El Nuevo Testamento subraya la necesidad de confesar la fe (1Jn 2,23; ITim
6,16). El que reniegue de la fe corre el riesgo de que también Cristo reniegue
de él delante del Padre (Mt 10,32). En los primeros siglos la confesión y el
martirio iban juntos, y hay indicaciones de que a los mártires se les llamaba
también «confesores». Entre el siglo III y el edicto de >Constantino la
terminología se hace más clara: los mártires eran los que morían por la fe; los
confesores los que sufrían por ella pero no llegaban a morir, distinción que
recoge Eusebio. Cuando llegó la paz a la Iglesia, los confesores fueron los que
se distinguieron por su virtud y ascetismo.
En la >Tradición apostólica
(9/10,1-2) se habla de dos tipos de confesores: los que han sufrido
seriamente por la fe y aquellos cuyo castigo ha sido ligero o privado. El obispo
no tiene que imponer las manos sobre los primeros «para el diaconado o el
presbiterado» (non imponetur manus super eum ad diaconatum vel presbyteratum;
>Imposición de manos). Muchos estudiosos católicos, y algunos protestantes,
tienen dificultades en aceptar este texto. La solución de B. Botte se impone
como la más verosímil: parece imposible que el autor del texto pretenda decir
que la profesión pública de la fe conlleva la recepción del Espíritu para el
ministerio. Parece más probable que se quiera decir que los confesores que han
profesado la fe públicamente tienen la dignidad del sacerdocio o del
diaconado y, por consiguiente, no necesitan la imposición de manos. En cambio,
los confesores menores necesitan la imposición de las manos para alcanzar la
dignidad de las órdenes. El problema es el control u ordenamiento de los
confesores, que, en caso de ser demasiado numerosos, podrían provocar confusión,
no sólo presentando su libellus (memorial), sino también obteniendo
puestos de honor.
La costumbre de los confesores de presentar este
libellus dio lugar a abusos. Originariamente fue un documento de un mártir o
de un confesor otorgado en favor de alguien que había renegado de la fe y quizá
estaba haciendo penitencia pública. Esto parece haber provocado dificultades en
Cartago, y >Cipriano se quejaba de la laxitud a que inducía la concesión
excesivamente liberal del libellus pacis.
Puede también haber sido motivo de
problemas el apremio de los confesores a la hora de pedir la reconciliación de
quien había caído en falta (>Reconciliación). Como los confesores pensaban que
sus propios sufrimientos estaban delante de Dios a disposición del que había
caído, el libellus
puede considerarse como una forma primitiva de las
>indulgencias.
Después de la época de los mártires, los Padres no dudaron en considerar la vida
ascética en términos de martirio; así por ejemplo Atanasio al hablar de Antonio.
Del mismo modo que los mártires rechazaban el mundo prefiriendo la muerte, así
también los confesores, especialmente a través del ascetismo, eran considerados
muertos para el mundo. En Occidente los primeros confesores en ser venerados
fueron obispos: Silvestre en Roma (+ 335), Martín en la Galia
(+ 397), Severo en Nápoles (+ 409ca.), >Agustín (+
430). En Oriente los primeros confesores fueron: Antonio (+ 373), Hilarión (+
371), Atanasio (+ 373). Más tarde el término se usó en general para los santos;
el rey Eduardo de Inglaterra (1003-1066), por ejemplo, fue declarado confesor
por Alejandro III en 1161.
En la revisión de la liturgia posterior al Vaticano
II ha dejado de usarse la categoría de confesor en los oficios comunes; se ha
sustituido por el común de pastores, el de santos varones y el de santas
mujeres.
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