"Mientras sonaban los instrumentos musicales, ella
en su corazón a su único Señor
cantaba"
Es obra de un desconocido que tradujo del griego al latín el martirologio de Siriaco, y combinó con este texto las depositio romanas, o sea, las inhumaciones de los mártires, y el calendario de África. Este Martirologio jerominiano incluye la conmemoración de las dedicaciones de las iglesias, los traslados de las reliquias, los benefactores de las iglesias, etc. Que, al igual que los escetas prestigiosos, empezaron a ser venerados.
En 1884 el Martyrologium Hieronymianum fue editado por el arqueólogo italiano que lo descubrió, Giovanni Batista de Rossi (1822-1894), descubridor de las Catacumbas de San Calixto en la Vía Apia de Roma. En este Martirologio aparecía ya Santa Cecilia, cuyo sepulcro fue localizado por De Rossi en las catacumbas mencionadas, adjunto a la capilla de la cripta de los Papas. Entre los frescos posteriores que adornan la pared del sepulcro, aparece dos veces la figura de una mujer ricamente vestida. Una de las veces junto al Papa Urbano II, quien falleció el 222, y quien según las Actas de Santa Cecilia había tenido una estrecha relación con la santa. También en dichas catacumbas están enterrados los Papas Ponciano (230-235) y Antero (235-236), así como el propio Urbano I.
Venancio Fortunato, Obispo de Poitiers (Francia), fallecido el año 600, en si libro Miscellanea escribió que entre el año 176 y el 180, en la época del emperador romano Marco Aurelio, había muerto una tal Cecilia. También el historiador Ado sitúa el momento del fallecimiento de Cecilia en el 177, y De Rossi apoyó la declaración de Venancio Fortunato como la más segura históricamente.
Durante más de mil años Santa Cecilia ha sido una de las mártires de la primitiva iglesia más veneradas por los cristianos, tanto en la Iglesia Católica como en la Ortodoxa. Se dice que Cecilia era una doncella muy modesta y virtuosa, que demostraba un gran amor a Dios. Solía llevar un vestido de tela áspera bajo la túnica propia de su dignidad, ayunaba varios días por semana y había consagrado a Dios su virginidad. Pero su padre, quien veía las cosas de modo muy distinto a ella, la casó con un joven patricio llamado Valeriano.
Según las Actas de Santa Cecilia, el día de la celebración del matrimonio, en tanto que los músicos tocaban y los invitados se divertían, Cecilia se sentó en un rincón a cantarle a Dios en su corazón y a pedirle su ayuda. Cuando los jóvenes esposos se retiraron a sus habitaciones, Cecilia, armada de todo su valor, dijo dulcemente a su esposo: "Tengo que comunicarte un secreto. Has de saber que un ángel del Señor vela por mí. Si me tocas como si fuera yo tu esposa, el ángel se enfurecerá y tú sufrirás las consecuencias. En cambio, si me respetas, el ángel te amará como me ama a mí". Valeriano replicó: "Muéstramelo. Si realmente es un ángel de Dios, haré lo que me pides". Cecilia le respondió: "Si crees en el Dios vivo y verdadero, y recibes el agua del bautismo, verás al ángel". Valeriano accedió y fue a buscar al obispo Urbano, quien se hallaba entre los pobres, cerca de la tercera mojonera de la Vía Apia, quien le recibió con gran gozo. Entonces se acercó un anciano con un documento en el que estaban escritas las siguientes palabras: "Un solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todo y en nuestros corazones". Urbano preguntó a Valeriano: "¿Crees esto?" Valeriano le respondió que sí y Urbano le confirió el Bautismo.
Cuando Valeriano regresó a donde estaba Cecilia, vio un ángel de pie junto a ella. El ángel colocó sobre la cabeza de ambos una guirnalda de rosas y lirios. Poco después llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano, y los jóvenes esposos le ofrecieron una corona inmortal si renunciaba a los falsos dioses. Tiburcio se mostró incrédulo al principio y preguntó: "¿Quién ha vuelto de más allá de la tumba a hablarnos de esa otra vida?". Cecilia le habló largamente de Jesús, después de lo cual Tiburcio recibió el bautismo y, al punto, vio muchas maravillas.
Desde entonces los dos hermanos se dedicaron a la práctica de las buenas obras. Posteriormente ambos fueron arrestados por haberse dedicado a sepultar los cuerpos de los mártires, práctica prohibida por aquel entonces. Tracio Almaquio, el Prefecto ante el cual comparecieron, empezó a interrogarles y las respuestas de Tiburcio le parecieron desvaríos de loco. Entonces, volviéndose hacia Valeriano, le dijo a éste que esperaba que respondiera de forma más sensata. Pero Valeriano le respondió que tanto él como su hermano Tiburcio estaban bajo el cuidado del mismo médico, Jesucristo, el Hijo de Dios, quien dictaba sus respuestas. Pero Almaquio le ordenó que cesara de decir disparates y que dijese a la Corte si estaba dispuesto a sacrificar a los dioses a fin de obtener la libertad. Tiburcio y Valeriano replicaron juntos: "No, no sacrificaremos a los dioses sino al único Dios, al que diariamente le ofrecemos sacrificio". El Prefecto les preguntó si su dios se llamaba Júpiter, a lo que Valeriano respondió: "Ciertamente, no. Júpiter era un libertino infame, un criminal y un asesino, según lo confiesan vuestros propios escritores".
Valeriano se alegró al ver que el Prefecto les mandaba azotar, y hablaron a los cristianos presentes: "¡Cristianos romanos, no permitáis que nuestros sufrimientos os aparten de la verdad! ¡Permaneced fieles al Dios único y pisotead los ídolos de madera y piedra a los que Almaquio adora!". A pesar de tal elocuencia el Prefecto tenía aún la intención de concederles un tiempo para que reflexionasen, pero uno de sus consejeros le dijo que deberían distribuir las posesiones de los dos hermanos entre los pobres, con lo cual se impediría al Estado que las confiscara. Al aceptar Almaquio la propuesta de su consejero, Valeriano y Tiburcio fueron condenados a muerte.
Un funcionario del Prefecto, de nombre Máximo, fue designado para ejecutar la sentencia. Pero al contemplar la valentía y la fortaleza de ambos hermanos, Máximo se convirtió al cristianismo y sufrió el martirio junto con ellos.
(Actas de Santa Cecilia)
Martyrologium hieronymianum
El Martyrologium Hieronymianum o Martirologio de Jerónimo es un catálogo de mártires y santos de los tiempos antiguos, que apareció en la primera mitad del siglo VI y que fue denominado Martirologio jerominiano. Aunque no tenía fundamento real en la tradición, se le puso este nombre para revestirlo del peso de la autoridad de San Jerónimo.Es obra de un desconocido que tradujo del griego al latín el martirologio de Siriaco, y combinó con este texto las depositio romanas, o sea, las inhumaciones de los mártires, y el calendario de África. Este Martirologio jerominiano incluye la conmemoración de las dedicaciones de las iglesias, los traslados de las reliquias, los benefactores de las iglesias, etc. Que, al igual que los escetas prestigiosos, empezaron a ser venerados.
En 1884 el Martyrologium Hieronymianum fue editado por el arqueólogo italiano que lo descubrió, Giovanni Batista de Rossi (1822-1894), descubridor de las Catacumbas de San Calixto en la Vía Apia de Roma. En este Martirologio aparecía ya Santa Cecilia, cuyo sepulcro fue localizado por De Rossi en las catacumbas mencionadas, adjunto a la capilla de la cripta de los Papas. Entre los frescos posteriores que adornan la pared del sepulcro, aparece dos veces la figura de una mujer ricamente vestida. Una de las veces junto al Papa Urbano II, quien falleció el 222, y quien según las Actas de Santa Cecilia había tenido una estrecha relación con la santa. También en dichas catacumbas están enterrados los Papas Ponciano (230-235) y Antero (235-236), así como el propio Urbano I.
Cecilia de Roma
Cecilia pertenecía a la noble familia romana de los Metelos, convertida al cristianismo, y supuestamente martirizada por su fe alrededor del año 180. En el Martyrologium Hieronymianum aparece la siguiente nota: "En la Vía Apia de la ciudad de Roma nació y murió Santa Cecilia Virgen". Ella murió para nacer a la eternidad un 22 de noviembre, por lo cual la Iglesia celebra su fiesta en dicho día.Venancio Fortunato, Obispo de Poitiers (Francia), fallecido el año 600, en si libro Miscellanea escribió que entre el año 176 y el 180, en la época del emperador romano Marco Aurelio, había muerto una tal Cecilia. También el historiador Ado sitúa el momento del fallecimiento de Cecilia en el 177, y De Rossi apoyó la declaración de Venancio Fortunato como la más segura históricamente.
Durante más de mil años Santa Cecilia ha sido una de las mártires de la primitiva iglesia más veneradas por los cristianos, tanto en la Iglesia Católica como en la Ortodoxa. Se dice que Cecilia era una doncella muy modesta y virtuosa, que demostraba un gran amor a Dios. Solía llevar un vestido de tela áspera bajo la túnica propia de su dignidad, ayunaba varios días por semana y había consagrado a Dios su virginidad. Pero su padre, quien veía las cosas de modo muy distinto a ella, la casó con un joven patricio llamado Valeriano.
Según las Actas de Santa Cecilia, el día de la celebración del matrimonio, en tanto que los músicos tocaban y los invitados se divertían, Cecilia se sentó en un rincón a cantarle a Dios en su corazón y a pedirle su ayuda. Cuando los jóvenes esposos se retiraron a sus habitaciones, Cecilia, armada de todo su valor, dijo dulcemente a su esposo: "Tengo que comunicarte un secreto. Has de saber que un ángel del Señor vela por mí. Si me tocas como si fuera yo tu esposa, el ángel se enfurecerá y tú sufrirás las consecuencias. En cambio, si me respetas, el ángel te amará como me ama a mí". Valeriano replicó: "Muéstramelo. Si realmente es un ángel de Dios, haré lo que me pides". Cecilia le respondió: "Si crees en el Dios vivo y verdadero, y recibes el agua del bautismo, verás al ángel". Valeriano accedió y fue a buscar al obispo Urbano, quien se hallaba entre los pobres, cerca de la tercera mojonera de la Vía Apia, quien le recibió con gran gozo. Entonces se acercó un anciano con un documento en el que estaban escritas las siguientes palabras: "Un solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todo y en nuestros corazones". Urbano preguntó a Valeriano: "¿Crees esto?" Valeriano le respondió que sí y Urbano le confirió el Bautismo.
Cuando Valeriano regresó a donde estaba Cecilia, vio un ángel de pie junto a ella. El ángel colocó sobre la cabeza de ambos una guirnalda de rosas y lirios. Poco después llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano, y los jóvenes esposos le ofrecieron una corona inmortal si renunciaba a los falsos dioses. Tiburcio se mostró incrédulo al principio y preguntó: "¿Quién ha vuelto de más allá de la tumba a hablarnos de esa otra vida?". Cecilia le habló largamente de Jesús, después de lo cual Tiburcio recibió el bautismo y, al punto, vio muchas maravillas.
Desde entonces los dos hermanos se dedicaron a la práctica de las buenas obras. Posteriormente ambos fueron arrestados por haberse dedicado a sepultar los cuerpos de los mártires, práctica prohibida por aquel entonces. Tracio Almaquio, el Prefecto ante el cual comparecieron, empezó a interrogarles y las respuestas de Tiburcio le parecieron desvaríos de loco. Entonces, volviéndose hacia Valeriano, le dijo a éste que esperaba que respondiera de forma más sensata. Pero Valeriano le respondió que tanto él como su hermano Tiburcio estaban bajo el cuidado del mismo médico, Jesucristo, el Hijo de Dios, quien dictaba sus respuestas. Pero Almaquio le ordenó que cesara de decir disparates y que dijese a la Corte si estaba dispuesto a sacrificar a los dioses a fin de obtener la libertad. Tiburcio y Valeriano replicaron juntos: "No, no sacrificaremos a los dioses sino al único Dios, al que diariamente le ofrecemos sacrificio". El Prefecto les preguntó si su dios se llamaba Júpiter, a lo que Valeriano respondió: "Ciertamente, no. Júpiter era un libertino infame, un criminal y un asesino, según lo confiesan vuestros propios escritores".
Valeriano se alegró al ver que el Prefecto les mandaba azotar, y hablaron a los cristianos presentes: "¡Cristianos romanos, no permitáis que nuestros sufrimientos os aparten de la verdad! ¡Permaneced fieles al Dios único y pisotead los ídolos de madera y piedra a los que Almaquio adora!". A pesar de tal elocuencia el Prefecto tenía aún la intención de concederles un tiempo para que reflexionasen, pero uno de sus consejeros le dijo que deberían distribuir las posesiones de los dos hermanos entre los pobres, con lo cual se impediría al Estado que las confiscara. Al aceptar Almaquio la propuesta de su consejero, Valeriano y Tiburcio fueron condenados a muerte.
Un funcionario del Prefecto, de nombre Máximo, fue designado para ejecutar la sentencia. Pero al contemplar la valentía y la fortaleza de ambos hermanos, Máximo se convirtió al cristianismo y sufrió el martirio junto con ellos.
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