martes, 26 de mayo de 2015

ASPECTOS ESPIRITUALES Y RELIGIOSOS DEL DUELO POR LA MUERTE DE UN SER QUERIDO


Víctor M. Pérez Valera, S. J.
(Profesor del Departamento de Derecho, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México)

El sentido de la muerte y del dolor que la acompaña –según Teilhard de Chardin podrían esclarecerse desde una visión espiritual y religiosa del universo. Él afirma que “Semejante a un artista que sabe sacar de los defectos y las impurezas de la piedra que esculpe o del bronce que funde, las líneas más exquisitas, Dios, puesto que nos fiamos amorosamente de Él, sin descartar nuestras muertes parciales, ni la muerte final, que forman esencialmente parte de nuestra vida, las transfigura, integrándolas en un plan mejor... Para los que buscan a Dios –concluye Teilhard– no todo es inmediatamente bueno, pero todo es susceptible de llegar a ser bueno”.

Para articular este ensayo sobre el duelo, después de aclarar los conceptos básicos, nos preguntamos sobre lo que motiva el duelo y sobre el significado del dolor y del llanto. Trataremos en seguida el tópico de religión y duelo, y analizaremos el sentido correcto de la Providencia. Explicaremos luego las actitudes ante el duelo de Jesús de Nazaret, y el sentido de su mensaje de esperanza y resurrección. A modo de conclusión esbozaremos algunas consideraciones prácticas.

Conceptos Básicos


La palabra duelo deriva del latín dolus: dolor y es la respuesta afectiva a la pérdida de alguien o de algo. El luto, en cambio, proviene del latín lugere: llorar y es el duelo por la muerte de una persona amada. El duelo sería el género y el luto la especie.

A. Pangrazzi enumera diez tipos de pérdidas que puede sufrir el ser humano. Entre ellas, la más temida es la muerte de una persona amada, ya que esta pérdida, a diferencia de las otras, suscita sentimientos más profundos y duraderos, porque la pérdida es irreversible1.

Por mucho tiempo se entendió el duelo como el estado social o el conjunto de prácticas rituales en torno a una pérdida, pero recientemente se entiende por duelo el estado psicológico y afectivo que afecta a la persona que ha sufrido una pérdida de alguien. Ha habido un desplazamiento de lo social a lo psicológico, de lo externo a lo interno, de lo ritualmente estereotipado al espontáneo e indescriptible drama interior de la personai. En efecto el duelo como luto es un fenómeno profundamente humano que toca los más hondos sentimientos de la persona.

El duelo por la muerte de un ser querido es algo más que un sentimiento, es la vivencia de la pérdida de algo valioso que se sitúa en el corazón, en el centro espiritual de nuestro ser. El intenso dolor por la pérdida de una persona amada puede, empero, conducir a una nueva forma de vida, a una manera de vivir más clarividenteii, a una catarsis, a una purificación.

Finalmente, entendemos lo espiritual como el ámbito en donde se cuestiona y se buscan respuestas sobre el sentido de la vida, como la dimensión en la que se viven los valores decisivos que influyen en nuestras opciones fundamentales. Conviene distinguir entre la dimensión espiritual y la religiosa. La primera es más amplia y se da incluso en personas que no se adhieren a ninguna denominación religiosa. La dimensión religiosa, en cambio, se refiere al ámbito más restringido de los credos y las convicciones religiosas concretas.iii El progreso que se dé en la asimilación del duelo en el ámbito religioso-espiritual, suele repercutir positivamente en los demás ámbitos, el físico, el psicológico, y el social.

¿Qué motiva el duelo?

El dolor del duelo es producto del amor, de la preocupación. Si alguien pudiera vivir en total aislamiento, en la absoluta indiferencia hacia los demás, en la completa despreocupación, nunca experimentaría ni la tristeza, ni el dolor, ni la congoja por la muerte de un ser querido, sería inmune a las heridas que produce el amor.

Además de este motivo básico exploraremos a continuación algunas actitudes que pueden originar el duelo:

1) El duelo surge porque no aceptamos lo ineludible de la muerte.

Quizá parte de la explicación de lo penoso y agobiante del duelo en la modernidad se deba, como lo que apunta Max Scheler, a que el hombre de nuestros días ya no vive de cara a la muerte, y que se encuentra brutalmente ante ella como ante un muro con el que inesperadamente se tropieza en la oscuridad. En efecto, el tabú de la muerte puede ser la causa de que el duelo sea más agobiante. La muerte reprimida aparece, cuando se presenta, con brutal violencia. Al tabú de la muerte contribuye el vivir en el torbellino de los negocios que conduce, según Séneca, a que ni sepamos vivir ni sepamos morir (Ep. XXVI y LXXIV).

Por consiguiente, una de las primeras tareas del duelo, como lo postula J. W. Wordeniv es la de aceptar la realidad de la pérdida. Se considera un sutil escapismo de esta realidad el procurar por varios mecanismos la “búsqueda” del ser querido. Así, algunos, en este afán acuden a sesiones espiritistas, pero al no encontrar en ellas plena satisfacción terminan por dejarlas. Se ha observado que en ocasiones estas practicas no contribuyeron a la paz interior.

Muy diferente es la actitud del creyente que confiesa que su fe en la otra vida le proporciona paz, sosiego y aceptación serena de la pérdida. Si la persona afirma que lo consuela la idea de que al ser querido “se lo va a encontrar” en la otra vida, esta actitud de fe no podría considerarse de “escapismo”v.

En cambio, no vivir de cara hacia la muerte conduce a la indiferencia o al miedo ante ella. Para los estoicos, empero, la muerte no es despreciada. Séneca de modo especial desarrolla la idea de que una actitud sana ante la muerte conduce a valorar la vida. “Paratus exisse sum et ideo fruar vita”: “estoy preparado para marcharme y por eso disfrutaré de la vida”. (Ep. LXI). “Caram te, vita, beneficio mortis habeo”. “Te quiero entrañablemente, oh vida, por el beneficio de la muerte” (Ad Marciam, XX)vi.

La filosofía existencialista nos habla de la creaturidad del ser humano, de su total contingencia. La reflexión religiosa, a su vez, reitera que la vida es un préstamo, que lo nuestro es el usufructo, cuya duración no está a nuestro arbitrio. Protestar y reclamar no tiene para el filósofo estoico mucho sentido, pues “es de pésimo deudor denostar al acreedor (Ad Marciam, X).

Una justa estimación de lo que es la vida nos conduciría al sereno desprendimiento de ella, y a no apegarnos a lo que tenemos prestado. De ese modo no existiría ni el tedio de la vida, ni el miedo a la muerte: “nec vita taedio erit nec mors timoris” (Séneca, Ep. LXXVIII).

Existe incluso en algunas fábulas una visión naïf de la muerte. Ella se representa como un personaje bondadoso y venerable que lleno de amor apaga con un beso la antorcha de la vida. Lessing nos ofrece un interesante comentario al respecto.

Pero el hecho es que estas explicaciones filosóficas, artísticas y religiosas no hieren nuestra sensibilidad, la cual percibe la muerte no sólo con repulsión, sino como algo terrible, inexorable y cruel.

Ahora bien, es obvio que las concepciones de la vida y de la muerte se reflejan en la manera de vivir el duelo. En ocasiones, ya lo hemos observado, nos atribuimos derechos que no son tales: “Todo es un bien prestado, todo es un regalo, la vida entera es un regalo hasta la muerte”vii.

Sin embargo, la tristeza ante la muerte se da porque la razón acepta que la muerte es ineludible, pero el corazón no acepta que lo sea.

Séneca atisba estas razones cuando en su Consolación a Marcia describe qué es el hombre: “vaso frágil que quiebra una leve sacudida y un roce ligero... cuerpo débil, desnudo, inerme, menesteroso... caedizo, enfermizo, que con el llanto inaugura su vida”. Por consiguiente, la muerte nos es propia, es algo inherente a nuestra existencia. La muerte no es un simple dato, ni un accidente, sino la vivencia de nuestra dirección mortal, como lo postulaba Max Scheler.

Más aún Heidegger nos dirá que la muerte más que un dejar de ser, es un modo de ser que el hombre adopta cuando comienza a ser. De este modo la muerte se presenta como un aspecto “positivo” de la vida, y así la visión existencialista, en este punto, coincidiría en el fondo con la visión religiosa. Mas estas concepciones serias y profundas chocan en la práctica, como lo hemos señalado con nuestra percepción de lo negativo de la muerte, y de ahí el duelo, el dolor y la tristeza.

Lo ineludible de la muerte se canta en un poema de Antonio Machado.

Al borde de la vida un día nos sentamos.
Ya nuestra vida es tiempo y nuestra sola cuita
son las desesperantes posturas que tomamos
para aguardar... mas Ella no faltará a la cita.”


2) Se suele propiciar el duelo cuando cultivamos un complejo de culpa.

Un aspecto del duelo se expresa en el lamento por las carencias de lo que se “podría” haber realizado por la persona amada.

Pablo Neruda escribe a este respecto: “Ahora nos damos cuenta que cargamos con lo que no le dimos, y ya es tarde: nos pesa y no podemos con su peso”viii.

Sin embargo, no debería exacerbarse el sentimiento de culpa. Al repasar nuestras relaciones con una persona difunta siempre puede surgir la posibilidad de otros comportamientos. Pero el escarbar en el pasado el sentimiento de culpa no conduce a nada. Hay que perdonarse y aceptar las propias imperfecciones, y en lugar de ver al pasado, atender al presente y mirar al porvenir.

En ocasiones, como ante el suicidio de un ser querido, los sentimientos de culpa pueden ser más profundos, pero al mismo tiempo puede surgir la actitud de no conceder el perdón al suicida. La fe puede ayudar a dar y a pedir perdón y a no permanecer anquilosados en la culpa y en el rencor. El perdón nos abre al amor.

Cuando durante el duelo surgen sentimientos de culpa, puede parecer frustrante e inútil pedir perdón al difunto, pero debemos ser conscientes de que en el ámbito espiritual se trascienden los límites del tiempo y del espacio.


3) Puede surgir el dolor del duelo porque la muerte de un ser querido nos interpela.

Hay otro aspecto, doloroso y purificador de la muerte del ser querido, que puede pasar inadvertido, y que sin embargo es importante: las consecuencias éticas de la muerte. La muerte del otro interpela nuestra vida, nuestro quehacer, nuestras actitudes. Muy bien lo ha expuesto Tolstoi en La muerte de Ivan Illich “había en esa expresión (de su rostro) un reproche o una advertencia a los vivos.”

Una experiencia contemporánea de la presencia de los muertos y la interpelación de la muerte de un ser querido nos la transmite Christian Gaste, en un reciente artículo de Études. A él se le quedó grabada, cuando tenía 9 años, una frase de su abuelita: “Nuestros muertos no nos dejan en realidad, sino cuando los olvidamos: La muerte golpea, separa, pero no deja lugar para el olvido. Los seres queridos no nos dejan totalmente; su presencia es todavía real, pero de otro orden”ix.

Christian ha sido golpeado en profundidad por varias experiencias de duelo, pero ninguna tan dolorosa como la de un amigo que le arrebató el virus del sida. “Mi reacción fue de rabia, -él escribe- de un coraje que aumentaba por el silencio obligado: no podía compartir con los que me rodeaban esta muerte, porque hubiera tenido que mencionar la enfermedad”. Preguntas decisivas lo atormentaban ¿por qué amar?, ¿por qué sufrir? ¿por qué él? En esta ocasión él escribe “la fe que no me había jamás dejado, pero que yo había puesto bajo el celemín, se ha fortificado, en un deseo más grande de espiritualidad, de búsqueda del amor de Dios, que se transparenta a través de todo lo que hacemos en nuestra vida.”

Él está convencido de que su amigo le dejó esta aspiración de profundizar su fe. Él cree que no hubiera avanzado en su duelo si no hubiera leído los acontecimientos a la luz del amor de Dios. “Existen acontecimientos humanos que no tienen lógica; pero el amor de Dios sobrepasa toda lógica”x.


4) Se da el duelo porque la preocupación o cura es inherente a la vida y a la muerte.

La antigua fábula del latino-español Higinio acerca de la formación del hombre por Cura, modelador del barro, ha adquirido, gracias a la filosofía, una revaloración inusitada. Cura en efecto, significa en latín no sólo cuidado, sino también remedio, diligencia, solicitud, amor y angustia. La preocupación y la angustia según la fábula dominarán al hombre mientras viva, hasta su muerte. Sin embargo, la fábula se queda corta: por el duelo, Cura seguirá reinando sobre la vida del hombre incluso después de su muerte. La muerte provoca desolación, desvelo, inquietud, abandono y angustia. Cuando el hombre ha llegado a su descanso, surge en los seres queridos la desdicha y la angustia.

Cura está siempre presente, en la infancia y primera adolescencia el cuidado está más en los padres. Después llevamos nuestro ser y nuestro quehacer como una carga (als Last). Esta solicitud frecuentemente se convierte, sobre todo ante la muerte, en angustia, que como su nombre lo indica es estrechez de ánimo. Cuando se termina la vida la angustia y la congoja sobrecoge a los seres queridos.

Esta angustia adquiere en la concepción de Kierkegaard una profunda connotación religiosa. Dice el filósofo danés que “la angustia es en unión con la fe algo profundamente educativo porque consume todas las cosas finitas”, y con la ayuda de la fe “educa al hombre a descansar en la Providencia”xi.


Sentido del dolor y del llanto.

Los primeros indicios de la civilización se caracterizan por el especial trato que se da al cadáver, por la celebración de los ritos fúnebres, entre los cuales pronto van a resaltar las practicas religiosas.

Ahora, en cambio, en la sociedad civil el trato que se da a los que acaban de fallecer y a sus deudos se caracteriza por la rapidez, o mejor por el apresuramiento. Ante esta situación los ritos religiosos podrían ofrecer un remanso de paz, unos momentos de reflexión y de recogimiento, un tiempo de reposo en el que el llanto se podría convertir en oración y los lamentos en plegaria.

En la vida, según el Eclesiastés, hay tiempo para todo: hay un tiempo de llorar y hay un tiempo de morir. Estos dos tiempos frecuentemente van unidos, las dos cosas son propias del hombre, y aunque aparentemente negativas, forman parte de su humanización. El llanto suele aparecer ante la pérdida inexorable, ante la debilidad y la impotencia de lo que, a la vez nos destruye y nos sobrepasa.

Es más humano el llanto por la muerte de un ser querido, que la ataraxia estoica, el pathos del abatimiento, que la fría e impasible serenidad ante el dolor de la agonía y de la muerte.

Ante lo más profundo de la finitud sólo queda la fuerza de la solidaridad impotente de las lágrimas. Ellas son oración y súplica, esperanza, bálsamo del dolor y expresión sublime del cariño que dice calladamente más que un adios, un hasta luego.

Ante la muerte, situación dolorosa e irreversible, el hombre tiene como único consuelo el llanto y la lamentación. San Agustín se pregunta: “¿De dónde viene que de la amargura de la vida, se recoja un fruto tan suave como gemir, llorar, lamentarse y quejarse?” Unde igitur suavis fructus de amaritudine vitae carpitur gemere, et flere, et suspirare, et conqueri?  (Confesiones 4, 5).

Mas el dolor y sus manifestaciones tienen para San Agustín un sentido, trascendente. “Y sin embargo, si no lloráramos en tus oídos, no quedaría nada de nuestra esperanza”: “Et tamen nisi ad aures tuas ploraremus, nihil residui de spe” (Conf. 4, 5). En nuestras manifestaciones de dolor queda algo de dulzura dado que esperamos que Dios nos escuche.

González de Cardedal comenta la explicación del llanto de Ana en el libro de Samuel: “estaba desahogando mi alma ante Jahvé”: “El ahogo es falta de vida o falta de aire. Por ello el alivio supremo lo encuentra el hombre cuando recobra el aire y la vida, en unión de aquel, que por ser la Vida le otorga el aliento que le hace vivir: Dios”xii.

Por eso se recurre a Dios, y en el ahogo de la muerte, brota el alivio, en el que se asocia a Dios en el dolor del creyente. El amor hace vulnerable a Dios y ante el dolor y la muerte del hombre se revela la paradoja del omnipotente que es débil en su poder, ante la fragilidad de su criatura.

En contraste con lo anterior, en la filosofía estoica pénthos, el llanto, es una subespecie del dolor, de la cual el sabio debe estar libre, pues se fundamenta en una concepción equivocada del mal, o resulta de un castigo al que no obedece los mandatos divinosxiii.

En cambio, en la bienaventuranza cristiana, penthoûntes: “los que lloran” (Mt 5,4) serán felices, serán consolados. Ese llanto incluiría los sufrimientos de este mundo e incluiría también el llanto del duelo; se promete el consuelo de la esperanza escatológica, y desde luego el duelo no es reprimido como en el estoicismoxiv.

En efecto, pénthos en los LXX suele traducir el ebel hebreo, que frecuentemente significa el luto por la muerte de alguien. En este duelo, según los profetas de Israel, la naturaleza participa del dolor humano pénthos (Os 4,3; Is 16, 8; 24, 4.7; 33, 9; Jer 4. 28; 12, 4; 23, 10; Joel 1,10).


Religión y duelo

Religión y muerte son realidades paradójicas. La religión en su raíz re-ligare se refiere a algo esencial, a aquello que nos liga con Dios y con los demás hombres. La muerte, en cambio, nos presenta fenomenológicamente, lo contrario, la ruptura del vínculo con los demás hombres. Esta es la raíz del dolor, del duelo, de las manifestaciones de luto. El vínculo del hombre con Dios, como veremos al hablar de la providencia, también puede ser cuestionado.

Pangrazzi enumera ocho realidades sociales que pueden ayudar en la superación del duelo. Entre estas destaca a la Iglesia, en cuanto comunidad de creyentes. La celebración de la fe a través de los ritos ayuda a la aceptación del dolor e incluso a su celebración. Así, un duelo que podría ser muy dramático y paralizante se puede transformar en una experiencia de crecimiento espiritualxv.

La muerte, como situación límite, tanto en nosotros, como en nuestros seres queridos, revela el abismo de nuestra debilidad, de nuestra contingencia y de nuestra impotencia, pero también puede revelarnos, en la profundidad de nuestro abandono y de nuestro sufrimiento, la experiencia de Dios. En efecto, así como para el creyente se da la resurrección del difunto, para el doliente debería darse una especie de resurrección espiritual. Surgen nuevos retos y nuevas responsabilidades que evitan el anquilosamiento espiritual, y que en algunos puede llegar hasta el retorno a la fe.

La dinámica comunitaria de la superación del luto se manifiesta en la Iglesia a través de la liturgia, del anuncio de la Buena Nueva y de la diaconía o servicio por amor.

La liturgia mediante signos y símbolos sagrados fomenta la esperanza trascendente. La celebración de la misa exequial y la vigilia de oración dan mayor sentido a la despedida del difunto por la comunidad.

La proclamación de la palabra de Dios ofrece una magnífica oportunidad de reflexión sobre la vida presente y sobre el más allá. El credo cristiano termina con la proclamación de esta fe. Finalmente, la Iglesia asume una actitud activa y dinámica ante el sufrimiento. Ella ofrece pistas para la intelección de este misterio, pero sobretodo la escucha es un instrumento de ayuda muy valioso para superar el luto.


La Providencia Divina y el dolor

El duelo de los padres por la muerte de los hijos suele ser más desgarrador. Un paradigma de este duelo nos lo presenta la Biblia cuando David llora la muerte de su hijo Absalón: “Absalón hijo mío- exclamaba David entre sollozos-hijo mío Absalón: quien me diera haber muerto yo en tu lugar” (2 Sam 19.1). Son igualmente dramáticos los duelos cuando se da una muerte súbita, por accidente, por suicidio, o con violencia. El impacto del dolor, en estas circunstancias suele ser más fuerte, ya que se pueden dar sentimientos de culpa, o se puede considerar la muerte como injusta.

En estas ocasiones entra en crisis nuestra imagen de Dios, y especialmente su providencia, aunque sabemos que Dios no causa las tragedias de la naturaleza, ni es responsable de la irresponsabilidad humana. La fe ayuda a aceptar las fuerzas ciegas de la naturaleza, nuestra condición mortal, y a afrontar y superar las desventuras y las tragedias, la aceptación de nuestro talante mortal y la superación de la ilusión de vivir indefinidamente . Esto nos conduciría a valorar el momento presente, en el sentido positivo del “carpe diem”. La fe también nos puede ayudar a purificar nuestra concepción de Dios y del sentido de la oración. P. Yancey en su libro ¿Dónde está Dios cuando se sufre?, después de narrar varias historias desgarradoras de duelo responde: “Está con nosotros. También Él ha sufrido, sudado y llorado con nosotros(...) Compartió nuestro sufrimiento dando dignidad a todos aquellos que siguen sufriendo a lo largo de los siglos”xvi.

Es importante por consiguiente eliminar las preguntas mal planteadas, ¿por qué ha tenido que sucederme a mí? ¿por qué este castigo? ¿por qué no ha intervenido Dios? ¿por qué Dios me ha mandando esta desgracia? Estas preguntas están mal planteadas porque parten de una concepción falsa de la omnipotencia divina y porque suponen que la providencia puede comprenderse con nuestro entendimiento limitadoxvii.

No hay nada más contrario a la fe en la Providencia que el poema escrito por Víctor Hugo ante la muerte trágica de su hija, sobre todo, por la cruel y olímpica indiferencia que le atribuye a Dios. “Soy consciente de que tenéis muchas otras cosas que hacer que llorarnos a todos, y que un niño que muere, causando la desesperación de su madre, no os importa nada”xviii.

En realidad, no es fácil, hablar sobre el dolor que produce la muerte de un ser querido, por más que el mensaje religioso sea de vida y resurrección, ya que algunos se sumen en el desconsuelo, otros en la amargura y el resentimiento total, otros asumen una actitud de resignación pasiva: “El sabrá por qué lo ha hecho...”, “El lo ha querido así...”; otros finalmente adoptan una actitud de franca rebeldía.

Ante estas actitudes conviene tratar, en diálogo con el doliente, de purificar nuestra concepción de Dios. Se nos llama a una verdadera conversión, cambio de mentalidad. Dios no nos salva con su poder, sino con su amor. Dios no nos salva de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte evitándolo, sino asumiéndolo y superándolo, comprendiendo su sentido.

No se trata de inducir en el creyente una apatía estoica, una actitud de imperturbable ataraxia. El creyente en la Biblia, se rebela contra Dios en muchas oraciones de los salmos, en el desahogo casi blasfemo de Job, y en la angustia y el horror ante la muerte de Jesús de Nazaret. Ante el dolor de la pérdida definitiva, ante la noche oscura de la fe, la angustia y el horror de la muerte sólo pueden ser superados desde la solidaridad con Dios. El abandono en las manos de Dios, que sugería como camino espiritual Pierre de Coussade, no significa un abandono irresponsable, sino una actitud de fidelidad y confianza en el misterio de la vida y en el misterio de Dios.

Si Dios se hizo solidario con el hombre en el sufrimiento y en la muerte, el creyente, a su vez, se hace en las mismas condiciones solidario con Dios. Este parece ser el sentido paulino del con-sufrir y con-morir con Cristo.

En todo caso, como magníficamente lo expresó Paul Claudel, “Dios no vino a suprimir el sufrimiento, y ni siquiera a explicarlo, sino vino a llenarlo de su presencia. No vino a destruir la cruz sino a extenderse en ella”.


El duelo en la vida de Jesús de Nazaret

Jesús de Nazaret no pretendió ofrecer soluciones mágicas al duelo, sino lo vivió de modo profundamente humano, ya que de modo admirable compartió las alegrías y las penas de la vida con sus amigos. En los casos de la revivificación de un muerto, por ejemplo el caso del hijo de la viuda de Naim y el de la hija de Jairo, resplandece la sencillez de la compasión y la desdramatización de la muerte. Mas en el caso de Lázaro, la muerte de un amigo, podemos apreciar con mayor detalle los rasgos humanos y espirituales del duelo. Con las hermanas Marta y María, Jesucristo manifiesta su cariño con gran delicadeza. Confirma a Marta en su fe en la resurrección. Con María la empatía es más profunda: al verla llorar, se conmueve en sus entrañas, procura reprimir el llanto con una sacudida, pero a la postre lo vence el llanto. La expresión de los circunstantes es justa: ¡Miren cuánto lo amaba! Jesucristo mismo sufre el dolor de la ausencia del amigo, y se conmueve ante el dolor de sus hermanas, y su amistad se desborda en la más plena simpatía: responde al llanto con su propio llanto20.

En el episodio de los discípulos de Emaús igualmente podemos apreciar otros aspectos religiosos del duelo y un significativo acompañamiento a éste, desde el ángulo humano y espiritual.

Los dos discípulos se encuentran en una auténtica situación de duelo: el dolor de la perdida del maestro los ha llevado a un gran abatimiento, a un profundo desconcierto y al borde de la incredulidad y la desesperanza. Una sombra de profunda tristeza sube de sus corazones a sus rostros. Sin embargo, en el recorrido del camino de Jerusalem a Emaús experimentaron un cambio radical, de la tristeza a la alegría, de la desesperación a la esperanza.

El primer elemento terapéutico que resplandece en esta elaboración del duelo es la escucha. De la pregunta ¿Por qué están tristes? brotan los motivos de tristeza y desilusión.

Jesucristo tomó la iniciativa, se acercó a ellos y los acompañó en su camino. Aparentemente es un extraño que se acerca a su dolor, en realidad les está muy cercano.

La primera pregunta va a propiciar la oportunidad terapéutica. Parece una pregunta en apariencia neutral, pero que revela un profundo interés: ¿De qué discutían en el camino? La pregunta no es inquisitiva, sino respetuosa. Propicia el que se produzca la escucha de lo que está sucediendo en sus vidas. El hecho es conocido por todos, pero en ellos ha provocado dolor, tristeza, desánimo y desilusión.

El extraño “viajero” no interrumpe el relato, ni banaliza la aflicción, ni cambia de tema, ni da consejos.

En una siguiente etapa el amigable forastero para consolar necesita sacudir, clarificar las cosas para que el que experimenta la amargura del desencuentro salga de cierto tipo de ceguera y de obcecación. Puede ser útil confrontar honradamente las visiones parciales: el sufrimiento y la pasión tienen un significado: intelectual y emocionalmente se debe pasar de la fase de negación a la de aceptación y a la de esperanza. En todo caso el designio de Dios no es el sufrimiento por el sufrimiento, ni la cruz por la cruz, sino la Pascua: “el paso” de la muerte a la vida.

También en el duelo debe propiciarse un paso de la muerte a la vida. Sin embargo la fe de Marta en la Resurrección no le quita su aflicción, ni el Señor le urge a que no se aflija. Él la acompaña en su dolor, su fe puede ser un bálsamo, pero se requiere algún tiempo para que la iluminación de la mente pase al corazón.

El cordial “extranjero” logra que con sus reflexiones, se lleguen a inflamar sus corazones, a iluminar sus mentes.

El desconocido ha creado con sus compañeros de camino fuertes lazos de solidaridad y de comunión, y le suplican, casi lo obligan a quedarse con ellos. Él aceptó, era necesario compartir la mesa y partir juntos el pan. En este gesto cumbre de la presencia en la ausencia es donde buscan los creyentes cristianos no un rito mágico, sino un sacramento de comunión y de participación, de muerte y resurrección.

Los hombres de Emaús han quedado transformados y quieren dar testimonio de su experiencia de sanación y de esperanza, por eso regresan a Jerusalén.

Ante la capacidad de sufrir y morir de Jesucristo la religiosidad popular no duda en considerar el dolor y las lágrimas del Padre. La teología derivada de las categorías griegas concebía un Dios apático, lejano, imperturbable, pero las categorías bíblicas postulan el pathos divino...

También así lo reconoció la antigua tradición cristiana en Orígenes: Jesucristo sufrió la pasión del amor y “el mismo Padre no es impasible... Dios se compadece apiadándose, porque no carece de entrañas”21.

No puede esperarse otra cosa de un Dios que nos ha dado a su Hijo. Más aún, la fe en Dios brota genuinamente del drama de la muerte del Señor. Dios queda afectado no sólo con la muerte de su Hijo, sino también con la muerte del hombre.

Por eso el lamento de Rilke: “¿qué vas a hacer Señor cuando yo muera?”


Esperanza y resurrección

Kant advierte que, para compensar el sufrimiento humano, Dios nos ha dado tres cosas, el sueño, la sonrisa y la esperanza. Obviamente, de las tres la esperanza es el más firme sostén ante las miserias humanas.

El sólido consuelo de la esperanza en la vida futura, cuenta con argumentos válidos en la filosofía, como las reflexiones de Sócrates en el Fedón y las de Séneca en la Consolación a Marcia (XXIV, XXV), además de los razonamientos teológicos que nutren la fe religiosa. Max Scheler en De lo eterno en el hombre considera a la esperanza un “resorte maravilloso” que en momentos de intensa espiritualidad hace que nos sintamos eternos... Pero esta fe también es oscura y está envuelta en cierta niebla.

En el materialismo moderno y el existencialismo ateo, empero, nos encontramos con la nada. El de dónde y el a dónde del ser humano quedan en total oscuridad22.

En cambio, es importante destacar lo que la gran tanatóloga E. Kübler-Ross nos transmite sobre la esperanza en su testamento espiritual: “¡No creáis en la utopía científica de que mediante la técnica y las píldoras se pueden arreglar las cosas! La técnica y las píldoras son inhumanas cuando no se alían con el espíritu del amor. ¡No apostéis por el moderno sacerdocio de psicólogos y psicoterapeutas ni por sus promesas curativas! No están en disposición de cumplirlos. ¡No os dejéis llevar por la ilusión de que los líderes políticos, sectarios, cuando no sagaces, arreglarán vuestros problemas! Os utilizarán únicamente para fines egoístas. Sin embargo ¡no caigáis en la resignación de aceptar que no hay esperanza! La verdadera esperanza supera lo alcanzable y lo inalcanzable de este mundo”23.

Pangrazzi nos transmite unos versos que una joven universitaria escribió a la trágica muerte de su amigo. En ellos se da el paso del silencio a la resurrección:

¿Dónde? Pregunto al viento,
¿Dónde? Pregunto al alba,
a las noches sin luna
y a las más estrelladas.

¡Y nadie me responde!
El silencio me aplasta.
Y pregunto a mi vida
Y un suspiro se escapa.

El poema termina agradeciendo y proclamando la “buena noticia” de la Resurrección.
¡Ya no pregunto al viento,
ya no pregunto al alba,
ni a las noches oscuras,
ni a las de luna clara!

Gracias le doy al Padre
Por darme “su Palabra”,
Y es tan buena noticia
que no puedo callarla24.


Algunas consideraciones prácticas

Para expresar la solidaridad en el luto muchas veces es más elocuente la callada presencia. Recordemos que los amigos de Job, al verlo tan abatido durante siete días no pronunciaron ninguna palabra, más cuando quisieron explicarle su tragedia, sus palabras en lugar de consolarlo le provocaron consternación e indignación.

Esclarecer que todo en la vida son bienes prestados, incluida nuestra propia vida, es una base sólida para comenzar a elaborar el duelo. Tarde o temprano todo lo tenemos que dejar, de todo nos tenemos que desprender. A la postre debemos llorar nuestra pérdidas. “El duelo refleja nuestra riqueza”25.

El que sufre los sentimientos del duelo padece de algún modo la tristeza de la soledad, y del aislamiento. Y aquí surge una necesidad que la antigua catequesis catalogaba como obras de misericordia espirituales. Se impone ante todo la presencia espiritual que según el filósofo existencialista Gabriel Marcel no consiste en estar en frente de, junto a, o al lado de, sino en estar con, o mejor aún en ser con: profunda empatía que se nutre más con el silencio de la escucha, que con la palabra. En todo caso ésta se utiliza para esclarecer, dar confianza y reconfortar.

Para superar el duelo hay que mirar hacia delante. “La mirada hacia atrás” sólo debe servir para aprender de las experiencias, y para curar las heridas y para agradecer los bienes que recibimos en préstamo, por los que alabamos y bendecimos a Dios26.

Expliquemos un poco más lo anterior. Un elemento que no suele faltar en el duelo es la rememoración: al recuerdo del pasado común se une la imposibilidad del futuro común. Ese pasado puede ser una riqueza, un tesoro, y el trabajo del duelo no consistiría en perderlo, por más que en este caso sea más verdadero aquello de que el pasado nos pasa y nos traspasa. Esto constituye en parte la memoria de las generaciones. El sentido religioso de ese vació del porvenir, de alguna manera puede llenarse asumiendo los ideales y mejores proyectos del difunto, esforzándose por vivir en el futuro lo más positivo de su herencia espiritual. Lo que si habría que superar sería el sentimiento de culpa, que se da en el claro-oscuro de toda relación amorosa, de modo consciente o inconsciente. El sentimiento religioso de dar y pedir perdón tan esencial en el moribundo, es también necesario en el trabajo del duelo27.

Este sentimiento religioso es una fuente de profundización espiritual, que en general todo dolor y toda muerte, como situación límite, suelen conllevar: profundizar la existencia y acercarnos a la Trascendencia. Ante estos fenómenos encontramos la precariedad de nuestra existencia, la fragilidad de nuestra contingencia y el llamado a una vida más auténtica.

Para ayudar a las personas en duelo se señalan técnicas y habilidades terapéuticas, pero se olvida frecuentemente algo esencial: la aceptación e integración de la propia fragilidad y vulnerabilidad. Jung lo señalaba cuando escribía: “Sólo el doctor herido, sea médico o sacerdote, puede curar”. Esta admonición vale tanto para los profesionales de la salud, como para los que se dedican a la asistencia pastoral.

La imagen del curador herido la encontramos en el mito y en las religiones. Esculapio fue herido, antes de nacer. Su madre Coronis, en castigo por su infidelidad a Apolo, es herida en el vientre por una flecha de Atenas. Condenada a morir en la hoguera, da a luz a su hijo y éste es encargado al cuidado del centauro Quirón, que tenía una llaga incurable infligida por Hércules. El curador herido enseña a Esculapio el arte de curar: de la oscuridad del sufrimiento brota la luz de la curación.

En el judaísmo, el tercer Isaías presenta el siervo sufriente de Jahvé: “a causa de sus llagas hemos sido curados... por las fatigas de su alma verán la luz... (Is 53, 4-5, 11). En el cristianismo Jesucristo en la cruz trae la salvación: “el grano de trigo que cae al surco y muere para producir nueva vida” (Jn 12,24). El curador herido no establece una relación de poder, sino de comprensión, participación y compasión, que brotan de su fragilidad. Está motivado por un interés auténtico y no por motivaciones superficiales, y él a su vez es curado y ayudado por aquel que ayuda. Es la fragilidad de la belleza y la belleza de la fragilidad28.

En suma, para Elisabeth Lukas el período de duelo es comparable al esfuerzo que el gusano de seda realiza para liberarse del capullo y convertirse en mariposa. Unos científicos queriendo ayudar a las crisálidas en su enorme esfuerzo por romper el capullo con sus débiles alas, abrieron desde el exterior los capullos. El resultado fue nefasto; las mariposas comenzaron a hormiguear, pues fueron incapaces de volar y alcanzar el néctar de las flores; todas murieron de inanición. “El período de duelo podría ser la metamorfosis, tras la cual consiguen liberarse de la fina cáscara de la angustia utilizando las alas del espíritu”29.
1 Cfr. Pangrazzi Arnoldo, La pérdida de un ser querido. Un viaje dentro de la vida. Ed. San Pablo, Madrid, 1993, 3ª ed. p. 9.
i Mayor ambigüedad existió en el siglo XIX cuando el duelo significaba los “lances de honor” en el que dos personas se batían a muerte.
ii Cfr. Lukas, Elisabeth, En la tristeza pervive el amor. Paidós, Barcelona, Buenos Aires, México, 2002, p.11-13
iii Cfr. Brusco, Angelo, Humanización de la asistencia al enfermo, Sal Terrae, Santander, 1999, p. 73.
iv Cfr. Worden, J. W. El tratamiento del duelo: asesoramiento psicológico y terapia, Paidós, Barcelona 2000 2ª. Ed. p. 27-58
v Cfr. Sánchez Sánchez, Ezequiel- Julio, La relación de ayuda en el duelo, Sal Terrae, Santander, 2001, p.36-38
vi Citado por Lojendio, Ignacio María de, La muerte, G. E. H. A. Sevilla , 1950, p. 59.
vii Lukas, o. c., p. 16.
viii Cfr. Alarcón Martínez, Francisco José, Consecuencias éticas de la muerte, en Proyección, XLVIII, no. 203. octubre-diciembre 2001, p. 307-328.
ix Gaste, Christian, Pourquoi lui? en Études 395, november 2001, o. c. p. 483.
x O.p.c., p. 482-483.
xi Citado por Lojendio, Ignacio María, La muerte, o. c., p. 58.
xii González de Cardedal, Olegario, Sobre la muerte, Ed. Sígueme, Salamanca, 2002, p. 30.
xiii Bultmann, R., Pénthos, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VI, 41.
xiv Bultmann, R., o. c., p. 43.
xv Cfr. Pangrazzi, o. c., p.37.
xvi P. Yancey, Where is God when it hurts, Zondervan, Michigan, 1977, p. 182. citado por Pangrazzi o.c., p. 57.
xvii Cfr. Lukas, o. c., p. 32.
xviii Nicolas, J. M. Creer en la Providencia, Ed. Palabra, Madrid, 1998, p. 87.
20 Cfr. Sánchez Sánchez, Ezequiel-Julio o. c., p.93.
21 Orígenes. Hom VI, in Ez Patrología Griega, 13, 714-715, citado por González de Cardedal, Olegario, o. c., p.35.
22 Cfr. Lojendio, o. c., p. 73.
23 Lukas, o. c., p. 86-87.
24 Sánchez Sánchez, Ezequiel-Julio, o. c., p. 85s.
25 Lukas, o.c.,p.17.
26 Cfr. Lukas, o. c., p. 24-26.
27 Cfr. Hanus Michel, Expérience cruciale, en Études, 395, november 2001, p. 477.
28 Cfr. Brusco, Angelo, Humanización de la asistencia al enfermo, Sal Terrae, Santander, 1999, p. 57-65.
29 Lukas, o. c., p. 43.

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