A finales del siglo XVIII, un historiador alemán calculó que a lo largo de un milenio habían sido ejecutados en Europa nueve millones de supuestos brujos y brujas. En realidad, el número fue muy inferior: los estudiosos actuales estiman que entre mediados del siglo XV y mediados del siglo XVIII se produjeron entre 40.000 y 60.000 condenas a la pena capital por ese concepto. Aun así, se trata de una cifra muy considerable, a la que cabe añadir aquellos que murieron como consecuencia del trato infligido durante la detención y, asimismo, los muchos que sufrieron linchamiento como sospechosos de brujería, al margen de cualquier proceso formal y que, por tanto, no fueron debidamente registrados. No hay duda de que la brujería fue uno de los fenómenos más dramáticos de la Europa moderna y sus consecuencias fueron terribles: decenas de miles de personas acusadas de connivencia con el diablo, la mayoría humildes mujeres, fueron objeto de terribles oleadas de persecución en las que salió a relucir la radical intolerancia de su época.
Aunque la creencia en la brujería está documentada desde épocas muy remotas de la historia de Europa, fue a partir del siglo XIII cuando la idea se convirtió en una auténtica obsesión y empezaron a desencadenarse persecuciones organizadas por la Iglesia. La razón de ello se encuentra, seguramente, en la aparición, precisamente en ese tiempo, de un poderoso movimiento herético en amplias zonas del continente, sobre todo en el sur de Francia: los cátaros. Para reprimirlos, la Iglesia de Roma puso a punto una institución de gran poder, la Inquisición, que con el tiempo se encargaría de controlar a quienes realizaban prácticas mágicas.
De las herejías a la brujería
La identificación entre magia y herejía fue un proceso gradual. En 1233, el papa Gregorio IX promulgó la bula Vox in Rama, en la que se acusaba a una imprecisa secta de herejes alemanes de adorar a animales monstruosos, cometer sacrilegios y practicar rituales orgiásticos. Acusaciones semejantes se vertieron a principios del siglo XIV contra los templarios, en el gran proceso que se organizó contra ellos tras la supresión de la orden militar. Posteriormente, en 1326, la bula Super illius specula, de Juan XXII, equiparó definitivamente las prácticas o las creencias mágicas con la herejía, permitiendo que se aplicasen también a estas últimas los procedimientos inquisitoriales normales. Por último, en 1484 el papa Inocencio VIII, en la bula Summis desiderantes affectibus, formuló una condena radical de todos aquellos que cometieran actos diabólicos y ofendieran así la fe cristiana: «Muchas personas de ambos sexos se han abandonado a demonios, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, conjuros y otras abominaciones han matado a niños aún en el vientre de la madre, han destruido el ganado y las cosechas, atormentan a hombres y mujeres y les impiden concebir; y, sobre todo, reniegan blasfemamente de la fe que es la suya por el sacramento del bautismo, y a instigación del Enemigo de la Humanidad no dudan en cometer y perpetrar las peores abominaciones y excesos más vergonzosos para peligro mortal de sus almas».
La lucha contra la herejía sirvió, pues, de pretexto para los episodios de caza de brujas que surgieron con creciente frecuencia a partir del siglo XV. Esto ocurrió en la Suiza franco-
provenzal, así como en el norte de Francia. En 1459, en la ciudad de Arras, entonces bajo soberanía de los duques de Borgoña, la condena de un ermitaño por magia demoníaca provocó una serie de confesiones en cadena, ayudadas por la tortura, que terminaron con 29 acusaciones y 12 ejecuciones. El episodio fue conocido como vauderie de Arras, en referencia a los vaudois, «valdenses», una corriente herética surgida en los siglos XII y XIII. El eco del asunto provocó la intervención del duque Felipe el Bueno, que logró frenar lo que ya parecía una psicosis colectiva. Los condenados fueron rehabilitados muchos años más tarde, en 1491.
El período más intenso de caza de brujas se sitúa, en cualquier caso, en la segunda mitad del siglo XVI y se prolongó hasta 1660. Sin duda, no es casualidad que esta fase se corresponda, en parte, con la llamada «pequeña era glacial»: un empeoramiento climático que trajo malas cosechas y carestías; fenómeno que parece haber afectado a varias áreas de Europa en diferentes momentos entre 1580 y 1630, al que siguió la trágica oleada de peste de 1630. La posterior mejoría económica se correspondió igualmente con una disminución generalizada de los procesos, aunque en algunas zonas fue a finales del siglo XVII cuando se produjeron los peores casos de caza de brujas.
Masacres en Alemania
La caza de brujas no tuvo el mismo alcance ni la misma intensidad en toda Europa. Sin lugar a dudas, el territorio en el que se desarrollaron las persecuciones más virulentas y numerosas fue Alemania. La gran mayoría de los procesos se produjeron entre los siglos XVII y XVIII, y la cifra total de víctimas oscila entre 22.000 y 25.000 –aunque hay autores que la elevan a 30.000–, lo que representa la mitad del total europeo. En las primeras décadas del siglo XVII, en particular, estalló una auténtica psicosis colectiva en el suroeste del país, en torno a ciudades como Bamberg, Maguncia, Eichstätt o Würzburg, donde se desarrollaron procesos masivos, en los que condenados y ejecutados se contaban por centenares. Una causa de ello fue la fragmentación política del Sacro Imperio Romano Germánico: al no haber un poder central fuerte, cada ciudad se enfrentaba al problema con cierto grado de autonomía, lo que propiciaba abusos y actuaciones discrecionales. Asimismo, la coexistencia de grupos de católicos y reformados, como ocurría en el suroeste de Alemania, creaba graves tensiones que desembocaban con frecuencia en acusaciones recíprocas de brujería.
Los procesos de brujería en las ciudades alemanas alcanzaron cotas inusitadas de dramatismo. Un testimonio de los procesos de Würzburg explicaba en una carta a un conocido en 1629: «Hay niños de tres y cuatro años, hasta 300, de los que se dice que han tenido tratos con el Diablo. He visto cómo ejecutaban a chicos de siete años, estudiantes prometedores de 10, 12, 14 y 15 años. También había nobles». Sin embargo, el mismo testimonio estaba convencido de la realidad de las acusaciones: «No hay duda de que el Diablo en persona, con 8.000 de sus seguidores, mantuvo una reunión y celebró misa ante todos ellos, administrando a sus oyentes cortezas y mondaduras de nabos en lugar de la Sagrada Hostia. Se pronunciaron blasfemias tan horribles que tiemblo de escribirlas».
Combatir al diablo y sus acólitos
En otros puntos de Europa no faltaron los procesos masivos, generalmente en regiones periféricas, fuera del control de los gobiernos centrales. Por ejemplo, en el suroeste de Francia, un juez de Burdeos, Pierre de Lancre, lanzó una pesquisa que llevó a la hoguera a 80 supuestos brujos, mientras que otros 500 sospechosos fueron absueltos, debido principalmente a su corta edad. Lancre estaba convencido de haber visto 3.000 niños con la marca del demonio y de que en el País Vasco francés había una secta diabólica con 30.000 miembros; «todos los habitantes de la Navarra son brujos», escribió. En Lorena Nicolas Rémy, otro magistrado firmemente convencido de la existencia del demonio, envió a la muerte a cientos de brujas entre 1586 y 1595. En cambio, el Parlamento de París, tribunal supremo de Francia, raramente ratificaba las condenas a muerte.
En Inglaterra, hasta 1640 se ha calculado que no se quemó a más de 44 personas. Sin embargo, durante el período de guerra civil iniciado en 1640, cuando el poder central era débil y los conflictos religiosos estaban exacerbados, se produjeron persecuciones terribles. Por ejemplo, entre 1644 y 1648 el juez Matthew Hopkins condenó a muerte a 200 personas. En la península escandinava la brujomanía llegó más tarde, pero cuando lo hizo causó estragos. En 1668, un juicio que llevó a la hoguera a 30 personas, acusadas de secuestrar niños y de tener tratos con el diablo, dio lugar a una caza de brujas generalizada por todo el país. Trescientas personas fueron ejecutadas, casi todas mujeres. Cabe señalar que sólo una fue quemada viva, pues la costumbre era decapitarlas antes. En 1675, en tres pequeñas aldeas del centro de Suecia que sumaban 670 habitantes mayores de 15 años, fueron ejecutadas 71 personas: 65 mujeres, dos hombres y cuatro chicos. La base principal de la acusación fueron las «confesiones» de niños que contaban historias fantásticas sobre cómo las brujas los habían llevado a Blockulla, la residencia del diablo en la mitología nórdica.
El sur de Europa, menos contundente
Al contrario de lo que podría creerse, la muy católica España quedó libre en buena medida de las explosiones de violencia contra las supuestas brujas, de modo que el número de víctimas resultó muy bajo si lo comparamos con el de la Europa central y septentrional. El mérito de ello corresponde a la tan difamada Inquisición, que aquí era especialmente eficaz. La decisión clave en este sentido se tomó después de una redada en los valles de Navarra en 1525, que terminó con la ejecución de entre 30 y 40 personas. Al año siguiente, una junta de juristas en Granada determinó que en adelante los casos de brujería serían competencia de la Inquisición y poco después se establecieron una serie de normas estrictas para los inquisidores, que debían comprobar si los acusados habían sufrido torturas, en cuyo caso las confesiones serían rechazadas. Aun así, también se produjeron episodios de persecución masiva, como el bien conocido de las brujas de Zugarramurdi, la localidad navarra en la que, en 1609, fueron apresadas decenas de personas, la mayoría en base a las acusaciones realizadas por niños. De ellas, treinta resultaron condenadas en un auto de fe, once a muerte, aunque sólo se quemó a seis, pues las otras habían fallecido en prisión.
En Italia los procesos, aunque empezaron pronto, no fueron frecuentes y las condenas a muerte no fueron muchas, gracias, como en España, a las instrucciones de la Inquisición. Por ejemplo, en 1589, coincidiendo con un período de carestía y de elevada mortalidad infantil, dio inicio en Triora, cerca de Génova, un proceso en el que se encausó a un considerable número de mujeres. Las diligencias se prolongaron largo tiempo y algunas prisioneras murieron en la cárcel a causa del trato sufrido, pero la Inquisición romana puso fin al episodio. En las áreas alpinas de Italia también hubo oleadas de persecución, especialmente en la década de 1630, propiciadas por la situación de tensión confesional entre católicos y protestantes así como por las condiciones de pobreza en la zona, agravadas por la peste de 1630 que mató a la mitad de la población.
El triunfo de la razón
Al tiempo que arreciaba la caza de brujas en numerosas regiones de Europa, surgieron voces críticas que ponían en cuestión la realidad de las acusaciones sobre posesiones diabólicas. Por ejemplo, cuando en la primera mitad del siglo XVI se pidió al jurista milanés Andrea Alciati su parecer sobre unos procesos en el valle alpino de la Valtelina, quedó impresionado por la dureza del trato infligido a los acusados y por el número de ejecuciones, y argumentó por escrito sus opiniones críticas. Más tarde, el médico brabanzón Johann Wier afirmaba en dos tratados que el demonio ejerce su poder confundiendo las mentes de las presuntas brujas, pero también induciendo en la sociedad mucha credulidad hacia el fenómeno.
En España, el humanista Pedro de Valencia afirmó, en un informe sobre el caso de las brujas de Zugarramurdi, que éstas fueron «juntas de hombres y mujeres que tienen por fin el que han tenido y tendrán todos los tales en todos los siglos, que es torpeza carnal […] Siguiendo estos vicios y guiados por estos espíritus se van los brujos y brujas por sus pies a las juntas y procuran meter en el juego niños y niñas, como más fáciles de cazar». Según Valencia, no había que dar crédito a las confesiones de los acusados, pues éstos «dicen de propósito disparates increíbles para encubrir la verdad y porque los dejen». El jesuita alemán Friedrich von Spee, por su parte, que había sido testigo de numerosos procesos por brujería, publicó en 1631 un libro en el que denunciaba que en estos procesos se consideraba culpable al imputado antes de que se presentasen pruebas válidas.
En el siglo XVIII, las críticas contra la creencia en las brujas se hicieron aún más insistentes. Por ejemplo, el noble veronés Scipione Maffei negó en numerosos escritos la realidad de todas las creencias mágicas. Montesquieu y Voltaire fueron igualmente radicales en tachar de supersticiones tanto las creencias en las brujas como las de sus acusadores; para ellos, la caza de brujas no había sido otra cosa que un gran fraude, facilitado por la ignorancia y el oscurantismo, que sólo el Siglo de las Luces era capaz de superar.
Para saber más
La caza de brujas en la Europa moderna. Brian P. Levak. Alianza, Madrid, 1995.
El martillo de las brujas. Maxtor, Valladolid, 2004.
Las brujas de Salem. Arthur Miller. Tusquets, Barcelona, 2013.
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