SUMARIO: I. Confesión y profesión de fe en la
catequesis. II. Credos, confesiones o símbolos de fe: 1. Funciones de los
credos; 2. Contenido de los credos; 3. Credos principales. III. Los credos y la
comunicación actual de la fe.
I. Confesión y profesión de fe en la catequesis
El Directorio general para la catequesis (DGC) de 1997 asegura que «la
catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe»1, indicando de esta manera cuál es el lugar originario y la meta de
la catequesis. Pero la fe no se confiesa sólo con palabras, enunciados
doctrinales o formulaciones precisas, sino que tiene un sentido más amplio e
integral, que desborda el marco estricto de la recitación del credo. Confesar la
fe implica compromisos. Se confiesa con la vida, con los hechos, mediante la
praxis, a través del testimonio. Por ello, los confesores son siempre
testigos que, al proponer la fe, se exponen a sí mismos, arriesgando la propia
vida si fuera preciso; los mártires constituyeron desde siempre el
testimonio confesante por excelencia2.
Toda la acción catequética se orienta hacia el logro de una confesión de fe
viva, explícita y operante (DGC 56, 66), hacia una adhesión global a Jesucristo
desde la sincera conversión del corazón (RMi 20). En este sentido, la confesión
de fe es meta de la catequesis (DGC 218). Si bien con frecuencia las expresiones
confesión y profesión de fe se usan como intercambiables, a continuación
el tratamiento se restringe a los credos o símbolos3, los cuales, sin embargo,
están estrechamente relacionados con el testimonio integral de la fe y
desempeñan un papel importante en la acción catequética.
II. Credos, confesiones o símbolos de fe
Con el término de
símbolos de fe, confesiones o credos se designa normalmente un resumen
preciso, más o menos breve y fijo, de los contenidos esenciales de la fe
cristiana. Credos,
por la primera
palabra con que normalmente comienzan (credo, credimus, creo, creemos)
y profesiones de fe,
porque compendian la fe profesada por los cristianos
(CCE 187). La proveniencia, el significado y los motivos de su designación como
símbolo no se hallan suficientemente dilucidados. A pesar de su origen
griego (symbolon), el término aparece por vez primera aplicado a los
credos en el occidente latino, en concreto en Cipriano de Cartago, quien asegura
que el cismático Novaciano bautiza con el mismo «símbolo que nosotros los
católicos... y no parece diferenciarse de nosotros en el interrogatorio
bautismal» (Ep. 69, 7; Hartel
II, 756). Por su parte, Firmiliano de
Cesarea, a propósito del bautismo administrado por una mujer desequilibrada,
admite que no faltaba ni el «symbolum Trinitatis ni el interrogatorio
establecido por la Iglesia» (Ep. 75, 11; Hartel II, 817s). En
Oriente se hablaba normalmente de la fe o de la doctrina, no
hallándose el término symbolon para designar al credo hasta los así
llamados cánones del concilio de Laodicea (Mansi 2, 563s). Siguiendo a Rufino (CCL
20, 2), bastantes autores antiguos y modernos interpretan símbolo en el
sentido de signo (indicium) o señal, pero como equivalente de collatio
(composición conjunta, resultado de diversas aportaciones), explicación que
se funda en la semejanza existente entre los términos griegos symbolon y
symbol (collatio), y en el falso supuesto de la composición del credo por
los doce apóstoles (cf infra, Símbolo apostólico). Otros4, al
significado de sello acreditativo y distintivo (PL 38, 1058), añaden el de
pacto, acuerdo, contraseña, garantía legal (PL 38, 1072).
Algunos de estos significados son recogidos por el Catecismo de la Iglesia
católica (CCE 188). Por su parte, varios investigadores modernos, apoyándose
en testimonios antiguos (CSEL 4, 198), opinan que la asunción del término
símbolo para designar a los credos cristianos proviene de las religiones
mistéricas, en las que symbola equivalía a las fórmulas estereotipadas,
conocidas por los iniciados, que servían de signos identificativos. Kelly,
después de atender a las distintas hipótesis, da por seguro que «primitivamente
el symbolum significó las tres preguntas bautismales»5, lo
cual estaría confirmado por el concilio de Aries (314) que en su c. 9 ordena
interrogar sobre el símbolo a los que provienen de la herejía para comprobar si
responden con la Trinidad, en cuyo caso no han de ser nuevamente bautizados (CCL
148, 10s).
A pesar de su influencia recíproca y de su semejanza con otras fórmulas
doctrinales, como las reglas de fe (regula fidei, regula veritatis),
estas no son intercambiables sin más con el símbolo bautismal, pues la regla de
fe es un compendio de la fe cristiana propio de la tradición doctrinal de una
iglesia concreta, resumen flexible en su extensión y tenor literal, pero
coincidente en el contenido nuclear de la doctrina (CCL 1, 197s; 2, 1160, 1209;
Adv. Haer. 1,101); por otra parte, la regla de fe se configuró en un
ambiente de polémica antignóstica y antiherética, por lo que en la primera
antigüedad cristiana era valorada como garantía y prueba de ortodoxia doctrinal.
1. FUNCIONES DE LOS
CREDOS.
Para el
Catecismo los credos son resumen y expresión de la
fe (CCE 186), formulados en un lenguaje común y normativo (CCE 185), que sirven a la unidad entre
los creyentes y alimentan la comunión intraeclesial (CCE 197). Por su parte, el
Directorio general para la catequesis los valora como pilares de la
exposición catequética (DGC 130), que en su explicitación están llamados a ser
fuente de vida y de luz para el ser humano (DGC 117), y que constituyen un
elemento inherente a todo proceso orgánico de catequesis (DGC 89, 154, 240). Son
algunas de sus numerosas funciones. Esta diversidad se halla relacionada con la
circunstancia vital (Sitz im Leben) en la que fueron surgiendo6. Algunos,
como Cullmann, intentaron poner en relación el origen de las profesiones de fe
con una gran diversidad de situaciones propias de las comunidades cristianas,
tales como el bautismo y catecumenado, los exorcismos, las diversas
celebraciones litúrgicas, la catequesis, las persecuciones, las controversias
con la herejía. Pero, ante la ausencia de testimonios documentales que prueben
esta pluralidad de situaciones, como momentos originarios, antes del siglo III,
sigue prevaleciendo la tesis tradicional que relaciona originariamente la
profesión de fe con el bautismo, su preparación y su celebración (la
introducción del símbolo en la celebración eucarística no parece haber tenido
lugar antes del siglo VI).
Kelly sostiene que «la verdadera y original finalidad de los credos, su primaria
raison d'étre, fue su papel de afirmaciones solemnes de fe en el contexto
de la iniciación bautismal»7. A este
respecto es usual distinguir entre credos
declaratorios y credos en forma de pregunta-respuesta. Los credos
declaratorios, o recitación (pública, solemne) en primera persona de
fórmulas fijas, no pueden datarse antes del siglo IV, al menos no hay
ningún
testimonio explícito a su favor. Explicar este silencio recurriendo a la
disciplina del arcano (el símbolo se transmitía oralmente, se aprendía
de
memoria y solamente era conocido por los iniciados en la fe), no parece
convincente, pues nada indica que tal disciplina, de la que hay
testimonios en
el siglo IV (PG 33, 852ss; PL 14, 335; CCL 20, 2), tuviera también
vigencia en
los siglos anteriores, en los que se citan las reglas de fe, se describe
la
constitución de la Iglesia y se expone públicamente la celebración
litúrgica (Ireneo,
Hipólito, Justino). De ahí que investigadores recientes8 hagan de
este argumento e silentio —de falta de pruebas escritas— motivo
suficiente para no hablar de credos declaratorios antes del siglo IV. ¿Se
dieron, entonces, desde los comienzos las fórmulas interrogatorias, acompañadas
de las respuestas respectivas y relacionadas con la celebración litúrgica del
bautismo? Kelly ha hecho un esfuerzo detallado y encomiable por descubrir sus
huellas y sus antecedentes en los siglos anteriores (Tertuliano, Justino,
Hipólito), incluso en los mismos textos del Nuevo Testamento (He 8,36-38;
16,14s.; lPe 3,21; 1Tim 6,12; Heb 4,14).
Pero también en este punto otros autores se muestran menos optimistas en la
valoración de sus resultados, reteniendo como no demostrado irrefutablemente el
uso del credo en la liturgia bautismal de los dos primeros siglos y considerando
algunas reconstrucciones de fórmulas interrogatorias hechas por Kelly (por ejemplo a propósito de Ireneo y Justino) como una combinación hipotética9.
Puede retenerse, no obstante, como elemento seguro una estrecha relación entre
estructura trinitaria del bautismo (Mt 28,19) y estructura de los símbolos de
fe. Estos tienen también una función de alabanza y de adoración, son doxología
confesante; hacia ello apuntan las distintas formulaciones, desde las más
simples hasta las más complejas, densas, elegantes y elaboradas. Así se explica
la recitación de los símbolos en las celebraciones litúrgicas (lex orandi,
lex credendi), en las que el reconocimiento adorante de Dios es presupuesto,
acompañante y meta.
El bautismo es uno de los momentos más decisivos en la vida de un cristiano y es
normal que en estas circunstancias se haga la confesión de fe. También poseen
una función identificativa y comunitaria. En ellos se pone de manifiesto la
propia identidad creyente (el símbolo como señal acreditativa y testificativa) y
se expresan e intensifican los lazos de pertenencia y las vinculaciones
comunitarias; ellos son expresión pública de la fe compartida y fortalecimiento
múltiple de la comunión. Por esto el rechazo global o parcial de las confesiones
de fe lleva de por sí a la excomunión. Así se explica el carácter delimitativo
de las mismas, pues sirven para diferenciarse frente a otros grupos religiosos y
no religiosos. Así se entiende también el carácter defensivo10 o
polémico, en contra de las interpretaciones equivocadas o heterodoxas, que
algunos credos han adquirido a veces en su decurso histórico. Pero sería
incorrecto interpretar
esta función como
autoafirmación excluyente o enclaustramiento complacido en el propio gueto; sólo
desde la propia identidad creyente es posible el diálogo riguroso y la apertura
para con los otros.
2. CONTENIDO DE LOS
CREDOS. El Directorio dedica el c. II de la 2a parte
al contenido de la catequesis, teniendo como punto de referencia el
Catecismo, en el que el símbolo constituye el primero de los cuatro pilares
que sostienen la transmisión de la fe (DGC 122). Esta referencia inspira la
articulación cristológico-trinitaria, que confiere «un profundo carácter
religioso» (DGC 123). En repetidas ocasiones se insiste en la importancia de
esta articulación, para vincular bien la confesión de fe cristológica («Jesús es
Señor») con la confesión trinitaria («Creo en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu Santo»), estableciendo este cristocentrismo trinitario a la cabeza de
los criterios que han de guiar la presentación del mensaje evangélico (DGC 97s.)
y la estructura interna de la catequesis en cualquier modalidad de presentación
(DGC 100). Radica aquí, sin duda, uno de los avances significativos respecto al
Directorio general de pastoral catequética de 1971 (DCG 41). Y un efecto
de la adhesión más estricta y amplia a los textos del Nuevo Testamento. Cristo
es en rigor lo que los apóstoles confiesan y anuncian11, el contenido de su
kerigma, el evangelio en persona.
Esta fe cristiana ofrece, ya a finales del siglo I, un perfil bastante preciso y
delimitado, no solamente como cuerpo doctrinal transmitido, sino también como
conjunto de sumarios
más o menos convencionales, diversos en estilo, frecuencia, trasfondo vital y
estructura. Hay formulaciones que tienen una sola cláusula de carácter
cristológico, otras que ofrecen una estructura bimembre al referirse a Dios
Padre y a su Hijo Jesucristo, y otras que amplían triádicamente su estructura,
al incluir también al Espíritu Santo.
a) Las fórmulas de carácter cristológico resaltan
lo específico de la fe cristiana en continuidad y discontinuidad con su
trasfondo judío, reconociendo a Jesús de Nazaret como aquel en quien se han
cumplido las expectativas mesiánicas y se ha hecho realidad la salvación de
Dios. En su configuración más sencilla, son homologías, aclamaciones de Jesús
bajo tres designaciones distintas: Señor (lCor 12,3; 16,22; Flp 2,11; Rom
10,9), Cristo (He 2,36; Un 2,22), Hijo de Dios (He 8,37; Heb 4,14;
Mt 16,16; Jn 1,29). Estas aclamaciones sencillas se amplifican en formulaciones
centradas en la muerte y resurrección de Cristo; más o menos estereotipadas,
incluyen referencias a la encarnación y a la vida terrena de Jesús y vienen a
decir: Cristo es el crucificado, resucitado por Dios, en favor nuestro y para
nuestra salvación (Rom 1,3s.; 4,24s.; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,3-5.14s.; 2Cor
4,13s.; Col 2,12; lTes 1,10; Gál 1,1; 4,4). Es lo mismo que dicen algunos himnos
cristológicos que podrían considerarse como fórmulas de fe ampliadas,
estructuradas rítmicamente, usadas en las celebraciones litúrgicas y orientadas
a que toda la comunidad termine aclamando a Jesús como el Señor de la creación
entera (1Tim 3,16; F1p 2,6-11).
b) Las fórmulas de estructura
bimembre se refieren simultáneamente a Dios Padre y
a su Hijo Jesucristo. La fe de Israel en un solo Dios era una fe monoteísta que
también los cristianos compartían. Ahora bien, estos debían dar cuenta
igualmente del acontecimiento Cristo, de modo que su fe en Dios aparecerá unida
siempre a Jesús y, por ello, creerán en el único Dios como aquel que ha
resucitado de entre los muertos al Señor Jesús. Ambos, Dios Padre y su Hijo
Jesucristo, aparecen simultáneamente mencionados (1Cor 8,6; 1Tim 2,5s; 6,13s;
2Tim 4,1). Para los cristianos no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien
todo procede, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas. No hay
más dioses ni señores que merezcan reconocimiento y obediencia, ni que puedan
aportar la salvación. La referencia al único Dios era obvia para quien procedía
del judaísmo (cf Jos 24; Dt 6,4), aunque quizá no tanto para el perteneciente al
ámbito del mundo gentil o pagano.
Al hablar de Dios como el Padre no solamente se recoge una tradición
veterotestamentaria sobre Yavé como Padre de Israel, sino también el eco de la
invocación de Dios como Abba por parte de Jesús; se trata del Padre de
Jesucristo. Y su Hijo es el único Señor, que ha tenido también su papel en la
creación de todas las cosas, en referencia clara a la mediación creadora y a la
preexistencia de Cristo. Se trata, pues, de una unidad inescindible e
irrenunciable entre el reconocimiento confesante de Dios y el de Jesucristo (cf
1Cor 8,6); en esta confesión se expresa la continuidad de la fe cristiana con la
del Antiguo Testamento (monoteísmo) y, al mismo tiempo, lo distintivo cristiano frente a ella (pertenencia de Jesucristo, el
Hijo de Dios, a la realidad divina del Dios único).
c) Finalmente, también se dan en el Nuevo Testamento fórmulas triádicas,
donde junto al Padre y al Hijo es mencionado el Espíritu (1Cor 6,11; 12,4s; 2Cor
1,21s; 1Tes 5,18s; Gál 3,11-14; 2Cor 13,14; Mt 28,19). Pero las explícitas son
muy escasas y no pueden considerarse, sin más, aclamaciones homológicas o
confesiones de fe; más bien son fórmulas de saludo o bendición litúrgica (2Cor
13,14) o simplemente la fórmula bautismal en el nombre del Padre, y del Hijo, y
del Espíritu Santo (Mt 28,19). Su escasez no significa que la fe trinitaria se
halle ausente del Nuevo Testamento o que no tenga fundamentación alguna en sus
textos. Si es cierto que las formulaciones de la teología trinitaria posterior
son, en gran parte, elaboración de la reflexión creyente, también lo es que la
revelación salvífica de Dios Padre en Jesucristo y en el Espíritu tiene una
estructura trinitaria. Este contenido cristológico-trinitario es el que
reflejan, incluso en su misma estructura, todos los símbolos de fe posteriores,
desde los comienzos hasta nuestros días.
3. CREDOS
PRINCIPALES. Aunque nin
guno de los símbolos surgidos en la vida de la
Iglesia pueda considerarse superado e inútil12, el Catecismo
otorga especial relieve al llamado símbolo de los apóstoles y al
símbolo de Nicea-Constantinopla o nicenoconstantinopolitano (CCE 193-196).
Por su parte, el Directorio considera el símbolo apostólico como síntesis
vital del misterio cristiano (DGC 115),
recuerda su importancia al afirmar que «la catequesis es transmisión de los
documentos de la fe» (DGC 149), y aboga por la memorización de sus principales
fórmulas (DGC 154).
a) Símbolo apostólico: En una carta enviada por el
sínodo de Milán del 390 al papa Siricio, aparece por vez primera la expresión
símbolo de los apóstoles (symbolum apostolorum, PL 16, 1174) para designar
el sumario de la fe, propio de la tradición romana. Nada extraño, pues, que en
el extenso y detallado tratamiento científico de que ha sido objeto toda la
temática desde finales del siglo pasado13, sea usual distinguir entre
el antiguo credo romano (designado normalmente como R) y el llamado
símbolo apostólico (designado normalmente como T o TR=textus receptus).
Del credo romano nos han llegado dos versiones lingüísticas diversas, una en
griego (lengua de la Iglesia romana hasta finales del siglo II o comienzos del
III), que sería la más antigua y originaria, y otra versión en latín (lengua que
se fue imponiendo desde mediados del siglo III), que sería casi contemporánea
con el original griego, es decir, de finales del siglo II o comienzos del III.
Tanto de una como de otra hay gran cantidad de variaciones, con divergencias
estilísticas y terminológicas.
El texto actual del símbolo apostólico aparece por vez primera en su
configuración completa en la obra Scarapsus, del autor Pirminio, de
origen probablemente español, escrito entre el 710 y el 724 (DS 28; cf PL 89,
1034s., 1046). Fue aceptado por Roma entre los siglos IX-XI, gozó de alta estima
entre los teólogos medievales, fue integrado en el catecismo
de Trento y en el Breviario romano, y en la liturgia actual tiene su lugar
propio junto al credo de Nicea-Constantinopla. También es altamente estimado por
las iglesias surgidas de la Reforma protestante, las cuales hicieron del mismo
una recepción positiva y han recurrido a su peso y autoridad en momentos
conflictivos y en situaciones difíciles.
Por lo que se refiere a su composición directa por los mismos apóstoles, la
tradición piadosa que se admitía como cierta hasta el siglo XV constituye
solamente una leyenda bien intencionada. Rufino de Aquileia indica en su
comentario (404 ca.) que el símbolo fue obra común de los apóstoles (CCL
20,134s), pero todavía no distribuye los artículos respectivos entre los doce.
El primer ejemplo de esta distribución individual se halla en la Explanatio
symboli (CSEL 73,3-12), que puede atribuirse probablemente a san Ambrosio.
Más desarrollada aparece la idea en los Sermones De Symbolo, falsamente
atribuidos a san Agustín (PL 39, 2189), donde la distribución respectiva de una
frase a cada apóstol concreto va unida con la idea de que solamente los doce
habían recibido el Espíritu Santo.
La leyenda alcanzó una gran difusión en la Edad media, donde se convirtió en
motivo de ilustración para salterios, breviarios, vidrieras, e incluso en tema
de composiciones poéticas. En el concilio de Florencia (1438) el metropolita
Marcos Eugenikós aseguró no saber nada de este símbolo apostólico, del que
habría quedado algún testimonio en los Hechos si realmente los apóstoles lo
hubieran compuesto. Más tarde, la leyenda fue sometida a una fuerte crítica por el humanista Lorenzo Valla y, desde
entonces, todos los estudiosos del tema hasta nuestros días comparten el
carácter ficticio de su composición por parte de los mismos apóstoles. Lo cual
no impide sostener que «el convencimiento del siglo II en el sentido de que la
regla de fe creída y enseñada en la Iglesia católica era herencia de los
apóstoles, encierra mucho de verdad»14. De esta herencia doctrinal
apostólica forma parte el núcleo y la estructura trinitaria de la fórmula
bautismal, lo cual determinó la enunciación simétrica de la fe en el Padre, en
el Hijo y en el Espíritu Santo, si bien la formulación teológica sobre la
divinidad del Espíritu Santo se introducirá en los credos una vez garantizada la
divinidad de Jesucristo.
b) Símbolo de Nicea-Constantinopla. Representa un estilo de credos
válidos para la cristiandad entera, y es el resultado de dos concilios
ecuménicos, el de Nicea I (325) y el de Constantinopla 1(381). Ambos constituyen
un momento clave en la historia del dogma cristiano y en el establecimiento de
la fe ortodoxa en el Dios de Jesucristo. La preocupación fundamental del símbolo
de Nicea15 era garantizar inequívocamente la divinidad
de Jesucristo frente a las negaciones arrianas (DS 125); pero, por ello mismo,
al fijar la fe cristológica, influirá decisivamente también en la doctrina
trinitaria. Nicea quiere dar una explicación de Jesucristo como unigénito
de Dios, precisando que el engendramiento del Hijo equivale a su procedencia de
la «sustancia
(ousía)
del Padre». Con esta precisión se quiere
trascender el ámbito de lo
creatural y reconocer al Hijo en su filiación divina. Algo que Arrio había
negado decididamente y que Nicea refuerza mediante la introducción de su término
más característico: «consustancial con el Padre». Con ello Nicea pretende
testimoniar la fe, confesar como Hijo de Dios al Jesús crucificado y resucitado,
proclamar que quien encuentra a Jesús encuentra al mismo Dios Padre. Lo que se
hallaba en juego era la comprensión cristiana de Dios. Y esta rompe todos los
esquemas que quieran imponérsele en nombre de su trascendencia o de su unicidad.
En este sentido, al dar Nicea carta de ciudadanía eclesial a un lenguaje
dogmático nutrido de categorías filosóficas, no se está produciendo tanto una
helenización del Dios cristiano cuanto una deshelenización de la
concepción de Dios. Por un camino ciertamente paradójico. La insuficiencia del
lenguaje bíblico por sí solo para despejar todas las ambigüedades hace que se
recurra a una terminología filosófica ya existente, problemática, pero utilizada
conjuntamente por Arrio y por Nicea. En el primer caso, para hacer de una
filosofía religiosa la instancia última que dictamine sobre la relación
existente entre Dios y Jesús (la de un simple intermediario). En el caso de
Nicea para reconocer a Jesucristo como Hijo de Dios y como Señor, cuestionando
la comprensión de Dios vigente en el helenismo.
Con una conceptualidad filosófica prestada, Nicea no se mueve en el plano de la
especulación, sino en el de la confesión de fe. Su preocupación es
primordialmente salvífica: si Jesucristo no es verdaderamente el
Hijo, si el mismo Dios no se halla en juego en él, entonces los hombres no son
en verdad hijos de Dios ni han sido realmente salvados por él. La de Nicea fue
una apuesta arriesgada, con consecuencias históricas (un tipo de pensamiento que
impondrá su propia dinámica y dificultará comprender la radicalidad divina de la
encarnación). Pero Nicea constituye una expresión auténtica de la fe en el Dios
del evangelio. El camino que va desde entonces hasta el concilio de
Constantinopla (381) iba a suponer un desarrollo decisivo para la pneumatología
y, con ello, para la configuración final de la doctrina y de la fe trinitaria.
Partiendo de uno de los muchos credos nicenos entonces existentes, el de
Constantinopla16 completa la laguna pneumatológica para responder así
a los que negaban la divinidad del Espíritu Santo. Estos eran grupos de
cristianos diseminados por distintas regiones del imperio de Oriente (Egipto,
Asia Menor), partidarios de un esquema binitario en el que no había lugar más
que para el Padre ingénito y para el Hijo único engendrado. Hablaban del
Espíritu como una criatura, un ángel, un ser intermedio entre Dios y los
hombres, de naturaleza ministerial, al que, por tanto, no se le había de otorgar
el mismo honor y gloria que al Padre y al Hijo.
Esta deficiencia la quieren remediar las cinco afirmaciones sobre el Espíritu
Santo, que Constantinopla introduce para precisar la fe pneumatológica de la
Iglesia: «creemos en el Espíritu, el Santo, Señor y dador de vida, que procede
del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por
los profetas» (DS 150). El lenguaje empleado es
muy distinto del
que escogió Nicea para definir la divinidad de Jesucristo. Constantinopla reúne
un material tradicional, no especulativo, donde prevalece el carácter bíblico de
las expresiones y el recurso a la praxis de las celebraciones litúrgicas. Esta
praxis oracional y litúrgica (adoración y glorificación conjunta de Padre, Hijo
y Espíritu), de uso comunitario, desempeñó un papel importante en las
confrontaciones populares, y se convirtió en la prueba más elocuente de la
divinidad del Espíritu Santo (lex orandi,
lex credendi). El símbolo
nicenoconstantinopolitano sigue siendo hoy día el vínculo dogmáticamente más
decisivo entre las grandes iglesias cristianas de Oriente y de Occidente y se
convierte, al ser profesado por millones de cristianos, en una oportunidad
ecuménica de primer orden. Es lo que quiere aprovechar la Comisión Fe y
Constitución del Consejo ecuménico de las Iglesias en la publicación de un
documento que lleva por título: Creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo;
y por subtítulo: «Una explicación ecuménica de la fe apostólica expresada en
el símbolo de Constantinopla»17.
III. Los credos y la comunicación actual de la fe
Aun a riesgo de desanimar a quienes tanto invierten en la búsqueda de recursos
pedagógicos y de remedios metodológicos, no puede olvidarse que la fe personal
(fides qua) constituye siempre un don de Dios y, en rigor, nadie puede
comunicarla: solamente puede surgir como respuesta libre a una oferta divina. Esto no significa
desvalorización de dichos esfuerzos, sino colocar en su justo lugar la
importancia, no pequeña, de las mediaciones humanas en el favorecimiento de esa
respuesta. No es cuestión menor, sino más bien decisiva, la pregunta por la
transmisión o comunicación de la fe. Y tanto el Catecismo (CCE 186) como
el Directorio (DGC 149) valoran los credos como recurso importante para
esta tarea. Pero comunicar la fe no implica sólo transmitir unos contenidos
objetivos (depositum fidei) en los que se condensa la gran Tradición
vinculante; implica también atender a las circunstancias del oyente actual y a
las exigencias de una gramática común a quien habla y a quien escucha, para que
sea posible el entendimiento y la sintonía recíprocas.
En la comunicación de la fe hay, por tanto, un momento que mira hacia lo
previamente acontecido, hacia una historia fundante, que nos obliga a mantener
la memoria. Y hay también un momento prospectivo del presente y del futuro, con
las exigencias ineludibles de la inculturación. En el actual Directorio (DGC)
recibe un acento más marcado que en el Directorio de 1971 (DCG) el
elemento de continuidad y de mantenimiento de la memoria cristiana. El DCG se
mostraba sensible a la aspiración y a la necesidad de nuevas fórmulas expresivas
de la fe, acordes con la actual condición humana y con las diversas culturas (DCG
8).
En el DGC no se renuncia a este deseo, pero se insiste en la importancia del
lenguaje de la Tradición (30) y de la memoria (208), precisamentecomo condición de
posibilidad de la inculturación de la fe, y no sólo como vía de remedio al
relativismo ambiental18. Las exigencias de inculturación aparecen
subrayadas con fuerza en varios momentos del DGC (108, 146, 208). Es un buen
deseo. Su realización concreta, sin embargo, continúa siendo una tarea
pendiente. Se trata, pues, de una dinámica bidireccional hacia el pasado
histórico y hacia el presente-futuro, que en el DGC (78, 85, 88, 129, 132) queda
muy bien recogida mediante el recurso al binomio de entrega y devolución del
símbolo (traditio-redditio), propio del catecumenado bautismal, adaptado
a la nueva situación19.
En cuanto instrumentos de evangelización, los
símbolos pueden necesitar adecuación a las circunstancias históricas y
culturales, ya que probablemente sólo reinterpretados, retraducidos o, al menos,
convenientemente explicados, puedan volverse hoy día elocuentes y alcanzar así
su cometido último: remitirnos al Dios vivo y verdadero del que quieren dar
testimonio. Hoy nos topamos con realidades nuevas: la indiferencia religiosa, el
movimiento ecuménico, la conciencia del pluralismo de religiones, la incapacidad
para comprender una determinada conceptualidad filosófico-teológica, el giro
antropológico, las prospectivas de futuro, la praxis confesante en cuestiones
éticas, sociales y políticas, la superación de los confesionalismos estrechos,
la propia identidad creyente a través del tiempo... Todo un cúmulo de
circunstancias que han dado origen en los últimos treinta años a propuestas de
confesiones de fe o fórmulas abreviadas, con una configuración muy distinta en su
estructura, en sus contenidos, en su lenguaje y en su intencionalidad20.
Muchas de ellas tienen una vigencia efímera y localizada; otras quieren, ante
todo, responder a las necesidades y preocupaciones del hombre de hoy; otras son
una versión modernizada de los símbolos tradicionales; en gran parte pueden
considerarse como espejo de las situaciones eclesiales, corrientes teológicas y
sensibilidades humanas y culturales propias de los últimos años. No es posible
predecir su viabilidad, su recepción o su futuro, pues los símbolos
tradicionales siguen siendo de uso preferente o exclusivo en las celebraciones
comunitarias y litúrgicas. Constituyen, en todo caso, un fenómeno necesitado de
valoración y discernimiento, para comprobar hasta qué punto los respectivos
oyentes pueden realmente escuchar el verdadero contenido evangélico en su propia
lengua (cf He 2,8).
NOTAS: 1. DGC 82; la
afirmación está tomada de MPD 8. — 2 DGC 83 remite a RMi 45: «Los
mártires, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino
del evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos, sacerdotes,
religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes desconocidos que dan la
vida como testimonio de la fe. Ellos son los anunciadores y los testigos por
excelencia». — 3 En parte condenso y en parte amplío, de acuerdo con
la finalidad de la presente obra, mis artículos Concilios y Símbolos de fe,
publicados en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El
Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 263-291, 1292-1307.
— 4. Cf H. J. CARPENTER, Symbolum asa Tttle of the Creed, JThS 43 (1942)
1-11; H. LIETZMANN, Symbolstudien, WBG, Darmstadt 1966 (colección de
artículos publicados en ZNW entre 1922/7); A. BREKELMANS, Confesiones de fe
en la Iglesia antigua: origen y función, Concilium 51 (1970) 32-41;
Agitación en torno ala confesión de fe, Concilium 51 (1970) 129-146; J. P.
JOSSUA, Signification des confessions de foi,
Ist. 17 (1972) 48-56; J. N. D. KELLY, Primitivos credos cristianos,
Secretariado Trinitario, Salamanca 1980. — 5 Cf J. N. D. KELLY, o.c., 77. — 6
Del tema se han ocupado intensamente los estudiosos de este siglo; cf para
información más detallada, J. N. D. KELLY, o.c., 47ss. y A. M. RITTER Y OTROS,
Glaubensbekenntnis(se) en TRE 12 (1984) 384-446 (amplia bibl.). — 7. J. N.
D. KELLY, a.c., 49. — 8. Cf A. M. RITTER Y OTROS, a.c., 407. — 9 Ib, 496s. —
10 Este carácter de la profesión de fe queda acentuado en el
reciente motu proprio de Juan Pablo II, Ad tuendam fidem (1998); cf
Civilt8 cattolica 3554 (1998) 170-183, Ecclesia 2902 (18.7.1998) 1084-1089. —
11. Cf W. RODORF, La confession de foi et son «Sitz im Leben» dans l'Eglise
ancienne, NT 9 (1967) 225-238; K. WENGST, Christologische Formeln und
Lieder des Urchristentums, Gütersloh 1972; A. W. WAINWRIGHT, La Trinidad
en el Nuevo Testamento, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980. — 12
Para su diversidad en estilos y composición, cf A. HAHN, Bibliothek der
Symbole und Glaubensregeln der alten Kirche, ed. por G. L. HAHN con un
añadido de A. HARNACK, Breslau 18973 (repr. Hildesheim 1962); J.
CoLLANTES, La fe de la Iglesia católica, Católica, Madrid 19863.
— 13 Cf A. HARNACK, Zur Geschichte der Entstehung des
Apostolischen Symbolums, ZThK 4 (1894) 130-166; B. CAPELLE, Le symbole
romaine au second siécle, RevB 39 (1927) 33-45; Les origines du symbole
romaine, RThAM 2 (1930) 5-20; P. NAUTIN, Je crois l'Esprit Saint dans la
Sainte Église pour la résurrection de la chair, París 1947. — 14
J. N. D. KELLY, O.C., 45. — 15 Cf I. ORTIZ DE URBINA, Nicea y
Constantinopla, Vitoria 1969; W. KASPER, El Dios de Jesucristo,
Sígueme, Salamanca 19903, 209-229. — 16 Cf A. M. RFITER,
Das Konzil von Konstantinopel und sein Symbol, Gotinga 1965; AA.VV.,
El concilio de Constantinopla I y el Espíritu Santo, Semanas de estudios
trinitarios 17, Secretariado Trinitario, Salamanca 1983. — 17. Cf Diálogo
ecuménico 32 (1987) 371-441. La explicación ecuménica es el resultado de tres
coloquios previos, celebrados en distintas continentes: uno sobre el artículo
«Creo en un solo Señor, Jesucristo», celebrado en 1984 en Kerala (India), en un
contexto donde los cristianos son minoría; otro tenido en Chantilly (Francia),
en 1985, sobre el artículo «Creo en el Espíritu Santo», en el contexto europeo
de tradición cristiana e indiferencia religiosa; un tercero llevado a cabo
también en 1985 en Kinshasa (Zaire), sobre el artículo «Creemos en un solo
Dios», en el contexto africano, donde choca la concepción trinitaria del
Dios uno. Merecen destacarse positivamente la
aceptación de Nicea-Constantinopla como hilo conductor y contenido expositivo de
la explicación y la relevancia de la comprensión trinitaria de Dios. –
18 Cf A. FOSSION, Un
nouveau Directoire général pour la catéchése, Lumen vitae 53 (1998) 91-102
(96). – 19 DGC 78: «La profesión de fe recibida de la Iglesia
(traditio), al germinar y crecer a lo largo del proceso catequético, es
devuelta (redditio) enriquecida con los valores de las diferentes
culturas». En la n. 5 añade, remitiendo a CT 28: «La bipolaridad de este gesto
expresa la doble dimensión de la fe: don recibido (traditio) y respuesta
personal e inculturada (redditio)». – 20 Como clausura solemne
del «año de la fe», y siguiendo la propuesta hecha por el primer sínodo de
obispos, que se había ocupado de problemas relativos a la fidelidad doctrinal,
Pablo VI (1968) pronunció una profesión de fe en nombre de todo el pueblo de
Dios (AAS 60, 1968, 433-445; J. COLLANTES, o.c., 863ss). Se conmemoraba el
centenario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo y se quería salir al paso
de los riesgos que llevaban consigo algunas interpretaciones (nuevas) del
cristianismo, surgidas a raíz del Vaticano II. No se trata de una definición
dogmática en sentido estricto, sino de una explicación auténtica del sentido de
la fe, propuesta por el mismo papa. Para ello repite sustancialmente la fórmula
del credo nicenoconstantinopolitano, introduciendo precisiones debidas a las
circunstancias de la época y a las exigencias de la verdad divina (cf p. ej. 9,
10, 11, 13), con algunos acentos personales suyos, todo ello orientado al
mantenimiento de la fe tradicional, con sus formulaciones acostumbradas. Al
respecto, cf J. A. DE ALDAMA, La profesión de fe de Pablo VI, EstEcl 43
(1968) 479-505; G. M. GARRONE, La profession de foi de Paul VI.
tntroduction, París 1969; C. Pozo, El
credo del pueblo de Dios, Católica,
Madrid 19682.
Santiago del
Cura Elena
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