SUMARIO:
I.
Introducción
II.
La antigüedad tardía:
1. Las catacumbas;
2. El arte triunfal;
3. Los mosaicos de Santa María la Mayor de Roma
1. Las catacumbas;
2. El arte triunfal;
3. Los mosaicos de Santa María la Mayor de Roma
III.
La iconoclastia
IV.
La iconografía bizantina
V.
La edad media occidental
VI.
El renacimiento
VII.
La contrarreforma
VIII.
Epoca moderna y contemporánea
I.
Introducción
La
iconografía de la madre de Dios forma parte de la historia, de la vida, del
pensamiento teológico y litúrgico de la iglesia [t Icono]. Este
artículo se propone ofrecer no tanto una lista más o menos aproximada de
imágenes marianas, sino más bien su lectura iconológica.
Como
es sabido, en el arte la -> belleza escondida supera a la belleza visible.
La
iconología considera el objeto de arte como expresión de cultura global, que
tiene necesidad para desarrollarse de un ambiente apropiado: teología,
liturgia, mística, sociología, política. A medida que se van asimilando los
contenidos del lenguaje figurativo, se accede a la "revelación de su
realidad interior, que los creyentes de todos los tiempos nos han confiado a
todos nosotros, como voz de fe y presencia de Cristo y de su iglesia".
En
la iglesia la liturgia expresa una teología: "lex orandi, lex credendi";
no es distinto ni menor el papel que representa la imagen sagrada. Para san Juan
Damasceno, "si un pagano viene y te dice: Muéstrame tu fe, llévalo
a la iglesia y, presentándole la decoración con que está adornado (el
edificio), explícale la serie de cuadros sagrados".
Por
su carácter decorativo, la imagen sagrada desempeña principalmente una
función catequética, litúrgica, didáctico-moral. Como nace de la comunidad
de los creyentes, pertenece al magisterio de la iglesia cualificarla y
convertirla en memoria.
Los
padres del concilio lI de Nicea (787), sancionando una tradición, declararon
que "la composición de las imágenes religiosas no se deja a la iniciativa
de los artistas, ya que pone de relieve los principios formulados por
la iglesia y la tradición religiosa. Solamente el arte pertenece al pintor; el
orden y la disposición son competencia de los padres".
La
iconografía y la liturgia son dos transcripciones de una misma fe teológica y
tradición eclesial. A veces la una ha repercutido en la otra. En algunos casos
resulta difícil decidir si es la imagen la que traduce un texto o si es el
texto el que traduce una imagen.
La
figura de María, a semejanza de la de Cristo, se sitúa en la historia del arte
religioso en el centro de la producción iconográfica. "El mero nombre de
la Theotókos, la madre de Dios, contiene todo el misterio de la
economía de la salvación"4. Las imágenes marianas contienen
los sentimientos de la iglesia para con Cristo, del cual "nosotros vimos su
gloria, gloria cual de unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de
verdad" (Jn 1,14) [/Simbolismo].
II.
La antigüedad tardía
El
arte y la literatura religiosa que van del s. iii al vi dedican un amplio
espacio a los relatos. Mientras los paganos ilustran los mitos en que basan sus
creencias, los cristianos se empeñan en mostrar la verdad de la historia
sagrada (Lc 1,1-4). El hombre de la antigüedad tardía se muestra sensible a la
concreción de los hechos, al elemento narrativo más que a la investigación
filosófica.
La
confrontación entre las partes es cerrada, a veces directa. "Nosotros os
respondemos -escribe san Justino- con una demostración basada no en la fe de
los que cuentan, sino en las profecías vaticinadas. Nos vemos obligados a creer
por la evidencia de los hechos, algunos de los cuales se han verificado ya y
otros están en vías de realización bajo nuestros propios ojos.
Esta
manera de proceder mediante alusiones y recuerdos del AT era común a los
cristianos, que la habían aprendido directamente de Jesús y de la primera
predicación apostólica. Los evangelios, cuando tienen que describir el plan
salvífico, recurren a menudo a frases o a episodios veterotestamentarios.
"Todo esto sucedió -explica Mateo a propósito del misterio de la
encarnación del Señor- para que se cumpliese lo que el Señor había dicho por
medio del profeta: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y
le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros" (Mt 1,22-23).
La
primera investigación de los escritores cristianos se dirige hacia la historia,
al problema del hombre, al Logos; tiende a precisar los vínculos que se
entrecruzan entre el AT y el NT, a fin de iluminar la oikonomía, el plan
de salvación llevado a cabo por Dios. La verdadera historia de la humanidad,
sostienen los creyentes, es la historia de la salvación (Heilsgeschichte), en
la que María participó directamente. Habiéndose adherido al plan de Dios,
ocupa un lugar excepcional de alcance histórico-teológico. María es la que
engendró al Verbo de Dios según la carne. En consecuencia, en los primeros
siglos, el arte la representa constantemente con el Dios niño entre sus brazos.
La iconografía acoge la fe de la iglesia orante: "Te damos gracias, oh
Dios, por tu puerum predilecto, Jesucristo, que nos has mandado en estos
últimos tiempos (como) salvador, redentor y mensajero de tu voluntad. Él es tu
Verbo inseparable, por medio del cual has creado todas las cosas y a quien, en
tu beneplácito, enviaste del cielo al seno de una Virgen y, habiendo sido
concebido, se encarnó y se manifestó como Hijo tuyo, nacido del Espíritu
Santo y de la Virgen.
1.
LAS CATACUMBAS. Parece ser que los antiguos cristianos no conservaron ningún
retrato de María, ni que idearon tampoco, como en el caso de los santos Pedro y
Pablo, un rostro o un tipo con líneas reconocibles. Es significativo que san
Agustín declare: "Ni siquiera conocemos la cara de la virgen María".
Las
imágenes marianas más antiguas proceden del arte funerario, de los cementerios
y catacumbas, lugares que, por no estar destinados al culto, limitan
necesariamente los conocimientos. De todas formas aparece claro que la
iconografía de la Virgen está subordinada y guarda relación con el misterio
de la encarnación del Verbo, con la doncella preanunciada por el profeta
Isaías: "He aquí que una doncella concibe y da a luz un hijo" (ls
7,10-16). Los fieles y la literatura cristiana la aclaman virgen y madre.
Los
episodios que se refieren a María proceden de los relatos -evangelios de la
infancia de Jesús: el anuncio del ángel a María, la virgen y el profeta
Balaán (para algunos, Isaías), el nacimiento de Jesús, la adoración de los
magos. Esta última es la escena más representada. Styger, a comienzos de este
siglo, contó hasta 85 representaciones de la adoración de los magos. La
más antigua, que se remonta probablemente a la segunda mitad del s. II, procede
de la "capilla griega" de la catacumba de Priscila. A diferencia de
las demás, que ofrecen generalmente a la Virgen madre en el acto de presentar a
su Hijo a los magos, en número incierto (dos, tres, cuatro), María cobija al
niño en su regazo.
Los
magos, que provienen de la ecclesia ex gentibus, son para los padres de
la iglesia "las primicias de los paganos", realizando las profecías
del AT y vinculando el NT al AT.
La
catacumba de Priscila posee además una escena insólita (s. u): María con el
niño tiene a su lado al profeta Balaán o, para algunos, a Isaías. La Virgen
madre tiene la cabeza cubierta por un velo y aprieta en su pecho al mesías,
mientras que Balaán, con su brazo levantado hacia lo alto, señala la
aparición de laa estrella que había preanunciado: "Una estrella se
destaca de Jacob, surge un cetro de Israel" (Núm 24,17)
[1 Liturgia 1, 7, c].
Según
algunos padres de la iglesia, los magos descienden de la estirpe de
Balaán. Esto explicaría probablemente por qué, en el arco triunfal
de Santa María la Mayor de Roma, Balaán y los magos se encuentran juntos en la
escena de la epifanía.
En
la literatura tipológica y figurativa se presenta a María en figura de orante,
sin el niño y con los brazos levantados. Probablemente es tipo de la iglesia:
"Maria figuram in se sanctae Ecclesiae demonstrat".. Un
vidrio dorado, del s. iii-iv, ofrece la imagen de Maria entre los
apóstoles Petrus y Paulus.
2.
EL ARTE TRIUNFAL. El concilio de Éfeso
(431) es un concilio eminentemente cristológico. Proclamando a la Virgen
madre de Dios, sostiene que desde niño Cristo era partícipe de la naturaleza
divina (para algunos herejes el momento del bautismo había marcado la unión de
las dos naturalezas) y que el único nombre que hay que dar a María es el de Theotókos.
De lo contrario, la redención perdería su significado: Dios no se habría
encarnado realmente en el seno de la Virgen ni habría salvado a los hombres por
medio de su pasión y de su muerte.
La
proclamación conciliar desarrolla el culto a María como madre de Dios: se
multiplican entonces las fiestas en su honor, primero en oriente y luego en
occidente (purificación, anunciación, natividad, dormición o asunción), se
le consagran iglesias en todas las partes del mundo. Según un testimonio del s.
VII-VIII, no hay ciudad que no tenga un templo dedicado a María. "Salve
Maria Deipara... propter quam in civitatibus in pagis et in insulis orthodoxorum
fundatae ecclesiae".
El
catálogo más antiguo de iglesias de Roma, en una añadidura al itinerario De
locis sanctis martyrum (s. VII), recuerda cuatro edificios sagrados
dedicados a María: la "Basilica quae appellatur Sancta Maria Antiqua",
iglesia erigida en el foro romano; la "Basilica quae appellatur Sancta
Maria Major", o sea, Santa María la Mayor, erigida por el papa Liberio (352-366)
y renovada por Sixto III (432-440); la "Basilica quae appellatur
Sancta Maria Rotonda", o sea, el Panteón, transformado. en iglesia por
Bonifacio IV (608-615), y finalmente la "Basilica quae appellatur
Sancta Maria Transtiberim", que estaba dedicada a la Virgen al menos desde
el s. vi.
El
título repetitivo de Sancta Maria se relaciona con el griego de Theotókos,
como pone de manifiesto la inscripción sobre el ambón de Santa María
Antiqua, que Juan VII (705-707) "noviter fecit": + IOHANNES
SERVUS SCAE MARIAE / + IOANNOU-DOULOUTES THEOTOKOU" 14. En
la iconología la imagen de la Sanclá Maria latina corresponde
teológicamente a la de la Theotókos.
Las
epifanías de las catacumbas reciben entonces una importante innovación. Se
aísla el grupo de la madre con el niño y, en posición frontal, se le presenta
a la veneración de los fieles con el resultado de una densa imagen teológica.
La Virgen sentada en el trono es ella misma trono de Dios, templo del Verbo
encarnado. La mano acogedora de la Virgen interrumpe la linealidad del
grupo, rodeado de ángeles y/o de santos a manera de escolta.
La
catacumba de Comodila ofrece, en un fresco votivo del s. vi, la imagen de María
con el niño en el trono entre los santos Félix y Adaucto, con la donante, la
viuda Túrtura. El fresco prepara el mosaico de la adoración de los magos, en
san Apolinar Nuevo de Rávena. La majestad de María se armoniza con la gravedad
del Logos.
Si
el occidente produce este tipo, que probablemente procede del norte de África,
el oriente desarrolla otra iconografía: la Virgen del tipo Odigítria, "la
que señala el camino". Es la imagen de la pintura atribuida a san Lucas y
enviada en el 451 a Constantinopla por la emperatriz Eudoxia, que la
ofrece a la devoción de los fieles. En poco tiempo aquel cuadro se convierte en
ejemplar para otras innumerables representaciones marianas [/ Icono], sobre
todo de carácter teológico.
La
Virgen Odigítria posee todas las características de la sencillez y de
la esencialidad dogmática. María es la Theotókos, vestida con el maphórion
o velo. Dirige su mirada hacia el fiel, indicándole con la mano derecha al Logos
de Dios, a quien sostiene en su brazo. Cristo es sólo aparentemente un
niño en su estatura, mientras que es, por el contrario, un adulto en el rostro,
en sus gestos (en la mano izquierda lleva un rollo) y hasta en su manera de
vestir (el hymátion). La iconografía es francamente cristológica. La
madre de Dios (acompañan a su figura las abreviaturas en griego de méter
Theoú: MR-THU) está en función del Hijo, aquel que da alegría a toda
criatura, tal como señala la oración litúrgica.
En
esta época la iglesia está especialmente comprometida en la defensa del dogma,
pero el arte no renuncia a pintar la ternura de la madre
hacia el Hijo. Un capitel conservado en Rávena recuerda la tradición de la
pintura de las catacumbas de Priscila.. El niño, que se agita
desnudo en atención a la tradición helenista, es abrazado por María con todo
su afecto. Un solo nimbo une los rostros de madre e Hijo.
La
Virgen que estrecha en sus brazos al niño es una escena que se encuentra en
algunas pinturas de Egipto y en medallas de plomo.
La
iconografía mariana aparece también en las paredes de los ábsides, que hasta
entonces estaban reservadas a temas eminentemente teofánicos. En la ciudad de
Parenzo (Porec) la concha absidal de la basílica eufrasiana posee el mosaico de
"la Virgen en el trono con el niño entre ángeles, santos y los
donantes" (s. vi). A los lados de las ventanas están las escenas de la
anunciación y de la visitación.
3.
Los MOSAICOS DE SANTA MARÍA LA MAYOR
DE ROMA. La iconografía mariana alcanza su apogeo en los mosaicos del arco
triunfal de la basílica de Santa María la Mayor, de Roma. Ejecutados pocos
años después del concilio de Efeso (431), por disposición de Sixto III
(432-440), forman parte del precioso complejo de mosaicos que decora la
basílica. Las paredes de la nave principal contienen episodios del AT; el arco
presenta algunas escenas sacadas de los evangelios de la infancia de Jesús. Los
mosaicos del ábside (1290), ampliado por el papa Nicolás IV (1288-1292),
fueron sustituidos por otros del franciscano Jacopo Torriti.
El
arco triunfal, como reseña la inscripción situada en su parte superior, SIXTUS
EPISCOPUS PLEBI DEI, está dedicado por el papa Sixto al pueblo de Dios en
marcha hacia la Jerusalén celestial. Los dos polos principales son el episcopus
y la plebs Dei [/ Dedicación].
Los
mosaicos, después de haber sido proclamadas las verdades teológicas sobre el Logos
y sobre la Theotókos, recuerdan veladamente la obra del obispo de
Roma, llamado por su sucesión en la cátedra de Pedro a restablecer la caridad,
después de que el concilio tratara de resolver las discrepancias entre los
patriarcas Juan de Antioquía y Cirilo de Alejandría. El papa sale al encuentro
de las dos iglesias, obteniendo la mutua pacificación. El arco celebra, junto
con la fe proclamada en Éfeso, la paz renovada. La escena de la adoración de
los magos, que proceden de Antioquía según las creencias y la literatura de la
época, va seguida de la adoración de Afrodisio, según un apócrifo que sitúa
el episodio en Egipto. En la parte superior, los apóstoles Pedro y Pablo, a los
lados de la Ethimasia, presentan la plebs Dei a Cristo que viene.
Aparte
del Logos, María y José, que aparecen ambos cuatro veces, incluso en
escenas distintas, son los coprotagonistas del arco. La Virgen va vestida con el
traje de una basilissa (reina) bizantina; recuerda, por su porte, a la
hija del faraón (mosaicos de la nave central). Representa probablemente a la
misma iglesia de Roma, dado que Bizancio no conoce esta iconografía ni la
reproduce nunca. José, el casto esposo de María, es tipo del obispo, testigo y
guardián virgen de los misterios de la iglesia.
El
ciclo de los mosaicos se abre con el panel del anuncio del ángel a María. La
Virgen basilissa, en el centro de la escena, rodeada de varios ángeles,
una especie de silenciarios previstos por el ceremonial de la corte, devana una
madeja de púrpura destinada, según los apócrifos, al velo del templo. Se
dirige dinámicamente hacia ella el Espíritu Santo, en forma de paloma blanca,
acompañado de un ángel que, se extiende horizontalmente
en el cielo. La paloma, que aparece con frecuencia en la escena del bautismo de
Jesús, como se observa en los bautisterios de Rávena, es rara en una
anunciación.
Tras
el anuncio del ángel a José viene la presentación de Jesús niño en el
templo. La basilissa, introducida por José, el padre legal de
Cristo, presenta al mundo religioso judío el Logos, a quien sostiene
entre sus brazos.
En
el panel de la adoración de los magos, María está sentada en una sede aparte,
al lado del Logos, que ocupa hierático un enorme trono ornado de piedras
preciosas. La Virgen basilissa (la iglesia) sirve de contrapunto a una
figura de mujer (la sinagoga) que, pensativa, aprieta en su mano izquierda un
pergamino desenrollado, que es quizá la historia ya cumplida del AT.
Finalmente,
la basilissa está presente con José en la adoración de Afrodisio, el
gobernador de la ciudad de Sotine (Egipto). Introducidos pqr el obispo (José),
el Logos y la iglesia (María) van acompañados una vez más por la corte
celestial.
El
simbolismo de la Virgen basilissa no se olvidaría ya en la ciudad de
Roma. Unos siglos más tarde son los benedictinos los que difunden por todas
partes esta iconografía, desde San Vicenzo, en Vulture, en la Italia
meridional, hasta las más remotas iglesias monásticas al otro lado de los
Alpes.
En
Santa María Antiqua los artistas romanos representan en frescos, en el 550, a
"la Virgen basilissa en el trono con el Logos entre Miguel y
Gabriel". Los dos arcángeles presentan a la Virgen la corona y el cetro,
insignias de la realeza. En la misma iglesia, hacia el 705, un fresco en la
concha del ábside presenta una vez más la majestad de la Virgen, rodeada de la
corte celestial. Los vestidos y la corona real de María recuerdan a la Teodora
de San Vital, en Rávena 20.
La
imagen de la Virgen reina se desarrolla según nuevos esquemas y formulaciones
iconográficas. En Santa María in Trastévere, en Roma, sirve para ilustrar el
Cantar de los cantares en el mosaico de la concha del ábside (1140). La basilissa
está sentada junto a Cristo, en el mismo trono. El libro abierto que
sostiene Cristo dice: "Ven¡ electa mea et ponam in te thronum meum".
El encuentro del esposo con la esposa comentan
los escritores medievales- significa el encuentro de Cristo con la iglesia. Una
imagen semejante se encuentra en la basílica benedictina de Subiaco [t
Santuarios I1, 3, 4].
III.
La iconoclastia
En
oriente, la lucha iconoclasta del s. vi¡¡-ix afecta a la imagen de María. En
la iglesia la hostilidad al culto de las imágenes se había manifestado ya
antes, pero a partir del s. viii adquiere tonos dramáticos. La causa de esto
son las discrepancias entre la hegemonía imperial y los monjes ricos, que
fomentan por su parte el culto a las imágenes; la expansión política y
cultural del islam, iconoclasta por principio; y finalmente la influencia
judía.
El
conflicto estuvo provocado por el emperador León III Isáurico (717-741), que
prohibió en un edicto (725) las imágenes, el culto de las mismas y su
producción. A pesar de la oposición por parte del pueblo, de los monjes y de
los pontífices romanos, vuelve a confirmar esta prohibición en el 730,
inaugurando una lucha despiadada y sangrienta que, con excepción de un
paréntesis de unos veinticinco años, duró más de un siglo. El conciliábulo
de Hieria (754), convocado por Constantino
1 Coprónimo (741-755), insiste en la condenación de "las odiosas y
abominables imágenes". Como respuesta, los iconódulos elaboran una propia
y verdadera teología de los iconos, que triunfó en el concilio II de Nicea
(787). La victoria, promovida por la emperatriz Irene, regente de Constantino
VI, no duró mucho tiempo. León V el Armenio (813-820), con un sínodo
convocado en Santa Sofía de Constantinopla (815), desautoriza a Nicea y
reconoce las actas del conciliábulo del 754. Prosiguen las prohibiciones y
persecuciones, con dureza implacable, hasta los tiempos de Teófilo (829-842),
un emperador docto en teología. En el 843 la emperatriz Teodora convoca un
concilio en Constantinopla y restituye definitivamente la producción y el culto
a las imágenes (fiesta de la
ortodoxia).
Durante
la tempestad, "los iconos de Cristo, de la Virgen y de los santos fueron
entregados a las llamas y a la destrucción.
El mismo Constantino V ordena que se retire el ciclo evangélico de las
Blaquernas, sustituyéndolo por "árboles, flores, diversos pájaros y
animales, rodeados de hojas de hiedra, y entre ellas un gran número de grullas,
cornejas y pavos reales". Un testigo de aquellos tiempos se muestra
irónico: "La iglesia se ha quedado transformada en un vergel y en una
pajarera".
La
cuestión, en el aspecto doctrinal, se centra en la imagen de Cristo, definido
por los opositores de las imágenes "sin voz y sin respiración".
Sostienen que representar a Cristo significa representar solamente la naturaleza
humana, ya que la naturaleza divina es inexpresable. Al eliminar la naturaleza
divina -siguen diciendo-, se rompe la unidad de su persona. Por la parte
opuesta, los iconódulos responden que prohibir las imágenes de Cristo
significa poner en peligro el misterio mismo de la encarnación. En el
evangelio, Cristo se define imagen del Padre: "Felipe, el que me ve, ha
visto al Padre" (Jn 14,8-10). Pues bien, negar la imagen es como negar la
humanidad y la divinidad del Señor. La fe y la teología exigen el culto a las
imágenes.
El
arte participa directamente en la causa de la defensa del dogma. La imagen de la
Theotókos entra en el repertorio iconográfico porque consolida la
cristología, al intervenir en el episodio central de la encarnación del
Señor.
La
iglesia de la Dormición, en Nicea, conservaba hasta el año 1922 una de las
pocas imágenes, probablemente del 787, es decir, el año del Niceno II, que se
libraron de la furia iconoclasta. La escena, situada en el ábside, presenta a
la Theotókos en pie, con el niño erguido entre los brazos, introducida
por la mano bendiciente del Eterno. La imagen fue devuelta a los
fieles por disposición de un tal Naukratios, después de que los iconoclastas
la hubieron sustituido por una cruz. María, como un cirio enorme encendido a la
gloria de Dios, destaca sobre un fondo dorado.
La
iconoclastia favoreció la inmigración de muchos griegos a occidente,
especialmente a Roma, en donde su presencia está documentada por los frescos de
la capilla de los santos Quirico y Julita en Santa María Antiqua. En gran parte
se trata de ex votos, ordinariamente imágenes de Cristo y de la Virgen, con
santos y figuras de los donantes. El primicerio Teodato, llevando en las manos
dos cirios encendidos, se hace representar con el papa Zacarías (741-752),
también griego, a los pies de Quirico y de Julita y de los apóstoles Pedro y
Pablo. Estos santos forman corona en torno al trono de la Virgen reina con el
niño. La iconografía de la Theotókos, en lugar de representarla como
la basilissa romana, la cubre con el maphórion según el uso
bizantino.
En
la misma capilla hay un nicho que posee una gran "crucifixión",
según las fórmulas siro-palestinas. María
(scA MARIA), en acto litúrgico, en pie al lado de la cruz y con las manos
vueltas hacia arriba, asiste a la tragedia del Hijo. La composición representa
a los personajes en tipologías ¡cónicas.
De
una factura muy distinta es la llamada Virgen de la clemencia, una tabla
al temple, de un artista romano del s. vut, que se conserva en Santa María in
Trastévere. Todavía se respira el ambiente áulico de la pintura helenizante:
María es la basilissa con el niño, rodeada de dos ángeles.
Volviendo
a Santa María Antiqua, un fresco en un pequeño ábside llama la atención por
su iconografía. Presenta a las tres madres, santa Ana, santa María y santa
Isabel, que sostienen en las rodillas, respectivamente, a María, a Jesús y a
Juan, criaturas que forman a su vez una tríada. Recuerdan la Déesis: Cristo
entre la madre y el pródromo (precursor), intercesores por excelencia.
Más que devocional, la escena es teológica; se refiere a los protagonistas
terrenos de la encarnación del Señor.
El
papa Juan VII (705-707) dedica, en el pórtico de San Pedro, una capilla a
María decorada por mosaístas romanos con ciclos que se refieren a la vida de
Cristo y de san Pedro. Los fragmentos -una Virgen de pie (San Marcos, en
Florencia), la adoración de los magos (Santa María in Cosmedin, en Roma), un
busto de María (catedral de Orte), el retrato del papa y los restos de la
crucifixión, del lavatorio de los pies y de la natividad (Grutas vaticanas)-
hacen recordar a Santa María Antiqua.
Oriente
influye en Pascual I (817824), un pontífice de origen romano. Él mismo se hace
representar en el mosaico del ábside de Santa María in Domnica en el acto de
sostener el pie de la Angelostitos. La Virgen es el trono del Verbo
encarnado; se sienta como reina (Kyriotissa) entre las filas de los
ángeles. El maphórion está adornado de cruces simbólicas, una en la
parte superior del velo, las otras dos en el pecho. El coro de los ángeles que
la rodean recuerda al Cristo en el Gólgota (Maestro de Juan VII) de Santa
María Antiqua. La iconografía oriental se ha tratado con soluciones romanas.
La
iglesia de los santos Nereo y Aquileo, en Roma, abre el mosaico del arco
triunfal con la escena de la anunciación, y concluye con la majestad de la Theotókos
con el niño.
A
comienzos del s. VIII se remontan los frescos que se descubrieron en 1944 de
Santa María Foris Portas, en Castelseprio. También aquí los episodios, dentro
del arco triunfal, que se desarrollan en dos registros, se refieren a la
historia del nacimiento de Jesús. Casi por toda Italia, desde Brescia (la
iglesia de San Salvatore, 753-816) hasta Benevento (Santa Sofía, pintor
meridional, 760), se encuentran fragmentos que se refieren al misterio de la
encarnación que tuvo lugar en el seno de la Virgen.
IV.
La iconografía bizantina
La
iconoclastia condujo a la formación de un cierto fixismo iconográfico. Si la
imagen -se dijo- se refiere a un prototipo (que adorar, si es Dios; que venerar,
si es un santo), el principal deber del pintor es reproducir constantemente el
mismo tipo. De aquí la preocupación por el retrato, que adopta un
extremo realismo, heredado de las tumbas paganas del Fayún, de Egipto; la
preocupación por los detalles, la cuidada indicación del nombre para
cualificar el tipo. A la imagen de la Virgen se le añade la inscripción MR-THU,
es decir, madre de Dios.
Bizancio,
a partir del s. xi, difunde su arte y sus cánones, desde las regiones del mundo
eslavo (Virgen orante de Santa Sofía, en Kiev, hacia el 1040) hasta los
países del este, desde Venecia (Odigitria del ábside de Torcello que
sustituyó en 1190 a un Cristo Pantocrátor) hasta Sicilia (la Virgen orante
entre dos arcángeles, de la catedral de Cefalú). María es siempre la misma:
nariz sutil y rectilínea, orejas atrofiadas, labios cerrados, ojos apagados.
Lleva el maphórion, incluso cuando es la Kyriotissa o la Angelostitos;
ocupa en el interior del templo, según las exigencias litúrgicas y
teológicas, el lugar que le reserva un programa iconológico propio, detallado
y preciso. Las preocupaciones dogmáticas prevalecen a veces incluso en las
imágenes y en los relatos destinados a la piedad popular. El oriente cristiano
no olvida las luchas doctrinales, sostenidas para defender la maternidad divina
de María.
La
divulgación del rezo del Ave Maria, que comprende tan sólo las palabras
del ángel con la añadidura del Jesus, contribuye a difundir la
iconografía de la anunciación, inserta varias veces en un contexto histórico
y/o teológico.
Santa
Sofía de Constantinopla posee el "Anuncio del ángel a María", en
clípeos, en el mosaico de la luneta "El basiléus León IV es proskynesis
ante el Pantokrátor" (876-912). El emperador se postra a los
pies del Rey de reyes, ante aquel que fue anunciado por el ángel a María como
Hijo del Altísimo.
El
Pantokrátor (959) y la escena de la anunciación vuelven a aparecer,
respectivamente, en la concha y en el arco
absidal de la iglesia rupestre de las santas Marina y Cristina en Carpignano, en
Apulia, formando una sola visión histórico-teológica: la encarnación y la
segunda venida del Señor, el comienzo y el cumplimiento de la redención.
Cristo Pantocrátor es el Señor, que se sienta entre el ángel y el fíat de
la Virgen.
El
códice miniado Exultet Bari 2 (s. xii), de la catedral de Bari, contiene
en la letra "V" de la palabra Vere, legible bien como alfa o
bien como omega, un Cristo en el trono, rodeado en los bordes de tres clípeos
que representan al ángel Gabriel, a la Virgen y a la paloma del Espíritu
Santo.
Todavía
es más explícita la "Majestas Domini con anunciación"
(bajorrelieve del s. xin) de la iglesia de Sant'Angelo, en Bitritto, cerca de
Bari. El ángel de la anunciación, que viste hábitos litúrgicos, lleva en la
mano izquierda un incensario.
Otra
iconografía, ligada a la encarnación del Hijo de Dios, es la imagen de la Déesis,
plegaria que la iglesia orante dirige a Dios Padre para obtener la vida
eterna. Se compone de una tríada formada por el Cristo Pantocrátor entre
María y Juan Bautista, los intercesores. María está presente como madre, Juan
como el que lo señaló presente entre los hombres.
En
la anáfora de san Juan Crisóstomo, la Theotókos es la primera criatura
humana a la que se invoca para interceder, seguida inmediatamente después por
el pródromo: "Te ofrecemos además este culto inmaterial..., sobre
todo por la stma. pura, gloriosísima y bendita virgen María, san Juan Bautista
el precursor y los santos apóstoles dignos de toda alabanza"27.
Interceden ante el Amigo de los hombres para que conceda la lux aeterna. La
Déesis de las iglesias rupestres de Capadocia y de Italia
meridional28 tienen el Pantokrátor con el libro abierto, en
el cual se lee: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en
tinieblas, sino que vivirá la luz de la vida" (Jn 8,12).
En
Cosenza, la estauroteca (s. xii) del tesoro de la catedral tiene el crucifijo
con los intercesores María y el pródromo. La escena se inserta en un
contexto litúrgico. El clípeo inferior lleva el altar con los símbolos de la
pasión y del sacrificio eucarístico; arriba, el ángel litúrgico. La
iconografía de la Déesis es una imagen común en el área cultural
bizantina.
V.
La edad media occidental
A
partir del s. xii una oleada de devoción mariana inunda a Europa; se asiste a
un impulso de amor hacia la Virgen sin precedentes.
En
primera línea quienes la fomentan son las órdenes religiosas, los
premostratenses y los cistercienses. San Norberto, para honrar a la Virgen,
entrega a sus discípulos, los hijos de Prémontré, el hábito blanco; la orden
del Císter pone sus monasterios bajo la protección particular de María.
En
Francia el clero y los fieles consagran. a Nuestra Señora la mayor parte
de las grandes iglesias: Notre-Dame de Laon (1150), NotreDame de París (1163),
Notre-Dame de Amiens (1220), Notre-Dame de Chartres (1194), etc. En Sicilia
Jorge de Antioquía dedica la Martorana (1143), de Palermo, a la Theotókos; delante
de su imagen se hace representar el almirante Ruggero II en proskjnesis. El
rey normando Guillermo 11 (1166-1189) ofrece a María la catedral de Monreale.
Un capitel lo representa en el acto de presentar la iglesia. Suger, que por
circunstancias históricas y locales tiene que dedicar la iglesia a Saint Denis,
se postra a los pies de la Virgen ("Anunciación') en una vidriera del
magnífico templo.
En
la espiritualidad religiosa medieval, María es un punto de referencia. Puerta
del cielo, hace de pilastra que divide la puerta central de la catedral de Reims,
mientras que Notre-Dame de París le reserva dos portales. Algunas historias
relativas a la vida de María decoran la puerta principal de Notre-Dame de
Sanlis. La Virgen se destaca en todos los ambientes de la iglesia, desde la
fachada externa hasta la concha del ábside; fuente de nuevos esquemas
iconográficos, se promueve como lectura simbólica y mística.
La
imagen acentúa los tonos de cariño maternal y muestra sensibilidad al expresar
sus emociones íntimas. Lo mismo que la homilética, la iconografía apela,
además de a las fuentes bíblicas y patrísticas acostumbradas, a los himnos
litúrgicos, a las leyendas maravillosas, al enorme repertorio de la t piedad
popular.
La
Virgen que está dando de mamar al niño, debe parte de su difusión a los
himnos litúrgicos. "O gloriosa virginum / sublimis inter sidera / qui te
creavit parvulum / lactante nutrís ubere". La iglesia del
monasterio de San Andrea in Barletta tiene en la parte posterior del pórtico de
entrada una "Virgen de la leche", sacada directamente de un códice
miniado.
El
ábside de la iglesia de Santa María in Monte d'Evio, en el Gargano, muestra a
la Theotókos que enseña al Cristo Pantocrátor los senos con los que lo
alimentó. El fresco (s. xiv), todavía inédito, resulta singular. La madre de
Dios participa del esquema clásico de la Déesis, pero, prescindiendo de
los acentos teológicos, asume los tonos de una intercesión más humilde y
humana.
Es
semejante, bajo el aspecto del humanismo que afecta cada vez más a
la figura de María, la escena llamada de "la tempestad que hay en el
corazón", una variante del repertorio que se refiere a la natividad de
Cristo. Un ejemplar de esta iconografía procede de los mosaicos (finales del s.
xu) de Jacopo Torriti en el ábside de Santa María la Mayor. José es presa de
la duda y parece inclinado a escuchar la tentación. En algunas imágenes, el
diablo, bajo la forma de pastor giboso y cubierto de pelos, le muestra un
bastón seco para argumentar sobre la imposibilidad de la virginidad de María.
La Virgen mira a José, como para tranquilizarlo, y le ofrece el niño.
El
tema de la natividad de Cristo se presta además para exaltar la participación
de la madre de Dios en el misterio de la redención. María está echada en el
lecho, mientras que el divino infante se encuentra en el pesebre, parecido a un
altar, bajo el aspecto de víctima. "Ponitur in presepio, id est Corpus
Christi super altare". En algunos casos la madre, que
participa del sufrimiento redentor, vuelve la cabeza para no mirar al Hijo
(portal de la catedral de Laon); en otros lo acaricia amorosamente (portal de la
destruida colegiata de San Michele in Terlizzi, de Bari, obra firmada de
Anseramo da Trani, s. xut).
La
edad media no duda en atribuirle algunos significados simbólicos. La Virgen,
"sedes Sapientiae", trono de la divina Sabiduría, está sentada en la
fachada de la catedral de Chartres entre las artes liberales y los grandes
pensadores de la antigüedad: Aristóteles, Cicerón, Euclides, Boecio,
Pitágoras, Tolomeo y otros. Los Exultet de Salerno y de Troya (Exultet
3) muestran en la escena de la crucifixión a la iglesia y a la sinagoga; la
primera, bajo la figura de María, recoge en un cáliz la sangre que brota del
costado de Cristo, mientras que la segunda, una mujer,
es apartada por un ángel.
La
misma composición (vidriera), en la catedral de Bourges (Francia), ve a María
reina con la corona en la cabeza. Jacopo Torriti, en el mencionado ábside de
Santa María la Mayor, ejecuta en mosaico la espléndida escena, conocida en el
arte francés, de Cristo coronando a su madre.
La
corona real, adornada de piedras preciosas, se convierte en la edad media casi
en regla para la Virgen con el niño. El Museo de Arte sagrado de L'Aquila
conserva un buen número de estas esculturas, de las más variadas
iconografías, que provienen de las iglesias de la región de los Abruzzos.
Capítulo
aparte merecen las Maestá [Majestades] (Virgen con el niño) toscanas y
umbras. La Virgen entre los ángeles y san Francisco (Asís, fresco en la
basílica inferior), la Virgen en el trono y los ángeles (Florencia,
Galleria degli Uffizi), la Majestad de Duccio di Buoninsegna (Siena,
Opera del Duomo), La Virgen Rucellai (Florencia, Santa María Novella),
por citar sólo algunas de las más famosas, son imágenes estrechamente ligadas
a la vida de la piedad cristiana y expresan alguno de los muchos atributos
propios de la Virgen, así como los sentimientos que suscitaba en el corazón de
los fieles. El arte se hace también eco de la nueva concepción religiosa,
advertida por san Francisco.
VI.
El renacimiento
El
artesano medieval había vivido en el anonimato, trabajaba para el pueblo de
Dios, se consideraba partícipe de la misión evangelizadora de la iglesia. En
el renacimiento el artista, que ha ido adquiriendo poco a poco libertad, sale de
la artesanía y lleva un nombre propio, adquiere en la
sociedad y en la cultura un papel insospechado hasta entonces. Jorge Vasari
(1511-1574) escribe una obra con un título significativo, Vidas
de los
más excelentes arquitectos, escultores y pintores. El
artista se ve solicitado
por los poderosos y por los ricos y aumenta el prestigio de los mismos. Algunos
mecenas se hacen retratar en las pinturas como oferentes en oración.
La
cultura figurativa evoluciona debido a la imprevista y apasionada búsqueda de
lo bello tras el descubrimiento de la belleza clásica. Se reviste al evangelio
con las formas de Grecia. La nueva estética hace creer que no es la caridad,
sino la belleza de Platón, la que tiene que decir la última palabra sobre el
mundo.
El
arte pierde los antiguos modos de expresar lo sobrenatural, los fondos de oro,
el hieratismo, los símbolos, el contenido litúrgico, y se pone en manos de lo
natural. Le pide a la belleza física y a la naturaleza que abra un nuevo camino
que lleve a la trascendencia. Sólo los artistas profundamente espirituales,
como el Beato Angélico (1400-1455), consiguen liberarse del riesgo del
sensualismo para imprimir a las formas el esplendor de una luz interior. Las
vírgenes corren el peligro de convertirse en un ejercicio sobre hermosas
mujeres, serenas, que dejan en la sombra los aspectos dolorosos de la vida
cristiana y no tienen ya al niño apretado entre sus brazos.
Entre
finales del s. xv y comienzos del xvi el grupo de la Virgen [Madonna] con
el niño adquiere una mayor desenvoltura, una vivacidad insólita. No está ya
sola, sino que la pareja está acompañada ordinariamente por figuras: santa
Ana, santa Isabel, el pequeño Juan Bautista jugando con el niño Jesús
(Rafael, Virgen del Pajarito [Cardellino], Florencia, Pitti; Leonardo, Virgen
de las
Rocas, París, Louvre). Las
"sagradas Conversaciones", hieráticas en el siglo anterior (Pietro
Lorenzetti, Virgen con niño, san Francisco y
san
Juan, Asís, basílica inferior),
obtienen un éxito sin igual. La Virgen, una mujer llena de gracia, se encuentra
en primer plano, conversando con los santos y con los fieles, en medio de un
espléndido paisaje que se divisa en la lejanía.
Los
episodios y los títulos o verdades marianas (anunciación, nacimiento,
presentación en el templo, huida a Egipto, crucifixión, asunción,
coronación, inmaculada concepción) se narran libremente, dejados a la devota
interpretación de los mecenas y de los artistas. Las pinturas del Beato
Angélico (Guidolino di Pietro), que infunde a la Virgen un ardor místico
excepcional, hacen pensar en su dimensión espiritual. Interpreta en clave de
atenta dignidad religiosa la concepción nueva del volumen, de los espacios y de
la luz, que había aprendido del Massaccio. Una Anunciación, tema que
trató varias veces, o la Coronación de la Virgen (París, Louvre) son
la exaltación de un humilde camino religioso artístico que, a través de la
experiencia de una meditación puntual del arte de la miniatura, llega a la
contemplación del inmenso mundo de los bienaventurados.
La
pintura toscana confía a la dulzura del rostro la eficacia de comunicación a
través de lo estático y de lo inmaterial, que recuerda en sus efectos las
sugerencias interiores producidas por los fondos dorados. Masolino da Panicale
(1383-1440/1447; Asunción, Nápoles, Pinacoteca), Lucas Signorelli
(14501523; Descendimiento, Orvieto, capilla de San Brizio), Sandro
Botticelli (1445-1510; Virgen del Magnificat, Florencia, Uffizi)
retratan a la Virgen con un aura de juventud y de gentil elegancia.
Rafael
(1483-1520) aspira con su genio a la perfección ideal, estableciendo una nueva
relación entre lo humano y lo divino. Sus Madonnas (Desposorios de la
Virgen, Milán, Brera; Virgen de la Silla, Florencia, Pitti; Virgen
de Foligno, Pinacoteca Vaticana) participan del ideal de la más alta
belleza, ofrecida a los fieles por la sugestión de los altares.
Los
artistas subjetivizan la interpretación de lo sagrado y abren la posibilidad de
nuevos descubrimientos interiores del alma humana. Tal es el caso de Miguel
Angel (17451564), que pasa del modelo sumamente controlado sobre la verdad de la
Piedad vaticana al modelado más libre, siguiendo sus intuiciones
psicológicas, de la Piedad de Santa María del Fiore, concebida para su
sepulcro de Palestrina, y de la Piedad Rondanini. Estas esculturas se
sitúan como piedras miliarias señalando el camino interior del artista. Al
principio el joven Miguel Ángel modela un rostro de la Virgen más joven que el
de su Hijo, luego un rostro casi inmerso en lo infinito para atribuir a la
redención, con la que une su dolor, una llamada a lo invisible.
El
renacimiento italiano cede su lugar a la crisis espiritual de la Europa
cristiana, la reforma, con la consiguiente contrarreforma. La iconografía deja
de ser apacible y serena, para hacerse sufrida, tensa en la búsqueda de nuevos
cánones que, aun sin olvidar las lecciones de la estética del renacimiento, le
propongan al hombre el fervor por las cosas de Dios.
VII.
La contrarreforma
El
concilio de la contrarreforma, convocado por primera vez en Mantua en 1537 y que
se abrió en Trento, después de no pocas dificultades internas y externas, el
13 de diciembre de
1545, promulgó en su última sesión de trabajo, la XXV (el 3 de dic.
de 1563), un decreto sobre las imágenes sagradas, destinado a
orientar durante siglos la historia de la iconografía y de la iconología
religiosa. La orientación tridentina lleva desde finales del s. xvi a una
civilización figurativa bien compuesta y al mismo tiempo unitaria.
"El
santo concilio prohíbe que en las iglesias se ponga una imagen, inspirada en
error, que pueda inducir a engaño a la gente sencilla: quiere que se evite toda
impureza, que no se ofrezcan imágenes de aspecto provocativo. Para asegurar el
respeto a estas decisiones, el santo concilio prohíbe, incluso en las iglesias
que no están sujetas a la visita del ordinario, una imagen insólita, a no ser
que la haya aprobado el obispo".
Este
canon es una toma de posición contra las iglesias protestantes, que eran
iconoclastas por su lógica interna, y sobre el uso de las obras de arte en las
iglesias. Los protestantes niegan algunas verdades que se refieren a María y
acusan a la iglesia católica de haber hecho que sustituyera a Cristo. Los
luteranos y los calvinistas se esfuerzan en reducir su papel en la obra de la
redención y niegan hasta la autenticidad de las palabras del ángel: "Ave,
Maria, gratia plena" 35 [/
Protestantismo].
Lo
que los protestantes rechazan de la teología y de la piedad de la iglesia se
convierte, por parte de los católicos, en objeto de mayor ardor y devoción. El
jesuita Gumppenberg publica en Alemania el Atlas marianus (Ingolstadt
1657), una colección de las Vírgenes más célebres de Europa. El
canónigo Astolfi escribe una Historia Universale delle Imagini miracolose
delta Gran Madre di Dio (Venecia 1624) para probar a los protestantes que
los milagros hechos por las imágenes se cuentan por millares. Samperi pasa revista
a todas las imágenes de la Virgen veneradas en Messina (Iconologia della
Madre di Dio, Maria, protettrice di Messina, Mesina 1644). En muchas
iglesias se pone una corona preciosa sobre la cabeza de María a las imágenes
pintadas. En Santa María la Mayor de Roma, la Salus populi romani es
colocada en una capilla magnífica (1611), revestida de frescos y de mármoles
preciosos, que exaltan las virtudes de María. San Lucas, considerado por la
tradición como autor del retrato de María, añade al atributo acostumbrado del
buey la imagen de la Virgen (Roma, pechinas de Sant' Andrea della Valle y de San
Carlo al Catinari).
Los
artistas participan en la defensa de las virtudes de María como si fueran
apologistas. Algunos de ellos, a diferencia de los artistas del s. xvi, son
cristianos fervorosos: Gianlorenzo Bernini (1598-1680), el Guercino (1591-1666),
Barocci (1528?-1612), Carlo Dolci (16161686), el Domenichino (1581-1641), Guido
Reni (1575-1642), el piadoso Ludovico Carracci (1555-1619), Domenico Fetti
(1589-1624) y otros. En su arte desarrollan temas relativos a María (inmaculada
concepción, el rosario, la Virgen que socorre y ayuda a sus devotos...).
La
iglesia vuelve a tomar la dirección de las artes. Pastores, teólogos y laicos
se ocupan de la iconografía para orientar la imagen sagrada. En el terreno
europeo, el flamenco Juan Ver Meulen, llamado latinamente Molanus, publica en
Lovaina (1570) el De picturis et imaginibus sacris liber unus: tractans de
vitandis circa eas abusibus et de earum significationibus, que alcanza en
1626 cuatro ediciones con el título De historia sanetarum Imaginum, pro vero
earum usu contra abusus libri IV (Lovaina 1594; Amberes 1617, 1619 y 1626).
El
cardenal Gabriel Paleotti escribe el Discorso intorno alle immagini sacre (Bolonia
1582), para indicar la nueva orientación de la iglesia, especialmente a los
artistas de Bolonia. Rafael Borghini publica el Riposo (Florencia 1584)
con la intención de señalar los deberes del artistaa que ejecuta las obras
destinadas al culto. Juan Andrés Gilio (Dialogo degli error¡ dei pittori, Camerino
1564), Romano Alberti (Trattato della nobiltá delta pittura, Roma 1585),
los cardenales Carlos y Federico Borromeo (Instrucciones fabricae el
supellectilis ecclesiasticae, 1577; De pietura sacra, Milán 1624) se
comprometen -con muchos otros- en favor de una civilización figurativa que
corresponda a los criterios de los derechos de la historia y de lo honesto.
Las diócesis, a pesar de que dictan "reglas fijas y severas",
participan activamente en la creación de un patrimonio iconográfico, inédito
todavía en parte. Promueven ambientes artísticos, dan estímulos y sugerencias
que corresponden a la historia religiosa y cultural de los mismos territorios.
Las
normas que regulan la iconografía mariana, observadas más o menos por todas
partes, están recogidas de este modo por el cardenal Federico Borromeo:
"Hay que conservar los símbolos y los misterios que se emplean para
representar a la Virgen santísima... No hay que representar a la madre de Dios
desvanecida al pie de la cruz, ya que esto va contra la historia y la autoridad
de los padres... Que la imagen de la santísima Virgen se parezca en vivo a
aquel divino Rostro... Y para que los pintores saquen del natural con más
exactitud la imagen de la Virgen, propondré el ejemplo que nos ha dejado el
mismo Nicéforo: ... para color prefería el trigueño, cabellos rubios, ojos
penetrantes con las pupilas claras y casi del color de oliva.
Las
cejas curvadas y de buen color negro, la nariz algo larga, los labios
redondeados y llenos de la suavidad de las palabras; el rostro ni redondo ni
agudo, sino un tanto alargado, lo mismo que las manos y los dedos más bien
largos..."
Insistiendo
en el parecido de la Virgen madre con el Hijo, característica iconográfica que
continúa hasta el s. xviii, el arzobispo de Milán prescribe: "Por tanto,
me gustaría que los pintores, cuando hagan las imágenes de Cristo y de María,
recordasen esta sola cosa que la antigüedad creyó de forma unánime y que los
santos padres nos transmitieron: que el rostro del Salvador fue admirable por la
perfecta semejanza que tenía con el de su madre, de manera que todo el que mire
a la madre o al Hijo pueda fácilmente reconocer en la madre al Hijo y en el
Hijo a la madre".
Denuncia
la "indecencia de los que pintan al divino niño mamando de manera que
muestran desnudos el pecho y la garganta de la Virgen, siendo así que esos
miembros no se deben pintar más que con mucha cautela y modestia".
Los
artistas cumplen en general estas normas y se atienen, en la decoración de las
iglesias, a los programas iconográficos que les han asignado, especialmente los
religiosos. Los jesuitas, los carmelitas, los agustinos, los dominicos, los
franciscanos, los trinitarios, los siervos de María, los mínimos tienen para
sus iglesias un programa iconográfico, deducido de la historia espiritual de su
orden y en el que María ocupa un papel destacado.
Los
dominicos promueven la imagen de la Virgen del rosario, asociada en el año 1571
a la victoria prodigiosa que la Europa cristiana obtuvo sobre el islam en la
batalla naval de Lepanto. Los frailes predicadores evocan a los ojos encantados
de los fieles
la escena del famoso sueño de santo Domingo. La Virgen muestra a san Francisco
y a santo Domingo, los dos grandes y nuevos fundadores, para calmar la cólera
del Hijo. Los carmelitas predican por todas partes la devoción al escapulario.
Los cartujos representan a María como patrona de su orden: ilustran sus
apariciones a los hijos devotos de la Cartuja. El repertorio mariano se amplía
con apócrifos, leyendas, episodios de vida espiritual, visiones, éxtasis, ya
que expresan mejor que la historia el deseo ideal de las almas.
La
Virgen del peregrino, pintada por Caravaggio (1573-1610) para la iglesia
de San Agustín, en Roma, es una Virgen con el niño que avanza hasta el umbral
de la iglesia para presentarlo a la veneración de una pareja de ancianos
campesinos; a la Virgen de los palafreneros, conocida también como Virgen
de la serpiente (Roma, Galleria Borghese), se la rechazaron debido a la
desnudez del niño Jesús; desarrolla, sin embargo, un tema teológico: María
es la nueva Eva, que pisa con sus pies la serpiente. La acompaña, bajo la
mirada fija y lejana de santa Ana, el pie de Jesús adolescente. La bula sobre
el rosario de san Pío V aprueba este doble aplastamiento simultáneo de la
serpiente: "La Virgen pisó la cabeza de la serpiente con la ayuda del
niño".
El
fervor creativo del s. xvii se enriquece a continuación con la conquista de
tonalidades cromáticas que dan al tema del dolor una mayor visión de reposo en
la fe. Algunos artistas le asignan a la Virgen un veló de tristeza. Conrado
Giaquinto (1703-1766), uno de los mayores exponentes del rococó romano, subraya
el dolor de María (Virgen del Rosario, Malfetta, iglesia de Santo
Domingo; Descanso en Egipto, Roma, colección privada), poniendo en las
manos del niño una pequeña cruz, como
destino que le han reservado los hombres.
VIII.
Época moderna y contemporánea
La
fidelidad a la palabra más que al espíritu de los principios tridentinos
caracteriza, a partir de la segunda mitad del s. xviii, el terreno de las artes
cristianas. La iglesia utiliza en gran escala las imágenes producidas en serie,
atenta más bien al conservadurismo estético y sentimental que a la calidad
creativa, demostrando una enorme cautela en la recepción de novedades
figurativas. El arte sagrado, al empobrecerse, se comprende como vuelta ad
prototipa, que excluyen lo profanum,
lo inhonestum
y lo insolitum.
Pío
IX promueve la devoción mariana proclamando en 1854 el dogma de la inmaculada
concepción. Considerando el número de las congregaciones marianas, las
peregrinaciones a los lugares de las apariciones, las devociones populares, los
actos del magisterio, los congresos, deberíamos creer que el s. xix fue el
siglo de María. Pero si lo fue en el campo teológico y devocional, es
ciertamente distinta la situación en el campo iconográfico. La imagen mariana
queda mortificada por esquemas académicos de antigua ascendencia, que no
corresponden ya a la sensibilidad de los tiempos, por temas populares para la
devoción privada, por un conservadurismo miope que apela a las descripciones
que ofrecen los videntes para traducir el corazón inmaculado de María, la
Virgen de Lourdes, Nuestra Señora de Fátima. Sin embargo, Bernadette, cuando
le preguntaron a qué pintura se parecía más la Virgen que había visto en las
apariciones, señaló un icono del s. xii.
Nació
cierto intento renovador gracias
a los nazarenos, un grupo de pintores, eminentemente alemanes, que
pasaron del protestantismo al catolicismo y se fueron a vivir a Roma. Franz
Pforr (1788-1812), Peter Cornelius (1783-1867), Carl Philipp Fohr (1795-1818),
Philipp Veit (1793-1877) y algunos otros. Friedrich Overbeck (1789-1869), el
director de la escuela, soñaba con unir el alma del Beato Angélico con la
ciencia pictórica del "divino Rafael", convencido de que un arte,
realmente grande y útil, sólo puede basarse en los principios cristianos. Su
gran retablo El triunfo de la religión en las artes, de 1833-1840
(Francfort, Stádelsches Kunstinstitut), es una obra inspirada en la célebre Disputa
del sacramento, de Rafael. En ella la Virgen ocupa el puesto del Salvador.
El
faentino Tommaso Minardi (1787-1841), pintor, crítico de arte autorizado de
comienzos del s. xix, sobre todo en Roma, al mirar a los nazarenos se
confirma en la idea de que el neoclasicismo es incapaz de traducir al arte la
tradición católica. En la Aparición de la Virgen a san Estanislao de
Kostka (1825), para la iglesia de San Andrés al Quirinale, se adhiere a los
ideales de Wilhelm Heinrich Wackenroder (1773-1798) y de August Wilhelm von
Schlegel (1767-1845).
La
influencia dedos nazarenos se advierte en Francia dentro del círculo que
se formó en torno a Jean-Dominique Ingres, que permaneció unos veinte años en
Italia (18061826). En La Virgen y la Hostia, ejecutada en varias
ocasiones, llevado por su admiración a Rafael, traduce el rostro de María en
un asombroso retrato.
En
Inglaterra los prerrafaelitas, fundados en 1847 por Dante Gabriele Rossetti
(1822-1882), sugieren una visión surrealista del mundo, conscientes de que la
tierra indica la realidad del cielo. Crean algunas obras, como
La infancia de María, La anunciación (Londres, Galería Tate), del
mismo Rossetti; El taller del carpintero (1850, Londres, Galería Tate),
de John Everett Millais, que enriquecen, actualizándola, la iconografía
mariana.
Alemania,
con la abadía de Beuron, fundada por Solesmes, se propone dar al arte cristiano
un espíritu litúrgico. Por desgracia, la escuela no conoce más que vírgenes
majestuosas, de tipo bizantino, figuras hieráticas y eclécticas, que no
pertenecen ni a la vida de Dios, ni a la de los hombres, ni a la historia del
sentimiento.
Del
impresionismo, escuela que surgió en Francia en la segunda mitad del s. xix, no
se aprovechó nada o casi nada el arte cristiano. Los ambientes católicos no lo
comprenden y prefieren glorificar a la Virgen con los academicismos y con el
llamado fenómeno del gigantismo: se colocaron enormes estatuas encima de las
torres, de las columnas, de, las colinas y de las altas montañas.
Se
debe a Puvis de, Chavannes (1824-1898), a Gustave Moreau (1826-1898),
a Paul Gauguin (18481903), a Odilon Redon (1840-1916) y sobre todo al pintor
Maurice Denis (1870-1943), que escribió una Histoire de 1 árt religieux (Flammarion,
1939), el intento de abrir un nuevo camino a través del simbolismo. La imagen,
a semejanza del rito litúrgico, es un signo sensible. El teórico Denis no
preveía que estaba preparando el cubismo.
Las
experiencias de Georges Rouault (1871-1958: La Piedad para la Exposición
de arte sagrado de 1939; La Virgen madre en las litografías del
Miserere; La crucifixión, que une la paz del Cristo muerto al noble
dolor de María y de los asistentes), de Alexandre Cingria (1879-1945), de Gino
Severini (18831966: La Piedad, fresco en la iglesia de
La Roche en Suiza) y de otros artistas contemporáneos, presentes en la
Colección de arte religioso moderno de los Museos Vaticanos,
advierten que el arte sagrado no consiste en el estilo, sino en la
autenticidad de la inspiración. El problema no está en el arte como tal, que
pertenece al artista, sino en la cultura en crisis y privada de la teología
visiva, que tiene necesidad de encontrarse nuevamente con el pensamiento, el
programa, el credo de la iglesia en oración.
Una
larga y significativa serie de artistas contemporáneos, como Fran cesco
Messina, Emilio Greco, Domenico Purificato, Silvio Consadori, Vanni Rossi,
Trento Longaretti, Francesco Nagni, Enrico Manfrini y otros muchos han ofrecido
una imagen variada, a menudo profundamente religiosa y sugestiva, de la Virgen.
La expresión mariana más lograda de nuestro tiempo está constituida por la
capilla del rosario de las dominicas de Vence, en Provenza (1947-1951); esta
obra maestra de Henri Matisse (1869-1954) se ha convertido en un punto de
referencia de la intimidad religiosa, que en su sencillez elemental, casi de
renuncia, responde a una exigencia que hoy se siente de manera particular:
"Quiero -escribe Matisse en 1908- un arte de equilibrio, de pureza, que no
inquiete ni turbe: quiero que el hombre cansado, encadenado, extenuado, saboree
delante de mis pinturas la calma y el reposo".
Sigue
abierto el tema de la traducción a términos culturales actualizados de la
nueva imagen de María propuesta por el c. 8 de la Lumen gentium (1964),
del Vat II, que nos presenta a María inserta en la historia de la salvación y
modelo nuestro en la peregrinación de la fe, que pone en crisis ciertas
hipostitaciones individualistas que proyectan a la Virgen en una zona separada y
distante.
Entre los escasos intentos en este sentido hay que enumerar el amplio compromiso
de Silvio Amelio, que en el ciclo de 30 misterios evangélicos Evangelio con
María se enfrenta con los episodios dentro de una perspectiva en sintonía
con la figura conciliar de la Virgen. Un ejemplo típico de esta nueva
sensibilidad religiosa es la composición María, discípula de Cristo, que
con sentido plástico, dinámico y colorista pone a María de rodillas delante
de. Cristo, que la invita a seguirle. En línea con el Vat II, esa imagen es
considerada en el terreno ecuménico como "emblema y prefiguración de una
forma nueva de mirar a María y como un puente lanzado entre el catolicismo y el
evangelismo".
P.
Amato
DicMa 221-238
DicMa 221-238
IX.
El árbol genealógico de María
"Tocando
en el capitel, se ve a la virgen María sobre el árbol, cuyas hojas ni
envuelven ni proyectan sombra alguna sobre la casta hija de Sión". Esta
imagen de la Virgen se encuentra en el Pórtico de la Gloria de la catedral de
Compostela. El arte románico y la inspiración del Maestro Mateo dejaron en
este Pórtico una de las huellas más preclaras de la teología de la época y
de la tradición cultural llegada a Compostela por los caminos de la peregrinación.
Esta virgen María del Pórtico de la Gloria pertenece a la composición bíblica
el árbol de Jesé, que será reproducido muchas más veces en los
retablos clásicos de las catedrales españolas con firmas de Juan de Juni o
Gregorio Fernández. Lo importante del que aparece en Compostela es que, a su
antigüedad, añade la circunstancia de ser una de las primeras manifestaciones
españolas de la presencia de la Virgen en el arte religioso de su tiempo. Hasta
entonces, en las iglesias de España, lo que había era alguna imagen mariana
que podría haber llegado desde regiones extrañas: imágenes bizantinas
-iglesia de Santa María de Puerto, en Santoña-, imágenes tradicionalmente
atribuidas a la escuela supuesta de san Lucas, pinturas provenientes de los-
supuestos mismos pinceles del evangelista. Seriamente, sabido es que no se puede
afirmar que hubiera en vida de la Virgen ningún retrato de la Señora. Ni san
Lucas fue tampoco un bienaventurado pintor al que, naturalmente, le entraría la
tentación de dejarnos el retrato de María. Ambos -el evangelista y la Virgen-
participaban aún de la vieja tradición judía que recelaba de -llegaba
a prohibir- las imágenes de Dios en materiales de barro o madera o pintura. Los
llamados "árboles genealógicos de Nuestra Señora" son, pues, de
creación nacional española. Y se insertan en la vieja práctica castellana de
buscarle a la familia una línea de sangre que tuviera poco que ver con las
mezclas judaizantes o neoconversas que tan siniestramente eran perseguidas por
las autoridades y por la sociedad. Curiosamente, el cuadro genealógico que,
en el s. xvi, pinta Luis del Va¡ para la catedral de Sevilla nos presenta al
pie del árbol nada menos que el esqueleto blanquecino de un hombre: el
esqueleto del primer hombre, Adán. La Virgen -se nos viene a decir- es de ahí
de donde nace. Cosa que sitúa las evocaciones marianas a la altura misma de
cualquier precedente barroco en la pintura.
X.
Las catedrales anónimas
Había
escrito el Rey Sabio las Cantigas de Nuestra Señora. Había cantado
Alfonso X cómo fue recibida la Virgen en el cielo: "Con procesiones".
Y se nos había quedado en la tierra lo mejor de su recuerdo: las imágenes
hechas a medida del pensamiento y de la devoción. Es el instante en que surgen
en España -las grandes catedrales: Toledo, León, Sevilla, Burgos. Más las que
en Galicia -Orense, Tuy- rascan el resto de inspiración que aún queda del
prodigio de Compostela. La Virgen aparece como Patrona de estos templos
catedralicios. Especialmente bajo la teología de la asunción. Y se multiplican
algunas esculturas importantes: la de la catedral de Zamora, por ejemplo. Que es
descrita como "gallarda y con un
desenfado pocas veces visto en la imaginería de la época': Se
trata de una imagen del s. xiii, policromada tres siglos despues, pero que
conserva intactas las líneas del rostro, la opulencia de ropajes, la menudez de
las facciones y la gracia con que sostiene al Niño, que vuelve el rostro hacia
su Madre. Cerca de Zamora, en la capital del Reino de León, se labra por ese
mismo tiempo la imagen de la Virgen Blanca, que servirá de parteluz a la puerta
principal del templo catedralicio. Puede ser obra del mismo autor que hizo el
tímpano del Juicio Final, que queda también en la portada principal de la
"pulcra leonina". Es de rara perfección natural. De una belleza
física que casi parece estar dando entrada a los cánones griegos del
renacimiento. La Virgen, además de piadosa, es una bella mujer. Y los autores
de aquella España que despertaba a los grandes misterios del arte de la piedra
y la pintura la quisieron guapa y al estilo de las bellezas de la tierra.
Pero
es posible que, con anterioridad a estas vírgenes de las catedrales
impresionantes de la alta edad media española, se puedan encontrar otras
huellas precisas de la Virgen-efigie-devoción. Por ejemplo: en distintas
iglesias de Castilla y Andalucía se habla de y se custodian algunas imágenes
atribuidas a la santidad de Fernando III, rey de Castilla y León, conquistador
afortunado, privilegiado monarca que llegó desde Castilla a las orillas mismas
del mar en playas andaluzas. Dice la tradición que el rey llevaba siempre
consigo, en el arcén del caballo, una imagen de Nuestra Señora. En Autillo de
Campos (Palencia), por ejemplo, se muestra una hermosísima Virgen del Castillo:
heredada de la reina doña Berenguela, madre de Fernando III. Y la Virgen de
Linares, en Córdoba, también parece que tiene estos mismos orígenes reales.
Dicen los historiadores de la Virgen de Linares que "se
remonta, por lo menos, al tiempo de la conquista de Córdoba por san Fernando
en el año de 1236". Se trata de
vírgenes, en cualquier caso, que juegan ya a equilibrar la teología con los
elementos personales más piadosos. Suele aludir cada imagen a la misión
redentora de la Virgen no sólo porque lleva al Niño en los brazos, sino
también porque pisa con su pie la cabeza del dragón. Y porque trata de
expresar la condición inmaculada de María. De donde cabe atribuir a esta
imaginería mariana una de las más hondas preocupaciones de las iglesias
españolas de la época: la proclamación de la pureza inmaculada de María,
defendida con votos especiales que hallan en Villalpando (Zamora) y Onteniente
(Valencia) dos de sus juramentos más solemnes.
En
tierras de Levante -en Cocentaina (Alicante)- aparece por este tiempo un cuadro
de la Mare de Deu del Miracle. Se habla de que tiene una antigüedad no
inferior al s. v. De que fue donado por Pulqueria Augusta al cardenal Besarión
para que, a su vez, hiciera donación del mismo al papa Eugenio IV. Y que el
sucesor de éste, Nicolás V, lo entregó a don Ximen Pérez de Corella, conde
de Cocentaina. Es una pintura hermosa, de evidente raíz bizantina, aureolada
por el prodigio de unas lágrimas de sangre que se dijo había llorado en
tiempos de guerras civiles -germanías y así- habidas en aquellas tierras
valencianas. Importa mucho la pintura, que es de bellísima ejecución y que
debió servir de modelo a muchas de las pinturas que en la región valenciana se
hicieron posteriormente. Lo demás queda librado a la tradición y al
sentimiento.
XI.
Los primeros grandes autores
Gil
de Siloé, para la catedral de Burgos, repite en la capilla de Santa Ana,
a mediados del s. xv, el árbol de Jesé: dormido el patriarca, abierto el pecho
para que de él arranquen los ramajes, entrecruzándose hacia arriba los brazos
de la progenie, con san Joaquín y santa Ana dándose amorosamente la paz en
gesto lleno de liturgia y populismo y rematando el gesto en una flor, "sobre
cuyo cáliz apoya sus plantas la virgen santa María" : La
Virgen no es una niña, sino una joven madre que tiene sobre sus rodillas al
hijo que de ella ha nacido. De manera que, de repente, los artistas españoles,
fuertemente influidos por la tradición familiarista del país y de sus cuidados
heráldicos, nos dan un grupo doméstico al que no le falta casi nada. La Virgen
se convierte en el nexo que va de la condición estrictamente humana del
matrimonio de Ana y Joaquín a la condición estrictamente divina de la persona
de Cristo. El grupo de la familia de la Virgen se repetirá de manera incansable
en casi todo el arte escultórico de los ss. xiv y xv, para desembocar en la
pintura popular del s. xvi. Se pueden encontrar estas trinidades domésticas
en la mayor parte de nuestras catedrales: Burgos, Burgo de Osma, Sevilla,
Toledo, Ciudad Rodrigo, Orense, Tuy, Pamplona, León...
Por
cierto, en Tuy nos es dado empezar a presenciar una de las formas marianas más
naturalistas y piadosas: las que presentan a la Virgen en el trance amoroso de
su expectación maternal: fecundo el vientre, con una mano tiernísima sobre el
mismo y con los ojos casi perdidos en el infinito del misterio. Hay una Virgen
de la Expectación que pertenece al s. xvi en esta catedral de Tuy. Que es de la
misma época que la Anunciación -entre azucenas y nardos- perteneciente al
mismo retablo. Curiosamente, éste es el tiempo en que la imagen de María
aparece más aproximada por los artistas a títulos
y urgencias cristianas que tienen poco que ver con las devociones de cofradías
que aparecerían posteriormente en la piedad popular. Así, resulta hermoso
descubrir, por ejemplo, a Nuestra Señora del Amparo en una de las
puertas de la catedral de Pamplona (s. xiv), imagen sobre la cual reposa un
tímpano bellísimo con el grupo numeroso que componen los personajes de la
escena llamada "Dormición de Nuestra Señora"; con fecha,
igualmente, del s. xiv. En la capilla de Barbazana -catedral de Pamplona- está
la Virgen del Consuelo, con una clave central que representa a Nuestra
Señora y el Niño con dos ángeles que prestan adoración y sostienen en las
manos dos cirios encendidos. Hay también en la misma catedral una Virgen de las
Buenas Nuevas -hermoso título periodístico- en talla policromada del s.
xvi. Pero de delirio poético puede calificarse el título de Virgen del
Alba, en la catedral de Burgos, capilla a la que solía ir santa Teresa a la
misa de madrugada cuando estaba esperando permisos del arzobispo para hacer el
convento de carmelitas.
Cuando
estallan en Castilla y Aragón las escuelas de los primitivos pintores
-influenciados por el arte flamenco, pero dispuestos a emanciparse cuanto
antes-, la corte de los Reyes Católicos da entrada a la mayoría de ellos. Y se
produce un vertiginoso proceso de incorporación de la imaginería mariana a la
devoción y al decorado. Alejo Fernández, en pleno s. xv, incorpora a la
imaginería de la familia de María algunos elementos cargados de originalidad.
Santa Ana y san Joaquín, por ejemplo, aparecen en la pintura de Alejo
Fernández como una pareja de observantes judíos que van al templo a hacer al
Señor unas ofrendas que les atraigan la bendición de una fecundidad
matrimonial de la que por el momento
carecen. Y es que al pintor español que se acerca a la vida de la Virgen le
preocupa una explicación: la de cómo se produjo el nacimiento de Nuestra
Señora. Y se recurre a una especie de transposición de la historia del
nacimiento de Juan el Bautista. También en la casa de la Virgen -lo cuenta
bellamente Pedro de Berruguete en el retablo de Paredes de Nava (Palencia)- hay
una cierta melancolía cuando pasan los años y Ana, la esposa, no aporta
descendencia al matrimonio. Joaquín, un poco amurriado, se ha retirado al monte
y hace vida de pastor, igual que en las nacientes odas de Garcilaso. Entonces un
ángel le anuncia a Ana que va a ser madre, noticia que se le da también a
Joaquín para que abandone su retiro en la montaña y regrese a casa, donde le
espera la gran alegría de la paternidad.
Luego
nace María. Miles de nacimientos de la Virgen hay tanto en la pintura como en
la escultura de la época. Se tiene la impresión de que a estos pintores
españoles no les llega muy clara la diferencia existente entre la concepción
inmaculada de la Virgen -asunto absolutamente interior y milagroso- y el
nacimiento de la Virgen, cosa que no sabemos que se hubiera producido
milagrosamente. Es frecuente, por eso mismo, una cierta proliferación del tema
de la Inmaculada confundido con el tema de este nacimiento en el prodigio.
Prodigio inventado por la leyenda cristiana, ya que en la Escritura no hay
alusión alguna al acontecimiento. Lo que pasa es que a los artistas españoles
se les pide una obra que sirva no solamente de magnífico adorno y hermosura de
las grandes iglesias o de las capillas que la devoción familiar levanta a
María, sino que esas obras sirvan también de memorial y catecismo sobre la
teología de Nuestra Señora.
Juan
de Juni, por ejemplo, hace para la catedral de Valladolid un retablo portentoso
que cuenta la vida de la Virgen en los pasos principales y más consecuentes con
el evangelio. Pero, habiendo de empezar por algo, se comienza por decir que la
Virgen nace y cómo nace y dónde nace. El dormitorio en que María viene al
mundo es -generalmente- un dormitorio aristocrático: amplio lecho en que
descansa Ana; dosel que cubre y da buena sombra a la recién parida; mujeres que
se afanan en torno al acontecimiento... Una de las mujeres prepara lienzos. Otra
prepara un caldo sustancioso para la madre. Hay lebrillos de agua por todos los
rincones. Y una cuna pequeña en que será depositado el cuerpecillo de María
cuando esté listo para todo. Luego se nos cuenta de ella cómo aprende las
primeras letras en las rodillas de su madre, Ana. Hay una ejemplaridad muy sutil
en las esculturas de Juni, de Fernández, de Montañés, de Pedro Roldán, de
Becerra. Juni, en ese retablo de Valladolid, da noticia del abrazo de Ana y
Joaquín cuando comparten la noticia del nacimiento de Nuestra Señora. Y del
ambiente cálido que reinaba en el hogar de los santos esposos. Y de cómo
cumplieron la voluntad de Dios llevando a María al templo para que se
consagrara allí como una especie de sacerdotisa a la antigua usanza. No importa
que algunos de estos detalles se salten a la torera la discreción del
evangelio. Lo que les importa a los artistas nacionales no es la creación
neutra de unos motivos que coincidan con lo religioso sólo en el orden de lo
temático. Lo que les importa es que la traza del cuadro o del relieve o de la
escultura sea, a la vez que una hermosa obra de arte, un capítulo más de ese
catecismo del color o de la piedra al que aspiran los predicadores de la época.
XII.
Las "anunciaciones" españolas
Las
características del momento más dibujado, pintado y esculpido en la vida de la
Virgen no son similares en todas las escuelas. Al revés: marcan diferencias muy
sutiles que dan personalidad y estilo a cada una de las tendencias. El pintor
español del s. xv y del s. xvi se cubre de rubor cuando se acerca al hermoso
momento en que el ángel entra en el pequeño oratorio de la Virgen. Ella está
siempre en oración. Una oración inteligente. Pedro de Berruguete, por ejemplo,
en la anunciación de la Cartuja de Miraflores -en Burgos- hace que la
Virgen doble suavemente el cuello para quedarse ligeramente sorprendida y
turbada ante la presencia del ángel. Está de rodillas. Sobre un almohadón de
raso y seda, posible influencia árabe. Con las manos ligeramente abiertas sobre
el pecho, como si estuviera abrazando el aire del misterio. Él reclinatorio le
sirve también de pequeño pupitre. Y en él, sobre un paño de raso rojo,
descansa un libro de las Escrituras. Abierto. La Virgen estaba leyendo en él.
Repasaba, quizá, los datos del anuncio del mesías. Viste la Virgen un largo
vestido en rojo intenso. Y el manto, con un juego impresionante de dobleces
sobre sí mismo, es de un hondo azul turquesa. Quiere esto decir que Pedro de
Berruguete convierte en noticia de su tiempo -orden en la estancia, lujo en los
detalles, composición ligeramente manierista- lo que en la historia de la
redención quizá fue sólo el testimonio de una teología intuida más que
explicitada. Ese tiempo de los tanteos ha pasado ya. Y al pintor le es lícito
convertir en gozo y en detalle pictórico todo lo que fue mensaje sobrenatural
y, por eso, absolutamente intraducible. El ángel de estas anunciaciones españolas
es mucho más denso que el ángel de Fra Angélico, por ejemplo. Se trata de un
hermoso mancebo que se acerca a la Virgen como se podría acercar -en la corte
de Castilla- al cenáculo interior de la reina. Viste túnica en verde
esmeralda, por ejemplo, en el cuadro de Berruguete. Le cae la cabellera sobre el
espaldar de un manto en oro y rojo. Y en las alas hay rojo también, como si el
misterio y el asombro estuviera dando relumbre al vuelo del enviado... Al fondo
de la estancia de la Virgen se adivina otra estancia abierta al jardín. El
artesonado de esta habitación exterior es hermoso y de época. Y hay dos
pequeños sitiales junto al: ventanal, al estilo de los que aún se pueden ver
en el Alcázar de Segovia, por ejemplo. Y un jarrón con azucenas -jugando al
símbolo y al adorno- se ha quedado a medio trecho entre las palabras del ángel
y la distancia a que las escucha María. Unas palabras, por cierto, que casi
siempre vemos escritas en una filacteria que sale de labios del ángel, de los
dedos del ángel, o que se enrosca al cetro con el que a veces llega el ángel
desde las alturas. Unas alturas desde las que se desprende raudamente
la-presencia del Espíritu que cubrirá a la Virgen en su maternidad. Casi
siempre, en forma de blanca paloma.
En
el retablo de la misma Cartuja de Miraflores, salido de las manos de Diego de la
Cruz y de Gil de Siloé entre los años 1496-1499, nos es dado asistir a una
escena compuesta con elementos muy similares a los de Berruguete, sólo que en
madera y gubia. También aquí la Virgen está arrodillada en dorado
reclinatorio. También tiene un libro abierto sobre él. Se le han dorado los
cantos al libro. También la Virgen abre las manos sobre el pecho en señal de
asombro y acogimiento de la Palabra. También el ángel lleva túnica y manto. Y
ese cetro en la mano por el que trepa la filacteria del anuncio de la
maternidad. En esta tabla de Siloé y Diego de la Cruz hay un curioso detalle
que también puede ser descubierto en la impresionante fachada renacentista -al
lado sur- de la catedral de Coria: el eterno Padre, con tiara pontificia y
arreos episcopales, vigila la escena desde la altura, mientras sostiene el mundo
con su mano izquierda. Presta así al gran acontecimiento toda la trascendencia
que el mismo tuvo en la existencia de Dios y de la misma virgen María. Esta
presencia del Padre en el momento de la anunciación quizá había sido heredada
de los autores de la escuela de Guás durante la última década del s. xv. A
ellos se debe, por ejemplo, el retablo del monasterio de Santa María del
Paular (Segovia), que ha sido señalado como uno de los más bellos de Castilla.
Aunque
a la hora de fijar bellezas y calidades convendría no perder de vista el
retablo de Juan de Juni para la catedral de Burgo de Osma. Juni concibe su obra
como una gran escena representada a distintos niveles. Los viejos profetas se
asoman a los sucesos como podrían asomarse al interior de un escenario desde
cualquiera de los forillos. Se dan cita todos los anuncios, todas las
profecías, todos los sucesos. La Virgen es la gran protagonista de lo que allí
acontece: anunciación, visitación, nacimiento de Cristo, desposorios de ella
con José, presentación en el templo, purificación... Cuando la vida de Cristo
va a entrar en situaciones en que la Virgen no tuvo presencia especial, parece
como que el instinto se' le encoge ligeramente al artista. Reaparece en todo su
fulgor cuando vuelve a entrar de lleno la Virgen en los momentos dramáticos de
la pasión y de la muerte de Cristo. Pero esta temática pasionaria encuentra en
los artistas españoles del barroco su más
alta rentabilidad teológica.
Una
nota más sobre las anunciaciones españolas. Cuando llega El Greco, la
pintura religiosa se dobla a las exigencias de un talento personal y distinto.
El Greco, por místico y original, no está ya en la línea de los primitivos
aragoneses o castellanos, discípulos, por ejemplo, de Juan de Flandes o de los
imagineros que aprendieron el oficio en Italia, como Juan de Ancheta, por
ejemplo, a quien se debe el retablo mayor de la iglesia de Tafalla, en Navarra.
Un Ancheta que convierte en cristianas y españolas casi todas las lecciones de
gravedad y fuego que había recibido de la escultura dejada por Miguel Ángel.
El Greco aporta a la pintura religiosa española todo el ímpetu creador
-renovador hasta el exceso- que su propia personalidad le crea y organiza. La anunciación
del Museo del Prado es una gran fiesta. Ya no estamos en el recogido
oratorio de Berruguete o de Siloé. Estamos en la juerga mística que en el
cielo montan los ángeles cuando se abren las nubes y desciende como un rayo el
Espíritu fecundador. Guitarrones, arpas, pianoforte, clarinete... Ángeles de
túnicas rojo-escarlata, de verde esmeralda, de azul turquesa. Y la Virgen se ha
vuelto del todo hacia el ángel, sin aquella modestia que pudimos contemplar en
los primeros artistas de la anunciación. Las manos están mucho más abiertas.
Y el ángel, que está de pie y no en actitud reverencial, o cruza sus manos
sobre el pecho como si quisiera cubrir un amago de escote que desentonaría con
la gravedad de la escena. Los cielos están rotos por la luz. Y al ángel, bajo
sus pies, lo sostiene un trozo de nube cárdena similar a las nubes que El Greco
puso, por ejemplo, al paisaje de Toledo.
Juan
de Juanes, en su retablo de la Inmaculada para la iglesia de Bocairente
(Valencia), convierte en puro pudor todo el
tema mariano. Hace una pintura ilustrada. Adorna los costados de la tela con
invocaciones marianas muy cultas. La Virgen, muy alta y muy recogida en la
intimidad de su misterio inmaculista, es la primera que adora la obra de Dios.
Tiene los ojos muy sumisos. Y las manos muy juntas sobre el pecho. Y el vestido
es muy blanco. Y apenas si se le adivina un manto azul por encima de los hombros
y a orillas del costado. A sus pies, la luna. Y, cercándola, esos títulos de
la devoción y de la poesía: fuente sellada, jardín florido, estrella del mar,
rosa de Jericó, torre de David, elegida como un sol, calzada de luna y
estrellas. Es una estampa que sobrepasa los cánones devocionales para
introducirse en la creación estética más asombrosa. Pero es una estampa.
Muchos
de estos retablos que comienzan por el misterio de la anunciación suelen
recorrer en procesión llena de asombro todo el misterio de María al lado de
Cristo. Y culminan el recorrido con una coronación en las alturas. Puede
decirse que, para los artistas españoles, resulta difícil concebir la
predilección de Dios sobre la Virgen y la generosidad de ella al lado de Cristo
si no ha de ser todo como una condición indispensable que debe conducir a la
Señora a su proclamación regia en las alturas. La tabla de mayor dimensión
que hay en el llamado retablo de Caparroso, de la catedral de Pamplona,
es, precisamente, la que nos cuenta cómo la Virgen es ascendida a los cielos
para que el Hijo la corone en presencia del Padre y con la complicidad
mistérica del Espíritu. Las criaturas angélicas le rinden pleitesía. Y los
santos cercan a la Reina. Y ella, igual que en la escena de la anunciación,
inclina humildemente la cabeza y hace ademán de recoger la gloria que ahora se
le ofrece. Que es el resultado de una existencia consagrada a la obra gloriosa
del Hijo.
Ya
es significativo que la obra más mariana de Diego Velázquez sea esta de la coronación
de María. Velázquez ha pasado muchos años en la corte. Conoce de cerca el
boato de las grandes celebraciones. Sabe que hay que echarle un cierto oropel a
la realidad temblorosa que el país está viviendo. Velázquez, como Calderón
de la Barca, es el hombre que se niega a ver el fantasma de la decadencia
nacional. Y a esta coronación de la Virgen le coloca -con cierta exquisita
frialdad, eso es lo cierto- todo lo que la religión debe aportar todavía a la
necesidad de una gloria, de una coronación de los esfuerzos mismos de España
al servicio del evangelio. El barroco, que tantas veces se ciñó casi
exclusivamente a la temática del dolor y del abatimiento y de la consideración
penosa de las ulterioridades del hombre, recibe en ese lienzo de Velázquez algo
así como la gloriosa absolución de todos los pesares. La Virgen es coronada. Y
nosotros somos coronados con ella en las alturas.
En
el s. xix, la pintura mariana de don Francisco de Goya no supuso progreso alguno
ni tenía espíritu suficiente como para, crear escuela. Aun así, resulta
importante el legado que nos dejó Goya en los grandes frescos de la Cartuja de
Aula Dei, en Zaragoza.
XIII.
Los "pasos"
Las
grandes manifestaciones religiosas de la piedad española suelen acontecer en
las fiestas de la Virgen, en las celebraciones eucarísticas del Corpus y en los
días de la Semana Santa. Más en estas últimas fechas que en todas las demás.
No, quizá, por un afán masoquista ni por un tenebrismo barroco que se nos
quedó en herencia, sino porque en la pasión de Cristo encontró el instinto español
una muestra cumplida de lo que la vida de los hombres tiene de sufrimiento, de
injusticia consumada y de glorificación y júbilo tras el tormento. En las pasiones
españolas hay, sobre todo, una segura impaciencia de que, tras ellas, va a
estallar el gozo de la Pascua. De hecho, casi todas las celebraciones pasionales
terminan en la madrugada del domingo con unos pasos en los que vuelven a
encontrarse jubilosamente los días de Nuestra Señora y la luz del Resucitado.
Ahora
bien, a estas secuencias del dolor de Cristo y de la presencia de su madre en
los momentos del dolor es a las que el arte español de los ss. XVI y xvu trató
con mayor garra. Juni y Gregorio Fernández en Castilla; Montañés en Sevilla;
Becerra, Mena, Cano, Alonso de Berruguete... Y todos los pintores. Velázquez
hace su Cristo, que es un prodigio de expresión de la naturaleza humana de
Jesús. Murillo, que había recreado tantas veces a Nuestra Señora en afanes
domésticos -crianza del Niño- o sumida en su propio misterio -la serie de
Inmaculadas de Murillo son asombro todavía se acerca al tema de la pasión
porque tiene necesidad de estar en consonancia con los tiempos que le ha tocado
vivir. Los claroscuros de Ribera encuentran en el tema pasionario su mejor
manera de justificar los juegos de luces y sombras. Valdés Leal, tenebrista
consumado y adorador de las grandes preguntas sobre el destino de la condición
humana, carga tintas en sus referencias pasionarias. Y, en medio de este
enjambre de artistas que hacen de la pasión de Cristo un paso que no
pasa jamás, a lo que atienden más algunos imagineros es a esa presencia de la
Virgen no tanto en el momento del Calvario, sino cuando ella se queda sola tras
la muerte de Cristo o con el Hijo en brazos, cuando se lo desciendende la cruz.
La Virgen es, sobre todo, la virgen Dolorosa. La que puede morir de angustia y
siete dolores en el momento en que Cristo muere.
Es
una tradición, que viene de lejos, en el arte español, aunque llegue a
explotar cumplidamente en el barroco del 600. En el museo catedralicio de
Valladolid se conservan dos llantos de la Virgen sobre Cristo muerto. El
segundo es de Juan de Juni. Pero el primero, muy anterior, es de Alejo de Vahía.
Son ocho las figuras que componen el grupo: un Cristo muerto a quien Juan le
sostiene la cabeza; una virgen María que abre las manos y pregunta a los
vientos por la razón de aquella muerte; unas santas mujeres que se cubren los
ojos con la punta de los velos; y unos santos varones que aguantan la congoja,
aunque tienen los ojos húmedos por la angustia. Es un grupo de composición:
perfectamente equilibrado, con todos los rostros dirigidos hacia el cadáver
del Cristo. Pero en la obra de Juni -que se llama El desmayo de la Virgen y que
pertenece al retablo mayor de la catedral- se ha roto toda compostura. La Virgen
cae pesadamente a tierra. La cabeza se le va hacia atrás y debe ser sostenida
por Juan para que no golpee el suelo. Las manos de la Virgen se desprenden
yertas y violáceas. Y las piernas se encogen sobre sí mismas, mientras la
Magdalena parece gritar de horror ante el dolor de la Señora. Juan de Juni, que
era un patético irreprimible -patetismo puro son sus vírgenes de la Soledad-,
no ahorra dramatismo al acontecimiento. No quiso tener en cuenta aquellas
prescripciones del cardenal Paleotti sobre que no había que representar a la
Virgen desvanecida al pie de la cruz. El dolor es el dolor, se dijo Juni. Y la
Virgen, ante Cristo muerto, era sobre todo una mujer dolorida.
Gregorio
Fernández no llegaba a esas consumaciones dolorosas. Sus vírgenes de la
Soledad -firmadas por él o salidas de su escuela y esparcidas por toda
Castilla- son unas vírgenes muy matronas ellas: fuertes, poderosas en su dolor,
con una densa esperanza en el rostro. Padecen, pero tienen sentido del
padecimiento. Y aguardan contra toda razón humana que les haga aguardar. En
cualquier caso, los dos grandes imagineros del siglo de oro español estaban a
la altura de sus especiales circunstancias. Y trasladaban a la parcela religiosa
sus sentimientos humanos y de creyentes.
Años
después, en tierras de Andalucía, Montañés haría de las representaciones
dolorosas un catálogo de especiales características. Hay un resto de dulzura
en sus Cristos y en sus vírgenes. Son mujeres que tienden hacia la belleza
física. Esa belleza que con tanta gracia ha sido colocada en casi todos los
rostros de las vírgenes andaluzas. Pueden llamarse Virgen de la Soledad, o de
la Esperanza, o del Mayor Dolor, o de Todos los Dolores. Es igual. Serán
siempre vírgenes hermosas. Vírgenes para ser paseadas entre azahares y
claveles y algunas músicas apropiadas. Porque el instinto andaluz está,
precisamente, al servicio de unas formas autóctonas de hacer y sentir la
experiencia religiosa.
XIV.
El futuro está abierto
La
tradición de los pasos no se ha agotado todavía. Las cofradías
pasionarias se suceden a sí mismas o se crean desde la tradición más o menos
remota. Ahora mismo parece que gozan de una rara aceptación por parte de las
juventudes de los pueblos de España. Y no puede sorprender que, con el paso de
los tiempos, se hayan ido creando nuevas formas
de expresión artística que sale a la calle en las grandes solemnidades. Las
vírgenes de estos artistas de los pasos modernos son vírgenes
intensamente coherentes con las que se heredaron de los mejores imagineros
españoles. Benlliure o Víctor de los Ríos han enriquecido las procesiones de
Zamora y Valladolid. Anteriormente, en tierras murcianas, fue Salzillo el que
mejor hizo las vírgenes hermosas de los nacimientos o de los pasos de
Semana Santa. Lo que se quiere decir con eso es que el tema de la Virgen parece
un tema inagotable. Con una advertencia final: que no parece haberse renovado
mucho en los últimos años. La pintura que ahora mismo entra a los templos -que
son casi los únicos subsidiarios del encargo de pintura o de escultura
religiosa- o las imágenes que se hacen para los templos, son pinturas y
esculturas que tienen planteada una lucha feroz: la de ser fieles a las últimas
tendencias artísticas -escasamente asimiladas o asimilables por el pueblo- o la
de respetar una tradición que remastica las creaciones que anteriormente fueron
agotadas por sus propios creadores. El arte religioso -mientras sea arte para
los lugares de oración- tiene que ser arte entendible, clasificable. Que
inspire. Que no plantee acertijos. Y, para conseguir esa claridad de conceptos,
se necesita una fe interior de la que es posible que no anden muy sobrados los
artistas de ahora. Fra Angélico llevaba sus anunciaciones en el alma antes de
ponerlas en los pinceles. Y el Cristo de san Juan de la Cruz era mucho más
Cristo que el que posteriormente remasticó Dalí. Ahí puede estar ahora mismo
la diferencia. Porque la Madonna de Port Lligat, que el mismo Dalí
pintó, tiene poco que ver con las vírgenes de las anunciaciones a que hemos
hecho referencia anteriormente. Es decir: que la Virgen
espera ahora, como ha esperado siempre, que llegue desde la creencia el arte que
la haga viva en sus imágenes.
E.
T. Gil de Muro
DicMa 239-248
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