Así fue el inicio de la religión musulmana.
En el año 610, un mercader camellero anunció las revelaciones que había recibido del arcángel Gabriel. Mahoma encendía así la chispa de una carismática y controvertida religión, que se extendió con pasmosa rapidez y hoy profesa casi un tercio de la Humanidad.
Cuenta el tradicionista Al-Bujari (Tradiciones, III, 247) que, cuando murió en 632, el Profeta tenía empeñada su cota de malla a un judío como garantía de treinta medidas de cebada. Esta noticia es un buen indicio de la precariedad y el relativo poder de la nueva estructura política que el Enviado había conseguido establecer en Arabia, mediante la persuasión de la fe, la confederación de tribus o la mera imposición violenta. A su fallecimiento, la frágil unidad estuvo a punto de quebrarse por la disidencia de algunos grupos tribales, que habían asumido la nueva creencia de modo muy superficial y oportunista y que, una vez desaparecido el cabeza de la alianza, consideraban roto el juramento de fidelidad. Estos intentos fueron pronto reprimidos por quienes, en las campañas venideras, se revelarían como excelentes generales: Jaled ibn Yazid, Amr ibn al-As y Abu Ubayd.
El Islam, proclamado religión verdadera e indiscutible de Arabia, actuaría como argamasa y trabazón de los árabes en las prodigiosas conquistas que de inmediato vendrían: en sólo doce años, del 633 al 645, Mesopotamia, Palestina, Siria y Egipto cayeron en manos de los invasores. Entre las causas de un éxito tan sorprendente como inesperado, los musulmanes destacan la fuerza imbatible de enarbolar la única religión digna de fe, aunque visiones menos partidarias consideran el decisivo factor de la imperiosa necesidad de Arabia de proyectar fuera sus excedentes de población (como ya había sucedido en oleadas de siglos anteriores), por la imposibilidad económica de mantenerla. Y, sobre todo, es de señalar la extrema debilidad de los imperios bizantino y sasánida, a quienes se enfrentaron y derrotaron en batallas decisivas como Yarmuk y Qadisiyya respectivamente. La búsqueda -y fácil obtención- de botín (ganima) sirvió de acicate para cohesionar a las tribus y convencerlas de la bondad de una causa que tanta prosperidad traía.
¿Pero de dónde había surgido el islam? Un oscuro camellero de La Meca,Mahoma (Muhammad ibn Abd Allah), había iniciado, tras unas visiones sobrenaturales hacia 610, el áspero camino de proclamarse Enviado de Dios (Allah), negando el carácter sagrado y divino a los ídolos que contenía el santuario de la Kaaba en su misma ciudad, estableciendo un reducido número de seguidores entre sus allegados y recibiendo ?aseguraba? revelaciones del Altísimo a través del arcángel Gabriel.
La tensión con sus paisanos, sobre todo por las implicaciones económicas que arrastraba la negación de los dioses del santuario, acabó forzando al grupo de creyentes (unos doscientos) a emigrar (la Hiyra o Hégira) a Yathrib (Medina) en 622, fecha que se toma como punto de partida para el comienzo del calendario musulmán, en realidad un calendario lunar ya en uso en la Arabia preislámica.
Los fundamentos dogmáticos y doctrinales difieren poco entre las ramas del islam, siendo los chiíes (un siete por ciento del total) quienes presentan una diferencia mayor, en algunos aspectos rituales y en especial en los derechos de su yerno Alí a suceder al Enviado al frente de la comunidad. La base de la creencia es muy elemental y por ello efectiva. En primer término está lasumisión (islam) al mandato de Alá -en realidad, acatamiento al poder islámico constituido- y expresada en "las dos profesiones de fe"o xahadatani ("no hay más dios que Alá y Mahoma es Su Enviado") y en la estricta observancia de algunos preceptos (oración, ayuno, limosna y peregrinación). Todos ellos constituyen los "pilares del islam" (arkan al-islam), aunque se les hayan ido añadiendo desde muy pronto otros, no indispensables pero sí convenientes, como la circuncisión (la vía jurídica hanafí admite la posibilidad de ser musulmán sin estar circuncidado), la llamada Guerra Santa (yihad) o, en líneas generales, la práctica del bien y la corrección del mal, principio genérico que, como puede colegirse, se rige por criterios subjetivos.
Desde el momento en que la comunidad musulmana se refugia en Medina, su jefe comprende la necesidad de diseñar y promulgar un conjunto de normas políticas y de comportamiento que sean el núcleo de un Estado, al tiempo que se expulsa de la ciudad a los reticentes y se termina exterminando a los judíos Banu Qurayza, por su renuencia al vasallaje. Todo el corpus legal y doctrinal que el Corán contiene, con sus oportunas revelaciones según las circunstancias, ha sido clasificado por los estudiosos en tres períodos mequíes y uno mediní. Este último es el más extenso y el que presenta un desarrollo prosístico más claro. Junto con el Corán, los fundamentos jurídicos del islam, invocados en nuestros días y en su conjunto como sharia, se hallan en la Sunnat an-nabi (relatos de la vida del Profeta recogidos en los llamados hadices), que vendría así a completar, o complementar, determinados puntos de las normas legales. Y no siempre para bien: el adulterio, castigado en el Corán (IV-24; XXIV-4 ) con cien latigazos, es contemplado de modo relativamente más benigno que en otros códigos anteriores, que lo sancionaban con la muerte (Antiguo Egipto; Código de Hammurabi, art. 129; Levítico, 20-10; Deuteronomio, 22-22). Aunque la sharia, basándose en las tradiciones orales de Mahoma, lo castiga con la muerte por lapidación, pena aplicable a cualquier relación sexual extramatrimonial.
Coincide el islam con el cristianismo en algunos aspectos cruciales como laadoración a un solo dios (si bien abominan de la Encarnación y la Trinidad) o la vocación de ser religión universal y, por consiguiente, expansiva. Nunca sabremos si Mahoma -ya guía religioso y jefe político y militar-, de haber vivido más tiempo, habría lanzado las incursiones bélicas que tan rentables resultaron, o si se habría conformado con lo ya conseguido. No obstante, lo que sí está a nuestro alcance es comprender que el islam como sociedad, conducta y fenómeno cultural de primer orden -basándose en ese embrión inicial- se desarrolló en los siglos siguientes, generando sus propias pautas y eliminando heterodoxias, hasta llegar a la esclerotización y fosilización del pensamiento (la bida, innovación, está expresamente condenada), que desde la defenestración y persecución de los racionalistas mutazilíes por el califa Al-Mutawakkil (mediados del siglo IX) no hizo sino endurecerse, persiguiendo a filósofos como Averroes y Maimónides (ya en Al-Ándalus) y aplicando con todo rigor las leyes, empezando por el castigo de la apostasía.
De hecho, el islam es un sincretismo que no sólo adoptó y adaptó elementos sueltos, aunque importantes, de otras religiones, sino que debió convivir con ellas, en sus inicios en situación precaria y posteriormente en posición de fuerza, en la medida que la evolución de los acontecimientos militares y políticos iba permitiéndole incrementar sus medios de presión sobre los demás. Obligados a prestarles atención por competir con ellas en el ejercicio del dominio y el poder, desde muy pronto los musulmanes, ya en vida de Mahoma, asimilaron rituales y creencias ajenas, al tiempo que distinguían con una aversión profunda a las otras comunidades religiosas cuya fe simplemente traslucía "ignorancia" (yahiliyya).
Sin embargo, esta actitud hubo de conjugarse con la contradicción de hacer suyas figuras anteriores pertenecientes a otros credos (Adán, Noé, Abraham, Moisés, Jesús) por añadidura a Mahoma, autoproclamado en el Corán "sello de los profetas". El islam no sólo es la mejor religión, sino la única e inmutable (Corán, XXX, 30), por lo cual las otras podrán ser más o menos toleradas en función de circunstancias cambiantes pero nunca aceptadas como una vía para la salvación del ser humano. En la Arabia de Mahoma había tribus judías y cristianas (sobre todo en el norte), pero especialmente existían cultos a ídolos tribales, a fenómenos de la naturaleza (árboles, aguas, rocas...) o a creencias importadas de Persia. Contra todos ellos reacciona Mahoma, si bien asume parcialmente sus formas de culto: de los "asociadores" (idólatras) se queda con el culto al templo de la Kaaba y a la Piedra Negra, así como con la peregrinación, la sacralización de tiempos y espacios o el calendario lunar; de judíos y cristianos hereda el ayuno, la veneración por Jerusalén (que perderá su primacía al producirse el choque con los judíos Banu Qurayza) y la afirmación de los profetas (incluido Jesús como "profeta"), a los cuales unos y otros habrían traicionado falsificando sus escrituras y mensaje, por ejemplo mediante la omisión de la misión profética del mismo Mahoma.
Las relaciones de la comunidad musulmana con las otras confesiones siempre han sido conflictivas, por la naturaleza misma de una religión que se estima universal y por tanto con veleidades de imponerse a cuantos grupos coincidan con ella en el espacio. En esto -como ya apuntábamos- no difiere del cristianismo de otros tiempos, si bien éste nunca se autodefinió como umma duna an-nas (una comunidad aparte de las otras gentes), ni consiguientemente dividió el mundo en algo parecido a "casa del islam" (dar al-islam) y "casa de la guerra" (dar al-harb).
Mucho se ha hablado y escrito sobre la tolerancia del islam de cara a otras creencias en el pasado, pero las situaciones exigen una visión matizada, pues depende de a qué momento hagamos alusión, a qué lugar y, sobre todo, cuál sea el término de comparación. Como bien señala Bernard Lewis, si comparamos con el sistema de castas de la India o con la Alta Edad Media europea algunas etapas breves de la historia del islam, podríamos hallar mayor permisividad muy matizable, por ejemplo por el peso impositivo; pero si contemplamos -como parece razonable- la totalidad global en el tiempo y el espacio, es difícil mantener el optimismo.
No obstante, hay que reconocer que la unificación -o al menos la firme hegemonía- religiosa, impuesta ya en el siglo IX desde el Atlántico al corazón de Asia, había de ser -como de hecho fue- sumamente beneficiosa para la eclosión de la vida urbana, el transporte y el comercio. Surge una pujante civilización con gran profusión de centros de irradiación cultural, bien asimilando técnicas y conocimientos de los países y pueblos conquistados (persas, nabateos, sirios helenísticos, egipcios, bereberes, hispanogodos...), bien desarrollando sus propias fuentes de estudio y experiencia durante los siglos VIII al XI. Se forja un sólido entramado que tiene por piedra angular la religión (estudios coránicos y hadices de Mahoma) y del que derivan los trabajos jurídicos, sosteniéndose éstos sobre las ineludibles investigaciones lingüísticas y lexicográficas que, a su vez, dan paso a una formidable actividad literaria en poesía, literatura miscelánea, brotes de narrativa y excelentes traducciones al árabe del griego, el pahlevi y el copto, entre otras lenguas. Geografía, botánica, zoología, astronomía y medicina florecerán en Rayy, Nisapur, Bujara, Bagdad, Basora, Kufa, El Cairo, Damasco, Alepo, Cairuán o Córdoba.
Pero no nos confundamos: se trata de un movimiento progresivo, un enriquecimiento y ampliación lentos y sostenidos del imaginario y del bagaje general de los musulmanes, de suerte que se yerra gravemente al ver, por ejemplo, a los conquistadores de Hispania en el siglo VIII (tribus árabes o bereberes a medio islamizar y bárbaras hasta el tuétano) como equiparables a los refinados poetas sevillanos del siglo XI o a los constructores de la Alhambra en el XIV. O si perdemos de vista que, en el momento de la invasión musulmana (711), la primera gramática de la lengua árabe todavía estaba en ciernes, pues sus elaboradores, Al-Jalil y Sibawayhi (escuela de Basora), no la alumbrarían hasta casi las postrimerías de la centuria.
Estas mismas transposiciones superficiales, que resultan de aplicar criterios de unas épocas a otras, también son peligrosas cuando introducimos en nuestra contemporaneidad como argumento el carácter benéfico del islam pasado.
Pero hay otros aspectos no menos notables de diferenciación entre el islam y nuestra civilización de base religiosa judeo-cristiana y raíz cultural grecolatina. Nos referimos a dos puntos concretos relacionados con el Corán, obra única, inimitable y eterna, palabra de Alá en sentido estricto y palabra en lengua árabe. Por tanto, huelgan las interpretaciones alegóricas y suavizadas, como se hace con algunos pasajes del Antiguo Testamento científicamente insostenibles; y se rechaza la idea del cambio lingüístico y de la evolución de la lengua árabe. En el cristianismo -quizá por fortuna- no había una lengua sacra atribuida a Dios, sino varias (hebreo, arameo, griego) que fueron vehículo de la Revelación, por añadidura al idioma de la estructura política romana, el latín. Por el contrario, el árabe clásico se beneficia del prestigio adicional de tan alta consideración, aunque eso haya coartado sus cambios. Por otro lado, la legitimidad del Derecho se basa en el establecimiento de un orden social por entero acor-de con la ley de Dios. El concepto romano, en gran medida asumido por el cristianismo, que da legitimi-dad al Estado por sí mismo y por tanto con capacidad para legislar sin hacer constantes apelaciones al mandato divino, no tiene lugar en el derecho islámico, con lo cual pecado y delito se confunden peligrosamente.
Y para aplicar la ley de Alá está el califa, aunque las mismas interpretaciones de este vicario, o sus necesidades políticas coyunturales, hayan dejado siempre espacios abiertos en los que las sociedades islámicas han podido respirar o desarrollar sus aptitudes artísticas o de religiosidad popular, en principio vedadas o ferozmente reprimidas por los sectores más pietistas del islam oficial. Se trata de la música, la danza, la poesía, el teatro (aceptado en tiempos muy tardíos), o cualquier manifestación lúdica. Hasta el funcionamiento y actividades de las cofradías populares y sus cultos a santos locales han debido buscar resquicios que los poderes temporales han agrandado o achicado, según conveniencias y presiones varias.
Los intentos actuales de ciertas organizaciones políticas -violentas o no-ultraislámicas anhelan la resurrección del califato primigenio y la restauración de la -según ellos- perfecta sociedad implantada por Mahoma en los primeros tiempos del islam. Que lo consigan o no es asunto que se sale de estas líneas.
Serafín Fanjul
En el año 610, un mercader camellero anunció las revelaciones que había recibido del arcángel Gabriel. Mahoma encendía así la chispa de una carismática y controvertida religión, que se extendió con pasmosa rapidez y hoy profesa casi un tercio de la Humanidad.
Cuenta el tradicionista Al-Bujari (Tradiciones, III, 247) que, cuando murió en 632, el Profeta tenía empeñada su cota de malla a un judío como garantía de treinta medidas de cebada. Esta noticia es un buen indicio de la precariedad y el relativo poder de la nueva estructura política que el Enviado había conseguido establecer en Arabia, mediante la persuasión de la fe, la confederación de tribus o la mera imposición violenta. A su fallecimiento, la frágil unidad estuvo a punto de quebrarse por la disidencia de algunos grupos tribales, que habían asumido la nueva creencia de modo muy superficial y oportunista y que, una vez desaparecido el cabeza de la alianza, consideraban roto el juramento de fidelidad. Estos intentos fueron pronto reprimidos por quienes, en las campañas venideras, se revelarían como excelentes generales: Jaled ibn Yazid, Amr ibn al-As y Abu Ubayd.
El Islam, proclamado religión verdadera e indiscutible de Arabia, actuaría como argamasa y trabazón de los árabes en las prodigiosas conquistas que de inmediato vendrían: en sólo doce años, del 633 al 645, Mesopotamia, Palestina, Siria y Egipto cayeron en manos de los invasores. Entre las causas de un éxito tan sorprendente como inesperado, los musulmanes destacan la fuerza imbatible de enarbolar la única religión digna de fe, aunque visiones menos partidarias consideran el decisivo factor de la imperiosa necesidad de Arabia de proyectar fuera sus excedentes de población (como ya había sucedido en oleadas de siglos anteriores), por la imposibilidad económica de mantenerla. Y, sobre todo, es de señalar la extrema debilidad de los imperios bizantino y sasánida, a quienes se enfrentaron y derrotaron en batallas decisivas como Yarmuk y Qadisiyya respectivamente. La búsqueda -y fácil obtención- de botín (ganima) sirvió de acicate para cohesionar a las tribus y convencerlas de la bondad de una causa que tanta prosperidad traía.
¿Pero de dónde había surgido el islam? Un oscuro camellero de La Meca,Mahoma (Muhammad ibn Abd Allah), había iniciado, tras unas visiones sobrenaturales hacia 610, el áspero camino de proclamarse Enviado de Dios (Allah), negando el carácter sagrado y divino a los ídolos que contenía el santuario de la Kaaba en su misma ciudad, estableciendo un reducido número de seguidores entre sus allegados y recibiendo ?aseguraba? revelaciones del Altísimo a través del arcángel Gabriel.
La tensión con sus paisanos, sobre todo por las implicaciones económicas que arrastraba la negación de los dioses del santuario, acabó forzando al grupo de creyentes (unos doscientos) a emigrar (la Hiyra o Hégira) a Yathrib (Medina) en 622, fecha que se toma como punto de partida para el comienzo del calendario musulmán, en realidad un calendario lunar ya en uso en la Arabia preislámica.
Los fundamentos dogmáticos y doctrinales difieren poco entre las ramas del islam, siendo los chiíes (un siete por ciento del total) quienes presentan una diferencia mayor, en algunos aspectos rituales y en especial en los derechos de su yerno Alí a suceder al Enviado al frente de la comunidad. La base de la creencia es muy elemental y por ello efectiva. En primer término está lasumisión (islam) al mandato de Alá -en realidad, acatamiento al poder islámico constituido- y expresada en "las dos profesiones de fe"o xahadatani ("no hay más dios que Alá y Mahoma es Su Enviado") y en la estricta observancia de algunos preceptos (oración, ayuno, limosna y peregrinación). Todos ellos constituyen los "pilares del islam" (arkan al-islam), aunque se les hayan ido añadiendo desde muy pronto otros, no indispensables pero sí convenientes, como la circuncisión (la vía jurídica hanafí admite la posibilidad de ser musulmán sin estar circuncidado), la llamada Guerra Santa (yihad) o, en líneas generales, la práctica del bien y la corrección del mal, principio genérico que, como puede colegirse, se rige por criterios subjetivos.
Desde el momento en que la comunidad musulmana se refugia en Medina, su jefe comprende la necesidad de diseñar y promulgar un conjunto de normas políticas y de comportamiento que sean el núcleo de un Estado, al tiempo que se expulsa de la ciudad a los reticentes y se termina exterminando a los judíos Banu Qurayza, por su renuencia al vasallaje. Todo el corpus legal y doctrinal que el Corán contiene, con sus oportunas revelaciones según las circunstancias, ha sido clasificado por los estudiosos en tres períodos mequíes y uno mediní. Este último es el más extenso y el que presenta un desarrollo prosístico más claro. Junto con el Corán, los fundamentos jurídicos del islam, invocados en nuestros días y en su conjunto como sharia, se hallan en la Sunnat an-nabi (relatos de la vida del Profeta recogidos en los llamados hadices), que vendría así a completar, o complementar, determinados puntos de las normas legales. Y no siempre para bien: el adulterio, castigado en el Corán (IV-24; XXIV-4 ) con cien latigazos, es contemplado de modo relativamente más benigno que en otros códigos anteriores, que lo sancionaban con la muerte (Antiguo Egipto; Código de Hammurabi, art. 129; Levítico, 20-10; Deuteronomio, 22-22). Aunque la sharia, basándose en las tradiciones orales de Mahoma, lo castiga con la muerte por lapidación, pena aplicable a cualquier relación sexual extramatrimonial.
Coincide el islam con el cristianismo en algunos aspectos cruciales como laadoración a un solo dios (si bien abominan de la Encarnación y la Trinidad) o la vocación de ser religión universal y, por consiguiente, expansiva. Nunca sabremos si Mahoma -ya guía religioso y jefe político y militar-, de haber vivido más tiempo, habría lanzado las incursiones bélicas que tan rentables resultaron, o si se habría conformado con lo ya conseguido. No obstante, lo que sí está a nuestro alcance es comprender que el islam como sociedad, conducta y fenómeno cultural de primer orden -basándose en ese embrión inicial- se desarrolló en los siglos siguientes, generando sus propias pautas y eliminando heterodoxias, hasta llegar a la esclerotización y fosilización del pensamiento (la bida, innovación, está expresamente condenada), que desde la defenestración y persecución de los racionalistas mutazilíes por el califa Al-Mutawakkil (mediados del siglo IX) no hizo sino endurecerse, persiguiendo a filósofos como Averroes y Maimónides (ya en Al-Ándalus) y aplicando con todo rigor las leyes, empezando por el castigo de la apostasía.
De hecho, el islam es un sincretismo que no sólo adoptó y adaptó elementos sueltos, aunque importantes, de otras religiones, sino que debió convivir con ellas, en sus inicios en situación precaria y posteriormente en posición de fuerza, en la medida que la evolución de los acontecimientos militares y políticos iba permitiéndole incrementar sus medios de presión sobre los demás. Obligados a prestarles atención por competir con ellas en el ejercicio del dominio y el poder, desde muy pronto los musulmanes, ya en vida de Mahoma, asimilaron rituales y creencias ajenas, al tiempo que distinguían con una aversión profunda a las otras comunidades religiosas cuya fe simplemente traslucía "ignorancia" (yahiliyya).
Sin embargo, esta actitud hubo de conjugarse con la contradicción de hacer suyas figuras anteriores pertenecientes a otros credos (Adán, Noé, Abraham, Moisés, Jesús) por añadidura a Mahoma, autoproclamado en el Corán "sello de los profetas". El islam no sólo es la mejor religión, sino la única e inmutable (Corán, XXX, 30), por lo cual las otras podrán ser más o menos toleradas en función de circunstancias cambiantes pero nunca aceptadas como una vía para la salvación del ser humano. En la Arabia de Mahoma había tribus judías y cristianas (sobre todo en el norte), pero especialmente existían cultos a ídolos tribales, a fenómenos de la naturaleza (árboles, aguas, rocas...) o a creencias importadas de Persia. Contra todos ellos reacciona Mahoma, si bien asume parcialmente sus formas de culto: de los "asociadores" (idólatras) se queda con el culto al templo de la Kaaba y a la Piedra Negra, así como con la peregrinación, la sacralización de tiempos y espacios o el calendario lunar; de judíos y cristianos hereda el ayuno, la veneración por Jerusalén (que perderá su primacía al producirse el choque con los judíos Banu Qurayza) y la afirmación de los profetas (incluido Jesús como "profeta"), a los cuales unos y otros habrían traicionado falsificando sus escrituras y mensaje, por ejemplo mediante la omisión de la misión profética del mismo Mahoma.
Las relaciones de la comunidad musulmana con las otras confesiones siempre han sido conflictivas, por la naturaleza misma de una religión que se estima universal y por tanto con veleidades de imponerse a cuantos grupos coincidan con ella en el espacio. En esto -como ya apuntábamos- no difiere del cristianismo de otros tiempos, si bien éste nunca se autodefinió como umma duna an-nas (una comunidad aparte de las otras gentes), ni consiguientemente dividió el mundo en algo parecido a "casa del islam" (dar al-islam) y "casa de la guerra" (dar al-harb).
Mucho se ha hablado y escrito sobre la tolerancia del islam de cara a otras creencias en el pasado, pero las situaciones exigen una visión matizada, pues depende de a qué momento hagamos alusión, a qué lugar y, sobre todo, cuál sea el término de comparación. Como bien señala Bernard Lewis, si comparamos con el sistema de castas de la India o con la Alta Edad Media europea algunas etapas breves de la historia del islam, podríamos hallar mayor permisividad muy matizable, por ejemplo por el peso impositivo; pero si contemplamos -como parece razonable- la totalidad global en el tiempo y el espacio, es difícil mantener el optimismo.
No obstante, hay que reconocer que la unificación -o al menos la firme hegemonía- religiosa, impuesta ya en el siglo IX desde el Atlántico al corazón de Asia, había de ser -como de hecho fue- sumamente beneficiosa para la eclosión de la vida urbana, el transporte y el comercio. Surge una pujante civilización con gran profusión de centros de irradiación cultural, bien asimilando técnicas y conocimientos de los países y pueblos conquistados (persas, nabateos, sirios helenísticos, egipcios, bereberes, hispanogodos...), bien desarrollando sus propias fuentes de estudio y experiencia durante los siglos VIII al XI. Se forja un sólido entramado que tiene por piedra angular la religión (estudios coránicos y hadices de Mahoma) y del que derivan los trabajos jurídicos, sosteniéndose éstos sobre las ineludibles investigaciones lingüísticas y lexicográficas que, a su vez, dan paso a una formidable actividad literaria en poesía, literatura miscelánea, brotes de narrativa y excelentes traducciones al árabe del griego, el pahlevi y el copto, entre otras lenguas. Geografía, botánica, zoología, astronomía y medicina florecerán en Rayy, Nisapur, Bujara, Bagdad, Basora, Kufa, El Cairo, Damasco, Alepo, Cairuán o Córdoba.
Pero no nos confundamos: se trata de un movimiento progresivo, un enriquecimiento y ampliación lentos y sostenidos del imaginario y del bagaje general de los musulmanes, de suerte que se yerra gravemente al ver, por ejemplo, a los conquistadores de Hispania en el siglo VIII (tribus árabes o bereberes a medio islamizar y bárbaras hasta el tuétano) como equiparables a los refinados poetas sevillanos del siglo XI o a los constructores de la Alhambra en el XIV. O si perdemos de vista que, en el momento de la invasión musulmana (711), la primera gramática de la lengua árabe todavía estaba en ciernes, pues sus elaboradores, Al-Jalil y Sibawayhi (escuela de Basora), no la alumbrarían hasta casi las postrimerías de la centuria.
Estas mismas transposiciones superficiales, que resultan de aplicar criterios de unas épocas a otras, también son peligrosas cuando introducimos en nuestra contemporaneidad como argumento el carácter benéfico del islam pasado.
Pero hay otros aspectos no menos notables de diferenciación entre el islam y nuestra civilización de base religiosa judeo-cristiana y raíz cultural grecolatina. Nos referimos a dos puntos concretos relacionados con el Corán, obra única, inimitable y eterna, palabra de Alá en sentido estricto y palabra en lengua árabe. Por tanto, huelgan las interpretaciones alegóricas y suavizadas, como se hace con algunos pasajes del Antiguo Testamento científicamente insostenibles; y se rechaza la idea del cambio lingüístico y de la evolución de la lengua árabe. En el cristianismo -quizá por fortuna- no había una lengua sacra atribuida a Dios, sino varias (hebreo, arameo, griego) que fueron vehículo de la Revelación, por añadidura al idioma de la estructura política romana, el latín. Por el contrario, el árabe clásico se beneficia del prestigio adicional de tan alta consideración, aunque eso haya coartado sus cambios. Por otro lado, la legitimidad del Derecho se basa en el establecimiento de un orden social por entero acor-de con la ley de Dios. El concepto romano, en gran medida asumido por el cristianismo, que da legitimi-dad al Estado por sí mismo y por tanto con capacidad para legislar sin hacer constantes apelaciones al mandato divino, no tiene lugar en el derecho islámico, con lo cual pecado y delito se confunden peligrosamente.
Y para aplicar la ley de Alá está el califa, aunque las mismas interpretaciones de este vicario, o sus necesidades políticas coyunturales, hayan dejado siempre espacios abiertos en los que las sociedades islámicas han podido respirar o desarrollar sus aptitudes artísticas o de religiosidad popular, en principio vedadas o ferozmente reprimidas por los sectores más pietistas del islam oficial. Se trata de la música, la danza, la poesía, el teatro (aceptado en tiempos muy tardíos), o cualquier manifestación lúdica. Hasta el funcionamiento y actividades de las cofradías populares y sus cultos a santos locales han debido buscar resquicios que los poderes temporales han agrandado o achicado, según conveniencias y presiones varias.
Los intentos actuales de ciertas organizaciones políticas -violentas o no-ultraislámicas anhelan la resurrección del califato primigenio y la restauración de la -según ellos- perfecta sociedad implantada por Mahoma en los primeros tiempos del islam. Que lo consigan o no es asunto que se sale de estas líneas.
Serafín Fanjul
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