La
enfermedad, con su cortejo de sufrimientos, plantea un problema a los
hombres de todos los tiempos. Su respuesta depende de la idea que se
hagan del mundo en que viven y de las fuerzas que los dominan. En el
antiguo Oriente se miraba a la enfermedad como una plaga causada por
espíritus maléficos o enviada por dioses irritados por alguna falta
cultual. Para obtener la curación se practicaban exorcismos destinados a
expulsar a los demonios y se imploraba el perdón de los dioses con
súplicas y sacrificios; la literatura babilónica conserva formularios de
las dos especies. Así la medicina era ante todo cosa de los sacerdotes;
en parte estaba próxima a la magia. Hará falta el espíritu observador de
los griegos para que se desarrolle en forma autónoma como ciencia
positiva. La revelación bíblica, partiendo de este estado de cosas, deja
a un lado el aspecto científico del problema. Se aplica exclusivamente
al significado religioso de la enfermedad y de la curación en el
designio de la salvación. Tanto más cuanto que a través de la enfermedad
se manifiesta ya el poder de la muerte sobre el hombre (cf. 1Cor
11,28-32); debe tener, pues, un significado semejante.
AT.
LA ENFERMEDAD.
1.
La salud supone cierta plenitud de fuerza vital; la enfermedad se
concibe ante todo como un estado de flaqueza y de debilidad (Sal 38-11).
Más allá de esta comprobación empírica, las observaciones médicas son
muy someras; se limitan a lo que se ve: afecciones de la piel, heridas y
fracturas, fiebre y agitación (así en los salmos de enfermos: Sal 6; 32;
38; 39; 88; 102). La clasificación de las diversas afecciones es vaga
(por ejemplo, en el caso de la lepra). Las causas naturales ni siquiera
se buscan, a excepción de las que son obvias: las heridas, una caída
(2Sa 4,4), la vejez, cuya decadencia describe el Eclesiastés con humor
sombrío (Ecl 12,1-6; cf. Gén 27.1; 1Re 1,1-4; y por contraste Dt 34,7).
En efecto, para el hombre religioso lo esencial reside en otro lugar:
¿qué significa la enfermedad para el que la sufre?
2.
En un mundo, en el que todo depende de la causalidad divina, la
enfermedad no es excepción; es imposible no ver en ella un golpe de Dios
que hiere al hombre (Éx 4,6; Job 16,12ss; 19,21; Sal 93,11s). Igualmente
en dependencia de Dios se puede también reconocer en ella la
intervención de seres superiores al hombre: el ángel exterminador (2Sa
24,15ss; 2Re 19,35; cf. Éx 12,23), las plagas personificadas (Sal 91,
5s), Satán (Job 2,7)... En el judaísmo postexílico la atención se
dirigirá cada vez más a la acción de los demonios, espíritus maléficos,
cuyo influjo en el mundo en que vivimos se echa de ver por la
enfermedad. Pero ¿por qué este influjo demoníaco?, ¿por qué esta
presencia del mal acá abajo, si Dios es el señor absoluto?
3.
Por un movimiento espontáneo, el sentido religioso del hombre establece
un nexo entre la enfermedad y el pecado. La revelación bíblica no lo
contradice; únicamente precisa las condiciones en que debe entenderse
este nexo. Dios creó al hombre para la felicidad (cf. Gén, 2). La
enfermedad, como todos los otros males humanos, es contraria a esta
intención profunda; no entró en el mundo sino como consecuencia del
pecado (cf. Gén 3,16-19). Es uno de los signos de la ira de Dios contra
un mundo pecador (cf. Éx 9,1-12). Comporta especialmente este
significado en el marco de la doctrina de la alianza: es una de las
maldicio nes principales que alcanzarán al pueblo de Dios infiel (Dt
28,21s.27ss.35). La experiencia de la enfermedad debe, pues, tener como
resultado agudizar en el hombre la conciencia del pecado. Que es así se
comprueba efectivamente en los salmos de súplica: la demanda de curación
va siempre acompañada de una confesión de las faltas (Sal 38,2-6;
39,9-12; 107,17). Sin embargo, surge la cuestión de si toda enfermedad
tiene por causa el pecado personal del que es afligido por ella. Aquí no
es tan precisa la doctrina. El recurso al principio de responsabilidad
colectiva proporciona sólo una respuesta insuficiente (cf. Jn 9,2). El
AT sólo entrevé solución en dos direcciones. Cuando la enfermedad aflige
a veces a los justos, tales como Job o Tobit, puede ser una prueba
providencial destinada a mostrar su fidelidad (Tob 12,13). En el caso
del justo doliente por excelencia, el siervo de Yahveh, adquirirá un
valor de expiación por las faltas de los pecadores (Is 53,4s).
II. LA CURACIÓN.
1.
El AT no prohíbe en modo alguno el recurso a las prácticas médicas:
Isaías las emplea para curar a Ezequías (2Re 20,7), y Rafael para curar
a Tobit (Tob 11, 8.11s). Es corriente el uso de ciertos medicamentos
sencillos (cf. Is 1,6; Jer 8,22; Sab 7,20) y el Sirácida hace incluso un
hermoso elogio de la profesión médica (Eclo 38,1-8.12s). Lo que se
proscribe son las prácticas mágicas ligadas con los cultos idolátricos
(2Re 1,1-4), que contaminan con frecuencia la medicina misma (cf. 2Par
16,12).
2.
Pero ante todo es a Dios a quien hay que recurrir, porque él es el señor
de la vida (Eclo 28.9ss.14). Él es el que hiere y el que cura (Dt 32,
39; cf. Os 6,1). Es el médico del hombre, por excelencia (Éx 15,26): así
el ángel enviado para curar a Sara se llama Rafael (= “Dios cura”) (Tob
3,17). Por eso los enfermos se dirigen a sus representantes, sacerdotes
(Lev 13,49ss; 14,2ss; cf. Mt 8,4) y profetas (IRe 14,1-13; 2Re 4,21;
8,7ss). Confesando humildemente sus pecados, imploran la curación como
una gracia. El salterio los muestra exponiendo su miseria, implorando el
socorro de Dios, suplicando a su omnipotencia y a su misericordia (Sal
6; 38; 41; 88; 102...). Por la confianza en él se preparan a recibir el
favor implorado. Éste les llega a veces en forma de un milagro (1Re
17,17-24; 2Re 4,18-37; 5). En todo caso tiene valor de signo: Dios se ha
inclinado hacia la humanidad doliente para aliviar sus males.
3.
En efecto, la enfermedad, aun cuando tenga cierto sentido, no deja de
ser un mal. Por eso las promesas escatológicas de los profetas prevén su
supresión en el mundo nuevo, en el que Dios colocará a los suyos en los
últimos tiempos; nada ya de enfermos (Is 35,5s), nada de sufrimiento ni
de lágrimas (25,8; 65,19)... En un mundo liberado del pecado deben
desaparecer las consecuencias del pecado que pesan solidariamente sobre
nuestra raza. Cuando el justo doliente haya tomado sobre sí nuestras
enfermedades, seremos curados gracias a sus llagas (53,4s).
NT.
I. JESÚS ANTE LA ENFERMEDAD.
1. A
lo largo de todo su ministerio halla Jesús enfermos en su camino. Sin
interpretar la enfermedad en una perspectiva demasiado estrecha de
retribución (cf. Jn 9,2s), ve en ella un mal del que sufren los hombres,
una consecuencia del pecado, un signo del poder de Satán sobre los
hombres (Lc 13,16). Siente piedad para con ellos (Mt 20,34), y esta
piedad inspira su acción. Sin detenerse a distinguir lo que es
enfermedad natural de lo que es posesión demoníaca, “expulsa a los
espíritus y cura a los que están enfermos” (Mt 8, 16 p). Las dos cosas
van de la mano, Manifiestan igualmente su poder (cf. Lc 6,19) y tienen
finalmente el mismo sentido: significan el triunfo de Jesús sobre Satán
y la instauración del reinado de Dios en la tierra conforme a las
Escrituras (cf. Mt 11, 5 p). No ya que la enfermedad deba en adelante
desaparecer del mundo; pero la fuerza divina que finalmente la vencerá
está desde ahora en acción acá abajo. Por eso Jesús, ante todos los
enfermos que le dicen su confianza (Mc 1,40: Mt 8,2-6 p), manifiesta una
sola exigencia: que crean, pues todo es posible a la fe (Mt 9,28; Mc
5,36 p; 9,23). Su fe en él implica la fe en el reino de Dios, y esta fe
es la que los salva (Mt 9,22 p; 15,28; Mc 10,52 p).
2.
Los milagros de curación anticipan, pues, en cierto grado el estado de
perfección que la humanidad hallará finalmente en el Reino de Dios,
conforme a los profetas. Pero comportan también un significado simbólico
relativo al tiempo actual. La enfermedad es un símbolo del estado en que
se halla el hombre pecador: espiritualmente es ciego, sordo,
paralítico... La curación del enfermo es, pues, también un símbolo:
representa la curación espiritual que Jesús viene a operar en los
hombres. Perdona los pecados del paralítico y, para mostrar que tiene
tal poder, le cura (Mc 2,1-12 p). Este alcance de los milagros-signos es
señalado sobre todo en el 4.0 Evangelio: la curación del paralítico de
Bezata significa la obra de vivificación llevada a cabo por Jesús (Jn
5,1-9. 19-26) y la del ciego de nacimiento lo presenta como la luz del
mundo (Jn 9). Los gestos de Jesús para con los enfermos son un preludio
de los sacramentos cristianos. Jesús vino, en efecto, acá abajo, como
médico de los pecadores (Mc 2,17 p), médico que para quitar los achaques
y las enfermedades los toma sobre sí (Mt 8,17 = Is 53,4). Tal será en
efecto el sentido de su pasión: Jesús participará de la condición de la
humanidad doliente para poder finalmente triunfar de sus males.
II. LOS APÓSTOLES Y LA IGLESIA ANTE LA ENFERMEDAD.
1.
El signo del reinado de Dios que constituyen las curaciones milagrosas
no se restringió a la vida terrestre de Jesús. Desde la primera misión
de los apóstoles los había asociado Jesús a su poder de curar las
enfermedades (Mt 10,1 p). En su misión definitiva les promete una
realización continua de este signo para acreditar su anuncio del
evangelio (Mc 16,17s). Así los Hechos notan repetidas veces curaciones
milagrosas (Hech 3,1ss: 8.7; 9,32ss: 14,8ss: 28,8s), que muestran el
poder del nombre de Jesús y la realidad de su resurrección. Asimismo,
entre los carismas menciona Pablo el de curación (1Cor 12,9.28. 30):
este signo permanente continúa acreditando a la Iglesia de Jesús y
mostrando que el Espíritu Santo obra en ella. Sin embargo, la gracia de
Dios viene ordinariamente a los enfermos en una forma menos
espectacular. 1_os “presbíteros” de la Iglesia, reiterando un gesto de
los apóstoles (Mc 6,13), practican sobre los enfermos unciones de aceite
en nombre del Señor, mientras que éstos oran con fe y confiesan sus
pecados; esta oración los salva, pues sus pecados les son perdonados y
ellos pueden esperar la curación, si place a Dios (Sant 5,14ss).
2.
Esta curación no se produce, sin embargo, infaliblemente, como si fuera
el efecto mágico de una oración o de un rito. Mientras dure el mundo
presente, la humanidad deberá sobrellevar las consecuencias del pecado.
Pero Jesús. “tomando sobre sí nuestras enfermedades” en la hora de su
pasión, les dio un significado nuevo: como todo sufrimiento, tienen ya
valor de redención. Pablo, que repetidas veces pasó por esta experiencia
(Gál 4,13; 2Cor 1,8ss; 12,7-10), sabe que unen al hombre con Cristo
paciente: “Llevamos en nuestros cuerpos los sufrimientos de muerte de
Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros
cuerpos” (2Cor 4,10). Al paso que Job no lograba comprender el sentido
de su prueba, el cristiano se regocija de “completar en su carne lo que
falta a las pruebas de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col
1,24). En tanto llega el retorno al paraíso, en el que los hombres serán
curados para siempre por los frutos del árbol de vida (Ap 22,2; cf. Ez
47,12), la enfermedad misma, como el sufrimiento y como la muerte, es
integrada en el orden de la salvación. No ya que sea fácil de
sobrellevar: no deja de ser una prueba, y es caridad ayudar al enfermo a
soportarla visitándolo y aliviándolo. “Soportad las enfermedades de
todos”, aconseja Ignacio de Antioquía. Pero servir a los enfermos es
servir a Jesús mismo en sus miembros dolientes: “Estaba enfermo y me
visitasteis”, dirá el día del juicio (Mt 25,36). El enfermo, en el mundo
cristiano, no es ya un maldito del que todo el mundo se aparta (cf. Sal
38,12; 41,6-10; 88, 9); es la imagen y el signo de Cristo Jesús.
JEAN
GIBLET y PIERRE GRELOT
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