Aquí se toma el término “celos” como sinónimo de envidia. Se define
como el dolor que uno siente por el bienestar de otro debido a la
opinión de que la propia excelencia es, en consecuencia, disminuida. Su
malicia característica proviene de la oposición que implica a la virtud suprema de la caridad. La ley del amor nos obliga
a alegrarnos en lugar de estar angustiados por la buena suerte del
prójimo. Además, esta actitud es una contradicción directa al espíritu de solidaridad que debe caracterizar a la raza humana y, de modo especial, a los miembros de la comunidad cristiana. El envidioso se tortura sin causa, manteniendo mórbidamente que el éxito del otro constituye un mal para sí mismo. En la medida que el pecado
desafía al gran precepto de la caridad, es en general grave, aunque
debido al asunto trivial que envuelve, así como debido a la falta de
suficiente deliberación, a menudo se le considera venial.
Los celos son un mayor mal cuando uno se aflige por el bien espiritual del otro; lo cual se dice que es un pecado contra el Espíritu Santo. Además se le llama pecado capital debido a los otros vicios que engendra. Entre su descendencia Santo Tomás (II-II, Q. XXXVI) enumera el odio, la detracción, la alegría por las desgracias del prójimo y la murmuración. Entristecerse por el éxito ajeno no siempre constituye celos. El motivo debe ser analizado. Si, por ejemplo, siento tristeza por la noticia de que otro ha sido promovido o ascendido a la riqueza, ya sea porque sé que no merece su accesión a la buena suerte, o porque he hallado motivos para temer que lo usará para hacerme daño o a los demás, mi actitud es completamente racional, siempre y cuando no haya exceso en mi opinión. Entonces, también, puede ocurrir que, propiamente hablando, no envidio la feliz condición de mi prójimo, sino que simplemente me pesa que no le he imitado. Así, si el objeto es bueno, yo no deberé estar celoso, sino más bien laudablemente émulo.
Fuente: Delany, Joseph. "Jealousy." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. 20 Dec. 2011 <http://www.newadvent.org/cathen/08326b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina
Los celos son un mayor mal cuando uno se aflige por el bien espiritual del otro; lo cual se dice que es un pecado contra el Espíritu Santo. Además se le llama pecado capital debido a los otros vicios que engendra. Entre su descendencia Santo Tomás (II-II, Q. XXXVI) enumera el odio, la detracción, la alegría por las desgracias del prójimo y la murmuración. Entristecerse por el éxito ajeno no siempre constituye celos. El motivo debe ser analizado. Si, por ejemplo, siento tristeza por la noticia de que otro ha sido promovido o ascendido a la riqueza, ya sea porque sé que no merece su accesión a la buena suerte, o porque he hallado motivos para temer que lo usará para hacerme daño o a los demás, mi actitud es completamente racional, siempre y cuando no haya exceso en mi opinión. Entonces, también, puede ocurrir que, propiamente hablando, no envidio la feliz condición de mi prójimo, sino que simplemente me pesa que no le he imitado. Así, si el objeto es bueno, yo no deberé estar celoso, sino más bien laudablemente émulo.
Fuente: Delany, Joseph. "Jealousy." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. 20 Dec. 2011 <http://www.newadvent.org/cathen/08326b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina
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