I.
Aspecto filosófico
1.
El concepto y el hecho del a.
Filosóficamente
hablando, a. significa la negación de la existencia de Dios o de toda
posibilidad - no sólo la racional - de conocerlo (a. teórico). Este a.
teórico, en sus defensores, puede ser tolerante (incluso vacilante), cuando no
tiene intenciones proselitistas; es «militante» cuando se concibe como una
doctrina que debe difundirse para bien de la humanidad y combate toda religión
como error nocivo. Se habla de un a. práctico (indiferentismo) en el
caso de personas que del reconocimiento teórico de Dios no sacan ninguna
consecuencia (concreta) para su conducta. Determinar en qué consiste el verdadero
a. depende del concepto exacto de Dios que se presupone. Son con seguridad ateos
todos los sistemas del materialismo y del monismo materialista (atomistas
antiguos, cínicos postsocráticos, epicureísmo, algunos filósofos del
renacimiento, como Campanella, el naturalismo francés de la ilustración:
Voltaire, Holbach, Lamettrie; el positivismo alemán y el monismo del s. xix:
Vogt, Büchner, Moleschott, Haeckel; el hegelianismo de izquierda: Feuerbach,
Marx; el -> socialismo vulgar del s. xrx; el --> materialismo dialéctico
y el bolchevismo; el a. militante promovido por los gobiernos de los países
comunistas), el -> positivismo, el sensualismo y el existencialismo), y la
época por postulado atea mas de a. como postulado, es decir, las
teorías que, como el existencialismo de A. Camus y J.P. Sartre, dependientes de
Nietzsche (--> existencialismo), y la época por postulado atea de N.
Hartmann, intentan demostrar positivamente que Dios no puede ni debe existir. Si
cada forma de -> panteísmo (especialmente en el -> idealismo alemán)
debe ser calificada de atea, depende de la medida en que en el sistema en
cuestión el hombre y el mundo se identifiquen con el Absoluto (disputa del
ateísmo). El politeísmo en tanto habrá de ser considerado como a. en cuanto
dificulte el acto auténticamente religioso con relación al fundamento absoluto
del mundo o, en caso extremo, lo haga imposible. En cambio, el politeísmo
antiguo persiguió como doctrina atea el monoteísmo de algunos filósofos y del
cristianismo, por su oposición a los dioses del Estado; y a su vez los padres
de la Iglesia intentaron descubrir también en ciertas herejías un ateísmo
oculto.
Desde
el punto de vista de la historia del espíritu, el a. como sistema filosófico
ha surgido siempre en momentos críticos de transición entre épocas
espirituales, culturales y sociales. Así se delata a sí mismo como fenómeno
de crisis, como proyección de la pregunta bajo el vestido de una respuesta, y
no como respuesta de un tiempo que ha llegado a una reposada seguridad. En toda
transición a una nueva época de autoexperiencia del hombre, aparentemente
queda superada una determinada experiencia de la propia finitud. Con ello, por
un lado, se encubre el conocimiento de la finitud radical y se suscita la
impresión de que no hay ningún lugar para una realidad propiamente absoluta e
infinita; y, por otro lado, se conoce con mayor claridad la problemática
contenida en los insuficientes modelos de representación y de pensamiento
anteriormente reinantes, a través de los cuales se pretendía expresar qué se
entiende por Dios. Así surge la impresión de que toda afirmación sobre Dios
aplica precipitadamente esas categorías mentales a un «objeto» que no existe,
o de que por lo menos nada se puede afirmar sobre esta cuestión.
2.
Posibilidad
La
simple experiencia de la historia de la religión y de la filosofía demuestra
que de hecho existe un a. teórico. Luego diremos cómo se debe interpretar
teológicamente este hecho. Pero el a. no es tampoco, considerado desde un punto
de vista puramente filosófico, una de las muchas opiniones distintas de los
hombres sobre la existencia o la demostrabilidad de algún ente determinado.
Pues si el a. se entiende a sí mismo y comprende lo que el término «Dios»
expresa, niega que se pueda plantear la pregunta por el ser en su totalidad y
por el sujeto interrogante en cuanto tal. Pero esa pregunta se replantea como
condición de su negación. Con lo cual el a., en la medida en que entiende su
propia posición, es un a. que se elimina a sí mismo. Mas su indudable
posibilidad se debe a que el hombre es un ente capaz de estar en contradicción
consigo mismo, por desconocimiento de su esencia y también por su culpa libre.
3.
Crítica filosófica del ateísmo
Se
deberá demostrar primero por un método transcendental que el absoluto
escepticismo en el terreno de la teoría del conocimiento (o de la crítica) y
de la metafísica, o bien una limitación positiva, pragmática o «criticista»
del conocimiento humano al ámbito de la experiencia inmediata, se elimina a sí
mismo, y que, por tanto, la posibilidad de la metafísica queda afirmada en su
propia existencia, implicada en el conocimiento necesario del hombre. A base de
esto, en una bien entendida demostración de la existencia y naturaleza de ->
Dios, hay que mostrar explícitamente el carácter absolutamente singular de su
conocimiento (conocimiento análogo del misterio del Dios incomprensible) y
desde ahí se debe facilitar una inteligencia de la posibilidad del a. y sus
límites.
Semejante
crítica del a. debería estar completada por una interpretación sociológica y
criticocultural del ambiente donde el a. se desarrolla como fenómeno de masas,
por una explicación mediante la psicología profunda del «mecanismo
psíquico» que late en la duda y en la imposibilidad de llegar a lo
transcendente (a. como «huida» de Dios). La crítica filosófica del a.
también debería ser siempre una crítica al ateísmo fáctico de tipo vulgar y
de tipo filosófico, pues el a. vive esencialmente de una falsa inteligencia de
Dios, enfermedad de la que inevitablemente sufre el teísmo en sus concretas
formas históricas (-->antropomorfismo, -> desmitización). La crítica
del a. debería finalmente estar enlazada con una especie de mayéutica del acto
religioso, ya que, a la larga, el conocimiento teórico de Dios sólo vive allí
donde desemboca en el sí de la persona entera y de toda su vida a este Dios.
II.
Aspecto teológico
1.
La doctrina de la Iglesia
El
a. materialista es calificado de vergonzoso (Dz 1802), y el a. como negación
del Dios único y verdadero, creador y señor de lo visible y lo invisible (Dz
1801), y como panteísmo en sus distintas formas (Dz 18031805; cf. 31, 1701)
está sancionado con el anatema (cosa por primera vez necesaria en la edad
moderna). La posibilidad natural de conocer a Dios con certeza está
directamente definida (Dz 1785, 1806; sobre el hecho de que la existencia de
Dios es demostrable: Dz 2145, 2317, 2320), pero simultáneamente se acentúa que
él se halla inefablemente elevado por encima de todo lo que fuera de él existe
y puede ser pensado (Dz 428, 432, 1782). La doctrina del -> agnosticismo
modernista recibe el calificativo de «ateísmo» en la encíclica Pascendi
dominici gregis (Dz 2073, 2109). La doctrina de que el teísmo es producto
de las circunstancias sociales o se funda solamente sobre la base de la
convicción social, implícitamente queda también rechazada por la condena
eclesiástica del --> tradicionalismo (Dz 1649-1652, 1622, 1627).
Evidentemente, no se discute la importancia esencial de la tradición y de la
sociedad para el conocimiento de Dios por parte del hombre individual.
Por
primera vez en el Vaticano II la Iglesia se
ha ocupado seriamente del a. como un fenómeno nuevo y masivo de transcendencia
mundial y social. Primeramente de una manera más bien marginal en la
constitución Lumen gentium (Const. sobre la Iglesia, n.° 16), donde
leemos: «Y la divina providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la
salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso
de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios». Sin
duda ese «inculpable» a. (en la dimensión del conocimiento reflejo: expressa
agnitio) es considerado como un caso realmente posible y que no excluye la
salvación. Pero con ello no quedan decididas las siguientes cuestiones: a)
si también en la realización práctica y prerrefleja de la existencia se
da un « no» inculpable al teísmo, que va implicado necesariamente en esta
realización; b) si el a. explícito en el ámbito de la reflexión teórica
puede permanecer inculpable en el individuo durante toda su vida. La
primera pregunta deberá recibir una respuesta negativa, pero en la segunda,
ante la experiencia actual en torno al a., hay que proceder en la respuesta
(positiva o negativa) con mayores reservas que la generalidad de los teólogos
hasta ahora, los cuales negaban la posibilidad de un ateísmo reflejo e
inculpable durante largo tiempo.
El
texto principal sobre el a. (que hemos de interpretar más pastoral que
doctrinalmente) se halla en los números 19-21 del capítulo primero de la
Constitución De Ecclesia in mundo huius temporis. La Constitución
primero expone las distintas formas y causas del a., luego describe la moderna
forma teórica del mismo, y finalmente describe la relación de la Iglesia con
el a. Reconoce la urgencia actual del problema del a. Concede entre otras cosas
que el a.: a veces sólo rechaza a un Dios que en realidad no existe; con
frecuencia brota de la atrofia de la experiencia religiosa; surge ante el
problema de la teodicea (el mal en el mundo); también tiene causas sociales; y
frecuentemente es una falsa interpretación de una experiencia en sí legítima
de la libertad y de la autonomía por parte del hombre moderno, o de su voluntad
de librarse activamente de las cadenas económicas y sociales, para llegar a
configurarse a sí mismo como una especie de «demiurgo» y a conceder un rango
absoluto a ciertos valores humanos. Afirma la posibilidad de un a. culpable,
si bien con gran reserva, brevedad y
sin profundizar este problema especial. Dice igualmente que también los
cristianos tienen culpa en el a., en cuanto éste constituye una reacción
crítica contra formas deficientes del teísmo en la teoría y en la vida. El
documento conciliar acentúa que el teísmo no constituye ninguna alienación
del hombre, sino que responde, más bien, a una pregunta que el hombre a la
larga no puede eludir, sobre todo en los momentos decisivos de su vida. Acentúa
también que el teísmo y la esperanza escatológica de los cristianos no
debilitan la activa configuración intramundana del futuro, sino que le
confieren su auténtica dignidad y fuerza. Se habla en la Constitución de una intima
ac vitalis coniunctio del hombre con Dios, de una inquietudo religiosa, de
una quaestio insoluta subobscure percepta, 'que el hombre es para sí
mismo. Así, pues, se aspira allí a la meta de una más amplia relación
existencial del hombre con Dios, la cual no se da por primera vez cuando se
pregunta por él en la reflexión teórica. Pero estas indicaciones del Vaticano
ii representan las líneas directivas fundamentales de este problema-.
2.
La Escritura
En
general la Escritura, junto con su contorno semítico, presupone o afirma
como evidente la existencia de Dios. La necedad del que cree que Dios no existe
(Sal 10, 4; 14, 1; 53, 2) se refiere a la negación de su actividad
providente y judicial en el mundo. En este sentido, el interés, la evolución,
la lucha y la profesión de fe en el A y NT giran en torno al -> monoteísmo.
En efecto, el artículo fundamental de fe es la adhesión creyente al Dios
vivo de la alianza en medio de su acción experimentada en la historia concreta
de la salvación, o al Padre de Jesús, como único Dios verdadero (Dt 4, 35;
6, 4; Mc 12, 29; Jn 17, 3; Rom 3, 30, etc.). En este
contexto revisten importancia la doctrina de la --> creación, la ->
angelología y la interpretación de los dioses como verdaderos --> demonios,
pues en todo eso se muestra un saber relativo a dimensiones profundas de la
existencia que transcienden lo empírico, pero también el hecho de que, frente
a ellas, Dios es el totalmente diferente, el incomparable (1 Cor 8, 5). Con
lo cual queda atestiguada la conciencia di la transcendencia radical
de Dios. Esto debería tenerse en cuenta para interpretar con mayor precisión
la doctrina de la Escritura acerca de la posibilidad natural de conocer a Dios (Sab
13; Rom 1, 20). Ya en la doctrina de la condición creada de toda
la realidad mundana y en el principio, claramente contenido en Tomás de Aquino,
de que el mundo en la medida de lo posible debe explicarse por las «causas
segundas», es decir, por sí mismo, está en germen el concepto de mundo de la
edad moderna, según el cual éste es de suyo investigable y dominable. Mas con
ello estamos ante la tentación de la época moderna, consistente en
arreglárselas sin Dios para explicar el mundo. En cuanto la Biblia despoja a
éste de todo «carácter pseudo-divino» por afirmar su condición creada (pero
sin eliminar lo numinoso, que con frecuencia se pasa por alto), asentando así
la base necesaria para el verdadero teísmo adorante, corre por eso mismo el
riesgo del a. moderno, y lo corre en medida superior a la de la antigüedad
prebíblica. En todo caso, según la Escritura, el hombre no posee a Dios como
uno más de sus posibles objetos. Los hombres, como «estirpe divina», han sido
creados para que busquen a Dios (Act 17,
27ss).
Por
eso los ateos son inexcusables (cf. Ef 2, 12), pues su negativa a conocer
y reconocer a Dios es la soberana necedad, con tonos de sabia, del que,
conociendo propiamente a Dios, sin embargo no lo reconoce como tal, y cambia al
Dios conocido por otra cosa (Rom 1, 21ss; 25, 28); y, así, culpablemente
«retiene cautiva» la verdad (Rom 1, 18).
Por
tanto la Escritura no conoce ningún ateísmo (o al menos no reflexiona sobre un
a.) que consista en una fría negación intelectual. Solamente conoce aquel a. -
difícil de determinar en cada caso - que oscila entre la piadosa veneración
anónima del «Dios desconocido» (Act 17, 22 a la luz de Ef 2, 12) y
el culpable no saber acerca del Dios conocido en la «reprimida» realización
fundamental de la propia existencia (Rom 1).
3.
La teología tradicional
Ésta
trata principalmente la cuestión de la posibilidad del a. La concepción
fundamental de los padres de la Iglesia considera fácil el conocimiento natural
de Dios, es más, lo considera casi inevitable y, en este sentido, «innato».
Frente a la (relativamente fácil Sab 13,
9) posibilidad de conocer a Dios y al < inexcusable» a. < necio» (Sab
Rom 1), los teólogos católicos defienden en general la doctrina de que, un
inculpable a. negativo (es decir, que no llega a ningún juicio sobre la
pregunta acerca de Dios), de suyo, o sea, en normales circunstancias humanas, no
es posible en el individuo durante largo tiempo. Un a. positivo (es
decir, que niega explícitamente la existencia de Dios o la posibilidad de
conocerlo) es admitido como un hecho posible y como un estado duradero (e
incluso lamentado como fenómeno militante y masivo que se ha producido por
primera vez en los últimos tiempos: Pío xi, AAS 24 [ 1932 ] 180ss, 29 [ 1937 ]
76 ), pero se le juzga culpable. Pero esta doctrina admite todavía
muchas matizaciones y las tiene en realidad. L. Billot («Études», 161-176
[19191923]) acentúa la dependencia social y cultural del individuo respecto a
su medio ambiente y tiene por posible que muchos «adultos» sigan siendo
menores de edad en lo relativo al conocimiento de Dios. Hoy, por el contrario,
se acentúa tanto la referencia radical a Dios como elemento esencial del
hombre, que se niega la existencia de ateos en la esfera de la realización más
íntima de la existencia, y sólo se admite la existencia de hombres que creen
ser ateos. Ante los fenómenos masivos del a. actual y la doctrina del
Vaticano ii, hemos de suponer que esta interpretación del a. seguirá
difundiéndose, profundizándose y matizándose.
Contra
la opinión citada en primer lugar hemos de resaltar que, dada la universal
voluntad salvífica de Dios, resulta teológicamente inaceptable que tantos hombres
permanezcan sin culpa lejos de su destino a pesar de haber vivido su vida. Y,
con relación a la segunda opinión, hemos de decir que el a. empírico, a
juzgar por la Escritura, en último término no puede deberse a una inocua
interpretación falsa de un teísmo oculto. Alejandro vii (Dz 1290) condenó
como error teológico la afirmación según la cual puede haber un pecado que
vaya únicamente contra la naturaleza humana, pero no contra Dios (sobre el
sentido de esta condena del peccatum philosophicum, cf. H. BEYLARD: NRTh
62 [19357, 591-616, 672 hasta 698). Por un lado hay que sostener esta relación
entre teísmo y ética. Y, en consecuencia, podemos muy bien decir que una
decisión fundamental de orden moral, aun cuando ella no se
interprete conscientemente a sí misma como una forma de posición frente a
Dios, por lo menos implícitamente contiene una decisión con relación a él.
Por otro lado, hoy día vemos más claramente (de nuevo con Tomás) que la
dependencia del individuo respecto a la opinión de la sociedad que lo soporta,
es mayor de lo que antes se creía, sin poner en duda por esto su libre,
personal y responsable toma de posición. El derecho a distinguir, en lo
relativo al conocimiento de Dios, entre el hombre en conjunto o en general y el
individuo particular, está plenamente garantizado por el Vaticano i: CollLac
vii 236, 150, 520.
4.
Reflexión sistemática
a)
Con relación al a. la teología ha de
resaltar en general la -> transcendencia absoluta del hombre (la cual
ha de ser entendida de antemano como apertura para la actuación libre del
Dios «vivo», de modo que el conocimiento «natural» de Dios no puede
desarrollar ningún sistema teológico ya terminado, el cual constituyera una
ley apriorística para la palabra de la revelación). Esta transcendencia, que
como condición transcendental de todo conocimiento espiritual y de toda acción
libre refiere implícitamente a Dios, de forma que esta referencia se da
implícita pero realmente en todo conocimiento y acción libre, puede
actualizarse: 1 °, como algo aceptado con obediencia o, por el contrario,
negado; 2 °, como algo dado implícitamente y en forma no refleja, o también
como una dimensión convertida en tema explícito, llamando entonces Dios a su
término de referencia (que de hecho le sale al encuentro por propia
iniciativa). De ahí se deduce (como esclarecimiento sistemático de los datos
de la Escritura y de la tradición): No puede haber un a. que descanse
tranquilamente en sí mismo, pues también el a. vive de un teísmo implícito;
y, en cambio, es posible un teísmo nominal que, a pesar de hablar objetivamente
de Dios, o bien (todavía) no realiza auténticamente en forma personal la
verdadera esencia de la transcendencia hacia Dios, o bien lo niega en el fondo
de manera ateísta, es decir, impía; cabe igualmente un a. que solamente cree
serlo, a saber, cuando la transcendencia es aceptada explícitamente con
obediencia, pero el que se cree ateo no logra explicársela adecuadamente; y
puede finalmente haber un a. total (necesariamente culpable), el cual se da
cuando el soberbio encerramiento en sí mismo niega la transcendencia y
convierte temáticamente su negativa en a. explícito y reflejo. Cuál de estas
formas posibles de a. es la que se da en el hombre individual y bajo qué
mezcla esas formas se presentan en una época, es una cuestión que constituye
un misterio conocido únicamente al Dios juez. Mas como en virtud de la esencia
del hombre y de la del cristianismo (en el cual el Absoluto mismo por la
«encarnación» se ha hecho mundano y con ello tema de las categorías humanas)
la transcendencia sólo se realiza y es aceptada plenamente en la
«religación» (religión) formal al Dios conocido e invocado, el a. que duda o
niega explícitamente (prescindiendo de cuál sea su fundamento) es lo más
terrible del mundo, es la revelación de la necedad y la culpa de los hombres, y
un signo de la escisión de sus destinos ante Dios, la cual se consuma por el
acontener escatológico.
b)
La imposibilidad de un a. despreocupado
puede mostrarse especialmente en el campo de la experiencia moral. En
efecto, donde se afirma una absoluta obligación moral, late también una
afirmación implícita de Dios, aun cuando el individuo en cuestión no logre
objetivarla conceptualmente en un teísmo explícito. Pues la afirmación
existencialmente incondicional de un a obligación absoluta y de la existencia
de su fundamento objetivo constituye (aunque no explícitamente) una afirmación
de Dios. Y, viceversa, donde no se ve ni se quiere realmente (ni en forma
explícita ni en la realización concreta de lo ético) la obligatoriedad
absoluta de la ley moral, no cabe hablar de una presencia plena de lo moral en
cuanto tal (aun cuando entendamos lo ético independientemente de su
fundamentación teónoma); el comportamiento estaría entonces inmerso en los
impulsos, en lo convencional, en lo útil, etc. Naturalmente, puede haber una
ética atea en cuanto hay valores y normas de ellos derivadas que se distinguen
de Dios (la naturaleza personal del hombre y todo lo conforme con ésta); y es
posible descubrirlos y afirmarlos sin conocer explícitamente a Dios. En este
sentido la ética y sus normas son un ámbito objetivo de la naturaleza, el
cual, como todos los demás ámbitos objetivos de la creación, goza
de una relativa autonomía y de una posibilidad de acceso inmediato por el
conocimiento, de modo que, por lo menos en principio, también con los ateos
cabe entenderse acerca de ese tema. Pero la validez absoluta (u obligatoriedad
absoluta) de todos esos valores y normas, está fundada en la
transcendencia del hombre. Dicha validez absoluta sólo es conocida en cuanto
tal en la medida en que el hombre la aprehende como implícitamente afirmada en
aquella afirmación del ser y del valor absolutos que se da en la aceptación
decidida de la propia transcendencia (y a este respecto puede permanecer
plenamente abierta la cuestión de si esa afirmación es explícita o sólo
implícita). Así, pues, en cuanto lo moral incluye en su concepto esta
afirmación absoluta, no es solamente alguno de los ámbitos
objetivos hacia los que están enfocados el conocimiento a posteriori del hombre
y su conducta. En el carácter absoluto de lo obligatorio la dimensión moral
logra una dignidad que no puede compararse con otros ámbitos. Y, por tanto, no
hemos de concebir esta dignidad peculiar como si sólo estuviera fundada en Dios
de un modo mediato, a la manera como las demás realidades tienen su
«último» fundamento en Dios. Más bien, bajo el aspecto de la obligación
absoluta, en lo moral mismo en cuanto tal se transciende hacia Dios, y desde
esta perspectiva hemos de negar la posibilidad de una ética atea -incluso en el
plano meramente subjetivo- y en consecuencia la, del a. Alguien puede tenerse a
sí mismo por ateísta, cuando, en realidad, en su incondicional sumisión a la
exigencia de lo ético (si de verdad se somete; lo cual, por otra parte, no
implica necesariamente que desde el prisma burgués sea un «hombre bueno»),
él afirma a Dios y en la profundidad de su conciencia sabe que lo hace, aunque
en aquella esfera mental donde trabaja con conceptos objetivos interprete
falsamente lo que de hecho realiza.
c)
Un esfuerzo por la superación del a. debe tener conciencia de que, en la actual
y futura situación espiritual de la humanidad, al enfrentarse con el problema
del a. el cristianismo ha de contar con todo lo que en el campo dogmático él
dice desde siempre acerca del -> pecado en general, acerca de su raíz
permanente, de su (bien entendido) poder incluso en el justificado, de la
imposibilidad de arrancarlo del mundo, es
más, del incremento escatológico de su poder con el curso de la historia, de
la diferencia entre el pecado subjetivo y el (meramente) objetivo, así como
acerca de la imposibilidad humana de pronunciar un juicio definitivo sobre el
hecho de si un fenómeno visible implica o no culpa subjetiva. Teológicamente
hablando, todo esto debería decirse en la actualidad con relación al a., pues
él es hoy - y seguramente permanecerá - la forma más clara y poderosa, como
época, del pecado en el mundo. Del mismo modo que la Iglesia estaba y está
serena frente al fenómeno de la (por lo menos objetiva y con frecuencia solamente
objetiva) culpa en el mundo, y, en medio de esa ineludible experiencia, cree
con esperanza en la victoria de la gracia dentro de la historia del individuo y
de la humanidad (historia de la --> salvación), así también ella ha de
ejercitarse en una postura idéntica frente al a.
Las
demostraciones teóricas de --> Dios, por exactas e importantes que éstas
sean, actualmente sólo pueden tener eficacia en unión con una llamada
mistagógica hacia aquella experiencia religiosa de la -> transcendencia que
se da inevitablemente en la vivencia concreta de lo ético en general, de la
responsabilidad por una configuración activa del futuro y, sobre todo, de un
amor real y auténticamente personal al prójimo. Tanto al ateo culpable como al
inculpable (nosotros no podemos establecer una distinción adecuada y segura
entre ambos) hemos de hacerle entender en qué ámbito existencial él encuentra
a Dios, aun cuando no llame «Dios» a este último «de dónde» y «hacia
dónde» de su libertad moral y de su amor, aun cuando no se atreva a
«objetivarlos» y con frecuencia considere (en parte injustamente) la religión
sometida a categorías y a instituciones como una contradicción a ese misterio
inefable de su existencia.
Hoy
ya no podemos presuponer que bajo el término «Dios» todos entienden realmente
aquello que propiamente se debería significar con dicho vocablo y que, por
tanto, la cuestión está solamente en si ese Dios existe de verdad. En todo
lenguaje religioso hemos de procurar con suma diligencia que en él quede claro
en forma viva el carácter incomprensible de Dios, su sagrado misterio. Pues, de
otro modo (lo que nosotros llamamos) Dios ya no es el Dios real, y entonces lo
presentado bajo este término será rechazado por un a. que se tenga a sí mismo
por «más piadoso» y puro que un teísmo vulgar. Quien luche contra el a. como
fenómeno social de masas, en primer lugar debe tomarlo en serie y conocerlo, ha
de valorar sus causas y argumentos, confesando tranquila y abiertamente que con
frecuencia se ha abusado del teísmo y se le ha convertido en «opio del
pueblo»; debe además desarrollar un diálogo auténtico y sincero con
los ateos, aceptando todos sus presupuestos y exigencias y, en consecuencia,
estando incluso dispuesto a colaborar con los ateos en la configuración del
mundo común. La «lucha» no puede centrarse solamente en el campo de la
doctrina; más bien se ha de combatir sobre todo mediante el testimonio vivo de
cada cristiano y de la Iglesia entera, mediante una continuada autocrítica,
purificación y renovación, mediante el argumento de una vida religiosa que
esté libre de --> superstición y de falsa seguridad. A estas armas han de
sumarse la práctica de la justicia, de la unidad y del amor verdaderos y, con
ello, el testimonio de que un hombre, creyendo y esperando, puede aceptar la
penumbra de la existencia como nacimiento de un nuevo --> sentido infinito
para ésta, el cual es precisamente el Dios absoluto, que se comunica a sí
mismo (cf. Vaticano ii, Sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 21).
Karl
Rahner
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