El miedo a sus enemigos empujó a los pontífices a tomar las más extravagantes decisiones. En el año 897, el Papa Esteban VI sometió a juicio al cadáver de su predecesor, Formoso, acusándolo de deslealtad a la Iglesia. El cuerpo fue declarado culpable, por lo que se le cortó una mano, que fue arrojada al río Tíber (Roma).
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