En la segunda mitad del siglo XIV,
Europa sufrió un azote terrible, la peste, que en forma de epidemia diezmó a
todo el continente. En sólo cuatro años se calcula que murieron algo así como unos 25 millones de habitantes, que si tenemos en cuenta la población
europea del momento, vino a significar que pereció un tercio de sus habitantes. Fueron años
horribles, de devastación, en los que apenas había tiempo de excavar tumbas, tantos y tan
rápidamente se acumulaban los muertos, de forma que al final se recurría a acumularlos en
montones para proceder a su cremación.
Parece que la peste llegó de China,
transportada por los barcos mercantes italianos que tenían contactos frecuentes
con los puertos de Asia. Entre las mercancías que transportaban se colaron las
ratas que, a su vez, transportaban unas pulgas diminutas que difundieron con
una velocidad inusitada la mortal enfermedad. A ello ayudó, y no poco, las
condiciones de emplazamiento y salubridad de las ciudades europeas. Casi todas
las grandes urbes comerciales se situaban cerca del mar y de los ríos. La
población se hacinaba en núcleos muy compactos de viviendas que carecían de
toda higiene, con lo que la epidemia encontró el terreno abonado para su
expansión.
La peste bubónica tenía unos seis días
de incubación y su primera manifestación era una buba, o pústula negra allí donde
había picado la pulga. Se inflamaban, casi de inmediato, los nódulos linfáticos
del cuello, las axilas y las ingles y en un santiamén las pústulas cubrían todo
el cuerpo, muriendo el afectado en cuestión de horas. Pero también tenía la peste
otras manifestaciones igual de letales y dolorosas: la peste neumónica, que se
gestaba en tres días.
Encharcaba los pulmones y el enfermo se ahogaba en su
propia sangre. Y la peste septicémica, que penetraba en la sangre haciendo
imparable la infección. En apenas un día moría la víctima que la padecía.
La peste se transmitía por el aire,
por los esputos de los infectados y por las picaduras de los animales, produciendo tal contaminación que era casi imposible sustraerse a
ella.
Como las manifestaciones de los tres
tipos de peste eran diferentes, nadie sabía de qué se trataba ni cómo hacerle frente. Se crearon las teorías más disparatadas y se
adoptaron las medidas más extrañas. Unos huían a otros lugares, algunos cerraban
puertas y ventanas recluyéndose en sus hogares y las autoridades amurallaban
las ciudades en un intento vano de frenar el avance de la peste incontrolable
debido a su difusión aérea.
El pánico se desató en todos los
países y las supersticiones encontraron, en aquellos momentos de pavor, un caldo de cultivo idóneo por muy descabelladas que fuesen.
La medicina continuaba anclada en los postulados de Galeno y no acertaba siquiera
a dar una descripción correcta de la enfermedad, que se conseguiría bien entrado
el siglo XX. Sólo unos pocos médicos fueron capaces de dar con el origen de la
enfermedad, pero la mayoría se perdió en conceptos difusos como la conjunción
de ciertos planetas o una serie de terremotos que se produjeron en la época en
Euroasia. Tampoco faltaron los que creían que esa hecatombe se debía a los cambios
de temperatura, a la forma de las nubes y otras ideas igual de peregrinas, para
culminar con los que creían que la peste era el resultado de la lujuria y de
dormir demasiado. iComo podemos ver había opiniones para todos los gustos!, pero
ninguna que atajase la enfermedad. Y también hubo quien culpó de la epidemia a
los judíos, que siempre fueron las víctimas propiciatorias de cualquier calamidad
que se abatiese sobre el Viejo Continente.
En aquel ambiente de terror y confusión,
especialmente en las ciudades centroeuropeas, podía verse a menudo un extraño espectáculo, digno de una visión apocalíptica o
de una película de Dreyer. Largas filas de hombres, vestidos con túnicas raídas,
avanzaban flagelándose con furor, mientras proferían salmos invocando la
protección divina y aullaban culpando a los judíos de aquella terrible
mortandad. Eran la Hermandad de los Flagelantes que pronto tuvieron muchos comunidad
judía la culpa de todos sus males. Éstos tuvieron que huir de muchos lugares, no
pocos murieron a manos de los que buscaban venganza ante tanto dolor y de los
que aspiraban a hacerse con los bienes de esta siempre próspera estirpe.
Hubiera bastado comprobar que la peste no respetaba ni a cristianos ni a judíos
para comprender que la enfermedad nada tenía que ver con ellos, pero, como
tantas veces, el pueblo herido busca siempre un chivo expiatorio en el que
descargar su ira.
Los remedios con los que se
pretendía atajar el mal tampoco tenían desperdicio. Entre los más efectivos se encontraban los rezos y los amuletos. Y en el terreno material
se recomendaba el consumo de higos, avellanas, aceite de oliva y especias, ique
si no curaban tampoco debían causar daño! Claro que si uno estaba algo pasado
de kilos lo mejor era tomar el sol y abstenerse de dormir con una mujer por lo
que pudiera suceder ... iaunque no sé, en esta última recomendación, cuál
podría ser la causa-efecto!
No faltaban otros consejos de tipo
terapéutico como era llevar prendidos ramilletes de hierbas aromáticas, sangrías,
que por aquella época eran poco menos que la panacea universal, y dormir en determinadas posturas. Los ricos inventaron sus propios remedios y se
fabricaron medicinas con infusiones de oro y plata. A parte de su coste
altísimo, estas medicinas aseguraban que el que tomaba, desde luego, no moría
de peste, porque lo hacía envenenado por los metales.
Así que entre la propia enfermedad
y los remedios para combatirla, los muertos se multiplicaban en progresión
geométrica. Pero de esta espantosa situación surgió un nuevo pensamiento, una
nueva visión de la vida y de la muerte que desembocaría en la luminosa época del
Renacimiento. La falta de mano de obra para el trabajo desarrolló la inventiva
hacia una mecanización incipiente, mientras que la economía, completamente
transformada por la situación, comenzó a apoyarse en el comercio. El mundo de
las ideas experimentó una auténtica revolución, mientras el hombre cobró una importancia
que no había tenido en la Edad Media cuando el centro de todo era Dios. Nada
volvió a ser lo mismo en Europa después de esta epidemia y facilitó que los
países se encaminasen hacia un nuevo concepto que sería la Modernidad. iY es
que, por terrible que parezca, lo malo siempre es bueno para algo!
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