Se
sigue de aquí que la humildad es parte de la autenticidad. El
cristiano se presenta como es, sin humos ni pretensiones de
santidad, reconociendo que lleva su tesoro en una vasija de
barro (2 Cor 4,7) o que las espinas punzan su carne (2 Cor
12,7). La tarea excede las fuerzas humanas, pero no hay que
acobardarse juzgando que la empresa no es humana; por parte
del hombre, como decía san Pablo, < manifestando la
verdad, nos recomendamos a la íntima conciencia de todo
hombre ante Dios» (2 Cor 4,2).
Falta de autenticidad es la omnisciencia del cristiano
sabelotodo. La Iglesia no archiva recetas para las
enfermedades del mundo, colabora en la búsqueda común de los
hombres de buena voluntad. Puede cotejar esa labor con las líneas
maestras del designio de Dios, por si necesitara enderezarla,
pero de ningún modo creer que bastan sus consejos o
instrucciones para encontrar solución a los problemas. El
evangelio señala la dirección y dibuja el horizonte, pero no
indica el trazado de las carreteras ni garantiza su buen
estado; curvas y baches hay que tomarlos con habilidad y
paciencia.
La
superioridad y altanería son ridículas, por decir poco. Los
problemas que reclaman ayuda sobrepujan la competencia de la
Iglesia y prohíben los tonos magistrales. Su misión se
asemeja a la de Cristo, que se presentó entre los suyos sin
rango ni autoridad; hasta sus milagros estaban sujetos a
discusión y a protesta; y cuando Pedro tiró de machete en el
huerto, le ordenó envainarlo.
Se ha
llamado a la Iglesia « la conciencia de la sociedad». Cuando
ésta no reacciona ante necesidades evidentes, atañe a la
Iglesia atender a ellas y despertar la responsabilidad en el
ambiente. Así sucedió en otro tiempo con hospitales y
escuelas. Desde entonces, la sociedad ha reconocido su
obligación y provee, al menos en gran parte. Aquí se
descubre otro aspecto de la humildad de la Iglesia, que no
busca su propia gloria, sino el bien del mundo. Una vez que la
sociedad toma conciencia de un deber y lo cumple, la acción
de la Iglesia se hace superflua en ese campo, y llega el
momento de retirarse sin reproches ni amarguras; queda libre
para despabilar otros deberes. A medida que la sociedad se
hace más adulta, la Iglesia, como institución benéfica,
resulta menos necesaria. Esto debe alegrarla, pues es señal
de creciente madurez en la sociedad humana. Si la ambulancia
recoge al malherido, no hay por qué bajarse de la mula; mejor
es darse prisa, por si esperan en la ciudad.
J.
Mateos (Cristianos en Fiesta)
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