miércoles, 17 de agosto de 2016

Febronio y José II

La crónica de esos quince años (1758-1773) es una aterradora demostración de lo poco de catolicismo que había sobrevivido realmente en esas monarquías católicas absolutistas que el concilio de Trento había aspirado a reformar y recordarles su deber, pero no se había atrevido. Apenas transcurridos dos siglos, habían obligado a doblar la rodilla al propio papado. Otros triunfos se registraron, no tan brutalmente violentos, pero igualmente significativos, en los estados no borbónicos. Hay que reservar un espacio para hacer mención del movimiento germánico denominado febronianismo y sus repercusiones italianas en el sínodo de Pistoya (1786), y para una descripción sumaria de las reformas del emperador José II (1765-1790).
Febronio era el seudónimo de Juan Nicolás de Hontheim, obispo auxiliar del príncipe obispo de Tréveris. Era un canonista, discípulo del más famoso tal vez de todos los canonistas galicanos, el profesor de Lovaina, Van Espen. En 1763, como contribución al movimiento para reconciliar a protestantes y católicos, publicó una obra titulada La constitución de la Iglesia y la autoridad legal del Romano Pontífice. Aquí, todas las teorías relacionadas con el concilio de Constanza, y refrendadas en los artículos galicanos de 1682, se enunciaron de nuevo, y de un modo más radical aún. La jurisdicción, se declaraba, pertenecía a la Iglesia como un todo y el papa estaba supeditado a la Iglesia. La primacía no iba necesariamente unida a la sede de Roma, y la Iglesia podía, en caso de necesidad, hacer papa a cualquier otro obispo. La primacía papal es en realidad una gestión administrativa, más que una fuente de potestad. De este análisis teórico, Febronio pasó a los hechos, y explicó la contradicción de éstos respecto de su teoría afirmando que durante el último milenio los papas habían usurpado gradualmente muchos de los poderes que propiamente correspondían a los obispos. El papa, declaró también explícitamente, no es infalible. El verdadero primado de la Iglesia es el concilio general, sin el cual el papa no puede promulgar decretos sobre la fe, ni decretos que afecten a la disciplina de la Iglesia universal. Tampoco puede el papa legalmente admitir apelaciones de toda la Iglesia.
La conclusión práctica del libro es que la usurpación debe terminar y debe restablecerse la disciplina primitiva. Para conseguirlo, se invita a los soberanos católicos a rechazar los decretos del papa, y a los obispos a reclamar la ayuda del gobernante civil para que les proteja contra el papa.
El libro fue condenado por Roma al año de su publicación (27 febrero 1764); pero aunque en Alemania se hallaron diez obispos dispuestos a obedecer al papa y suprimir la obra, el año siguiente (1765) vio dos nuevas ediciones y rápidamente fue traducida al alemán, francés, italiano, español y portugués. Entre 1770 y 1774, Febronio publicó tres volúmenes complementarios defendiendo su tesis contra la condenación, en 1777 publicó un compendio manual de la misma obra. Hacia el año 1780 las nuevas ideas estaban bien difundidas por toda la parte de Europa que todavía se llamaba católica.
Pío VI (1775-1799), el sucesor de Clemente xiv, no contento con la condena del libro, conminó a su autor a retractarse de lo que había escrito, y en 1778 Febronio hizo un simulacro de retractación. Pero el mal ya estaba hecho y el libro resultó un instrumento sumamente útil en manos de los canonistas austríacos, dedicados ahora a esclavizar al catolicismo sometiéndolo al estado en los dominios de José II.
El libro proporcionó también una base para una demostración antipapal por parte de los príncipes obispos alemanes. Los electores de Colonia, Maguncia y Tréveris se reunieron en Coblenza en 1769 y públicamente se proclamaron agraviados por las "usurpaciones" de la curia romana en la jurisdicción que a ellos les pertenecía.
A los once años de esta protesta, al pasar el dominio íntegro del imperio a manos de José II, pareció que iba a traducirse en hechos la totalidad del programa febroniano. El nuevo emperador era un liberal, simpatizante con todas las ideas características del siglo xviii, determinado a reformar totalmente su administración, a abolir antiguos servilismos y a construir un estado moderno de ciudadanos ilustrados y libres. La compleja variedad de costumbres, leyes y jurisdicciones sería sustituida por la uniformidad de una eficiente máquina gubernamental, fuertemente centralizada. Los principales agentes de esta política eran el canciller, Von Kaunitz, amigo de Voltaire, y Van Sweten, el ministro de educación (si se nos permite esta denominación anticipada), que era jansenista.
Para José II la Iglesia era primordialmente un departamento de estado cuya misión era fomentar el orden moral. En la vida de la Iglesia el emperador sería la autoridad suprema, y ahora, en sucesivos edictos, se prohibió a los obispos recibir o tomar nota de los decretos pontificios sin el consentimiento del emperador; se les prohibió comunicarse con Roma, e incluso pedir facultades a Roma, lo mismo que publicar cartas pastorales mientras no las aprobase el censor imperial. Los monasterios y conventos inútiles (es decir, los de las órdenes contemplativas) fueron suprimidos. Sumaban éstos 318, entre un total de 915. Las órdenes terceras y congregaciones fueron suprimidas también, y toda la riqueza de la Iglesia se fundió en un solo fondo central, que el estado se encargaría de administrar en provecho de la religión. Las parroquias fueron reorganizadas a base de una iglesia por cada setecientas personas, y se estableció como norma que nadie tenía necesidad de vivir a más de una hora de cualquier iglesia, y que en ese radio no se necesitaba más que una sola iglesia. Las promociones de clérigos se admitirían mediante exámenes ante el estado; y en lugar de los diversos seminarios diocesanos y de las casas de estudio de las órdenes religiosas, el emperador fundó doce nuevos seminarios del estado, y en ellos únicamente recibiría instrucción el clero, regular y secular. Los directores y el cuerpo docente de estos seminarios fueron cuidadosamente seleccionados entre los elementos liberales que integraban el clero, no pocos de ellos francmasones, y con ello se introdujo una corriente de ideología liberal en la vida eclesiástica de Austria que seguiría constituyendo una fuerza hasta muy entrado el siglo xix. "Mi hermano el sacristán", como el rey librepensador de Prusia motejaba al emperador, fue todavía más lejos en los detalles. El número de cirios que debían encenderse en el altar para la misa, las oraciones que debían recitarse, los himnos que debían cantarse..., todo se fijó minuciosamente por decreto imperial. Sólo se celebraría una misa diaria en cada iglesia, y debía celebrarse en el altar mayor : todos los demás altares había que quitarlos. Se permitieron las misas para los funerales, mas no para los aniversarios. El breviario fue sometido a escrupulosa censura, y las fiestas, tales como la de San Gregorio, fueron prohibidas. Los sermones sobre la doctrina cristiana no se permitieron; se prohibió la letanía lauretana y el rosario. La custodia no debía emplearse para exponer el Santísimo.
Pío vi, alarmado por el futuro del catolicismo en Austria, cuyo soberano estaba pensando seriamente en una ruptura formal con Roma y en el establecimiento de una iglesia nacional, dio el paso inusitado de visitar personalmente al emperador para defender la causa de la unidad religiosa. Llegó a Viena en marzo de 1782, y la discusión se prolongó durante un mes. El emperador no quiso revocar lo que ya había decretado, pero hizo al papa la promesa de no injerirse en cuestiones dogmáticas y de no hacer nada que pusiera en duda la primacía de la sede romana.
En España, Cerdeña, Venecia y especialmente en Nápoles, empezaron a copiarse las reformas de José II. El rey de Nápoles rechazó explícitamente la soberanía papal, que databa de siete siglos, y, reivindicando el derecho de abastecer las sedes vacantes independientemente de la aprobación pontificia, dio lugar a que hacia 1790 se hallasen sin obispo más de la mitad de las diócesis del reino.
En Alemania, en 1786, los príncipes obispos se reunieron una vez más, en Ems, para protestar contra las "usurpaciones" romanas. Uno de ellos, el elector arzobispo de Colonia, era hermano de José II, y el manifiesto es prácticamente una exigencia de que la Iglesia en Alemania sea reconocida como independiente de Roma, y una aseveración de que, en la práctica, los obispos no tienen a nadie por encima en la tierra. El motivo de esta rebelión fue el establecimiento de una nunciatura en la corte bávara. Esos príncipes eclesiásticos solían ignorar las obligaciones de su estado, y eran los nuncios pontificios los que tenían que administrar los sacramentos de la confirmación y el orden en sus diócesis. El establecimiento de otra nunciatura, y la llegada a sus territorios de otro prelado de Roma con fines episcopales, fue un agravio para esos nobles mitrados.
Justamente un mes después de la declaración de Ems manifestóse la misma intolerancia respecto de lo sobrenatural, mucho más cerca de Roma, en el sínodo convocado por el obispo de Pistoya, en Toscana. Aquí el soberano, el gran duque Leopoldo, era también hermano de José II ; y el sínodo tenía por finalidad emprender en Toscana un movimiento de "reforma" similar al que prosperaba en Italia y Austria. Los obispos de Toscana, no obstante, negáronse a apoyar a su colega de Pistoya, y, excepto lo que significó como demostración antipapal y como nuevo testimonio de lo exigua que era la fe de los príncipes católicos, el sínodo no tuvo mayor importancia.
No es difícil comprender al historiador francés que ha dejado escrito: "Dios salvó entonces a la Iglesia enviándonos la Revolución francesa para destruir el absolutismo real". Efectivamente, hacia 1790, fuera de los estados de la Iglesia y de los nuevos Estados Unidos de América, no había un solo país en el mundo en que la religión católica gozara de libertad para vivir plenamente su propia vida, y ni un solo país católico en que se le ofreciera otra perspectiva que la de una progresiva esclavitud y un gradual debilitamiento.

Pero, antes de considerar los efectos de la revolución, hemos de decir algo sobre el anverso del sombrío cuadro que presenta el catolicismo en esos ciento cuarenta años (1648-1789), sobre la continua intervención sobrenatural que mantuvo viva la fe, la cual se manifiesta del modo más sorprendente en las vidas de los grandes santos y en el progreso de la devoción. Tres santos especialmente merecen un comentario: Santa Margarita María Alacoque (1647-1690), San Pablo de la Cruz (1694-1775) y San Alfonso M. de Ligorio (1696-1787).

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