el papel de los cantores, coros, grupos vocales e
instrumentales.
Hay tiempo para cantar y tiempo para escuchar: será
la dinámica de cada rito —y no otros criterios de carácter estético o
hedonístico— la que señale su empleo más adecuado. Los músicos que prestan tal
servicio litúrgico desempeñan un ministerio propio, que comporta concretas
exigencias técnicas, pero también un compromiso espiritual: es impensable una
prestación puramente profesional sin una auténtica participación en el rito.
Forma parte también de su papel la selección concreta de los repertorios de
canto y de los instrumentos más eficaces y oportunos; en una palabra, la
normativa sonora de la celebración. Formas correlativas a las distintas
funciones rituales, obras y estilos proporcionados a los recursos y a las
capacidades culturales de los presentes, manejo de las intervenciones sonoras en
adecuada relación con el desarrollo y el avance del rito son otros tantos
objetivos funcionales a los que el músico tendrá que hacer frente.
Más que de reglas abstractas o autoritarias, la ayuda decisiva le vendrá de una
preparación técnica Y cultural lo más amplia posible, habida cuenta del mundo en
que se mueve y actúa. Pero lo que sobre todo le ayudará es un constante
ejercicio de confrontación entre todos los elementos, presupuestos e
implicaciones de la música de iglesia, tal como se ha tratado de exponer en
estas páginas.
VI. Perspectivas
En esta específica fase de adaptación y búsqueda en el campo de la musica
litúrgica no se pueden trazar líneas de futuro muy convincentes. Por otra parte,
las lecciones de la historia [->
supra, I-IV] son tales que impulsan a creer que las vicisitudes de la música
de iglesia permanecerán siempre envueltas en los cambios de prácticas y de
significados que presenta el terreno en el que ella se mueve: la eclesiología, y
por tanto la liturgia; el humus cultural local, los modos de hacer música
predominantes o de la forma que sea presentes en las comunidades o en la
sociedad misma a la que aquéllas pertenecen. La relativa complejidad de los
elementos en juego no establece imperativos categóricos, pero sí delimita el
campo en que las asambleas cristianas deberán moverse con lucidez.
Hoy ciertamente se está dando un crecimiento en la
toma de conciencia sobre lo que supone una celebración. Pero cegueras y sorderas
de todas clases siguen también siendo posibles, como fruto de visiones parciales
o de acentos exclusivos. En la medida en que los miembros de la asamblea
creyente, y sobre todo los animadores del rito, incluidos los músicos, sepan
conquistar y mantener viva esa capacidad fundamental que consiste en saber
celebrar, es decir, en saber actuar, saber comunicarse, dar sentido, crear y
participar, sin ceñirse a la mera repetitividad o limitarse al gueto de una
musicalidad autónoma y centrífuga, en esa misma medida las vicisitudes del
celebrar cantando y tocando llegarán a ser ejemplares, como aporte
significativo al misterio cristiano, vivido a través de los ritos de la iglesia.
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