Sólo cinco datos para resumir la historia
del inglés Thomas Becket: vivió en el siglo XII, se hizo cura, se metió en
política, mandó más de la cuenta y acabó en la tumba. Pese a todo, le hicieron santo.
Thomas Becket murió asesinado el 29 de diciembre del año 1170.
El rey Enrique II y él eran íntimos,
y Thomas Becket acabó siendo arzobispo de Canterbury, el cargo eclesiástico más
importante de Inglaterra. Pero Becket le salió respondón al monarca y la relación acabó en trifulca, porque no se ponían de acuerdo sobre quién tenía
que mandar más en el país: Dios o el rey. El arzobispo salió por pies de
Inglaterra y luego regresó ante
una aparente reconciliación. Pero como volvió a levantarle la voz a Enrique II, acabó pagando caros sus gritos.
una aparente reconciliación. Pero como volvió a levantarle la voz a Enrique II, acabó pagando caros sus gritos.
Enrique II siempre negó haber
ordenado asesinar a Thomas Becket. Dijo que sólo hizo un comentario. Algo así
como: «¿Será posible que nadie me quite de encima este clérigo pesado?».
Cuatro
pelotas de la corte lo oyeron y se fueron a por el arzobispo. Le sorprendieron
rezando en el altar de la catedral de Canterbury. Allí mismo lo asesinaron y allí
mismo fue enterrado.
El crimen indignó a los católicos ingleses
y la historia corrió por toda Europa. La tumba de Becket se convirtió en lugar
de peregrinación y, tres años después de su muerte, el arzobispo fue declarado santo.
Los ánimos se calmaron durante un tiempo, hasta que llegó Enrique VIII, aquel
rey orondo que cuando no estaba casándose o cortando la cabeza de alguna de sus
esposas se entretenía en discutir con el papa de Roma. Y tanto discutió, que Enrique
VIII acabó desterrando el catolicismo y erigiéndose en principal cabeza de la Iglesia
de Inglaterra. ¿Quién continuaba incordiándole desde la tumba? Santo Tomás
Becket.
Enrique VIII ordenó destruir todos
los sepulcros de santos católicos y quemar sus huesos, y puso especial interés
en el de Santo Tomás. Se supone que aquí se pierde el rastro de los huesos, aunque
todavía hoy muchos se empeñan en que los frailes de Canterbury no eran tan estúpidos
como para esperar sentados a que se cumpliera la orden del rey. Que sacaron los
huesos, los sustituyeron por otros y escondieron los originales. Pues vale,
pero los debieron de esconder mejor que el dinero de Marbella, porque de Santo
Tomás nunca más se supo.
Nieves concostrina.
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