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4. Vivir en
la presencia de Dios
a) Dios en
el gozo (y en el dolor) de la vida
Lo propio de la experiencia de la fe es un dinamismo positivo que tiende a «empapar» a toda la persona. Una vez descubierta, la «evidencia» de Dios va invadiéndolo todo: se convierte en el blick radical que traspasa cada vivencia subjetiva y cada percepción objetiva. No como una luz neutra, sino como presencia viva que acompaña a toda situación concreta. «Sentimiento de presencia»29, dijeron siempre los místicos; «presencia de Dios», enseñó la ascética tradicional. Recuperado en los modos de nuestra sensibilidad actual, hay aquí algo que puede enriquecer y planificar insospechadamente nuestra vida. Dado que pertenece a lo profundo y se asienta en la dialéctica -siempre tensa para la sensibilidad espontánea- de la diferencia ontológica Dios-hombre, esa actitud precisa ser cultivada. Cuanto llevamos dicho debe ser recuperado y puesto a contribución, para no caer en tópicos baratos o en pias banalizaciones. Así, siguiendo el consejo de Teilhard, «educaremos los ojos» y entraremos en una sintonía vivificante. Tal vez lo primero sea sacar las consecuencias del tratamiento del mal. Porque hay una deformación grave en la mentalidad ambiental cristiana, trabajada por una ascética no siempre limpiamente bíblica: la de descubrir a Dios única o preferentemente en lo negativo. Parece evidente que, si sufrimos o nos va mal o pasamos dificultades, allí está Dios; en cambio, existe una tendencia a excluirlo de la alegría y la felicidad, e incluso no raras veces aparece el miedo a que su recuerdo venga a estropearlas. Cuando, de suyo, es al revés: puesto que Dios crea al hombre para que sea pleno y feliz -y sólo para eso-, resulta evidente que se alegra con cada una de nuestras alegrías y que goza viendo nuestra felicidad. En eso reside el éxito inmediato de su creación: en que vayan bien las cosas, en que crezca sin tropiezos el dinamismo de su amor creador y salvador. Educar para el gozo, para descubrir a Dios en lo positivo de la vida, constituye una urgencia de la pedagogía cristiana. En la alegría bien vivida, en la punta siempre abierta de nuestras plenitudes, se anuncia la Alegría definitiva, se percibe en su pureza el anticipo de la Plenitud última. En los Hechos de los Apóstoles, para expresar el ideal de la experiencia cristiana se habla de la agallíasis (Hech 2,26.46; 16,34): la alegría escatológica, que, principalmente desde el culto, se extendía sobre los rostros y las cosas de la comunidad. Allí aparecía la «cara de redimidos» que Nietzsche echaba de menos en los cristianos. Demasiado se ha usado la fe para reforzar miedos subconscientes, como el del «complejo de Polícrates»29, tan vivo en Rosalía de Castro -«tembra a que unha inmensa dicha / neste mundo te sorprenda; / glorias aquí sobrehumanas / trân desventuras supremas»-; y demasiado se ha convertido al cristianismo en «enemigo de la vida». Cuando la realidad es que Dios nos salva precisamente de nuestros miedos y, ya desde el Antiguo Testamento, se presenta como «el Dios que alegra mi juventud» (Sal/042/043/04; otras versiones: «que me hace bailar de alegría» o «de mi gozosa alegría»). Lo cual no significa que se halle ausente del sufrimiento y la desgracia: sería demasiado barato e inhumano. Pero si está ahí, es precisamente porque quiere nuestra alegría; porque, cuando el dinamismo de su creación sufre en nosotros el fracaso del mal, El se pone a nuestro lado en busca de la alegría posible y, en cualquier caso, de la alegría eterna. Evidentemente, resulta también fundamental descubrir a Dios en el sufrimiento, y las precedentes consideraciones sobre el mal no dejan lugar a dudas al respecto. Pero ni el sufrimiento debe convertirse en lugar que monopolice la presencia de Dios ni esta su presencia en dicho sufrimiento ha de perder su carácter oblicuo e indirecto: por ser aquello que Dios no quiere, El está con nosotros para eliminarlo. La alegría, en cambio, es lo primario y directo: lo que el Creador quiere para su creatura, lo que Dios-Padre quiere para nosotros. Que estas ideas no son artificiosas lo muestra la amplia aceptación que han tenido las intuiciones de Dietrich Bonhoffer30. Por un lado, protesta contra ciertos afanes de rebajar al hombre para encontrar a Dios, contra los secretismos de los «ayudas de cámara», contra la mala intimidad («desde la oración a la sexualidad»), contra el «andar husmeando detrás del pecado», y pide que se busque a Dios, ante todo, en la plenitud del hombre. Por otro lado, sabe muy bien que «Dios es impotente y débil en el mundo y, justamente por eso y sólo por eso, está con nosotros y nos ayuda». Un segundo frente se sitúa en el cultivo de una sensibilidad integral y sintonizada con los vectores que definen nuestro tiempo. Ver a Dios en la naturaleza ha sido siempre uno de los grandes recursos de la humanidad, y no está de sobra, en modo alguno, en una época burocratizada y tecnificada como la nuestra; es más: los movimientos ecologistas y ciertas reacciones contraculturales demuestran que es algo que debe ser cultivado para preservar la integridad de la experiencia humana. Con mayor énfasis aún, conviene decir lo mismo del cultivo de la interioridad: de la intimidad psíquica y de la dimensión contemplativa. Con todo, un tiempo que, como el moderno -recuérdese el capítulo 2º-, descubrió su vector determinante en una praxis social que busque el pan, la libertad y la justicia para todos los hombres, debe encontrar también ahí, de modo privilegiado, la presencia de Dios. Presente en el mundo externo y en la intimidad humana, Dios tiene su santuario irradiante en la acción histórica en favor del hombre. En esa acción, en todas sus formas y dimensiones, conviene divisar su presencia sustentadora: el dinamismo divino tiene ahí su meta y el lugar de su brillo más auténtico e infalsificable.. Con lo cual, por otro lado, la modernidad se demuestra muy «tradicional»; por lo menos muy bíblicamente tradicional. En la justicia para con los pobres y en la defensa de los marginados y oprimidos han encontrado siempre los profetas el criterio decisivo para guardar, restablecer y profundizar la pureza de la Alianza. Y Jesús de Nazaret focalizó absolutamente todo en el hombre, en las relaciones de servicio y de amor. Todo lo demás pierde la primacía: no ya la naturaleza, sino incluso el propio culto de Dios queda definido por el perdón («deja la ofrenda allí mismo, delante del altar: ve primero a reconciliarte con tu hermano»: Mt 5,24) o por la ayuda efectiva («el sábado fue hecho para el servicio del hombre»: Mc 2,27). Si «Dios es amor», resulta obvio que su presencia se hace visible, ante todo, dentro de la inmanencia histórica, allí donde el amor adquiere su propia y terminal figura: en el amor interhumano. Karl Rahner expresó magníficamente el renacer de esta nueva sensibilidad cuando habló de la «identidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo»31. Y la teología política y la teología de la liberación muestran eficazmente que la traducción actual de esa identidad incluye, de modo esencial e indisoluble, la dimensión social en toda su plenitud. En un mundo planetariamente unificado, el prójimo es ya todo hombre: el camino de Jerusalén a Jericó pasa hoy por los suburbios de las grandes ciudades, por las relaciones entre las clases, por el reparto de las riquezas dentro de las naciones y entre las propias naciones; y pasa finalmente -¡cómo no!-, por el largo camino que va de Norte a Sur, en cuyas cunetas yace hambrienta, herida y desangrándose la mayor parte de la humanidad. Tan sólo los hombres que detienen las distintas carreras de su egoísmo, se compadecen, reparten el «vino y aceite» de sus productos, comparten -como el samaritano la cabalgadura- sus medios de producción y contribuyen a arreglar el desaguisado con sus denarios, son prójimos reales y verdaderos (cfr., paso a paso, Lc/10/30-37). Tan sólo ellos -como a todos se nos dirá en el momento de la verdad final y definitiva- ven a Dios, justamente porque lo ven en sus «hermanos más pequeños» (cfr Mt 25,37-40). No cabía esperar otra cosa. Un Dios que es Padre de todos los hombres, a los que con todo su corazón quiere felices, tenía que estar supremamente allí donde la conciencia de la fraternidad está despierta y el amor por el hermano se hace activo. Ese es precisamente el lugar exacto de la visibilidad de Dios en el mundo: el Dios «a quien no se ve» se hace visible en el hermano «a quien se ve» (I Jn 4,20). La gloria y la grandeza de esta visión sólo por nuestra inconsecuencia pueden quedar oscurecidas. En sí, no hay ofrecimiento más grande para el hombre ni camino más claro y más alto para su realización. Cuando el rostro verdadero de Dios aparece por entre las ambigüedades de nuestra búsqueda disipa automáticamente toda sospecha de alienación. El hombre que lo descubre entra en la esperanza y empieza a habitar en la alegría radical que, a pesar de todo, hace de la vida un don abierto a la plenitud. Como remate de nuestras consideraciones, no estará de más hablar de manera abierta y positiva de la alegría de Dios. a) Recuperación de la alegría cristiana 1. Hablar de la alegría de Dios puede sugerir, en primer lugar -genitivo subjetivo-, la alegría que Dios vive, el misterio de su felicidad infinita. Puede significar también -genitivo objetivo- el tema, más modesto, de la alegría que el hombre siente desde Dios y ante Dios. A ésta vamos a referirnos directamente, aunque el primer aspecto permanezca como trasfondo fascinante y como fundamento radical. Si Nicolás de Cusa32 muestra de un modo magnífico que el vernos Dios a nosotros sustenta y coincide con el verlo nosotros a El, también su alegría sustenta la nuestra y, de algún modo, coincide con ella. Después de todo lo dicho, ya se comprenderá que no se trata ahora de un sentimiento inmediato y superficial como el que -al menos en sus deformaciones- pueden sentir ciertos movimientos carismáticos. La seriedad del mal en nuestro atormentado, enigmático y amenazado mundo remite al realismo supremo y a la densidad encarnatoria de la vida cristiana. La alegría de la que hablamos se refiere al sentido último y radical, a la experiencia global que en el cristiano suscita -o deberia suscitar- el hecho de saberse en la presencia de Dios, de sentir la propia vida envuelta en el misterio insuperable de su gracia amorosa y salvifica. Desgraciadamente, esto no es tan obvio. Muchos siglos de historia, con el consiguiente enfriamiento de la experiencia original y las múltiples capas ideológicas -también teológicas- que se fueron superponiendo, han oscurecido la alegría cristiana. Hasta el punto de que la impresión global parece ser más bien la contraria: la de una fe que estrecharía -angustiaría- la vida del hombre, alienaría su acción y mataría su gozo de vivir. Que esta visión sea deformada no impide que la historia le dé, si no la razón, sí al menos muchas razones. Los cristianos no siempre hemos sabido reflejar en nuestros propios rostros la alegría de Dios: desde el escrúpulo hasta la angustia, desde la estrechez de espiritu hasta la enemistad para con el cuerpo, desde un ascetismo no integrado hasta un legalismo sin calor.... damos demasiadas veces la impresión de ser personas más encadenadas que liberadas por su Dios. 2. Algo dijimos en el capitulo 1°, sobre todo desde el punto de vista de la dinámica cultural. Ahora conviene decir algo desde la positividad misma de la fe y de su fondo vivencial y emotivo. Con profunda lucidez, Alfred North Whitehead hizo dos afirmaciones fundamentales. La primera: «el hombre moderno ha perdido a Dios y lo está buscando»; la segunda: «si el hombre moderno debe encontrar a Dios, lo hará a través del amor y no a través del mundo»33. A través de la alegría de la salvación, podemos concluir con toda justicia. Sólo recuperando la experiencia originaria y rompiendo desde dentro el ídolo legalista y opresivo con el que, en muchos aspectos, hemos ido sustituyendo el rostro vivo y liberador de Dios, podremos los cristianos facilitarle al hombre moderno la posibilidad del encuentro. Para lo cual se hace precisa una profunda reinterpretación del cristianismo. No, naturalmente, porque todo lo vivido hasta ahora sea falso y deformado, sino porque, en una experiencia integral y orgánica, la modificación de acentos y proporciones induce, por fuerza, una cierta reestructuración del conjunto. De hecho, lo que está sucediendo hoy en las iglesias cristianas -incluso en su crisis, incluso en gran parte de lo, a primera vista, negativo- puede perfectamente ser interpretado como manifestación de un cambio profundo de sensibilidad en esta perspectiva. Una tarea de ese calibre compromete la reflexión de la Iglesia entera y pide la plural aportación de todos sus miembros y de los diversos grupos. A modo de orientación primera, vamos a recoger aquí, en síntesis apretada, lo más elemental que se desprende o se supone en las reflexiones anteriores. 1. Tomando en serio la intuición del Dios como Anti-mal y de su empeño sin reservas en la promoción de la felicidad del hombre, se impone de entrada una relectura del «ascetismo» cristiano, el cual, quizá debido a influjos dualistas -«cuerpo» como opuesto a «espíritu»- de origen gnóstico, ha tendido a convertirse en algo autónomo, girando sobre si mismo, como si la renuncia y el dolor fuesen valores en si, y no negatividades reales que sólo se vuelven positivas como aceptación de lo inevitable en el servicio del amor o en la realización digna de la vida. Textos como «quien quiera venir en pos de mi, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga», tomados absolutamente y sin contexto, han marcado la orientación fundamental de la piedad y han sido considerados por muchos como el sello de lo auténticamente cristiano. CZ/J-NO-VIVIO-PARA: Claro está que no se trata de negar el valor de ese texto ni de otros semejantes, y mucho menos de encubrir el hecho capital de la cruz. Se trata de que ya no podemos ignorar que el aislamiento los deforma muy gravemente. Jesús no vivió para la cruz. Si la cruz es de tal modo magnificada que la vida y la acción de Jesús acaban siendo reducidas a ella, entonces resulta angustiosa y agobiante, incapaz de invitar al seguimiento o de encender la esperanza. Conviene verla como lo que realmente fue: un episodio que nace de su vida plena y desbordante, de su libertad tan soberana que le hizo capaz de afrontar la misma muerte, mostrando justamente el valor, la coherencia y la plenitud de ese tipo de vida. Entonces el hecho no cambia, pero el significado es muy distinto. Entonces la resurrección -como victoria y confirmación definitiva de esa vida por parte del mismo Dios- pasa a primer plano. Entonces la experiencia global no es la de una vida triste, asombrada por la negra sombra de la muerte, sino la de una vida tan plena que hace exclamar a Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (I Cor 15,55). RENUNCIA/ABNEGACION: Lo mismo vale para los demás textos de renuncia y abnegación. Aislados en sí mismos, como una especie de condición absoluta que es necesario aceptar para ser cristiano, agobian la vida y estrechan el espíritu, convirtiéndose en imposición que genera resentimiento y tiñe de negatividad el hecho mismo de ser cristiano. Pero de ese modo se olvida lo fundamental: lo que en ellos se expresa es una consecuencia y no un principio. La asunción de la cruz se apoya en un nuevo tipo de vida, nacido del encuentro con el Dios de Jesús. Proceder al revés equivale a «poner el carro antes que los bueyes», paralizando la vida y matando la alegría. 2. En términos más abstractos y generales, es preciso restablecer la justa dialéctica indicativo-imperativo34: para el cristiano, el imperativo del mandato, con su peso y su obligación, nace del indicativo de la gracia previamente recibida como un don que capacita para el cumplimiento. «Cristo nos liberó para que vivamos en libertad» (Gal 5,1) y, «ya que vivimos en el Espiritu, comportémonos conforme al Espiritu» (Gal 5,25): así expresa Pablo el justo orden de la vida y la conducta cristianas. Cuando se descubre a Dios como centro y fundamento de la vida, entonces resulta posible renunciar a todo para seguir esa vida: la renuncia es entonces fruto de una plenitud, no recorte de la libertad; nace de una experiencia positiva que la motiva, la posibilita y la envuelve. No cabe entrar ahora en detalles acerca de tan importante cuestión. Pero me atrevería a afirmar que aquí radica una de las más graves hipotecas que el peso de la historia hace gravar sobre el cristianismo, como sobre toda religión que se prolonga en el tiempo: se pierde la experiencia original, gratificante y motriz, para quedar sólo con el peso de las obras y con la obligación de la ley. Piénsese, por ejemplo, en que gran parte de la práctica sacramental está «envenenada» por este trastocamiento. ¿Hay algo más absurdo que hablar de «obligación» de participar en el don supremo de la Eucaristía? ¿No se da una auténtica perversión en el hecho de que a menudo el don y la alegría del perdón se conviertan en la carga de la confesión? Resulta obvio que de nada valdrá protestar contra los síntomas si previamente no se trabaja -en la predicación, en la teología, en la reforma litúrgica...- por recuperar la experiencia. 1. La revelación de Dios, tal como se nos muestra en Jesús, permite desenmascarar otro equivoco aún más grave y transcendental: el de la asunción espontánea, largamente asentada en los presupuestos de nuestra cultura, de una imagen de Dios y de la religión como obligación suplementaria que viene a «cargar» la vida del hombre. El hombre estaría en el mundo con su «carga» normal, realizando su ser en el ejercicio de la libertad. La conciencia religiosa llegaría a continuación, imponiéndole mandamientos que debe cumplir, limites que no puede transgredir, prácticas que obligatoriamente ha de sumar a su vida ordinaria... De ese modo, la religión aparece forzosamente como una «sobrecarga», y Dios como un «Señor» que impone obligaciones, con el consiguiente premio o castigo como horizonte inevitable. En definitiva, lo que la existencia histórica del hombre en cuanto ser finito tiene de dureza como realización activa, de esfuerzo como superación de la natural entropía de lo real, de lucha por remontar la degradante pendiente del instinto, es decir, el entero trabajo del ser humano, todo eso se carga en la cuenta de la religión y acaba siendo como una imposición por parte de Dios, de la que bien se nos podría librar. La profunda falsedad de esta visión se muestra claramente a poco que se reflexione, y esperamos que las anteriores consideraciones acerca del mal y de la finitud lo hayan dejado suficientemente claro. La dificultad que comporta la empresa de ser auténticamente humano es algo que pertenece al hombre como tal y que afecta a todos: creyente o no-creyente, la persona que quiera serlo de verdad tiene que afrontar la tarea -gloriosa, pero dura- de construirse a sí misma. Sólo cabe preguntarse cómo influye cada uno de los miembros de la alternativa. Más en concreto: ¿cuál es la exacta incidencia de lo religioso en el esfuerzo por ser auténticamente humano? Aquí es donde la respuesta debe abandonar los prejuicios, para tratar de encontrarse a sí misma desde el verdadero rostro del Dios de Jesús. A partir de lo anteriormente dicho de Dios como Abbá, como amor que salva y se pone siempre del lado del hombre y contra el mal en todas sus formas, su presencia aparece como salvación y nada más que como salvación; como amor sin reservas y positividad pura. La religión, lejos de aparecer como «carga», aparece como lo que es y debe ser: ayuda para el hombre, exquisitamente respetuosa en el ofrecimiento e infinitamente generosa en la entrega. 2. Esto no es teoría, sino que constituye el núcleo mismo de toda experiencia religiosa auténtica. De sentirse solo, entregado a la propia flaqueza y prometeicamente enfrentado a la tarea de existir, el hombre religioso entra en un nuevo ámbito en el que se siente acompañado y sustentado. Dios no le agrava su vida; ésta ya es dura y difícil de por si. Tampoco le suprime las dificultades ni le exime de la lucha: la libre responsabilidad sigue siendo su esencia. Pero sabe que no está solo, que Alguien más grande que él y que todas las fuerzas adversas está a su lado; y experimenta que, en el contacto con El, recibe, pase lo que pase, el «coraje de existir»35. En la experiencia cristiana esto resulta evidente y llega a sobrepasar, como veíamos en el capítulo anterior, lo humanamente imaginable. Es incluso capaz de invertir la negatividad del mal, permitiendo exclamar que «todo es gracia». Por eso Jesús se presenta anunciando una «buena noticia», un euangéllion. Y por eso la vida cristiana, sin verse nunca libre del asalto del mal, ni siquiera del peso del pecado, acaba siendo ante todo -a menos que se malogre en la inautenticidad- entrega confiada, alabanza y acción de gracias. De hecho, cuando esta visión se abre paso en la conciencia del hombre, su claridad acaba haciéndose auto-evidente, sin necesidad de demostración externa. Y desde ella, la alegría de Dios -de saberse sustentado, cobijado y llamado por el amor de Dios- se extiende sobre la existencia del creyente. No queda eximido de la dureza de la vida, pero sabe que ahora puede asumirla desde una confianza invencible: nada lo podrá «alejar del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús» (/Rm/08/39). a) Los tres ejes fundamentales Llegados al final de nuestra travesía, conviene abrir de nuevo el tema sobre las grandes perspectivas. El lenguaje de la intimidad personal resulta indispensable para la experiencia religiosa, pero no se puede aislar de la gran relación interhumana ni ignorar sus problemas: sólo en la dialéctica de ambas perspectivas alcanza su realización auténtica. Por eso, aun cuando sea de un modo forzosamente esquemático, no estará de más indicar los ejes fundamentales sobre los que la alegría de la salvación cristiana deberá articular su presencia en el mundo. 1. El primero se refiere a la presentación global del proyecto cristiano como pura y exclusivamente liberador. Nunca seremos suficientemente consecuentes con esta afirmación, ni cabe la exageración en este punto. Desde Jesús de Nazaret, podemos afirmar que no existe ninguna razón en absoluto por la que Dios quiera entrar en la existencia histórica humana, fuera de su amor salvador, de su decisión irrevocable de liberar y potenciar al hombre. De suerte que podemos elevar a principio hermenéutico fundamental la siguiente formulación: toda interpretación del cristianismo como restrictiva de la realización humana o como carga externa y heterónoma sobre la existencia resulta, por eso mismo, falsa; y al revés: cuanto más positiva resulte una interpretación, tanto más acorde será con el auténtico espiritu del cristianismo. Inmediatamente aparecen las consecuencias que de aquí se pueden derivar, por ejemplo, para una fundamentación cristiana de la ética. En contra de lo que tantas veces se sobreentiende, no existen para el cristiano preceptos supletorios o cargas adyacentes. La fe es simplemente -¡nada menos!- una luz que ayuda a reconocer en la pureza y la profundidad de la tarea ética humana la voluntad del Creador. Voluntad «agápica», altruista, que tan sólo quiere la realización plena y auténtica de sus creaturas. Voluntad, además, de un Dios que se muestra como Salvador, es decir, como positivamente empeñado en ayudar al hombre a descubrir los caminos auténticos -los mandamientos son en el A.T. «palabras» de revelación- e igualmente empeñado en potenciar su fuerza para seguirlos -la «ley» como «gracia» que capacita para que «todo lo podamos en Aquel que nos conforta» (ctr. Flp 4,13). ¡Cuántas estrecheces se superarían y cuántos malentendidos desaparecerían si esta evidencia lograse impregnar la vivencia práctica y la formulación teórica de la moral cristiana...! 2. El segundo eje se refiere a la confrontación con las exigencias de una auténtica autonomía humana. Confrontación que, como analizábamos en el capitulo 1°, constituye una de las grandes preguntas de la cultura moderna y tal vez la fuente de mayores recelos frente al cristianismo y la religión. Dios interpretado como limitación externa a la realización del hombre, como imposición heterónoma a su libertad, constituye el gran espantapájaros del ateísmo. Dios interpretado desde la genuina experiencia bíblica, sobre todo en su culminación en la Palabra y en la vida de Jesús, debe ser la gran respuesta. Pero se impone elaborarla en profundidad, y con todas sus consecuencias, dentro de las preocupaciones y los símbolos de esa cultura. Ya hemos visto cómo el concepto de teonomia propugnado por Paul Tillich -acaso, como indicábamos, concretado como «cristonomía»- puede indicar un camino fundamental. Porque en él aparece que la relación con Dios no conduce al hombre fuera de sí, sino al más profundo encuentro consigo mismo, a su realización insuperable. El propio Karl Barth -tan ásperamente «vertical» frente a todo lo humano- acabó hablando, bajo el influjo de su trato intenso con la experiencia cristiana, de la «humanidad de Dios»36. En efecto, la asunción consecuente de la encarnación como ley fundamental y fundacional del cristianismo tiene aún mucho que decir y mucho que hacer pensar a la teología actual. La misma temática del «dolor de Dios»37, en cuanto superadora de un Dios apático -más cercano a la filosofía de Aristóteles que a la cruz de Cristo-, está mostrándose muy fecunda. La razón estriba en que nos ayuda a descubrir su solidaridad incondicional con el hombre y su carácter de plena y gratuita afirmación: «La amistad de Dios para con el hombre (o su humanidad: Menschenfreundlichkeit), que llega hasta la cruz para borrar la maldición del fracaso histórico de nuestra libertad, no diviniza nuestra libertad, sino que humaniza nuestra humanidad»39. Expresado de un modo más sencillo: Dios no aliena la autonomía del hombre, sino que, fundándola y agraciándola desde dentro, la lleva a lo más auténtico de sí misma. Si los cristianos lográsemos aclarar y fundamentar esta afirmación o, mejor, si lográsemos hacerla brillar ante la conciencia moderna desde la vida concreta de Cristo -el hombre verdadero, por ser hijo de Dios-, daríamos un paso incalculable en dirección a la búsqueda de muchos hombres y mujeres de nuestro mundo. 3. El tercer eje pasa por la mostración efectiva del carácter liberador de Dios en la liberación socio-histórica del hombre: con toda evidencia, uno de los temas más vivos y candentes de la reflexión teológica de nuestros días. Ya queda dicho. Indiquemos únicamente que, más que la congruencia teórica -abundantemente demostrada, a pesar de las posibles cuestiones pendientes, por las teologías políticas y de la liberación-, hoy se nos pide la demostración práctica: las iglesias se hallan ante el desafío concreto de mostrar que el único interés de Dios en la realización de su Reino consiste en la identificación de su causa con la causa del hombre. A los cristianos se nos exige demostrar que el Reino de los cielos se realiza cuando -y solamente si-, ya en la tierra, también los creyentes se esfuerzan por lograr que la justicia, la libertad y la fraternidad reinen entre los hombres: entre todos los hombres y, por lo tanto, antes que nada, entre los marginados, los oprimidos y los que sufren. Si los cristianos de hoy lográramos, aunque fuera mínimamente, encarnar sobre estos tres ejes nuestra fe en el Dios de Jesús, entonces «la entraña humanista del cristianismo»39 brillaría por sí misma. Y la cuestión de si el cristianismo es o no es un humanismo quedaría más bien reducida a palabras. Dependería de lo que se entendiera por «humanismo». Si lo que se entendiera fuera, sobre todo, la intención de afirmar al hombre en su máxima plenitud, negando todas sus negaciones, entonces el cristianismo sería un humanismo. O mejor: sería más que un humanismo, porque abriría la afirmación humana sobre un ámbito de plenitud infinita en el misterio de la comunión personal con Dios. Plenitud gratuita y, por lo mismo, también transcendente, pero que se realiza en el amor y, por lo mismo, es absolutamente real y personalizadora. A riesgo de parecer pedantes, podríamos decir que el cristianismo así entendido constituye la Aufhebung de todo humanismo: la negación por elevación y asunción de todo lo positivo, pero llevado más allá de si mismo. Con todo, mejor será expresarlo con las categorías concretas de la experiencia auténtica de la gracia. Para Pablo queda eliminada toda negación del hombre: «nada hay de condenación para los que están en Cristo Jesús» (Rm 8,1); y afirmada, en cambio, toda afirmación: «todo es vuestro» (1 Cor 3,21). En medio, entre ese «todo» y esa «nada», está la experiencia de la salvación en Cristo: la certeza de sentirse amado y acogido por Dios, la alegría invencible de saber que la propia existencia está traspasada por un amor más grande que todos los obstáculos y por una esperanza más fuerte que el fracaso y la muerte. De ahí que la sensación espontánea -pese a las constantes recaídas de la historia cristiana- no sea la del encogimiento y la limitación, sino, por el contrario, la de la plenitud desbordante del «mucho más» (pollô mallon: Rom 5,15.17.20). Un «mucho más» que se sitúa allende toda posible hoteronomía y que incluso supera cualesquiera expectativas de toda autonomía inmanente. En un tiempo de crisis y de amenaza, de pregunta intensa por lo humano, quizá no fuera éste, como ofrecimiento común que nos sobrepasa a todos, creyentes y no-creyentes, un mal motto para enarbolar ante la humanidad. Porque es el ofrecimiento del Dios de Jesús. Un Dios que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» ( I Tim 2,4). Durante la primera parte de este libro hubo algo así como una nota de fondo, marcada por la afirmación magnifica de San Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre vivo...» Llegados al final, se hace de estricta justicia completar esta afirmación citando también el segundo miembro de la misma, menos conocido pero igualmente magnífico: «...y la vida del hombre es la visión de Dios»40. Si las páginas anteriores permiten que nos asomemos, siquiera un poco, a la maravillosa armonía y la insuperable promesa anunciadas en esta doble afirmación, el esfuerzo no habrá sido baldío. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre Sal Terrae. Col.: Presencia Teológica, 34. Santander 1997
29. Cfr. J.
ROF CARBALLO. «Rosalía, alma galaica». en (VV.AA.) Sete
Ensaios sobre Rosalía. Vigo 1952, espec. pp. 133-137.
30. D.
BONHOFFER, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde
el cautiverio. Barcelona 1971 (aludimos a las cartas de 8 y
16 de julio de 1944). Cfr. también las consideraciones de
J.l. GONZALEZ FAUS. «El Dios entregado», en Acceso a Jesús.
Ensayo de Cristología narrativa, Salamanca 1980 (4ª ed.),
pp. 162-177.
31. K. RAHNER,
«Sobre la unidad del amor a Dios y el amor al prójimo»,
en Escritos de Teología Vl, Madrid 1969. pp. 271-292.
32.
NICOLAS DE CUSA, Philosaphische und theologische Schriften (lateinisch-deutsch)
lIl, Freiburg i.B. 1982, pp. 102-127.
33.
A.N. WHITEHEAD, El devenir de la religión. Buenos Aires 1961.
pp. 61-62.
34. Sobre
esta dialéctica, cfr. A. TORRES QUEIRUGA, Recupera-la
salvación (cit.). pp. 46-55.
35. Cfr. P.
TILLICH, El coraje de existir. Barcelona 1973 [3ª ed.]).
36. K. BARTH,
«La humanidad de Dios», en Ensavos teológicos, Barcelona
1978, pp. 9-34; cfr. J.M. ROVIRA, L'humanitat de Déu.
Aproximació a l'essencia del Cristianisme, Barcelona 1984.
37. Cfr. las
exposiciones de K. KITAMORI, Teología del dolor de Dios,
Salamanca 1975, y J. MOLT- MANN, El Dios crucificado.
Salamanca 1975.
38. P. EICHER,
BÜrgerliche Religion. Eine theologische Kritik, München
1983, p. 30.
39. J. GOMEZ
CAFFARENA, La entraña humanista del cristianismo, Bilbao
1984.
40.
IRENEO.
Adv Haer., IV. 2. 219.
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