Víctor M. Pérez Valera, S. J.
(Profesor del Departamento de
Derecho, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México)
Para articular este
ensayo sobre el duelo, después de aclarar los conceptos básicos,
nos preguntamos sobre lo que motiva el duelo y sobre el significado
del dolor y del llanto. Trataremos en seguida el tópico de religión
y duelo, y analizaremos el sentido correcto de la Providencia.
Explicaremos luego las actitudes ante el duelo de Jesús de Nazaret,
y el sentido de su mensaje de esperanza y resurrección. A modo de
conclusión esbozaremos algunas consideraciones prácticas.
Conceptos Básicos
La palabra duelo deriva
del latín dolus: dolor y es la respuesta afectiva a la
pérdida de alguien o de algo. El luto, en cambio, proviene del latín
lugere: llorar y es el duelo por la muerte de una persona
amada. El duelo sería el género y el luto la especie.
A. Pangrazzi enumera
diez tipos de pérdidas que puede sufrir el ser humano. Entre ellas,
la más temida es la muerte de una persona amada, ya que esta
pérdida, a diferencia de las otras, suscita sentimientos más
profundos y duraderos, porque la pérdida es irreversible1.
Por mucho tiempo se
entendió el duelo como el estado social o el conjunto de prácticas
rituales en torno a una pérdida, pero recientemente se entiende por
duelo el estado psicológico y afectivo que afecta a la persona que
ha sufrido una pérdida de alguien. Ha habido un desplazamiento de lo
social a lo psicológico, de lo externo a lo interno, de lo
ritualmente estereotipado al espontáneo e indescriptible drama
interior de la personai.
En efecto el duelo como luto es un fenómeno profundamente humano
que toca los más hondos sentimientos de la persona.
El duelo por la muerte
de un ser querido es algo más que un sentimiento, es la vivencia de
la pérdida de algo valioso que se sitúa en el corazón, en el
centro espiritual de nuestro ser. El intenso dolor por la pérdida de
una persona amada puede, empero, conducir a una nueva forma de vida,
a una manera de vivir más clarividenteii,
a una catarsis, a una purificación.
Finalmente, entendemos
lo espiritual como el ámbito en donde se cuestiona y se buscan
respuestas sobre el sentido de la vida, como la dimensión en la que
se viven los valores decisivos que influyen en nuestras opciones
fundamentales. Conviene distinguir entre la dimensión espiritual y
la religiosa. La primera es más amplia y se da incluso en personas
que no se adhieren a ninguna denominación religiosa. La dimensión
religiosa, en cambio, se refiere al ámbito más restringido de los
credos y las convicciones religiosas concretas.iii
El progreso que se dé en la asimilación del duelo en el ámbito
religioso-espiritual, suele repercutir positivamente en los demás
ámbitos, el físico, el psicológico, y el social.
¿Qué motiva el duelo?
El dolor del duelo es
producto del amor, de la preocupación. Si alguien pudiera vivir en
total aislamiento, en la absoluta indiferencia hacia los demás, en
la completa despreocupación, nunca experimentaría ni la tristeza,
ni el dolor, ni la congoja por la muerte de un ser querido, sería
inmune a las heridas que produce el amor.
Además de este motivo
básico exploraremos a continuación algunas actitudes que pueden
originar el duelo:
1) El duelo surge porque no
aceptamos lo ineludible de la muerte.
Quizá parte de la explicación de lo
penoso y agobiante del duelo en la modernidad se deba, como lo que
apunta Max Scheler, a que el hombre de nuestros días ya no vive de
cara a la muerte, y que se encuentra brutalmente ante ella como ante
un muro con el que inesperadamente se tropieza en la oscuridad. En
efecto, el tabú de la muerte puede ser la causa de que el duelo sea
más agobiante. La muerte reprimida aparece, cuando se presenta, con
brutal violencia. Al tabú de la muerte contribuye el vivir en el
torbellino de los negocios que conduce, según Séneca, a que ni
sepamos vivir ni sepamos morir (Ep. XXVI y LXXIV).
Por consiguiente, una de las primeras
tareas del duelo, como lo postula J. W. Wordeniv
es la de aceptar la realidad de la pérdida. Se considera un sutil
escapismo de esta realidad el procurar por varios mecanismos la
“búsqueda” del ser querido. Así, algunos, en este afán acuden
a sesiones espiritistas, pero al no encontrar en ellas plena
satisfacción terminan por dejarlas. Se ha observado que en ocasiones
estas practicas no contribuyeron a la paz interior.
Muy diferente es la actitud del
creyente que confiesa que su fe en la otra vida le proporciona paz,
sosiego y aceptación serena de la pérdida. Si la persona afirma que
lo consuela la idea de que al ser querido “se lo va a encontrar”
en la otra vida, esta actitud de fe no podría considerarse de
“escapismo”v.
En cambio, no vivir de cara hacia la
muerte conduce a la indiferencia o al miedo ante ella. Para los
estoicos, empero, la muerte no es despreciada. Séneca de modo
especial desarrolla la idea de que una actitud sana ante la muerte
conduce a valorar la vida. “Paratus exisse sum et ideo fruar vita”:
“estoy preparado para marcharme y por eso disfrutaré de la vida”.
(Ep. LXI). “Caram te, vita, beneficio mortis habeo”. “Te quiero
entrañablemente, oh vida, por el beneficio de la muerte” (Ad
Marciam, XX)vi.
La filosofía existencialista nos
habla de la creaturidad del ser humano, de su total contingencia. La
reflexión religiosa, a su vez, reitera que la vida es un préstamo,
que lo nuestro es el usufructo, cuya duración no está a nuestro
arbitrio. Protestar y reclamar no tiene para el filósofo estoico
mucho sentido, pues “es de pésimo deudor denostar al acreedor (Ad
Marciam, X).
Una justa estimación de lo que es la
vida nos conduciría al sereno desprendimiento de ella, y a no
apegarnos a lo que tenemos prestado. De ese modo no existiría ni el
tedio de la vida, ni el miedo a la muerte: “nec vita taedio erit
nec mors timoris” (Séneca, Ep. LXXVIII).
Existe incluso en algunas fábulas
una visión naïf de la muerte. Ella se representa como un personaje
bondadoso y venerable que lleno de amor apaga con un beso la antorcha
de la vida. Lessing nos ofrece un interesante comentario al respecto.
Pero el hecho es que estas
explicaciones filosóficas, artísticas y religiosas no hieren
nuestra sensibilidad, la cual percibe la muerte no sólo con
repulsión, sino como algo terrible, inexorable y cruel.
Ahora bien, es obvio que las
concepciones de la vida y de la muerte se reflejan en la manera de
vivir el duelo. En ocasiones, ya lo hemos observado, nos atribuimos
derechos que no son tales: “Todo es un bien prestado, todo es un
regalo, la vida entera es un regalo hasta la muerte”vii.
Sin embargo, la tristeza ante la
muerte se da porque la razón acepta que la muerte es ineludible,
pero el corazón no acepta que lo sea.
Séneca atisba estas razones cuando
en su Consolación a Marcia describe qué es el hombre: “vaso
frágil que quiebra una leve sacudida y un roce ligero... cuerpo
débil, desnudo, inerme, menesteroso... caedizo, enfermizo, que con
el llanto inaugura su vida”. Por consiguiente, la muerte nos es
propia, es algo inherente a nuestra existencia. La muerte no es un
simple dato, ni un accidente, sino la vivencia de nuestra dirección
mortal, como lo postulaba Max Scheler.
Más aún Heidegger nos dirá que la
muerte más que un dejar de ser, es un modo de ser que el hombre
adopta cuando comienza a ser. De este modo la muerte se presenta como
un aspecto “positivo” de la vida, y así la visión
existencialista, en este punto, coincidiría en el fondo con la
visión religiosa. Mas estas concepciones serias y profundas chocan
en la práctica, como lo hemos señalado con nuestra percepción de
lo negativo de la muerte, y de ahí el duelo, el dolor y la tristeza.
Lo ineludible de la muerte se canta
en un poema de Antonio Machado.
“Al borde de la vida un día
nos sentamos.
Ya nuestra vida es tiempo y nuestra
sola cuita
son las desesperantes posturas que
tomamos
para aguardar... mas Ella no
faltará a la cita.”
2) Se suele propiciar el duelo
cuando cultivamos un complejo de culpa.
Un aspecto del duelo se expresa en el
lamento por las carencias de lo que se “podría” haber realizado
por la persona amada.
Pablo Neruda escribe a este respecto:
“Ahora nos damos cuenta que cargamos con lo que no le dimos, y ya
es tarde: nos pesa y no podemos con su peso”viii.
Sin embargo, no debería exacerbarse
el sentimiento de culpa. Al repasar nuestras relaciones con una
persona difunta siempre puede surgir la posibilidad de otros
comportamientos. Pero el escarbar en el pasado el sentimiento de
culpa no conduce a nada. Hay que perdonarse y aceptar las propias
imperfecciones, y en lugar de ver al pasado, atender al presente y
mirar al porvenir.
En ocasiones, como ante el suicidio
de un ser querido, los sentimientos de culpa pueden ser más
profundos, pero al mismo tiempo puede surgir la actitud de no
conceder el perdón al suicida. La fe puede ayudar a dar y a pedir
perdón y a no permanecer anquilosados en la culpa y en el rencor. El
perdón nos abre al amor.
Cuando durante el duelo surgen
sentimientos de culpa, puede parecer frustrante e inútil pedir
perdón al difunto, pero debemos ser conscientes de que en el ámbito
espiritual se trascienden los límites del tiempo y del espacio.
3) Puede surgir el dolor del duelo
porque la muerte de un ser querido nos interpela.
Hay otro aspecto, doloroso y
purificador de la muerte del ser querido, que puede pasar
inadvertido, y que sin embargo es importante: las consecuencias
éticas de la muerte. La muerte del otro interpela nuestra vida,
nuestro quehacer, nuestras actitudes. Muy bien lo ha expuesto Tolstoi
en La muerte de Ivan Illich “había en esa expresión (de su
rostro) un reproche o una advertencia a los vivos.”
Una experiencia contemporánea de la
presencia de los muertos y la interpelación de la muerte de un ser
querido nos la transmite Christian Gaste, en un reciente artículo de
Études. A él se le quedó grabada, cuando
tenía 9 años, una frase de su abuelita: “Nuestros muertos no nos
dejan en realidad, sino cuando los olvidamos: La muerte golpea,
separa, pero no deja lugar para el olvido. Los seres queridos no nos
dejan totalmente; su presencia es todavía real, pero de otro
orden”ix.
Christian ha sido golpeado en
profundidad por varias experiencias de duelo, pero ninguna tan
dolorosa como la de un amigo que le arrebató el virus del sida. “Mi
reacción fue de rabia, -él escribe- de un coraje que aumentaba por
el silencio obligado: no podía compartir con los que me rodeaban
esta muerte, porque hubiera tenido que mencionar la enfermedad”.
Preguntas decisivas lo atormentaban ¿por qué amar?, ¿por qué
sufrir? ¿por qué él? En esta ocasión él escribe “la fe que no
me había jamás dejado, pero que yo había puesto bajo el celemín,
se ha fortificado, en un deseo más grande de espiritualidad, de
búsqueda del amor de Dios, que se transparenta a través de todo lo
que hacemos en nuestra vida.”
Él está convencido de que su amigo
le dejó esta aspiración de profundizar su fe. Él cree que no
hubiera avanzado en su duelo si no hubiera leído los acontecimientos
a la luz del amor de Dios. “Existen acontecimientos humanos que no
tienen lógica; pero el amor de Dios sobrepasa toda lógica”x.
4) Se da el duelo porque la
preocupación o cura es inherente a la vida y a la muerte.
La antigua fábula del latino-español
Higinio acerca de la formación del hombre por Cura, modelador del
barro, ha adquirido, gracias a la filosofía, una revaloración
inusitada. Cura en efecto, significa en latín no sólo cuidado, sino
también remedio, diligencia, solicitud, amor y angustia. La
preocupación y la angustia según la fábula dominarán al hombre
mientras viva, hasta su muerte. Sin embargo, la fábula se queda
corta: por el duelo, Cura seguirá reinando sobre la vida del hombre
incluso después de su muerte. La muerte provoca desolación,
desvelo, inquietud, abandono y angustia. Cuando el hombre ha llegado
a su descanso, surge en los seres queridos la desdicha y la angustia.
Cura está siempre presente, en la
infancia y primera adolescencia el cuidado está más en los padres.
Después llevamos nuestro ser y nuestro quehacer como una carga (als
Last). Esta solicitud frecuentemente se convierte, sobre todo ante la
muerte, en angustia, que como su nombre lo indica es estrechez de
ánimo. Cuando se termina la vida la angustia y la congoja sobrecoge
a los seres queridos.
Esta angustia adquiere en la
concepción de Kierkegaard una profunda connotación religiosa. Dice
el filósofo danés que “la angustia es en unión con la fe algo
profundamente educativo porque consume todas las cosas finitas”, y
con la ayuda de la fe “educa al hombre a descansar en la
Providencia”xi.
Sentido del dolor y del llanto.
Los primeros indicios de la
civilización se caracterizan por el especial trato que se da al
cadáver, por la celebración de los ritos fúnebres, entre los
cuales pronto van a resaltar las practicas religiosas.
Ahora, en cambio, en la sociedad
civil el trato que se da a los que acaban de fallecer y a sus deudos
se caracteriza por la rapidez, o mejor por el apresuramiento. Ante
esta situación los ritos religiosos podrían ofrecer un remanso de
paz, unos momentos de reflexión y de recogimiento, un tiempo de
reposo en el que el llanto se podría convertir en oración y los
lamentos en plegaria.
En la vida, según el Eclesiastés,
hay tiempo para todo: hay un tiempo de llorar y hay un tiempo de
morir. Estos dos tiempos frecuentemente van unidos, las dos cosas son
propias del hombre, y aunque aparentemente negativas, forman parte de
su humanización. El llanto suele aparecer ante la pérdida
inexorable, ante la debilidad y la impotencia de lo que, a la vez nos
destruye y nos sobrepasa.
Es más humano el llanto por la
muerte de un ser querido, que la ataraxia estoica, el pathos del
abatimiento, que la fría e impasible serenidad ante el dolor de la
agonía y de la muerte.
Ante lo más profundo de la finitud
sólo queda la fuerza de la solidaridad impotente de las lágrimas.
Ellas son oración y súplica, esperanza, bálsamo del dolor y
expresión sublime del cariño que dice calladamente más que un
adios, un hasta luego.
Ante la muerte, situación dolorosa e
irreversible, el hombre tiene como único consuelo el llanto y la
lamentación. San Agustín se pregunta: “¿De dónde viene que de
la amargura de la vida, se recoja un fruto tan suave como gemir,
llorar, lamentarse y quejarse?” Unde igitur
suavis fructus de amaritudine vitae carpitur gemere, et flere, et
suspirare, et conqueri? (Confesiones 4, 5).
Mas el dolor y sus manifestaciones
tienen para San Agustín un sentido, trascendente. “Y sin embargo,
si no lloráramos en tus oídos, no quedaría nada de nuestra
esperanza”: “Et tamen nisi ad aures tuas ploraremus, nihil
residui de spe” (Conf. 4, 5). En nuestras manifestaciones de dolor
queda algo de dulzura dado que esperamos que Dios nos escuche.
González de Cardedal comenta la
explicación del llanto de Ana en el libro de Samuel: “estaba
desahogando mi alma ante Jahvé”: “El ahogo es falta de vida o
falta de aire. Por ello el alivio supremo lo encuentra el hombre
cuando recobra el aire y la vida, en unión de aquel, que por ser la
Vida le otorga el aliento que le hace vivir: Dios”xii.
Por eso se recurre a Dios, y en el
ahogo de la muerte, brota el alivio, en el que se asocia a Dios en el
dolor del creyente. El amor hace vulnerable a Dios y ante el dolor y
la muerte del hombre se revela la paradoja del omnipotente que es
débil en su poder, ante la fragilidad de su criatura.
En contraste con lo anterior, en la
filosofía estoica pénthos,
el llanto, es una subespecie del dolor, de la cual el sabio debe
estar libre, pues se fundamenta en una concepción equivocada del
mal, o resulta de un castigo al que no obedece los mandatos
divinosxiii.
En cambio, en la bienaventuranza
cristiana, penthoûntes:
“los que lloran” (Mt 5,4) serán felices, serán consolados. Ese
llanto incluiría los sufrimientos de este mundo e incluiría también
el llanto del duelo; se promete el consuelo de la esperanza
escatológica, y desde luego el duelo no es reprimido como en el
estoicismoxiv.
En efecto, pénthos en los LXX
suele traducir el ebel hebreo, que frecuentemente significa el
luto por la muerte de alguien. En este duelo, según los profetas de
Israel, la naturaleza participa del dolor humano pénthos (Os
4,3; Is 16, 8; 24, 4.7; 33, 9; Jer 4. 28; 12, 4; 23, 10; Joel 1,10).
Religión y duelo
Religión y muerte son realidades
paradójicas. La religión en su raíz re-ligare se refiere a algo
esencial, a aquello que nos liga con Dios y con los demás hombres.
La muerte, en cambio, nos presenta fenomenológicamente, lo
contrario, la ruptura del vínculo con los demás hombres. Esta es la
raíz del dolor, del duelo, de las manifestaciones de luto. El
vínculo del hombre con Dios, como veremos al hablar de la
providencia, también puede ser cuestionado.
Pangrazzi enumera ocho realidades
sociales que pueden ayudar en la superación del duelo. Entre estas
destaca a la Iglesia, en cuanto comunidad de creyentes. La
celebración de la fe a través de los ritos ayuda a la aceptación
del dolor e incluso a su celebración. Así, un duelo que podría ser
muy dramático y paralizante se puede transformar en una experiencia
de crecimiento espiritualxv.
La muerte, como situación límite,
tanto en nosotros, como en nuestros seres queridos, revela el abismo
de nuestra debilidad, de nuestra contingencia y de nuestra
impotencia, pero también puede revelarnos, en la profundidad de
nuestro abandono y de nuestro sufrimiento, la experiencia de Dios. En
efecto, así como para el creyente se da la resurrección del
difunto, para el doliente debería darse una especie de resurrección
espiritual. Surgen nuevos retos y nuevas responsabilidades que evitan
el anquilosamiento espiritual, y que en algunos puede llegar hasta el
retorno a la fe.
La dinámica comunitaria de la
superación del luto se manifiesta en la Iglesia a través de la
liturgia, del anuncio de la Buena Nueva y de la diaconía o servicio
por amor.
La liturgia mediante signos y
símbolos sagrados fomenta la esperanza trascendente. La celebración
de la misa exequial y la vigilia de oración dan mayor sentido a la
despedida del difunto por la comunidad.
La proclamación de la palabra de
Dios ofrece una magnífica oportunidad de reflexión sobre la vida
presente y sobre el más allá. El credo cristiano termina con la
proclamación de esta fe. Finalmente, la Iglesia asume una actitud
activa y dinámica ante el sufrimiento. Ella ofrece pistas para la
intelección de este misterio, pero sobretodo la escucha es un
instrumento de ayuda muy valioso para superar el luto.
La Providencia Divina y el dolor
El duelo de los padres por la muerte
de los hijos suele ser más desgarrador. Un paradigma de este duelo
nos lo presenta la Biblia cuando David llora la muerte de su hijo
Absalón: “Absalón hijo mío- exclamaba David entre sollozos-hijo
mío Absalón: quien me diera haber muerto yo en tu lugar” (2 Sam
19.1). Son igualmente dramáticos los duelos cuando se da una muerte
súbita, por accidente, por suicidio, o con violencia. El impacto del
dolor, en estas circunstancias suele ser más fuerte, ya que se
pueden dar sentimientos de culpa, o se puede considerar la muerte
como injusta.
En estas ocasiones entra en crisis
nuestra imagen de Dios, y especialmente su providencia, aunque
sabemos que Dios no causa las tragedias de la naturaleza, ni es
responsable de la irresponsabilidad humana. La fe ayuda a aceptar las
fuerzas ciegas de la naturaleza, nuestra condición mortal, y a
afrontar y superar las desventuras y las tragedias, la aceptación de
nuestro talante mortal y la superación de la ilusión de vivir
indefinidamente . Esto nos conduciría a valorar el momento presente,
en el sentido positivo del “carpe diem”. La fe también nos puede
ayudar a purificar nuestra concepción de Dios y del sentido de la
oración. P. Yancey en su libro ¿Dónde está
Dios cuando se sufre?, después de narrar
varias historias desgarradoras de duelo responde: “Está con
nosotros. También Él ha sufrido, sudado y llorado con nosotros(...)
Compartió nuestro sufrimiento dando dignidad a todos aquellos que
siguen sufriendo a lo largo de los siglos”xvi.
Es importante por consiguiente
eliminar las preguntas mal planteadas, ¿por qué ha tenido que
sucederme a mí? ¿por qué este castigo? ¿por qué no ha
intervenido Dios? ¿por qué Dios me ha mandando esta desgracia?
Estas preguntas están mal planteadas porque parten de una concepción
falsa de la omnipotencia divina y porque suponen que la providencia
puede comprenderse con nuestro entendimiento limitadoxvii.
No hay nada más contrario a la fe en
la Providencia que el poema escrito por Víctor Hugo ante la muerte
trágica de su hija, sobre todo, por la cruel y olímpica
indiferencia que le atribuye a Dios. “Soy consciente de que tenéis
muchas otras cosas que hacer que llorarnos a todos, y que un niño
que muere, causando la desesperación de su madre, no os importa
nada”xviii.
En realidad, no es fácil, hablar
sobre el dolor que produce la muerte de un ser querido, por más que
el mensaje religioso sea de vida y resurrección, ya que algunos se
sumen en el desconsuelo, otros en la amargura y el resentimiento
total, otros asumen una actitud de resignación pasiva: “El sabrá
por qué lo ha hecho...”, “El lo ha querido así...”; otros
finalmente adoptan una actitud de franca rebeldía.
Ante estas actitudes conviene tratar,
en diálogo con el doliente, de purificar nuestra concepción de
Dios. Se nos llama a una verdadera conversión, cambio de mentalidad.
Dios no nos salva con su poder, sino con su amor. Dios no nos salva
de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte evitándolo, sino
asumiéndolo y superándolo, comprendiendo su sentido.
No se trata de inducir en el creyente
una apatía estoica, una actitud de imperturbable ataraxia. El
creyente en la Biblia, se rebela contra Dios en muchas oraciones de
los salmos, en el desahogo casi blasfemo de Job, y en la angustia y
el horror ante la muerte de Jesús de Nazaret. Ante el dolor de la
pérdida definitiva, ante la noche oscura de la fe, la angustia y el
horror de la muerte sólo pueden ser superados desde la solidaridad
con Dios. El abandono en las manos de Dios, que sugería como camino
espiritual Pierre de Coussade, no significa un abandono
irresponsable, sino una actitud de fidelidad y confianza en el
misterio de la vida y en el misterio de Dios.
Si Dios se hizo solidario con el
hombre en el sufrimiento y en la muerte, el creyente, a su vez, se
hace en las mismas condiciones solidario con Dios. Este parece ser el
sentido paulino del con-sufrir y con-morir con Cristo.
En todo caso, como magníficamente lo
expresó Paul Claudel, “Dios no vino a suprimir el sufrimiento, y
ni siquiera a explicarlo, sino vino a llenarlo de su presencia. No
vino a destruir la cruz sino a extenderse en ella”.
El duelo en la vida de Jesús de
Nazaret
Jesús de Nazaret no pretendió
ofrecer soluciones mágicas al duelo, sino lo vivió de modo
profundamente humano, ya que de modo admirable compartió las
alegrías y las penas de la vida con sus amigos. En los casos de la
revivificación de un muerto, por ejemplo el caso del hijo de la
viuda de Naim y el de la hija de Jairo, resplandece la sencillez de
la compasión y la desdramatización de la muerte. Mas en el caso de
Lázaro, la muerte de un amigo, podemos apreciar con mayor detalle
los rasgos humanos y espirituales del duelo. Con las hermanas Marta y
María, Jesucristo manifiesta su cariño con gran delicadeza.
Confirma a Marta en su fe en la resurrección. Con María la empatía
es más profunda: al verla llorar, se conmueve en sus entrañas,
procura reprimir el llanto con una sacudida, pero a la postre lo
vence el llanto. La expresión de los circunstantes es justa: ¡Miren
cuánto lo amaba! Jesucristo mismo sufre el dolor de la ausencia del
amigo, y se conmueve ante el dolor de sus hermanas, y su amistad se
desborda en la más plena simpatía: responde al llanto con su propio
llanto20.
En el episodio de los discípulos de
Emaús igualmente podemos apreciar otros aspectos religiosos del
duelo y un significativo acompañamiento a éste, desde el ángulo
humano y espiritual.
Los dos discípulos se encuentran en
una auténtica situación de duelo: el dolor de la perdida del
maestro los ha llevado a un gran abatimiento, a un profundo
desconcierto y al borde de la incredulidad y la desesperanza. Una
sombra de profunda tristeza sube de sus corazones a sus rostros. Sin
embargo, en el recorrido del camino de Jerusalem a Emaús
experimentaron un cambio radical, de la tristeza a la alegría, de la
desesperación a la esperanza.
El primer elemento terapéutico que
resplandece en esta elaboración del duelo es la escucha. De
la pregunta ¿Por qué están tristes? brotan los motivos de tristeza
y desilusión.
Jesucristo tomó la iniciativa, se
acercó a ellos y los acompañó en su camino. Aparentemente es un
extraño que se acerca a su dolor, en realidad les está muy cercano.
La primera pregunta va a propiciar la
oportunidad terapéutica. Parece una pregunta en apariencia neutral,
pero que revela un profundo interés: ¿De qué discutían en el
camino? La pregunta no es inquisitiva, sino respetuosa. Propicia el
que se produzca la escucha de lo que está sucediendo en sus vidas.
El hecho es conocido por todos, pero en ellos ha provocado dolor,
tristeza, desánimo y desilusión.
El extraño “viajero” no
interrumpe el relato, ni banaliza la aflicción, ni cambia de tema,
ni da consejos.
En una siguiente etapa el amigable
forastero para consolar necesita sacudir, clarificar las cosas para
que el que experimenta la amargura del desencuentro salga de cierto
tipo de ceguera y de obcecación. Puede ser útil confrontar
honradamente las visiones parciales: el sufrimiento y la pasión
tienen un significado: intelectual y emocionalmente se debe pasar de
la fase de negación a la de aceptación y a la de esperanza. En todo
caso el designio de Dios no es el sufrimiento por el sufrimiento, ni
la cruz por la cruz, sino la Pascua: “el paso” de la muerte a la
vida.
También en el duelo debe propiciarse
un paso de la muerte a la vida. Sin embargo la fe de Marta en la
Resurrección no le quita su aflicción, ni el Señor le urge a que
no se aflija. Él la acompaña en su dolor, su fe puede ser un
bálsamo, pero se requiere algún tiempo para que la iluminación de
la mente pase al corazón.
El cordial “extranjero” logra que
con sus reflexiones, se lleguen a inflamar sus corazones, a iluminar
sus mentes.
El desconocido ha creado con sus
compañeros de camino fuertes lazos de solidaridad y de comunión, y
le suplican, casi lo obligan a quedarse con ellos. Él aceptó, era
necesario compartir la mesa y partir juntos el pan. En este gesto
cumbre de la presencia en la ausencia es donde buscan los creyentes
cristianos no un rito mágico, sino un sacramento de comunión y de
participación, de muerte y resurrección.
Los hombres de Emaús han quedado
transformados y quieren dar testimonio de su experiencia de sanación
y de esperanza, por eso regresan a Jerusalén.
Ante la capacidad de sufrir y morir
de Jesucristo la religiosidad popular no duda en considerar el dolor
y las lágrimas del Padre. La teología derivada de las categorías
griegas concebía un Dios apático, lejano, imperturbable, pero las
categorías bíblicas postulan el pathos divino...
También así lo reconoció la
antigua tradición cristiana en Orígenes: Jesucristo sufrió la
pasión del amor y “el mismo Padre no es impasible... Dios se
compadece apiadándose, porque no carece de entrañas”21.
No puede esperarse otra cosa de un
Dios que nos ha dado a su Hijo. Más aún, la fe en Dios brota
genuinamente del drama de la muerte del Señor. Dios queda afectado
no sólo con la muerte de su Hijo, sino también con la muerte del
hombre.
Por eso el lamento de Rilke: “¿qué
vas a hacer Señor cuando yo muera?”
Esperanza y resurrección
Kant advierte que, para compensar el
sufrimiento humano, Dios nos ha dado tres cosas, el sueño, la
sonrisa y la esperanza. Obviamente, de las tres la esperanza es el
más firme sostén ante las miserias humanas.
El sólido consuelo de la esperanza
en la vida futura, cuenta con argumentos válidos en la filosofía,
como las reflexiones de Sócrates en el Fedón y las de Séneca en la
Consolación a Marcia (XXIV, XXV), además de los
razonamientos teológicos que nutren la fe religiosa. Max Scheler en
De lo eterno en el hombre considera a la esperanza un “resorte
maravilloso” que en momentos de intensa espiritualidad hace que nos
sintamos eternos... Pero esta fe también es oscura y está envuelta
en cierta niebla.
En el materialismo moderno y el
existencialismo ateo, empero, nos encontramos con la nada. El de
dónde y el a dónde del ser humano quedan en total oscuridad22.
En cambio, es importante destacar lo
que la gran tanatóloga E. Kübler-Ross nos transmite sobre la
esperanza en su testamento espiritual: “¡No creáis en la utopía
científica de que mediante la técnica y las píldoras se pueden
arreglar las cosas! La técnica y las píldoras son inhumanas cuando
no se alían con el espíritu del amor. ¡No apostéis por el moderno
sacerdocio de psicólogos y psicoterapeutas ni por sus promesas
curativas! No están en disposición de cumplirlos. ¡No os dejéis
llevar por la ilusión de que los líderes políticos, sectarios,
cuando no sagaces, arreglarán vuestros problemas! Os utilizarán
únicamente para fines egoístas. Sin embargo ¡no caigáis en la
resignación de aceptar que no hay esperanza! La verdadera esperanza
supera lo alcanzable y lo inalcanzable de este mundo”23.
Pangrazzi nos transmite unos versos
que una joven universitaria escribió a la trágica muerte de su
amigo. En ellos se da el paso del silencio a la resurrección:
¿Dónde? Pregunto al viento,
¿Dónde? Pregunto al alba,
a las noches sin luna
y a las
más estrelladas.
¡Y nadie
me responde!
El
silencio me aplasta.
Y
pregunto a mi vida
Y un
suspiro se escapa.
El poema termina agradeciendo y
proclamando la “buena noticia” de la Resurrección.
¡Ya no pregunto al viento,
ya no pregunto al alba,
ni a las noches oscuras,
ni a las de luna clara!
Gracias le doy al Padre
Por darme “su Palabra”,
Y es tan buena noticia
Algunas consideraciones prácticas
Para expresar la solidaridad en el
luto muchas veces es más elocuente la callada presencia. Recordemos
que los amigos de Job, al verlo tan abatido durante siete días no
pronunciaron ninguna palabra, más cuando quisieron explicarle su
tragedia, sus palabras en lugar de consolarlo le provocaron
consternación e indignación.
Esclarecer que todo en la vida son
bienes prestados, incluida nuestra propia vida, es una base sólida
para comenzar a elaborar el duelo. Tarde o temprano todo lo tenemos
que dejar, de todo nos tenemos que desprender. A la postre debemos
llorar nuestra pérdidas. “El duelo refleja nuestra riqueza”25.
El que sufre los sentimientos del
duelo padece de algún modo la tristeza de la soledad, y del
aislamiento. Y aquí surge una necesidad que la antigua catequesis
catalogaba como obras de misericordia espirituales. Se impone ante
todo la presencia espiritual que según el filósofo existencialista
Gabriel Marcel no consiste en estar en frente de, junto a, o al lado
de, sino en estar con, o mejor aún en ser con:
profunda empatía que se nutre más con el silencio de la escucha,
que con la palabra. En todo caso ésta se utiliza para esclarecer,
dar confianza y reconfortar.
Para superar el duelo hay que mirar
hacia delante. “La mirada hacia atrás” sólo debe servir para
aprender de las experiencias, y para curar las heridas y para
agradecer los bienes que recibimos en préstamo, por los que alabamos
y bendecimos a Dios26.
Expliquemos un poco más lo anterior.
Un elemento que no suele faltar en el duelo es la rememoración: al
recuerdo del pasado común se une la imposibilidad del futuro común.
Ese pasado puede ser una riqueza, un tesoro, y el trabajo del duelo
no consistiría en perderlo, por más que en este caso sea más
verdadero aquello de que el pasado nos pasa y nos traspasa. Esto
constituye en parte la memoria de las generaciones. El sentido
religioso de ese vació del porvenir, de alguna manera puede llenarse
asumiendo los ideales y mejores proyectos del difunto, esforzándose
por vivir en el futuro lo más positivo de su herencia espiritual. Lo
que si habría que superar sería el sentimiento de culpa, que se da
en el claro-oscuro de toda relación amorosa, de modo consciente o
inconsciente. El sentimiento religioso de dar y pedir perdón tan
esencial en el moribundo, es también necesario en el trabajo del
duelo27.
Este sentimiento religioso es una
fuente de profundización espiritual, que en general todo dolor y
toda muerte, como situación límite, suelen conllevar: profundizar
la existencia y acercarnos a la Trascendencia. Ante estos fenómenos
encontramos la precariedad de nuestra existencia, la fragilidad de
nuestra contingencia y el llamado a una vida más auténtica.
Para ayudar a las personas en duelo
se señalan técnicas y habilidades terapéuticas, pero se olvida
frecuentemente algo esencial: la aceptación e integración de la
propia fragilidad y vulnerabilidad. Jung lo señalaba cuando
escribía: “Sólo el doctor herido, sea médico o sacerdote, puede
curar”. Esta admonición vale tanto para los profesionales de la
salud, como para los que se dedican a la asistencia pastoral.
La imagen del curador herido la
encontramos en el mito y en las religiones. Esculapio fue herido,
antes de nacer. Su madre Coronis, en castigo por su infidelidad a
Apolo, es herida en el vientre por una flecha de Atenas. Condenada a
morir en la hoguera, da a luz a su hijo y éste es encargado al
cuidado del centauro Quirón, que tenía una llaga incurable
infligida por Hércules. El curador herido enseña a Esculapio el
arte de curar: de la oscuridad del sufrimiento brota la luz de la
curación.
En el judaísmo, el tercer Isaías
presenta el siervo sufriente de Jahvé: “a causa de sus llagas
hemos sido curados... por las fatigas de su alma verán la luz... (Is
53, 4-5, 11). En el cristianismo Jesucristo en la cruz trae la
salvación: “el grano de trigo que cae al surco y muere para
producir nueva vida” (Jn 12,24). El curador herido no establece una
relación de poder, sino de comprensión, participación y compasión,
que brotan de su fragilidad. Está motivado por un interés auténtico
y no por motivaciones superficiales, y él a su vez es curado y
ayudado por aquel que ayuda. Es la fragilidad de la belleza y la
belleza de la fragilidad28.
En suma, para Elisabeth Lukas el
período de duelo es comparable al esfuerzo que el gusano de seda
realiza para liberarse del capullo y convertirse en mariposa. Unos
científicos queriendo ayudar a las crisálidas en su enorme esfuerzo
por romper el capullo con sus débiles alas, abrieron desde el
exterior los capullos. El resultado fue nefasto; las mariposas
comenzaron a hormiguear, pues fueron incapaces de volar y alcanzar el
néctar de las flores; todas murieron de inanición. “El período
de duelo podría ser la metamorfosis, tras la cual consiguen
liberarse de la fina cáscara de la angustia utilizando las alas del
espíritu”29.
1
Cfr. Pangrazzi Arnoldo, La pérdida de un ser querido. Un viaje
dentro de la vida. Ed. San Pablo, Madrid, 1993, 3ª ed. p. 9.
i
Mayor ambigüedad existió en el siglo XIX cuando el duelo
significaba los “lances de honor” en el que dos personas se
batían a muerte.
ii
Cfr. Lukas, Elisabeth, En la tristeza pervive el amor.
Paidós, Barcelona, Buenos Aires, México, 2002, p.11-13
iii
Cfr. Brusco, Angelo, Humanización de la asistencia al enfermo,
Sal Terrae, Santander, 1999, p. 73.
iv
Cfr. Worden, J. W. El tratamiento del duelo: asesoramiento
psicológico y terapia,
Paidós, Barcelona 2000 2ª. Ed. p. 27-58
v
Cfr. Sánchez Sánchez, Ezequiel- Julio, La relación de ayuda en
el duelo, Sal Terrae, Santander, 2001, p.36-38
vi
Citado por Lojendio, Ignacio María de, La muerte, G. E. H.
A. Sevilla , 1950, p. 59.
vii
Lukas, o. c., p. 16.
viii
Cfr. Alarcón Martínez, Francisco José, Consecuencias éticas
de la muerte, en Proyección, XLVIII, no. 203. octubre-diciembre
2001, p. 307-328.
x
O.p.c., p. 482-483.
xi
Citado por Lojendio, Ignacio María, La muerte, o. c., p. 58.
xii
González de Cardedal, Olegario, Sobre la muerte, Ed.
Sígueme, Salamanca, 2002, p. 30.
xiii
Bultmann, R., Pénthos, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen
Testament, VI, 41.
xiv
Bultmann, R., o. c., p. 43.
xv
Cfr. Pangrazzi, o. c., p.37.
xvi
P. Yancey, Where is God when it hurts,
Zondervan, Michigan, 1977, p. 182.
citado por Pangrazzi o.c., p. 57.
xvii
Cfr. Lukas, o. c., p. 32.
xviii
Nicolas, J. M. Creer en la Providencia, Ed. Palabra, Madrid,
1998, p. 87.
20
Cfr. Sánchez Sánchez, Ezequiel-Julio o. c., p.93.
21
Orígenes. Hom VI, in Ez Patrología Griega, 13, 714-715,
citado por González de Cardedal, Olegario, o. c., p.35.
22
Cfr. Lojendio, o. c., p. 73.
23
Lukas, o. c., p. 86-87.
24
Sánchez Sánchez, Ezequiel-Julio, o. c., p. 85s.
25
Lukas, o.c.,p.17.
28
Cfr. Brusco, Angelo, Humanización de la asistencia al enfermo,
Sal Terrae, Santander, 1999, p. 57-65.
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