La historia de las religiones y de las culturas muestra la gran importancia que los hombres han atribuido siempre al fuego, tanto en un sentido positivo como negativo, como dador o destructor de vida. Se le ve como una fuerza de la naturaleza que da vida al hombre, pero que es imprevisible y a la que hay que temer. Pero se le tiene también como un logro humano, encendido y mantenido por el genio del hombre.
En el mundo que circundaba al AT y al judaísmo, el culto del fuego de la religión persa fue de particular importancia. El fuego, principio de bien, era el protector del orden divino de la vida. Entre los griegos, el fuego se usaba para purificar. En la filosofía, era uno de los cuatro elementos; para Heráclito, el elemento básico del universo.
En el AT, el rayo es “el fuego de Dios” (2 Re 1,12). El fuego es medio de purificación (Lv 13,52; Nm 31,32; Is 6,6). En el culto, el fuego sacrificial se usaba para quemar ofrendas en el altar e incienso en el incensario (Lv 1,7ss; 3,5; 6,9ss; 16,12s).
Como Yahvé estaba presente en medio de su pueblo como juez que libera y castiga, el fuego que lo acompañaba se hizo expresión de dos aspectos diferentes de su actividad. En primer lugar, era señal del juicio divino (Gn 19,24; Éx 9,24; Lv 10,2; Nm 11,1; 2 Re 1,10; Am 1,4.7); en segundo lugar, del favor divino, al mostrar Dios por medio del fuego su aceptación de un sacrificio (Gn 15,17; Lv 9,23s; Jue 6,21; 1 Re 18,38, etc). Era también señal de la guía de Dios, como aparece en las columnas de fuego y de nube en el éxodo (Éx 13,22; Nm 14,14). Yahvé habló desde el fuego (Dt 4,12.15.33).
Se define a Yahvé mismo como un fuego devorador (Dt 4,24; 9,3; Is 33,14), por el celo ardiente con que vigilaba sobre la obediencia a su voluntad. También su palabra se describe como fuego que devora (Jr 23,29). Se aparece rodeado de fuego (Gn 15,17; Is 4,5; Ez 1,27). El fuego es uno de sus servidores, un instrumento suyo (1 Re 19,11s; Sal 50,3; 104,4), símbolo de la santidad de Yahvé como juez del mundo, y también de su gloria y su poder (Éx 24,17; Is 6,1-4; Ez 1,27s). Según Dn 7,10, un río de fuego sale de debajo del trono de Yahvé.
En el período después del exilio se esperaba que Yahvé aparecería para llevar la historia a su consumación, y fuego sería la señal anunciadora del día de Yahvé (Jl 2,30). Los enemigos de Yahvé serían destruidos por el fuego y la espada (Is 66,15ss; Ez 38,22; 39,6; Mal 4,1). Según Is 66,24, el fuego que destruye a los enemigos de Dios es inextinguible.
En los evangelios, el fuego aparece como un símbolo del juicio mesiánico en boca de Juan bautista, Mt 3,11 (par. Lc 3,9): “ése os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,10.12; Lc 3,16.17). En Mateo y Lucas (no en Marcos ni en Juan), Juan bautista, que sigue en las categorías del AT, piensa que el Mesías va a destruir a sus adversarios; el Espíritu Santo es el don que hará a sus partidarios; el fuego, la destrucción de sus enemigos.
Esta actitud del Bautista lo pone en relación con el profeta Elías, llamado “el profeta de fuego” (Eclo 48,1.3.9; 1 Re 19,10.14; 2 Re 1,10.12.14), bajo cuyos rasgos es decrito Juan (Mt 3,4: “iba vestido de pelo de camello, con una correa en la cintura”; cf. 2 Re 1,8). En Lucas se anuncia ese carácter de Juan antes de su concepción (1,17: “El precederá al Señor con espíritu y fuerza de Elías”).
En boca de Jesús, el fuego es símbolo de destrucción; en los pasajes que lo mencionan se usa a menudo un lenguaje arcaico, y se concibe a modo de castigo: en realidad, los evangelistas, siguiendo el estilo del AT, expresan como acción divina lo que es responsabilidad humana. Pero Jesús no aplica los dichos sobre el fuego a sus enemigos, sino a los falsos miembros de su comunidad (Mt 7,19; 13,12; 18,8s; Jn 15,16) o a los que, sin haberlo conocido, no tienen compasión de su prójimo (Mt 25,41).
Equivalente del fuego es “la gehenna”, que designaba el quemadero de basuras de Jerusalén, situado en el valle de Hinnón. En Mc 9,43.45.47, “ser arrojado al quemadero” está en oposición a “entrar en la vida” o “en el reino de Dios”; es, pues, símbolo de la muerte definitiva.
Solamente en Lucas adquiere el fuego un carácter positivo. Así en 12,49s: “Fuego he venido a lanzar a la tierra, y ¡qué mas quiero si ya ha prendido!” Contra la expectación de Juan Bautista, no se trata de un fuego destructor ni de juicio, sino, teniendo en cuenta el simbolismo de Lucas, del fuego iluminador y enardecedor del Espíritu; de hecho, en Pentecostés el Espíritu se manifiesta en forma de lenguas de fuego (Hch 2,3).
El fuego concebido como juicio o castigo divino aparece cuando los hijos de Zebedeo quieren que Jesús les permita pedir que el fuego del cielo (el rayo) caiga sobre los samaritanos (Lc 9,45); como Juan Bautista, están en la línea violenta de Elías (cf. 2 Re 1,10.12).
Por eso la mención del fuego o de palabras relacionadas con él alude con frecuencia en los evangelios al espíritu violento del antiguo profeta. Así en Marcos, en el episodio de la suegra de Pedro (1,29-31), la “fiebre”, palabra que en griego es de la raíz “fuego” (pyr, pyretós), y que en el texto no es llamada enfermedad ni se dice que Jesús la cure, sino que ella se marcha (Mc 1,31: “Se la quitó [lit. “la dejó”] la fiebre”), representa el espíritu reformista violento de los círculos con que Pedro se relaciona.
En el episodio del niño epiléptico, que representa la desesperación de la multitud, el niño/multitud se siente impulsado por el espíritu inmundo (figura del fanatismo violento) a tirarse “al fuego”, es decir, a combatir a los opresores con la violencia, lo que no lo llevaría más que su propia destrucción (Mc 9,22).
En el Apocalipsis, “el lago de fuego y azufre” es el símbolo de la desaparición definitiva (cf. Ap 14,10). De hecho, a él son arrojados personajes que no son más que símbolos, como “la Fiera” (el poder del Estado perseguidor), su profeta (el cuerpo propagandístico del poder ) (Ap 19,20s), el diablo (20,10) e incluso la Muerte misma y el Abismo (20,14).
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