Los cuerpos celestes, así como
su presunta forma y desplazamiento, han constituido con frecuencia
motivos de inspiración religiosa de los pueblos, configurando la llamada
astrolatría o culto a los astros, que no hay que confundir ni con la
astrología (v.) ni con la astronomía (v.), ya que la primera surge del
conjunto de supersticiones que tienden a un conocimiento de las posibles
influencias astrales sobre el ser humano y los seres vivos, y la segunda
surge en las altas culturas al aplicar la especulación científica al
conocimiento del cielo, la esfera celeste, los astros y diversos
fenómenos siderales.
Estudiando cuidadosamente las formas de a. que se dan en el pensar religioso de muchos pueblos, los morfólogos de la cultura han hablado de pueblos lunares y pueblos solares, aludiendo respectivamente al culto al Sol (v.) y a la Luna (v.) aun cuando en la historia se aprecia el culto a otros astros o constelaciones.
La consideración científica de la a. se inicia en la historia de las religiones muy tardíamente, concretamente en la segunda mitad del s. XVIII y principios del xlx, cuando Charles Frangois Dupuis, estudioso francés, publica su obra en siete volúmenes bajo el engañoso título Orígenes de todos los cultos o Religión universal (1794), libro en el que se pretende demostrar el origen astral de todas las religiones y todas las mitologías, partiendo de diversos tópicos que se habían impuesto en la época de Voltaire (v.) y se inculcaban en el Enciclopedismo en torno al papel de la astrología entre los caldeos. De aquí que Dupuis en su obra no haga más que un intento de sistematizar los hechos históricos conocidos en su época o tenidos por tales. Este punto de partida, que surge de la idea de que todas las religiones son fruto del fraude sacerdotal, no podrá sostenerse en el s. xix en el que la antropología cultural científica, y el conocimiento etnográfico, dejan sentado que el sacerdocio y el clero de las diversas culturas y civilizaciones son, en el fondo, ajenos a las mitologías de los pueblos y que casi todos los mitos tienen un origen tribal. Puede decirse que, como experiencia religiosa, la a. empieza a estudiarse científicamente a mediados del s. xix, cuando el estudio de las lenguas y culturas de los llamados pueblos indoeuropeos dieron pie a la creación de una escuela de mitología astral y natural (por una parte, Lepsius, Max Müller; por otra, E. Sizke y Hüsing, etc.) de la que surge en cierto modo la especulación panbabilonista (H. Winckler, A. Jeremías, E. Stucken). Se otorgó a los cuerpos celestes una eminente importancia en la formación de la mitología (v.), haciendo derivar de Babilonia (v.) gran parte de las creencias astrolátricas de los pueblos primitivos y altas culturas. F. X. Kugler, W. Schmidt (v.) y otros criticaron tal postura. P. Eherenreich quitó importancia al culto lunar y la mitología a él anexa, concediendo empero una gran significación al conjunto de mitos astrales. Hoy está demostrado que la afirmación tópica de que la mitología lunar es característica de los pueblos matriarcales de agricultores, mientras que el culto al Sol lo es de pueblos cazadores progresivos, sólo puede acogerse con muchas reservas.
Aun cuando puede situarse a la a. con sus raíces soterradas en la Prehistoria, y posiblemente en el Paleolítico (v.), los primeros documentos son posteriores y en su mayoría aparecen coetáneos con la revolución agrícola y las civilizaciones de base neolítica (v.) en las que se puede ya atestiguar la presencia de determinadas ideas míticas relacionadas con el culto a los astros. Estas ideas se configuran a partir del IV milenio en el Próximo Oriente con la creación del calendario, la percepción de los ciclos estacionales que regulan el crecimiento de la vegetación, la observación de las constelaciones y la creación de un Zodiaco (v.), dando origen a diversos mitos en los que los astros, e incluso la bóveda celeste, se presentan como poderes superiores al hombre, como seres antropomorfos (V. ANTROPOMORFISMO) O zoomorfos (V. ANIMAL 1v) y como expresión de potencias de un mundo superior; es decir, como divinidades propiamente dichas. Surge así la a. como expresión de mitos que llegan a hacer imaginar la vida celeste como similar a la de la tierra, aunque en un plano superior. Así se asimila a veces la aparición de la luz sobre las tinieblas (simbolizadas por el dragón o el monstruo de la muerte) a una divinidad astral bienhechora que, bajo la forma de un astro determinado o una constelación, vela por la humanidad.
Puede decirse que la a. como tal se configura claramente a partir del siglo vii a. C. al iniciarse en Babilonia el estudio científico de los planetas y su identificación con los dioses del panteón babilónico. Es entonces cuando a Samash (el Sol) y Sin (la Luna) se viene a sumar Marduk (v.) (antiguo dios celeste identificado con el planeta Júpiter), Ninib (primitivamente el Sol naciente y poniente, identificado con el planeta Saturno) y Nergal (el Sol invernal identificado con el planeta Marte). Para el planeta Venus se escogió el nombre de lstar, antigua deidad lunar, como lo demuestran sus cuernos. Se configura así una religión astral. A decir verdad, quizá no quepa hablar de «religión», ni siquiera de culto, ya que se trata más bien de un fatalismo sideral, de un sistema filosófico similar al determinismo moderno que afirma la influencia absoluta de los astros en los acontecimientos terrestres y da vida a la Astrología (v.).
Junto con los pueblos mesopotámicos cabría considerar otros, quizá de menos tradición cultural, incluso ágrafos, que poseen ciertas ideas míticas extremadamente simplistas con respecto a los astros del cielo. Una de estas ideas hace a las estrellas un rebaño de ganado del que la Luna es el propietario o el pastor. Los sumerios denominaban a los planetas Lu Bat, literalmente «ganados aislados paciendo en la bóveda». Generalmente se comparaba en Mesopotamia a las estrellas con ganados pastando bajo la mirada de la Luna. «La Luna en medio de las estrellas me recuerda a un pastor que guarda su rebaño», dirá Salambó a Tanit. En la India también se creyó que los astros son un rebaño guardado por la Luna. Los Wachagga del África oriental varían un tanto la idea: para ellos la Luna es la mujer del Sol, propietario de un gran rebaño constituido por los astros. Un enigma gaélico compara a las estrellas con un rebaño, cosa que hace también un enigma finés, señalando que la Luna es un carnero. En un documento galocelta el firmamento es un campo, los astros un rebaño y la Luna su pastor. Ideas que han pasado a la lírica moderna. Por otro lado, a Tammuz (dios siriopalestino lunar asimilado a Adonis) se le da el nombre de «Pastor».
Las constelaciones celestes también han sido objeto de la a. La Osa Mayor, p. ej., ha dado pábulo a la imaginación popular de todos los lugares y de todas las épocas. En Europa se le asimila comúnmente a un carro; asimilación que ha dadolugar a las expresiones «carro celeste», «carro de David», «carro de San Martín», «carro de las Almas», etc. Homero hace asimismo tal asimilación. También se habla del «carro de Pulgarcito», identificando al diminuto héroe de la literatura popular con una pequeña estrella apenas visible en medio de la constelación de las Siete, astro corrientemente denominado «El Cochero», y que los antiguos griegos identificaban con Hermes (o Myrtilo, su hijo) representado en forma de enanito, que asume en ocasiones el papel de engañador. La Vía Láctea (Semita Lactea) ha dado origen en diversos pueblos de la tierra a mitos singulares. Algunos la asimilan a una ruta terrestre: «camino de Aryaman» para los Vedas, «Wastlinga Straet» para los anglosajones, «Iring Strasse» para los alemanes, «camino de Santiago» para los peregrinos de Compostela, «Hadjiler juli» o camino de La Meca para los musulmanes, «camino de Dios» para los negros del Loango. Otros la asimilan a un río cósmico, sobre todo en Oriente. El mito etiológico más divulgado en Occidente es el que se refiere a un Hérculesniño que, al ser separado del seno nutriz de Hera, deja caer unas gotas de leche que se diseminarán por la bóveda celeste.
En las especulaciones astrolátricas, diversas estrellas o astros parecen haber tenido más fieles devotos que otras. En este sentido destacan Venus, la estrella Polar, y la constelación de las Pléyades. Estas últimas aparecen ligadas a otro mito clásico relacionado con la abundancia (Pleion). Venus conoció un culto particular en el Próximo Oriente, en Egipto y en la región mesopotámica a veces con el nombre de Sirio y en una relación alternante con el Sol y la Luna como astro matutino y vespertino y fundamentando el calendario sóthico; en algunos pueblos el mito alcanzaba derivaciones particulares, como p. ej., aquella de los antiguos mexicanos en que el cielo es considerado un campo de batalla en el que, al romper el alba, el Sol, joven héroe, da muerte a Sirio expulsando el ejército de estrellas. En muchas culturas con intuiciones astronómicas, la estrella Polar simboliza el centro de la bóveda celeste.
También la bóveda celeste misma ha sido objeto de a., dando lugar a diversas ideas arquitectónicas e intuiciones cosmogónicas, así como a representaciones simbólicas que empiezan a aparecer en la Europa posglacial y entre los pueblos agricultores, tales como la espiral.
V. t.: SOL II; LUNA II; CIELO I; Dios II, 3; MITOLOGÍA; ARCO IRIS II; BABILONIA III; INCAS II; SEMITAS II, 3; SABEOS; RELIGIONES ÉTNICOPOLÍTICAS.
Estudiando cuidadosamente las formas de a. que se dan en el pensar religioso de muchos pueblos, los morfólogos de la cultura han hablado de pueblos lunares y pueblos solares, aludiendo respectivamente al culto al Sol (v.) y a la Luna (v.) aun cuando en la historia se aprecia el culto a otros astros o constelaciones.
La consideración científica de la a. se inicia en la historia de las religiones muy tardíamente, concretamente en la segunda mitad del s. XVIII y principios del xlx, cuando Charles Frangois Dupuis, estudioso francés, publica su obra en siete volúmenes bajo el engañoso título Orígenes de todos los cultos o Religión universal (1794), libro en el que se pretende demostrar el origen astral de todas las religiones y todas las mitologías, partiendo de diversos tópicos que se habían impuesto en la época de Voltaire (v.) y se inculcaban en el Enciclopedismo en torno al papel de la astrología entre los caldeos. De aquí que Dupuis en su obra no haga más que un intento de sistematizar los hechos históricos conocidos en su época o tenidos por tales. Este punto de partida, que surge de la idea de que todas las religiones son fruto del fraude sacerdotal, no podrá sostenerse en el s. xix en el que la antropología cultural científica, y el conocimiento etnográfico, dejan sentado que el sacerdocio y el clero de las diversas culturas y civilizaciones son, en el fondo, ajenos a las mitologías de los pueblos y que casi todos los mitos tienen un origen tribal. Puede decirse que, como experiencia religiosa, la a. empieza a estudiarse científicamente a mediados del s. xix, cuando el estudio de las lenguas y culturas de los llamados pueblos indoeuropeos dieron pie a la creación de una escuela de mitología astral y natural (por una parte, Lepsius, Max Müller; por otra, E. Sizke y Hüsing, etc.) de la que surge en cierto modo la especulación panbabilonista (H. Winckler, A. Jeremías, E. Stucken). Se otorgó a los cuerpos celestes una eminente importancia en la formación de la mitología (v.), haciendo derivar de Babilonia (v.) gran parte de las creencias astrolátricas de los pueblos primitivos y altas culturas. F. X. Kugler, W. Schmidt (v.) y otros criticaron tal postura. P. Eherenreich quitó importancia al culto lunar y la mitología a él anexa, concediendo empero una gran significación al conjunto de mitos astrales. Hoy está demostrado que la afirmación tópica de que la mitología lunar es característica de los pueblos matriarcales de agricultores, mientras que el culto al Sol lo es de pueblos cazadores progresivos, sólo puede acogerse con muchas reservas.
Aun cuando puede situarse a la a. con sus raíces soterradas en la Prehistoria, y posiblemente en el Paleolítico (v.), los primeros documentos son posteriores y en su mayoría aparecen coetáneos con la revolución agrícola y las civilizaciones de base neolítica (v.) en las que se puede ya atestiguar la presencia de determinadas ideas míticas relacionadas con el culto a los astros. Estas ideas se configuran a partir del IV milenio en el Próximo Oriente con la creación del calendario, la percepción de los ciclos estacionales que regulan el crecimiento de la vegetación, la observación de las constelaciones y la creación de un Zodiaco (v.), dando origen a diversos mitos en los que los astros, e incluso la bóveda celeste, se presentan como poderes superiores al hombre, como seres antropomorfos (V. ANTROPOMORFISMO) O zoomorfos (V. ANIMAL 1v) y como expresión de potencias de un mundo superior; es decir, como divinidades propiamente dichas. Surge así la a. como expresión de mitos que llegan a hacer imaginar la vida celeste como similar a la de la tierra, aunque en un plano superior. Así se asimila a veces la aparición de la luz sobre las tinieblas (simbolizadas por el dragón o el monstruo de la muerte) a una divinidad astral bienhechora que, bajo la forma de un astro determinado o una constelación, vela por la humanidad.
Puede decirse que la a. como tal se configura claramente a partir del siglo vii a. C. al iniciarse en Babilonia el estudio científico de los planetas y su identificación con los dioses del panteón babilónico. Es entonces cuando a Samash (el Sol) y Sin (la Luna) se viene a sumar Marduk (v.) (antiguo dios celeste identificado con el planeta Júpiter), Ninib (primitivamente el Sol naciente y poniente, identificado con el planeta Saturno) y Nergal (el Sol invernal identificado con el planeta Marte). Para el planeta Venus se escogió el nombre de lstar, antigua deidad lunar, como lo demuestran sus cuernos. Se configura así una religión astral. A decir verdad, quizá no quepa hablar de «religión», ni siquiera de culto, ya que se trata más bien de un fatalismo sideral, de un sistema filosófico similar al determinismo moderno que afirma la influencia absoluta de los astros en los acontecimientos terrestres y da vida a la Astrología (v.).
Junto con los pueblos mesopotámicos cabría considerar otros, quizá de menos tradición cultural, incluso ágrafos, que poseen ciertas ideas míticas extremadamente simplistas con respecto a los astros del cielo. Una de estas ideas hace a las estrellas un rebaño de ganado del que la Luna es el propietario o el pastor. Los sumerios denominaban a los planetas Lu Bat, literalmente «ganados aislados paciendo en la bóveda». Generalmente se comparaba en Mesopotamia a las estrellas con ganados pastando bajo la mirada de la Luna. «La Luna en medio de las estrellas me recuerda a un pastor que guarda su rebaño», dirá Salambó a Tanit. En la India también se creyó que los astros son un rebaño guardado por la Luna. Los Wachagga del África oriental varían un tanto la idea: para ellos la Luna es la mujer del Sol, propietario de un gran rebaño constituido por los astros. Un enigma gaélico compara a las estrellas con un rebaño, cosa que hace también un enigma finés, señalando que la Luna es un carnero. En un documento galocelta el firmamento es un campo, los astros un rebaño y la Luna su pastor. Ideas que han pasado a la lírica moderna. Por otro lado, a Tammuz (dios siriopalestino lunar asimilado a Adonis) se le da el nombre de «Pastor».
Las constelaciones celestes también han sido objeto de la a. La Osa Mayor, p. ej., ha dado pábulo a la imaginación popular de todos los lugares y de todas las épocas. En Europa se le asimila comúnmente a un carro; asimilación que ha dadolugar a las expresiones «carro celeste», «carro de David», «carro de San Martín», «carro de las Almas», etc. Homero hace asimismo tal asimilación. También se habla del «carro de Pulgarcito», identificando al diminuto héroe de la literatura popular con una pequeña estrella apenas visible en medio de la constelación de las Siete, astro corrientemente denominado «El Cochero», y que los antiguos griegos identificaban con Hermes (o Myrtilo, su hijo) representado en forma de enanito, que asume en ocasiones el papel de engañador. La Vía Láctea (Semita Lactea) ha dado origen en diversos pueblos de la tierra a mitos singulares. Algunos la asimilan a una ruta terrestre: «camino de Aryaman» para los Vedas, «Wastlinga Straet» para los anglosajones, «Iring Strasse» para los alemanes, «camino de Santiago» para los peregrinos de Compostela, «Hadjiler juli» o camino de La Meca para los musulmanes, «camino de Dios» para los negros del Loango. Otros la asimilan a un río cósmico, sobre todo en Oriente. El mito etiológico más divulgado en Occidente es el que se refiere a un Hérculesniño que, al ser separado del seno nutriz de Hera, deja caer unas gotas de leche que se diseminarán por la bóveda celeste.
En las especulaciones astrolátricas, diversas estrellas o astros parecen haber tenido más fieles devotos que otras. En este sentido destacan Venus, la estrella Polar, y la constelación de las Pléyades. Estas últimas aparecen ligadas a otro mito clásico relacionado con la abundancia (Pleion). Venus conoció un culto particular en el Próximo Oriente, en Egipto y en la región mesopotámica a veces con el nombre de Sirio y en una relación alternante con el Sol y la Luna como astro matutino y vespertino y fundamentando el calendario sóthico; en algunos pueblos el mito alcanzaba derivaciones particulares, como p. ej., aquella de los antiguos mexicanos en que el cielo es considerado un campo de batalla en el que, al romper el alba, el Sol, joven héroe, da muerte a Sirio expulsando el ejército de estrellas. En muchas culturas con intuiciones astronómicas, la estrella Polar simboliza el centro de la bóveda celeste.
También la bóveda celeste misma ha sido objeto de a., dando lugar a diversas ideas arquitectónicas e intuiciones cosmogónicas, así como a representaciones simbólicas que empiezan a aparecer en la Europa posglacial y entre los pueblos agricultores, tales como la espiral.
V. t.: SOL II; LUNA II; CIELO I; Dios II, 3; MITOLOGÍA; ARCO IRIS II; BABILONIA III; INCAS II; SEMITAS II, 3; SABEOS; RELIGIONES ÉTNICOPOLÍTICAS.
I. M. GÓMEZTABANERA.
BIBL.: F. vox OEFELE Y
OTROS, Sun, Moon and Stars, en Encyclopaedia of Religión and Ethics, XII,
Edimburgo 1961, 48103; W. SCHMIDT, Der Ursprung der Gottesidee, I, VI,
Münster¡W. 1926, 1935; M. ELIADE, Tratado de Historia de las Religiones,
Madrid 1954; G. VAN DER LEEUW, Fenomenología de la Religión, México
1964; P. EHRENREICH, Die Sonne in Mythos, Mythologische Bibliothek, VIII,
1, Leipzig 191516; O. ALMGREN, Nordische Felszeichnung als religgóóe
Urkunden, Francfort 1934; A. GUICHOT Y SIERRA, Ciencia de la Mitología.
El gran mito ctónicosolar, Madrid 1903; A. H. KRAPPE, La Génése des
Mythes, París 1952, 129 ss.
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