Precisamos los
supuestos del tema. Dios no es cosmos: no es el todo que se impone a cada
una de las partes, ni es el juego de las partes que entrechocan, nacen, mueren
en el todo. Dios no es sexo,
no es la unión originaria de los dos
grandes principios de la vida que se expanden y despliegan de manera hierogámica;
no es potencia masculina, ni es hondura femenina, ni la unión engendradora de
ambos sexos. Dios no es eros separado: no es poder de ascenso-anhelo que
nos lleva desde el mundo bajo, oscuro, hacia la luz originaria o amor pleno; no
es lo de arriba como opuesto a nuestro abajo, ni tampoco el movimiento donde
todo se vincula. Dios no es pura compasión, el gesto negativo del que
deja los valores de este mundo mientras busca el verdadero ser en el rechazo de
todos los dolores y deseos.
¿Qué es entonces?
Con palabra de 1 Jn 4, 16 diremos de nuevo que es agape, el amor que se
autoofrece y se regala a manos llenas para dar así la vida. Dios es la
comunión originaria y transcendente que funda los caminos de los hombres y
se asienta en su principio sin principio. Pues bien, por un misterio de apertura
generosa que no podemos ni siquiera barruntar, el mismo Dios ha decidido
expandir su comunión a nuestra historia, a través del nacimiento y de la muerte
de Jesús, el Cristo. Por esodecimos que es regalo de vida y de gracia.
Dando un paso más
podemos afirmar que esa comunión de Dios (misterio trinitario) ha de expresarse
como metafisica del amor donde encontramos estos dos, planos.
a) Por un lado el amor de Dios es fundamento de la historia: es la verdad,
sentido y fuerza de la entrega de Jesús entre los hombres. b) Pero el amor es, a
la vez, la hondura y la verdad eterna del encuentro primigenio que vincula al
Padre con el Hijo en el Espíritu.
Nuestra fe se
asienta en Jesús crucificado, Hijo de Dios, que nos ofrece su vida por la
muerte. Arraigados en Jesús, hemos creído en el Padre que le envía y
resucita y aceptamos la fuerza de su Espíritu. Por eso, la palabra
trinitaria, como fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, resulta inseparable de
la muerte de Jesús y viceversa. Una Trinidad sin el misterio de la cruz
resultaría idolatría; y una cruz sin el transfondo trinitario, sin abrirse al
Padre en el Espíritu, termina destruyéndose en la tierra, convertida simplemente
en muerte de la vida humana.
A partir de aquí
podemos llegar a una visión más honda del misterio. A lo largo de la historia
hallamos varias formas de entender la Trinidad. Unos, sobre todo entre los
viejos Padres griegos,
toman como base el proceso de génesis de la
realidad que se explicita y completa como ousía, dynamis y energueia, es decir,
en tres momentos. Los autores de
occidente se han fijado más en la
experiencia de una mente que, al saberse y al quererse, se disocia y distingue
personalmente, desde dentro. Hegel ha empleado una dialéctica de ideas...
Yo he querido situarme en una línea que está cerca de Ricardo de san Víctor.
Su argumento es
como sigue: Dios es amistad activa, caridad y, por lo tanto, necesita dar y
recibir, hacerse encuentro. No existe amor sin comunión, sin desprenderse de sí
mismo, darse al otro y encontrarse nuevamente a partir de su respuesta. Por eso,
siendo amor originario, el Padre —que es principio divino sin principio— hace
surgir gratuitamente al Hijo, para darle todo su misterio y realizar así el
encuentro. Actuando de esa forma, el Padre aguarda: deja que a su vez el Hijo le
responda. De ese modo surge la amistad en comunión: Hijo y Padre sólo tienen ser
en la medida en que lo entregan y comparten.
A partir de aquí
debemos dar un paso más. Sólo surge comunión definitiva si el amante y el amado
concretizan su amor en un tercero, de tal forma que al mirarse y regalarse el
uno al otro llevan su amor hasta la cumbre. Ese «tercero», como signo de unidad
del Hijo con el Padre, ha recibido en la experiencia de la Iglesia un nombre: es
el Espíritu Santo.
Evidentemente, al
emplear este modelo, Ricardo de san Víctor se ha basado en la familia. Pero en
este mundo, los esposos y los hijos nunca llegan a ser amor eterno, ya perfecto.
En eso se refleja la riqueza y tragedia de su historia. Dios, por el contrario,
concretiza el amor de un modo pleno en el encuentro del Padre con el Hijo, tal
como se expresa y plenifica en el Espíritu.
Éste es el esquema
de Ricardo de san Víctor. a) Dios es creatividad: vida que se expande de
manera gratuita y total, sin recelos ni egoísmos. Así lo descubrimos en todo su
proceso y de un modo especial en su principio, el Padre. b) Dios es amistad:
la fuerza de la vida no se pierde de una forma arbitraria: al contrario, lo
divino se realiza como encuentro entre personas. Sólo quien comprenda y vea
unidos estos dos aspectos puede barruntar lo que supone el ser divino, como vida
en comunión para expandir la vida. c) Ese misterio de unidad de Padre e Hijo ha
de tomarse y entenderse como gracia o como amor hecho persona: es
la santidad del mismo amor, la dualidad de aquel «nosotros» personal y
personalizante del Padre con el Hijo en el Espíritu. Por eso, el Espíritu no es
un simple ámbito divino, un «ello» que no tiene caracteres de persona; el
Espíritu es la misma comunión del encuentro intradivino, la unidad donde,
llevando a plenitud el mío y tuyo, como sujetos contrapuestos, surge el nosotros
personal de la gracia compartida, el Espíritu de culminación de lo divino.
De esta forma se
vinculan y de algún modo se vinculan en clave de amor los dos principios
fundamentales del cristianismo: la Trinidad de Dios y la encarnación-pascua del
Hijo. El mismo amor eterno de Dios (Trinidad inmanente) se despliega y revela en
el amor histórico del Hijo Jesucristo, que muere en favor de los hombres, por
fidelidad al reino (Trinidad económica). En esta perspectiva, desde la
revelación pascual del amor del Hijo debe completarse la visión en principio un
poco inmanentista de la Trinidad que tiene Ricardo de san Víctor. Desligado del
mensaje y de la muerte, de la Pascua y vida de Jesús, el amor trinitario
correría el riesgo de convertirse en una especie de especulación gnóstica.
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